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PASEO POR LA ORILLA DEL DUERO CON LA INFANTA CATALINA

Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

El curioso lector dispone ahora de cumplida información de lo que nos llevó a Jaime y a mí a Tordesillas y de algunos detalles sobre nuestras personas.

Habíamos llegado por la mañana y cumpliendo las instrucciones recibidas de Bachiller de Guadalajara, nos habíamos instalado en casa de Santiago García, letrado, propietario de tierras, uno de los dos regidores del ayuntamiento elegidos por el pueblo llano y comunero convencido.

Santiago vivía en una casa de dos plantas y ocho habitaciones con vistas a la vega del Duero. Estaba junto a las del tratado y a unos pasos de San Antolín, una iglesia sencilla pero bella y armoniosa de estilo gótico flamígero. Las casas del tratado recibieron este nombre porque allí firmaron un acuerdo los Reyes Católicos de Castilla y Aragón y Juan II de Portugal, por el que se establecía una línea divisoria del océano Atlántico que marcaba las zonas de exploración y conquista de ambas potencias en el nuevo mundo.

Solterón de profunda convicción y con la familia en Valladolid, Santiago vivía solo en el caserón, atendido por Aurora, una criada lo suficientemente vieja para salvarle de la maledicencia.

Para no despertar sospechas, había que dar una explicación verosímil de nuestra presencia en su casa y acordamos hacerlo, según nuestra norma, en las proximidades de la verdad, la de dos cronistas que leerían sus pliegos en las fiestas de la ciudad, tal como hacían en otros pueblos de Castilla.

Con Santiago, más joven que nosotros pero de talante más severo que le hacía parecer de nuestra edad, pudimos explayarnos francamente. Nos proporcionó una llave de la casa e insistió en que dispusiéramos de ella como propia. Se mostró un tanto escéptico sobre el resultado de nuestra misión, pero nos ofreció su total colaboración al respecto.

No era hombre de muchas palabras, pero necesitaba pocas para que tuviéramos la seguridad de que se desviviría por sus huéspedes; era una de esas personas con las que uno, instintivamente, se encuentra cómodo y seguro. Santiago se aplicó diligentemente a resolver los pequeños problemas que surgen cuando hay que pasar unos días en tierra ajena y lo hizo como si obtuviera placer en ello, sin admitir el menor signo de agradecimiento ni que hiciéramos desembolso pecuniario alguno.

Nuestro nuevo amigo emanaba fortaleza, autoridad tranquila y bonhomía a primera vista. Era tan alto como yo, pero algo más ancho y de más peso, aunque bien distribuido por su cuerpo, del que apenas destacaba una prominente barriga. Moreno, pelo rizado muy negro, entradas pronunciadas en la frente que anunciaban el avance de la calvicie, nariz gruesa, boca grande, ojos claros y algo hundidos y una mirada amable, bondadosa y un poco irónica. Pulcro en el vestir y en todo lo demás, caminaba despacio, como abstraído, lo que se percibía especialmente cuando se mesaba la barba negra bien recortada.

Santiago se fue al ayuntamiento y nosotros nos acercamos a las clarisas, como el lector sabe. No dijimos a nuestro anfitrión adónde pensábamos ir ni, cuando regresamos, dónde habíamos estado, pues a pesar de la confianza que nos merecía, había cosas que más valía quedárnoslas para nosotros.

Al volver, tras nuestro almuerzo conventual, Santiago nos propuso dar un paseo y enseñarnos la ciudad, una invitación que acogimos de buen grado, con la sana intención de bajar la suculenta comida de las monjas.

—Es una ciudad de realengo, próspera y grata de vivir —nos explicó con orgullo—. Enrique IV nos concedió un mercado exento de impuestos que tiene lugar cada martes y que atrae a muchos mercaderes. Y ya habréis visto que hay buenas viñas y mucha arbolada. Además, la instalación de la corte de doña Juana ha activado el comercio y nos ha dado fama. Y el Duero pasa por aquí muy crecido con agua limpia y profusión de truchas y barbos. Tordesillas crece a ojos vista, ya somos más de seiscientos vecinos.

La prosperidad se apreciaba en la apariencia de las casas, en el buen trazado urbanístico y en la profusión de iglesias, conventos y ermitas: seis parroquias, una por cada cien vecinos; varios conventos entre los que destacaba el de Santa Clara, y junto a este, el de San Francisco; no muy lejos se alzaba el real convento de San Juan Bautista de Jerusalén, de la orden de San Agustín, y extramuros uno dominico bajo la advocación de Santo Tomás.

La ciudad contaba con tres hospitales: el Mater Dei, el de peregrinos y el de la Misericordia, así como con numerosos hostales, alguno de ellos de buena calidad, donde se instalaron numerosos servidores de palacio.

Gracias a la instalación de la corte, se abrió una plaza mayor que, según Santiago, había costado un ojo de la cara al ayuntamiento, a causa del pago de indemnizaciones a los propietarios de las casas que hubo que derruir, entre los que había gente de mucha influencia. La plaza, cuadrada y bordeada por soportales, estaba presidida por una modesta casa consistorial. Era el centro de la vida social de la ciudad, lugar para el mercado y para la celebración de corridas de toros, juegos de cañas, torneos y representaciones teatrales. El pueblo estaba orgulloso de que se edificara una cárcel junto al ayuntamiento, evitando la vergüenza de recluir a los presos en casas particulares, una práctica que en el pasado había dado pábulo a algunos escándalos. Una cárcel da prestigio.

No obstante, Santiago reconoció unas pocas deficiencias en esta ciudad a la que tanto amaba: que el estado de la muralla dejaba mucho que desear, que la fortaleza, famosa por don Álvaro de Luna, agradecería mayor cuidado y que en el hermoso puente sobre el Duero había que hacer reparaciones.

Cuando regresamos a casa, a la caída de la tarde, Aurora nos entregó un billete, dirigido a Jaime de Garcillán, que había traído un muchacho. Santiago nos dejó solos pretextando que tenía que subir a su despacho a ordenar unos papeles y mi amigo me leyó la misiva en voz baja. Decía así:

Amigo Jaime: Mañana a las diez de la mañana os espera en el río, tras el convento, una damita que puede ayudaros. Es conveniente que solo acuda uno de vosotros y que procure que no le vea nadie. Que Dios os ayude.

La breve nota no estaba firmada, pero no cabía duda sobre la identidad de su autora. No era prudente estampar la firma ni poner el nombre de la «damita». Sor Luisa se comportaba como una perfecta conspiradora. Había que decidir quién acudiría a la cita y acordé que iría yo. Jaime tuvo que aceptarlo, aunque a regañadientes. El asunto podría entrañar algún peligro y él no estaba tan comprometido con la causa como yo. Le recordé con un poco de sarcasmo que él me había acompañado hasta allí como simple cronista.

La cena no fue memorable. Nuestro estómago necesitaba descanso y Santiago acostumbraba a cenar poco. Así que nos limitamos a comer un plato de la socorrida olla podrida que Aurora había preparado el día anterior. No faltó, sin embargo, una jarra del buen vino de las viñas de Santiago.

Nos levantamos al amanecer, nos desayunamos con duelos y quebrantos de apetitosa prestancia, pues, además de la panceta y de los huevos, destacaba el picadillo de cerdo y los sesos de cordero. Hicimos el debido homenaje al vino de la tierra y dando todos gracias a Dios y nosotros a nuestro anfitrión, cada mochuelo se fue a su olivo: Santiago a la casa consistorial, Jaime a vaguear por la ciudad intentando establecer contacto con actores o ciegos que leyeran en las grandiosas fiestas de septiembre nuestros pliegos y yo me marché al lugar indicado para la cita.

Ya estaba allí la damita. Lo que no esperaba es que la joven en cuestión fuese nada menos que la infanta Catalina, hija de la reina Juana y hermana de nuestro rey, don Carlos. Como tal se presentó ella; no la había visto antes, pero la había contemplado en un retrato salido de los pinceles de un pintor flamenco.

Al contrario de lo que suele ocurrir, que el artista mejore el modelo para halagar al comprador, en esta ocasión ganaba la presencia real. Quizás el pintor quiso darle a la infanta un aire mayestático dotándola de un hieratismo que contrastaba con la gracia de la joven que me esperaba risueña apoyada en el tronco de un pino. Su pelo era castaño oscuro, resaltado, más que oculto, por una graciosa toca. Me fascinaron sus grandes ojos negros ávidos de vida, la nariz algo prominente pero muy graciosa, los mofletes pellizcables, los labios gordezuelos y prometedores, y la frente despejada que pedía besos. Lucía un breve escote cuadrado que resaltaba un cuello alargado pero que no proporcionaba muestra alguna de sus pechos, que adivinaba generosos.

Catalina me dio a besar su mano, que retuve lo que me fue posible, e iniciamos un paseo siguiendo el curso del río, un delicioso paseo por el Parnaso.

—Sois, señora, si me permitís decirlo, más hermosa que en la pintura que contemplé en Bruselas.

—Te lo permito, Alonso, y te agradezco el cumplido. No tengo muchas ocasiones de hablar con hombres tan apuestos.

—Es evidente que veis a pocos hombres, yo ya estoy en retirada —dije con la esperanza de que la infanta lo desmintiera.

—No me obligues a complacer tus oídos. Yo, Alonso, prefiero a los hombres maduros. Ojalá el que me destine el rey mi hermano tenga tu edad y tu gentileza, pero me temo que tendré que casarme con algún vejestorio iracundo y grosero. Bueno, no puedo quejarme, pues ese es el deber de la familia real que, al parecer, goza de ventajas y privilegios.

—Me halagan, alteza, vuestros inmerecidos elogios a mi persona y vuestra bondad al acudir a esta cita que para nosotros tiene enorme importancia; supongo que no os ha resultado fácil.

—Dices bien, pues he tenido que escaparme de palacio valiéndome de la mentira. He dicho a la marquesa que acudía a misa a San Antolín con Leonor, nuestra dama de cámara más amable, que, por cierto, asume la pobre un gran peligro cubriendo mi ausencia, pero sor Luisa insistió en que lo que tienes que decirme es cuestión de vida o muerte. No puedo negarles nada a las clarisas, mis verdaderas hermanas. Las de sangre, Leonor, Isabel y María, las tengo, lamentablemente, bien lejos.

—Lo que me trae ante vos, alteza, afectará a la salud de Castilla.

—Y a la tuya, y a los de muchos más si nos descubren. Leonor sería expulsada de palacio y castigada; a Luisa la echarían del monasterio, si es que no le pasa algo peor. Poca cosa comparado con lo que a ti te ocurriría: te darían tormento para sacarte tus secretos y te atarían una soga en torno a tu atractivo cuello o te pasarían por las ballestas. No lo digo por animarte, gentil amigo.

—Habría merecido la pena, alteza.

—Eres muy cortés, Alonso.

—Lo digo de corazón, alteza.

—Te aconsejo que embrides tu exaltado corazón, amigo, y que me digas lo que quieres de esta infanta. Solo sé que te llamas Alonso y que eres cronista. ¿En qué consiste ese oficio? ¿Eres como un poeta o quizás como un cómico? ¿O como un cantante? ¿Tal vez un trovador? Ten la bondad de ilustrar a esta pobre infanta apartada del mundo cual monja de clausura.

—Soy un poco de todo eso, alteza, y algo más. Tengo algo de poeta y de trovador que canta a su dama, que es el pueblo; tengo mucho de cómico y de pregonero que exalta las dudosas virtudes de quien le paga. No soy cronista oficial pagado por nobles o por la corona, lo que me obliga con frecuencia al ayuno fuera de la Cuaresma, pero, cuando puedo, escribo lo que pasa en el reino, confío en que con buena pluma, no sin riesgo, pues los poderosos son insaciables para el halago y refractarios a la crítica por muy suave que sea. Es entonces cuando me siento feliz, me perdono y quiero creer que este oficio tiene alguna utilidad pública. Como vos, señora, tampoco yo puedo quejarme; siendo plebeyo, escucho al pueblo, pero también soy recibido en los palacios y trato con gente importante que finge que soy uno de los suyos.

—Te ha salido un discurso redondo, cronista, y no sé si envidiarte o compadecerte.

—Mi oficio es hermoso, alteza. Vuestro abuelo Fernando, el rey más astuto de su tiempo, me dijo un día que prefería un ejército de plumas que uno de lanzas, aunque el modelo de Maquiavelo combinaba a la perfección ambas milicias. Quizás exagerara, pero, como dice mi colega Jaime de Garcillán, peor es trabajar.

—¿Y qué escribirás sobre mí, cronista?

—Poesía, alteza, poesía.

—Eres un embaucador. ¿Estás casado?

—No os lo puedo ocultar, alteza. Tengo mujer, una buena mujer, y un hijo que será un gran hombre. Pero os confieso, señora, que seré siempre vuestro humilde pero sincero adorador. No me entendáis mal, alteza, no se me oculta la inmensa distancia que separa a una princesa de un humilde vasallo, pero la adoración es libre como son libres los sueños.

La infanta tardó un tiempo que me pareció interminable en contestarme. Finalmente, lo hizo con una sonrisa ambigua que no sé si expresaba complacencia, compasión o ironía.

—Como dice mi admirado Erasmo de Rotterdam, que fue consejero de mi padre en la corte flamenca, cada cual representa un papel en el teatro del mundo, pero cuando se acaba la función uno tiene que quitarse la máscara y comprobar que todos somos iguales.

—Sí, recuerdo con exactitud la frase del genial humanista: «¿No es la vida de los mortales sino como una comedia? Cada actor aparece con su distinta máscara, representa su papel, hasta que el director de escena lo manda retirarse. A veces, incluso al mismo hombre puede mandar a que represente un papel diferente, de manera que quien antes hacía de rey cubierto de púrpura, luego aparece de esclavo andrajoso».

—La muerte nos iguala a todos, gentil amigo.

—Pero mientras tanto cada uno juega su papel y yo no olvido el mío, alteza.

Aquel día de agosto sería muy cálido en Tordesillas, pero a primera hora de la mañana disfrutábamos de una brisa deliciosa mientras caminábamos junto al río. Las mejillas de Catalina se habían coloreado con mis últimas palabras y me pareció, aunque no estoy seguro de que no fuera mi imaginación la que lo deseaba, que se acercaba un poco más a mí. Era realmente deliciosa, como una princesa bella y delicada encerrada en un tenebroso castillo, vigilada por un carcelero cruel, tal como las describen las novelas de caballería.

Princesa era y encerrada estaba, y yo daría mi vida por liberarla de los dragones. Pareció escudriñar mi pensamiento y quizás mis sentimientos que a mí mismo me turbaban y sorprendían. La diferencia de edad entre ambos no es chocante en España y no era menor que la que rige con mi esposa, pero la diferencia entre una hija de reyes y el hijo de unos campesinos de Torrelaguna, aunque fueran ricos, respetados y con pureza de sangre hasta donde la memoria del pueblo alcanza, era una distancia insalvable.

Estaba soñando despierto. Pisaba tierra pantanosa en la que podría hundirme para siempre al menor descuido, pero era incapaz de evitarlo. Mi corazón brincaba sin que pudiera dominarlo, a pesar de los argumentos que me dictaban la razón y la prudencia.

—Nos tienen encerradas a mi madre y a mí, cruelmente, sin compasión y con malicia. —La princesa no parecía tener prisa en que fuera al fondo del asunto—. Mi desgracia es mayor si cabe, pues soy también prisionera de mi madre. —Una lágrima resbaló por su saludable mejilla—. Soy la prisionera de la prisionera —continuó como para sí misma—. Me siento como un canario enjaulado en la celda de un condenado, el único consuelo de un recluido de por vida.

Se hizo un silencio profundo del que salió la infanta cambiando totalmente de tono, reprendiéndose a sí misma.

—No debiera decir lo que he dicho. Es injusto y cruel para mi madre, la reina, que me quiere con toda su alma, que vive para mí. Te voy a decir algo que no podrás escribir. La misión más importante de los Denia, por orden de mi hermano, el rey, sí, de mi hermano, debo decirlo, es que nuestra madre no recupere nunca la salud. Las Cortes decidieron que si la reina sanaba, retomaría el gobierno efectivo, y eso no lo consentirá nunca mi hermano, ni los flamencos que lo dominan.

—Pero eso que me decís es tremendo, alteza. ¿Estáis segura de ello?

—Y tanto. Mira, el anterior gobernador de la casa antes de que llegaran estos malditos, Hernán, duque de Estrada, un ilustre señor que fue nombrado por el cardenal Cisneros justo a la muerte de mi abuelo Fernando, el Rey Católico, trató a la reina con amor y respeto, y el efecto sobre ella fue inmediato, empezó a comer bien, a asearse, a vestirse convenientemente. El bueno de Hernán mandó cartas con la nueva de la mejora de nuestra madre a mi hermano, que entonces, con dieciséis años, se preparaba para calzarse la corona. El cardenal Cisneros fue prevenido contra Hernán y este fue reprendido y le quitaron de su puesto en cuanto mi hermano llegó a España. Solo fueron dos años de alivio para mi madre y para mí.

—Pero ahora, alteza, parecéis libre y alegre.

—Ahora se ha aliviado algo mi sujeción, pero no puedo olvidar que desde muy pequeña estoy recluida en una cámara cuya única salida es la estancia de mi madre, y mi madre no me ha dejado salir durante años. Sobornaba yo a los chiquillos con unas monedas para que acudieran a mi ventana, pues era mi única distracción. —La infanta se había sumido en un profundo silencio de autocompasión—. No te puedes imaginar la crueldad de los marqueses y la zafiedad de Renata y sus trece monstruos —se lamentó Catalina—. Sobre todo con mi madre. Y a mí me dejan algo más suelta para cumplir con mis deberes religiosos en San Antolín o en Santa Clara, pero me privan de relacionarme con varones; la marquesa asegura que estoy en una edad peligrosa y que soy demasiado confiada. He escrito a mi hermano el rey pidiendo que aflojen tanto rigor, pero me ha contestado que haga en todo lo que manden los marqueses, que saben bien lo que me conviene a mí y al reino. Ya no me dejan escribirle, asegurando que mis cartas hacen daño al ánimo del rey que tiene que poner la cabeza en la salud de sus estados.

Ahora no tenía dudas, Catalina se me había arrimado más y en algún momento noté una breve pero escalofriante presión de su firme pecho sobre mi brazo.

—Y mira con qué me visten, como a una criada.

—Yo os veo hermosísima.

—Como a una criada —pareció no oírme—, con telas baratas, mientras todos los Denia, el marqués, su esposa y sus hijos, se hinchan a nuestra costa. El marqués gana más de un millón de maravedíes y a mí me visten como a una criada.

—Os juro, alteza, que los comuneros os liberaremos y os trataremos con el respeto que os corresponde. Si la operación en que estamos metidos mi amigo Jaime y yo concluye con éxito, la Comunidad será gritada en Tordesillas. Pronto llegarán las tropas de Padilla, de Bravo, de Acuña…

Catalina parecía haber olvidado para qué habíamos requerido este encuentro, pero había llegado el momento de hablar del asunto que nos había llevado a la corte y confiarle la carta que había escrito Bachiller de Guadalajara.

—Alteza, la Comunidad os agradece que hayáis aceptado esta entrevista.

—¿Qué puede hacer por vosotros la joven infanta de España?

—Que procuréis la forma de que hablemos con la reina, vuestra augusta madre.

—Eso es imposible, Alonso. Somos prisioneras del rey, y los marqueses de Denia hacen a conciencia su trabajo. En realidad, vigilarnos es su única función; de ello viven y de ello se aprovechan.

—Pues si ello es imposible, os ruego que llevéis a la reina un mensaje muy sencillo: que la Comunidad se arrodilla ante ella como única soberana legítima.

—Sin duda le complacerá escucharlo, pero supongo que queréis algo más.

—Y que nos firme este documento…

—¿Qué dice ese pergamino?

—Que doña Juana acepta ejercer realmente de soberana con todos sus atributos de poder y que respalda a la Santa Junta como el gobierno legítimo de España.

Catalina me pidió que nos sentáramos en la hierba acogidos por la sombra de un árbol, tomó la hoja que le pasé, para lo que rozó mi mano de forma felizmente innecesaria, produciéndome un escalofrío de placer. Catalina la leyó detenidamente.

—Es una hermosa proclama —dijo al tiempo que la ocultaba en su vestido—. No me será fácil entregársela a mi madre, pero haré todo lo posible. Cuando tenga una respuesta, os lo haré saber por el mismo procedimiento del que nos hemos valido para este encuentro.

—Sed muy prudente, alteza —aconsejé con sentimiento—. Si no estáis plenamente segura de que podéis entregarla sin riesgo alguno, mejor es que no lo intentéis.

—Te voy a revelar un secreto, gentil amigo, la infanta de España, Catalina, hija del rey Felipe I de Castilla y de Juana I de Castilla, Aragón, Nápoles, las Indias etc. etc., hermana de Carlos I de Castilla, V de Alemania y emperador, titular del Sacro Imperio Romano Germánico y nieta de los Reyes Católicos, yo Catalina proclamo mi fe y mi esperanza comunera. Soy la primera comunera de España hasta que la reina mi madre se ponga al frente de la Comunidad, tal como proponéis en vuestro bello documento.

—¡Viva la princesa del pueblo! —proclamé enaltecido.

—Pero debo aclararos una cosa. Quiero al rey, mi hermano, y sé que él también me quiere.

—Pues gritemos ¡Viva el rey y muera el mal gobierno! ¡Viva, que viva el pueblo! Estos son, justamente, los gritos de la Comunidad.

—Pues que viva el rey y prospere el pueblo. Mi hermano el rey es muy cariñoso. Dice que soy la más graciosa de la familia y se ha portado bien conmigo, pero cree a pies juntillas lo que le dicen los Denia. Cuando hace tres años nos visitó por primera vez, se compadeció de cómo vivía y dio órdenes para que, con suma discreción, sin que se enterara mi madre, hicieran un agujero en mi cuarto desde el que podía salir a la calle, aunque siempre acompañada por alguien de la guardia.

—¿Y no se percató la reina de las ausencias de su alteza?

—Tardó dos días en descubrirlo y entonces montó un escándalo descomunal, así que el rey mandó tapiar el agujero y colocaron un bello tapiz que lo disimula, pero exigió que se me dejara entrar y salir con libertad y verme con quien yo quisiera, pero la marquesa vigila todos mis pasos y ha prohibido dirigirse a mí a todo varón que no sean los marqueses y mi confesor, el bueno de Juan de Ávila. Pero lo peor es cómo me tratan las marquesitas y cómo se aprovechan de los regalos que me envía el rey.

Me dolían sus cuitas, pero llevé la conversación hacia la política.

—Yo creo que el rey, mi hermano, que está ahora muy gallito, terminará aceptando las justas peticiones de las Comunidades. Mi augusto hermano es algo arrogante pero nada tonto y estoy segura de que hará justicia y que acrecentará los reinos que ha recibido por la gracia de Dios.

La primera comunera de España me ofreció su linda mano para que la ayudara a levantarse del suelo y no me la soltó mientras continuamos nuestro paseo hasta que se sobresaltó al oir unas pisadas que se acercaban. Me oculté entre los matojos hasta que Catalina me llamó y me presentó a una mujer.

Era su buena dama de cámara, Leonor, su ángel de la guarda, que me miró de arriba abajo con indisimulada aprensión y que le hizo notar, agitada por la preocupación, que la misa había concluido y que debía regresar a palacio antes de despertar sospechas.

—Es que, caminando con este caballero, se me ha ido el santo al cielo —explicó la infanta, echándose a reír con descaro.

Saludé a la dama con una cortés inclinación de cabeza, dirigí una mirada de adoración a la infanta y con la cara ardiendo, y supongo que enrojecida, me perdí de vista en el acto.

Me encontré con Jaime en la plaza. No podía disimular mi estado febril, ni hubiera sido posible ante mi amigo que me conocía mejor que yo mismo. Procuré tranquilizarme antes de responder a su inquisitiva mirada.

—Es maravillosa, Jaime. Nunca había visto nada semejante. Es maravillosa, maravillosa.

—Tranquilízate, hombre, y cuéntame cómo te ha ido.

—Es divina. Es una diosa.

—Ya veo que te ha impresionado la damita, pero ¿me puedes decir algo más concreto, más útil?

—La infanta se ha proclamado como la primera comunera de España.

—Así que la damita que te esperaba era nada menos que la infanta Catalina ¿Y qué más te dijo?

—Que soy un apuesto caballero. Y que los prefiere mayorcitos… Y se ha arrimado… y me ha cogido la mano… y me ha dicho que podrían colgarme del cuello.

—Es lo más sensato que te ha podido decir. Cortejar a la infanta es alta traición que se paga con la vida. Estás loco, Alonso, y me temo que no escarmentarás nunca. A tu edad ya deberías sentar la cabeza.

—Mi edad le ha parecido estupenda a la infanta.

—Por favor, recobra la razón, que doña Catalina de Austria no es la moza del mesón del Castillo; que esto es muy serio y te pones en peligro tú y a la sagrada causa. Convéncete, Alonso, de que estos, los nobles y los de sangre real, no son como nosotros. Ni tampoco tu princesa de libro de caballerías que ahora se encapricha de ti y mañana no pestañeará mientras te cortan el cuello.

—Catalina es distinta, Jaime, me ha citado a Erasmo.

—Tiene en su madre una magnífica latinista. Nuestra reina es la más culta de Europa.

—La infanta es divina y muy humana, y todos los hombres somos hijos de Dios.

—Pero unos más que otros, nosotros somos hijos bastardos, irritante gente de medio pelo. Un hijo de Pedro Girón, un noble que dice ser de los nuestros, alanceó a un secretario como si fuera un toro porque se tomó algunas libertades de palabra, solo de palabra, con su hermana.

—Es que la familia de don Pedro es de armas tomar.

—Ellos tienen derecho de horca y cuchillo, ya lo sabes, y espero que no lo olvides. Así que mantente a respetuosa distancia.

—«Mi loco afán está tan extraviado»…

—Como decía el divino Petrarca. Mientras tus amores sean tan platónicos como los suyos por Laura o los de Dante por Beatriz…

—Ellos eran divinos, inmortales, pero mucho me temo que yo soy demasiado humano. Prefiero la poesía de los hechos.

—Pues eso puede ser mortal. ¿Qué ha dicho tu ninfa de lo nuestro? —Jaime cambió de tema, resignado.

—Que una audiencia con la reina no es posible, pero le he entregado el documento que me dio Bachiller y me ha prometido que intentará que su madre estampe su sagrada firma. Y que nos dirá algo por el conducto de sor Luisa.

—Que sea lo que Dios quiera.

—Y a ti, ¿qué tal te ha ido?

—Muy bien. He llegado a un acuerdo con un grupo de cómicos para repartirnos el dinero de la lectura de nuestros últimos pliegos en las fiestas. Lo más importante es que ya se ha corrido la voz por la ciudad y nadie sospechará de los motivos de nuestra irrupción aquí.

—Supongo que te ha dado tiempo para visitar a sor Luisa —comenté insidioso.

—Una visita de cumplido y agradecimiento.

—Ya te entiendo… Y tú has cumplido y ella te lo ha agradecido, ¿no es así, infatigable catador de monjas?

—No te empeñes en inventarte historias, Alonso, con una monja tengo más que suficiente.

—Pero no negarás que la clarisa te mira con buenos ojos.

—Lo que yo creo es que le divierte mi historia con Inés, la escandaliza pero le divierte y da trabajo a su imaginación.