CON JAIME HACIA TORDESILLAS CON PARADA EN CUÉLLAR
Pliego escrito por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Jaime no había dormido en su cama aquella noche y su fiel y discreta Aldonza, la vieja criada que le había cuidado desde que nació, desde que servía en casa de sus padres, no soltó prenda, a pesar de que yo insistiera en la urgencia de dar con él.
Me dirigí entonces a la Hilaria, donde a veces Jaime tomaba unos vinos o se explayaba con alguna moza, preferentemente mora, aunque no hacía ascos a las cristianas de buen ver. La Hilaria me llevó a un rincón y bajando la voz y sonriendo cómplice me confió que, en su opinión, don Jaime podría estar en el convento donde siempre era acogido con hospitalidad cristiana.
No me pareció prudente irrumpir en el sagrado lugar antes del toque de maitines, así que me encaminé a la imprenta, que, además de ser el sagrado lugar donde fabricábamos los pliegos sueltos, en ella tenía su habitáculo Antonio Zapata. Y allí estaba trabajando nuestro socio industrial, a quien, sin muchos circunloquios, hice notar la urgencia que me embargaba.
—Siempre con prisas, amigo Alonso, así no llegarás a viejo.
—Los acontecimientos no nos permiten dormirnos, colega. Ya habrá tiempo para dormir el sueño de los justos, toda una eternidad.
—¿Tan graves son los sucesos que no le permiten dormir a un cristiano? Ya sabes que Jaime no es de los que madrugan, si puede evitarlo. Prefiere que esperen los aconteceres hasta una hora razonable, que no suele ser antes de las doce. Asegura que hasta las cuestiones más urgentes pueden esperar todavía un mes.
—Pues a ti te veo al pie del cañón, como siempre, desde antes del alba. Si apenas puedes ver los tipos de imprenta.
—No sigas mi ejemplo y atiende mis consejos. En realidad, no me he levantado pronto, sino que aún no me he acostado. Debo hacer unas copias del bando del alcalde y eso sí que urge, porque imparte instrucciones pertinentes para hacer frente a una arremetida que se espera del Malvado.
—¿De Rodrigo Ronquillo?
—¿Qué otro puede ser? Me supongo que ya sabes dónde encontrar a Jaime: o en la Hilaria o en el convento departiendo con su monja Inés… o en su casa con sor Inés. Jaime está últimamente muy devoto.
—En su casa no está, pero me da reparo asaltar el convento a esta hora. Me arriesgo a que me echen a los perros o que un jardinero rabioso me la corte con la guadaña, y, la verdad, espero todavía mucho de ella.
—¿No puedes esperar? Tarde o temprano tendrá que pasar por aquí, pues tiene que corregir el llamamiento a la cruzada que ha redactado Juan Bravo. El bravo capitán no escribe mal, pero le ha pedido a Jaime que le pase la pluma. Bravo se ve ya en los libros de historia y lustra cada una de sus palabras para que mañana sean grabadas en piedras milenarias que perpetúen su gloriosa memoria.
—La verdad es que no puedo esperar. Déjame, si no te importa, la proclama de Bravo y yo mismo le pasaré la pluma; no es tan afilada como la de Jaime, pero puede servir. Mientras tanto, quizás tú puedas hacerme el favor de acercarte al monasterio y traérmelo cogido por donde puedas.
—Pues entonces de acuerdo. Tú te quedas con el sermón de Juan Bravo y el cuidado de la casa y yo vuelo al convento —concedió el siempre servicial Zapata.
—Ah, y le dices que prepare un pequeño equipaje con lo imprescindible para pasar decentemente una o dos semanas.
—Ya veo que tienes prisa de verdad y mucha seguridad de que accederá a acompañarte dejando sus deberes ciudadanos y sus obligaciones amorosas. A no ser que la tarea lo merezca…
A Zapata, hombre discretísimo, debió de parecerle que con estas palabras obtendría información sobre lo que me traía entre manos, pero mi silencio y mi sonrisa le disuadieron de insistir. Me limité a garantizarle que en este viaje cumpliría con creces sus deberes de castellano.
—Bueno, tú sabrás. Me voy corriendo con el recado.
Jaime llegó en menos de una hora. Tiró al suelo un pequeño baúl al tiempo que se abalanzaba sobre mí, tumbándome sobre los rojos baldosines de barro viejo de la estancia. Mi amigo soltó una de sus carcajadas contagiosas más expresiva que un discurso; percibía en ella buenas dosis de la ironía y el escepticismo que le servían de escudo, pero yo podía adivinar tras del escudo un alma generosa y disposición valerosa que no escatimaba riesgos ni sacrificios por el amigo.
Ningún partido le parece sagrado; diría más: todos le parecen sospechosos; sostiene que aportan dosis de lo que él denomina, retorciendo el diccionario, «peoras». Irónico y escéptico, rechaza las causas con mayúsculas, cuanto más sagradas más sospechosas. Sin embargo, no dudaría un segundo en acompañarme en las alocadas empresas que podrían pasar por la mente de un idealista como yo, de alguien que, como me había reprochado en tantas ocasiones, no tenía los pies en la tierra, sino en vaporosas utopías. Pero, paradójicamente, Jaime entiende la amistad con fanatismo y daría la vida por mis locuras.
—Pero hombre, Alonso, ¿en qué absurdos y descomunales proyectos estás metido que de mí requieres ayuda, viejo amigo? No escarmentarás nunca.
—En el camino te contaré largo y tendido, pero te puedo anticipar que cambiaremos el curso de la historia.
—No esperaba menos de ti. Ya hace diecisiete años que nos metimos de hoz y coz en la formidable querella entre Felipe y Fernando, dos reyes para una corona, a la que nadie nos había llamado. Por poco no lo podemos contar.
—Casi nos corta la cabeza don Juan Manuel, el señor de Belmonte, pero lo pudimos contar a nuestra selecta clientela. Los pliegos se vendieron como buñuelos. La verdad es que excedimos con mucho las obligaciones del oficio, pero es que éramos muy jóvenes.
—Y nos divertimos, Jaime.
—Ahora miro las cosas con más calma y son pocas las que estimo que me atañen personalmente. Como sabes, lo mío es observar y contar lo que hacen otros y, si puedo evitarlo, no me meto en berenjenales; con los años he perdido capacidades para arreglar el mundo, si es que tiene arreglo, que yo lo veo muy resistente a los cambios. Pero tú dirás, amigo; todavía no he perdido totalmente el gusto por las emociones fuertes; cuando lo pierda, es que habré muerto, así que me entierras y a otra cosa.
—De todo este asunto sacarás la mejor crónica de tu vida, Jaime, te lo prometo, y eso, una buena historia, bien merece algunos riesgos. No hacer nada tampoco te libra de ellos, así que más vale morir que perder la vida.
—Siempre que quede claro que no soy combatiente. Más que nada por cuestión de principios. No quiero que nadie pueda pensar que a mi edad me he vuelto idealista.
—Como quieras, Jaime. Aunque en estos tiempos de turbulencias no hay nadie que pueda quedarse al margen.
—Déjame que lo intente. Bueno, ¿no puedes adelantarme nada?
—Te puedo anticipar que Juan Alonso Bachiller de Guadalajara nos ha prestado unos caballos de buena planta que piafan de impaciencia. Tenemos que salir ya mismo para Cuéllar. Lo mejor es que no te diga nada hasta que hayamos dejado muy atrás el acueducto y sorteado un peligro cierto, el del alcalde Ronquillo y algunos otros más insidiosos. Más vale que hasta entonces no sepas nada.
—Haces bien, que ya sabes mi escasa propensión al heroísmo y mi nula resistencia al tormento. Si me cogen, me rindo en el acto, y si me torturan, yo canto del Introitus al Ite missa est en el mejor gregoriano.
—Ya me han dicho que estás muy metido en religión.
—Ni que lo digas. Acabo de dejar desconsolada a sor Inés, que es fea como un demonio, pero que me ordeña como Dios.
—No blasfemes, Jaime, que te va a castigar el Altísimo, que al parecer no aguanta un pelo.
—Me castiga a su irónico modo. Inés es insaciable y yo ya no estoy para estos trotes, que he cumplido los cincuenta, y muy ajetreados. En el fondo, ya sabes que me gusta más hablar que follar y a mi monja solo le gusta hablar de follar. Pero la verdad es que mi Inés saca de mí más que nadie, sin que su pasión mengüe con los años. Y mira que me costó que se sacara el hábito, pero fue una lucha divertida. Nunca había desnudado a una monja.
—Veo que te ha dado fuerte, pero ¿te has olvidado de ella?
—Me enchoché entonces de Cata, nada menos que la hija de don Juan Manuel, señor de Belmonte y valido de Felipe I, el Hermoso. Nunca he estado más cerca del paraíso ni de la horca. Tuve que salir de Bruselas por piernas. Como quizás recuerdes, me salvé por los pelos.
—Gracias a la acogida de Erasmo de Rotterdam y a un barco fletado por tu tío, que te llevó desde el puerto flamenco hasta Bilbao. Me lo has contado muchas veces, pero siempre disfruto con tu aventura.
—Cata era entonces una niña… ¡Qué mujer! Se casó con un barón flamenco y no la he vuelto a ver, pero si he de serte sincero, confesaré que se me aparece cada noche. Sor Inés es otra cosa: su divina pasión es más de esta tierra. A veces excesivamente de esta tierra. Es incansable, imaginativa, tierna y… terriblemente fea. Deseablemente fea. Ya sabes que cuando una fea te atrapa, no te libras de ella. Además, las feas envejecen mejor.
Con aquella declaración, que probaba que mi amigo no había cambiado en lo esencial, se acabaron las palabras y se inició el camino. La temprana hora parecía protegernos del temible Ronquillo, que debía de dormir todavía en Santa María de Nieva o en Zamarramala. Sin embargo, no nos libró del pelaire Antón, el Armodio, el que nunca duerme, el infatigable velador del pueblo, quien, acompañado de cinco comuneros, vigilaba la salida hacia Lobones.
—Alto, cronistas —esta vez la orden no era conminatoria como la del día anterior. Percibí en cambio una ironía algo amenazante—, parece que huís de Segovia y no en muy buena compañía. ¿Se puede saber adónde vais tan de mañana? —Se dirigía a mí, pero su inquisitiva mirada estaba puesta en mi amigo con evidente suspicacia.
—Segovia está segura en vuestras manos, capitán pelaire… y compañía —respondió Jaime con sorna.
—Pues tened la bondad de bajar a tierra, si no os importa, señores de la pluma.
—¿Con qué autoridad, señor de las pieles? —desafió mi amigo.
—Con la autoridad de mis cojones y de esta.
—De vuestra escopeta. Yo con escopetas no discuto, que no razonan pero tienen la última palabra.
—Más os vale. Bájense vuestras mercedes del burro, si tienen la amabilidad. Y os aconsejo, Jaime, que dejéis de llamarme pelaire con ese tono. Mucha honra tengo en ser pelaire, el gremio más antiguo de España, pero ahora no os habla un pelaire, sino un capitán de la santa causa, así que os aconsejo que me concedáis un poco de respeto.
—Como queráis, aguerrido pelaire.
—Ya tendréis tiempo de lamentar vuestra arrogancia, cronista muerto de hambre. —Y dirigiéndose a uno de sus hombres, dijo—: Francisco, ocúpate del plumilla. Enciérrale y que no hable con nadie. —Entonces se volvió a mí y en un tono amable me rogó que le acompañara, que quería charlar un ratito conmigo.
Nos alejamos unos pasos.
—Alonso, tenéis toda mi simpatía y mi mayor consideración. Bachiller de Guadalajara es un aval impecable, pero comprenderá vuestra merced que tengo que moverme con mucho cuidado y Bachiller no siempre tiene la deferencia de informarme. Me malicio que vuestra misteriosa llegada y vuestra repentina marcha responden a alguna maniobra de la que se me quiere marginar y, la verdad, a Antón el Armodio no se le pueden ocultar negocios que afecten a la santa causa.
Tenía preparada una coartada para la eventualidad de que me interrogara la gente de Ronquillo o del virrey y el cardenal, pero no que lo hiciera uno de los nuestros, así que tuve que improvisar sobre la marcha, arrancando con el elogio al que nadie puede resistirse.
—Os comprendo, Antón. Gente como vos es la que necesitamos. ¿Qué queréis saber, amigo?
—Lo quiero saber todo, cronista. A Antón Colado no se le puede tener ignorante y a Antón Colado le da en la nariz que se le oculta algo, así que eso es lo que hay. O me explicáis adónde vais y qué lleváis entre manos o de aquí no salís vivos. Antón Colado es el adalid de la libertad, y aquí no se mueve nada ni nadie sin que Armodio lo ordene o autorice. Es el pueblo quien así lo quiere.
—Así debe ser, Armodio, pero de mí no tenéis que preocuparos, ni de mi compañero; somos gente del pueblo.
—No, si yo no me preocupo —aseguró Antón con sorna—. Repito mi pregunta: ¿adónde vais tan temprano y en tan mala compañía?
—A Valladolid.
—¿Con qué objeto?
—El de convencer a Juan de Fonseca, con quien tengo alguna amistad desde que juntos fuimos a la corte de Bruselas con una misión que nos encomendó Fernando el Católico, de que nos dejen en paz y aparten de nosotros a Ronquillo.
—¿A cambio de qué?
—A cambio del bien de todos. De la paz y del orden. Trataré de que el obispo comprenda que los motivos que el Consejo Real tiene para atacarnos, el linchamiento de los corchetes municipales Hernán López Melón y Roque Portal y, sobre todo, del procurador Rodrigo de Tordesillas lo podemos arreglar nosotros.
—Ya veo. Queréis hacer la paz entregando mi cabeza al cardenal.
—Vuestra cabeza estará a salvo, pues daremos fe de que vos no tuvisteis nada que ver con los linchamientos a los que procedieron unos desalmados que no son de esta tierra y que han huido despavoridos de Segovia.
—Yo quise rescatar a Tordesillas para ahorcarle con todas las de la ley, pero el pueblo, justamente enfurecido por su traición al mandato que le dimos, optó por una justicia inmediata. El mandato del pueblo es sagrado, así que el ajusticiamiento del procurador infiel es no solo justo, sino también necesario. Es algo más, es el símbolo de la rebelión contra la tiranía. Así que Segovia debe reivindicarlo orgullosa, para que quede para siempre grabado en oro que el principio de representación es sagrado y que no puede haber gobierno justo sin él.
—Así lo entiendo yo, respetado Antón, pero debemos actuar con prudencia por el bien del pueblo. No podéis olvidar que si para nosotros el principio de una representación fiel es sagrado, para los realistas matar al procurador que votó los dineros para el emperador es un delito de lesa majestad.
—¿Y con qué principio comulgáis vos, cronista?
—Con el del pueblo, siempre con el del pueblo, Antón. Pero ahora lo más prudente es dividir al Consejo Real y que Segovia deje de ser su primer objetivo. Nos hemos convertido en el ejemplo que hay que dar para el escarmiento general, machacándonos a toda costa. Mantendremos el principio de representación, pero también el de legalidad, el que impide matar a un hombre sin juicio. Si no lo hacemos, nadie podrá sentirse seguro. Sin una autoridad respetada no habrá paz sino salvajismo.
—Os veo cargado de leyes, cronista. Yo prefiero que nos carguemos de armas, pero, en fin, no veo nada malo en que intentéis dividir al Consejo y parar el golpe que planean sobre Segovia, aunque dudo que lo consigáis. Lo que no me parece bien es que no se me informe debidamente de estos cabildeos. Parece que Colado es la fuerza bruta que solo sirve de carne de cañón y que a la primera ocasión se le elimina. Una última pregunta, amigo, ¿por qué no os acompañan en tan delicada misión nuestros ilustres procuradores?
—Bachiller de Guadalajara y Alonso de Cuéllar parten hoy mismo para Ávila, donde participarán en las deliberaciones de la Santa Junta. Cada uno tiene su misión. Como os he dicho, yo tengo entrada con don Juan de Fonseca y quizás le convenza. Como sabéis, el virrey Adriano es bienintencionado pero débil y no se atreve a oponerse al partido del arzobispo de Granada, Antonio de Rojas, que quiere dar un ejemplo inolvidable destruyendo Segovia. No quiere dejar piedra sobre piedra, ni las del acueducto.
—Bien, Alonso, os deseo suerte. ¿No os molestará si contrasto vuestra versión con la de vuestro colega Jaime? Si me confirma vuestra historia, os podéis marchar en buena hora y yo os prestaré un contingente para que os acompañe hasta dejaros fuera del alcance de Ronquillo.
La historia que le conté a Colado era cierta. Mi intención era visitar al obispo de Burgos para interceder por Segovia. Pero antes debía cumplir la misión cerca de la reina, que, si se coronaba con éxito, podría darnos la victoria definitiva, y eso no podía contárselo, pues el pelaire lo divulgaría a los cuatro vientos comprometiendo el éxito de la empresa. El sigilo era necesario y yo había jurado mantener el secreto. El rey debía prever que los comuneros intentaríamos llegar a su madre y había tomado precauciones encerrándola e incomunicándola con el resto del mundo, pero si se divulgaba que yo había sido encomendado de esa misión y recibido el dinero y el apoyo necesario para ello, jamás alcanzaría la ciudad de Tordesillas y acabaría enterrado al borde del camino. Colado era perspicaz, así que preferí engañarle con una verdad que no era toda la verdad.
Antón Colado no pudo sacar nada de Jaime por la sencilla razón de que este no sabía nada. Me satisfacía la precaución que había adoptado de no informarle del asunto hasta que no hubiéramos superado los escollos más probables.
Así que iniciamos la marcha protegidos por un pelotón de pelaires, curtidores, tintoreros, tundidores y demás trabajadores de la lana. Pasamos juntos Lobones, a una legua; de allí, a Garcillán, a otra legua, donde Jaime aceptó a regañadientes no hacer una parada de afecto familiar; seguimos por Tabladillo, dos leguas; Santa María de Nieva, una legua más, donde extremamos las precauciones, ya que era donde Ronquillo gustaba elevar sus cadalsos.
Hasta que no estuvimos cerca de Coca, tres leguas más adelante, no nos abandonó la escolta popular. Fue una bendición, pues yo quería pasar por Cuéllar y justamente en Coca teníamos que desviarnos del camino de Valladolid, lo que hubiera despertado sospechas cuando informaran al Armodio. Así que al llegar a Coca giramos a la derecha hacia Narros de Cuéllar, una legua y media; y de ahí a Cuéllar, dos leguas más. En total recorreríamos once leguas y media desde Segovia hasta Cuéllar de una tirada, una distancia que solía cubrirse en dos o tres jornadas.
Nos dirigimos al mesón de San Francisco, a cuyo patrón presenté una credencial que me había preparado Bachiller de Guadalajara. Florencio, me había dicho Bachiller, era simpatizante de la causa, pero lo disimulaba, puesto que un buen mesonero no debía inclinarse por uno u otro bando para que todos se encontraran cómodos en su casa. Además, Cuéllar, señorío del duque de Alburquerque, no era una plaza adicta a la Comunidad, y el duque era un vasallo fiel del rey a quien este tenía en un alto aprecio.
Era comprensible, pues, que Florencio nos recibiera con cierta prevención y que nos formulara muchas preguntas de tanteo referidas a nuestras opiniones y respecto a nuestra relación con Bachiller, a quien el mesonero, que había sido cocinero suyo, reverenciaba. Le debía mucho, en el más amplio sentido del término, ya que le había prestado dinero sin pretender intereses para comprar el palacete en el que había instalado su hostería, un lugar privilegiado situado frente al castillo ducal.
Superada la suspicacia inicial, Florencio se volcó en atenciones. Dio una palmada y apareció una criada.
—Amalia, ponnos una jarra de vino y algo de queso y chorizo mientras llega la cena y dile a las mujeres que tengan la bondad de acompañarnos.
Llegó primero Violante, su hija, que irrumpió en el reservado en el que nos habíamos instalado como lanzada por un resorte. Tendría diecisiete o dieciocho años, rubia de larga melena, ojos oscuros, nariz no tan pequeña como hubiera deseado y de estatura mediana tirando a baja, estaba rellenita pero en los justos términos y en los lugares adecuados, aunque difícilmente podría conservarse mucho tiempo en tan delicado equilibrio. Si se descuidaba, y no dudaba que se descuidaría, superaría pronto mis cánones de perfección, pero, de momento y a diferencia de los retorcidos gustos de Jaime, que las prefiere flacas y de escasos pechos, Violante ostentaba las curvas más suculentas.
La chica nos miró a ambos segura del efecto que causaba al género masculino e hizo una ligera inclinación en una muestra de respeto que me pareció lamentable. Cuando un hombre empieza a ser respetado está acabado. Una terrible injusticia cuando uno se siente tan joven como siempre, pero es una realidad que nos avisa insistente hasta que uno, tarde o temprano, se rinde a la evidencia. Uno no es quien es, sino lo que los demás deciden que uno es. Yo, que estoy camino de los cincuenta, no me he rendido en absoluto, pero las jóvenes no lo saben o fingen ignorarlo. Pero yo siento como siempre y me gustan las de siempre como siempre. ¿Les pasa lo mismo a las mujeres?
Me temo que es una batalla perdida, y que, finalmente, termina uno asumiendo la imagen que se representan los demás de uno. Pero todavía no ha llegado ese momento y estoy decidido a vender cara mi rendición. ¿Por qué será que veía a todas las mujeres como si me atañeran personalmente, cada una de ellas, todas y cada una de ellas?
¿Es una deformación mía o algo que le pasa a todo el mundo en mayor o menor medida, a unos con más tranquilidad y a otros de forma más apremiante? Jaime asegura que estoy enfermo, pero entonces estoy enfermo de nacimiento; otras veces me dice que me estoy haciendo viejo, pero entonces es que soy viejo desde que nací. Mi madre decía que era la malicia, que terminaría dejándome ciego.
Quizás sea un instinto que Dios metió en el hombre, en pugna con el mandato de la fidelidad conyugal. Platón sostenía que cada hombre era media naranja que no se completa formando una pareja perfecta hasta que encuentra la otra mitad. Yo he llegado a la convicción de que las dos mitades nunca encajan y que uno nunca cesa de buscar. Inútilmente, pero hay que comprender que la busca es el fin.
—Si me lo permite tu señor padre —dije con mi sonrisa más seductora—, debo confesarte, Violante, que no esperaba encontrarme en Cuéllar con semejante belleza y donosura. No creo que pases mucho tiempo en casa de tus buenos padres. Estoy seguro de que pronto harás feliz a un hombre afortunado que espero te merezca.
Jaime se sumó a las alabanzas, aunque como mera cortesía. Mi comentario era un cumplido convencional, incluso obligado, pero la chica debió de percibir matices libidinosos. Sonrió complacida, y mirándome con perversa picardía replicó, rápida, disfrutando con el castigo que me infería.
—No pasará mucho tiempo, señor, pues estoy prometida con un hombre de bien y de posición, con un prestigioso letrado, y estamos a punto de que mi señor padre y el de mi pretendiente fijen la fecha de la boda.
No tuve tiempo de alabar la suerte de su futuro esposo, el prestigioso letrado, ni mi alegría por la proximidad de los esponsales, así como mi deseo de que fueran felices por muchos años, que tuvieran muchos y saludables hijos, necesarios para el negocio y para el servicio del rey. Había entrado en la salita Francisca, la dueña de la casa, dando muestras de haber interrumpido por un momento una actividad frenética.
Al verla me consolé malvadamente del desaire sufrido, mejor dicho, de la forma en la que Violante mostró su indiferencia por mi persona pensando que, pasado algún tiempo, la gentil muchacha ofrecería el aspecto de su madre. Sus pechos, hoy altivos, se habrían caído; la cintura habría desaparecido al tiempo que la tripa y el trasero se expandían, el cuello se trocaba en papada y pequeños surcos marcarían su rostro antaño terso.
Sin embargo, Francisca, más alta que su hija, que había heredado la escasa envergadura de su padre, seguía ostentando un porte atractivo que la mujer llevaba con orgullo. Se adivinaba que había sido tan hermosa como la hija que parió y no había perdido la gracia del andar ni la coquetería en el trato. Pero no hay quien se libre de la tiranía del tiempo.
La dama nos pidió que no nos levantáramos y se excusó de sentarse a la mesa con nosotros, pues tenía que vigilar la cocina, el comedor donde cenaban ocho comensales, e interesarse por cada uno de ellos con la profesionalidad que apreciaba su distinguida clientela. El mesón de San Francisco sufría una fuerte competencia por parte del hostal del Castillo que regía Mateo con buena mano desde hacía mucho tiempo, así que había que extremar el esfuerzo para abrirse camino y conseguir que los clientes se sintieran cómodos y volvieran.
La cena no tardó en llegar. Florencio entró en materia sin esperar al segundo plato, según la norma que había aprendido de la mesa del marqués. Nos habían preparado de primero manjar blanco, un plato que había tomado en otras ocasiones de postre. Pero el manjar que teníamos delante, dulce y salado, como es habitual, tenía más de lo último que de lo primero por el protagonismo de la pechuga de pollo suavizada por la leche de almendras, harina de arroz y miel, bien integradas en una masa espesa. Era una forma inteligente para preparar el estómago para lo que viniera.
Violante picoteó un poco del manjar blanco y se marchó al comedor para ayudar a su madre, no sin antes dedicarme una sonrisa burlona.
Lo que vino después fue un cabrito de pocos días, asado en el horno de leña de la casa, que apareció sobre una fuente de barro desprendiendo perfume de romero y tomillo.
Como digo, Florencio fue enseguida al grano. Se daba la afortunada circunstancia de que su hija Violante estaba prometida con Eduardo Manrique, secretario del duque, y que este, Francisco Fernández de la Cueva, había consentido que su novia fuera aceptada en la cocina. Florencio estaba satisfecho, pues había estimado que el aprendizaje en casa noble le permitiría engrandecer el prestigio de la hostería con un toque aristocrático.
Gracias a estas afortunadas circunstancias, el padre y la hija nos proporcionaron interesantes informes sobre la lucha entre caballeros y comuneros y, lo que era más importante y que era el objeto de nuestra presencia en Cuéllar, preciosas informaciones sobre las interioridades de la casa-palacio de la reina, así como de los servidores que podían favorecernos y, sobre todo, de aquellos con los que deberíamos tomar las mayores precauciones.
—El duque es un personaje singular —explicó Florencio—. Es partidario del rey, pero es un hombre moderado que ha tratado de convencer al monarca de que debe hacer concesiones a los comuneros y aceptar aquellas peticiones que sean razonables. Se atrevió a censurarle por su rigor diciéndole que porque un caballo le diera una coz al dueño no era razón suficiente para matar al animal. Se ha ganado con ello la enemistad del arzobispo de Granada y, aunque el cardenal regente simpatiza con sus puntos de vista, se impone el criterio severo del arzobispo. El duque se expresa siempre libremente, y al tiempo que derrocha promesas de lealtad, procura escurrir el bulto cuando le piden que reclute hombres de guerra. La verdad es que la gente de Cuéllar está contenta con su gobierno y con su forma recta de administrar justicia, por lo que el rey le debe que Cuéllar no se haya sublevado.
Debo añadir, para beneficio de los lectores que no estén al tanto de las andanzas de los Alburquerque, que el marqués actual, Francisco Fernández de la Cueva, es hijo primogénito de Beltrán de la Cueva, el primero de este título, a quien se le supuso amante de la segunda esposa de Enrique IV, la reina Juana, hermana del rey de Portugal, y padre de Juana, a quien se denominó la Beltraneja, que disputó el trono a Isabel la Católica en tremenda guerra sucesoria.
También se dijo de don Beltrán que era amante de Enrique IV, llamado impropiamente el Impotente, aunque más justamente debería habérsele llamado el Inapetente en cuanto al trato carnal con su esposa, la reina, se refiere. Ni que decir tiene que don Francisco Fernández de la Cueva es, a diferencia de su turbulento padre, un hombre tranquilo, una persona de bien, un buenazo. En la terrible guerra civil que nos ocupa solo recibió la herida que le infirió una pedrada, por la que fue condecorado por el emperador.
Terminado el postre —unos canutillos de crema y una pirámide de rosquillas—, acompañado de moscatel, Florencio se disculpó por tener que levantarse de la mesa unos momentos para comprobar que nuestra alcoba estaba preparada.
—Ni se te ocurra —me advirtió Jaime, que había seguido divertido el juego que nos traíamos Violante y yo, poniéndose serio en cuanto el mesonero traspasó el umbral.
—¿No has visto cómo me pinchaba esta criatura?
—Pues ni se te ocurra, Alonso.
—Ya sé, donde comas de la olla, no metas la polla, pero…
—No hay peros que valgan. No solo por lo de la olla, sino por tu santa causa. Estas son las cosas que arruinan los grandes proyectos. Recuerda que el rapto de Elena por Paris originó la guerra de Troya.
—Sí, y que la nariz de Cleopatra provocó la guerra civil entre los romanos, pero espero de tu caballerosidad que, si Violante irrumpe en nuestra alcoba, te marcharás a dar un largo paseo por Cuéllar.
—La fantasía es libre, Alonso. Me conformo con que tú no trates de entrar en la suya.
—Es una pena —lamenté con un suspiro—, pero habrá que dejarlo para mejor ocasión. Ya sabes mi teoría: todas las mujeres, absolutamente todas, terminan cediendo, más o menos y hasta cierto punto, tarde o temprano, si se dan las circunstancias adecuadas y uno persiste en su intento.
—Más o menos y hasta cierto punto, en efecto —matizó Jaime—. La verdad es que en esto de fornicar Dios ha perdido la batalla. Si fornican a calzón quitado hasta sus representantes en la tierra. Recuerda a los últimos papas: Alejandro VI, el pontífice valenciano de los Borja, que se acostaba con su hija Lucrecia y con todo lo que tuviera a mano; Julio II, que tuvo tres hijas; y el que gobierna hoy, León X, uno de los insaciables Medici, que hace a pelo y a pluma. Eso sí, este sodomita es muy familiar y ha hecho a todos sus hijos duques y grandes señores y los ha casado con las mejores familias de Roma. Asegura sin rebozo que Dios le ha hecho papa y que debe aprovecharse de ello para no contrariarle.
—Pues mira, Jaime, León X ha resuelto el problema que nos ocupa con un compromiso. Ya que si es imposible no pecar contra el sexto mandamiento, vende una bula, y si la compras, se te perdonan de antemano los pecados que puedas cometer por un módico precio.
—La Taxa Camarae —concretó Jaime—, que además es barata en relación con el servicio que presta. Pero a lo que vamos…
No pudo seguir, porque en ese momento entraba Florencio, quien nos acompañó a nuestro cuarto, donde en ningún momento apareció Violante. Al día siguiente nos levantamos pronto, y tras un desayuno a base de huevos y torreznos —los celebrados duelos y quebrantos—, salimos para Tordesillas.