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UNA CENA CON SORPRESA A LOS POSTRES

Pliego escrito por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

María, la esposa de Bachiller, me acogió con sencilla amabilidad y grandes muestras de interés por mi largo viaje desde Toledo, sobre el que me hizo muchas preguntas. También parecía insaciable en su afán de saber todo lo relacionado con mi esposa y mi pequeño hijo. Cuando dio por satisfecha su curiosidad por mi familia y mis fatigas, me pidió que la acompañara a la habitación en la que dormiría aquella noche. Me preguntó insistentemente si estaba todo a mi gusto, haciendo hincapié en que no dudara en pedir lo que necesitara.

No puede decirse que la Bachillera fuera una belleza clásica, pero ofrecía un aspecto afable, subrayado por una sonrisa permanente que proporcionaba la seguridad de que uno era bien acogido. No debía de superar los veinte años y conservaba la frescura de los quince.

Se había maquillado discretamente, suavizando el trigueño de su rostro y el brillo de su nariz respingona. Su pelo moreno, que dejaba en libertad unas orejas pequeñas traspasadas por sendos pendientes de fino oro que engarzaban una pequeña perla, estaba recogido en un gracioso moño coronado por un lazo granate. No obstante, lo que me atraía, hasta el extremo de hacerme olvidar otras gracias de la dama, eran sus ojos, no especialmente grandes, no especialmente bellos, pero que sí reflejaban el alma, como suele decirse, mostraban un alma de Dios, y una mirada que, sin embargo, sin dar pábulo a promesas de infidelidades, ofrecían cierta complicidad. O al menos es lo que me pareció a mí, hombre casado y bien casado, pero que nunca ha renunciado a probar otro ganado si tiene la oportunidad de catarlo.

Había otra cosa que me gustaba de María: su corta talla, que trataba de compensar con unos chapines con un tacón de casi un codo de altura. Me gustan las mujeres pequeñas que invitan a la protección y me producían cierta ternura los esfuerzos de mi anfitriona por parecer mayor. Y en cierta manera, lo conseguía, no solo con los chapines, sino también jugando con la colocación del cinturón y la elevación de los pechos, que asomaban por su escote y que parecían impelidos por una fuerza interior. Un esfuerzo baldío para quien gustaba de senos del tamaño de las manzanas de su tierra, pequeñas pero suaves de tacto y sabrosas en su degustación. Ignoro si Bachiller sabía la suerte que tenía y lo apreciaba en su justa medida.

A un toque de la campanilla, agitada por este con precisión considerada, apareció Esteban, el cocinero, quien, tras una mirada invitadora del señor, nos anunció el programa para la cena.

—Tal como la señora me ha indicado, me he permitido prepararos algunas cosillas que no resulten pesadas, sino amenas, variadas y de fácil digestión. Empezaremos, con permiso de los señores, con un gazpacho fresco donde nadarán unos trocitos de jamón. Después, los aperitivos: ancas de rana rebozadas y cangrejos de nuestro río Eresma. Lo condimentamos con las últimas novedades llegadas de las Indias: pimientos picantes y tomates. Toledo aporta el aceite de oliva, Segovia, los dientes de ajo, y Rueda, su vino muy adecuado para este guiso. Los señores podrán disfrutar, a continuación, de unos gansos a la olla de Labajos, para llegar bien preparados al plato del que nos sentimos más orgullosos: un cochinillo bien tostado que no llegó a alcanzar los quince días de vida, el pobre. Todo muy ligero, como ven vuestras mercedes, aunque espero que no os quedéis con hambre. Si así fuera, no tenéis más que decírmelo y os prepararía unos pichoncitos tiernos; o si lo preferís, unas perdices en escabeche que no necesitan más que ponerlas en el plato. Naturalmente, acabaremos con unos dulces fríos y de sartén para que sus señorías disfruten de felices sueños. Y de los vinos, el señor dirá.

—Gracias, Esteban. ¿Qué os parece el menú, amigo Alonso?

—Que la cena no será tan menguada como prometisteis. A todo lo dicho por el buen Esteban hay que añadir este despliegue rojo y negro de aromático chorizo que tenemos delante de nuestras narices y que reclama atención inmediata.

—Es un sencillo homenaje a nuestros vecinos de Cantimpalos. No hay mejor tratamiento para abrir el estómago y prepararle para lo que venga.

—Espero cumplir como un hombre, Bachiller, aunque solo sea por honrar los desvelos de doña María.

—Doña María —contestó la aludida— lamenta no haber sabido con tiempo de vuestra visita para honraros con los manjares que os merecéis.

—En cuanto a los vinos —retomó la palabra don Juan Alonso, Bachiller de Guadalajara—, me he decidido por el de Coca, de buen cuerpo y piadoso con la cabeza. Pero si preferís el de Alaejos… Lo tomaremos fresquito, claro está.

—Preferiría probar el de Coca, que no he catado hasta ahora. El de Alaejos lo tengo muy bebido.

—Pues lo probáis, y a la primera discrepancia, nos pasamos al Alaejos o al de San Martín de Valdeiglesias. No hay gran diferencia entre los dos primeros y ambos están fresquitos. El de San Martín es algo diferente; como vos digáis, Alonso.

—Empecemos con el de Coca, Juan Alonso.

—Resuelto lo más importante, a María y a mí nos complacería que nos pongáis al día de cómo están las cosas en Toledo, cuna del levantamiento.

—Toledo ha sido, en efecto, la cuna de la protesta, pero Segovia será la sepultura de la tiranía —aprecié, cortés—. En Toledo la victoria de la Comunidad ha sido total y con poca sangre. Gracias a la habilidad de Laso y a la valentía de Padilla, que, entre nosotros, es muy bien dispuesto, pero un poco cortito de alcances y demasiado influenciable.

—Es un gran hombre y buen amigo mío —consideró Bachiller—, aunque pudiera ser que la capitanía de la causa se le haya subido un poco a la cabeza.

—Arriesga la vida sin dudarlo —dictaminé—, pero no resiste la incruenta prueba del halago.

—La que le instiga es María Pacheco, su esposa, que es de armas tomar y que quiere hacer rey a su esposo, o poco menos. Por lo que dicen, se considera mal casada, esperaba alguien más encumbrado, pero su padre mira por los ojos de Padilla, a quien quiere como a un hijo. Que estos comentarios, amigo Alonso, queden entre nosotros; no se os ocurra confiárselo a Bravo, si tenéis la ocasión de hablar con él, pues no admite ninguna crítica a los Padilla, a los que llama «sus primos».

—Hacéis bien en advertirme, aunque no creo que tenga la ocasión de encontrarme con el gran hombre, ya que mañana parto para Tordesillas.

—Hay mujeres que empujan a sus esposos a la gloria y otras, como yo, que pedimos a Dios que se queden en casa —observó la Bachillera—. Tan corta de alcances soy.

—Mi mujer es también de vuestra opinión, pero se ha resignado a que no pare mucho tiempo en casa. Algún día la compensaré, que habrá mucho tiempo para descansar.

—Cuando no podáis ni moveros y volváis al refugio del hogar.

—A ello me obliga mi oficio, María.

—Me malicio que el oficio y el gusto. Perdonad la interrupción y seguid contándonos los aconteceres toledanos.

—El caso es que al regreso de Laso de las Cortes de Santiago con las noticias del desprecio del rey a nuestras justas propuestas, todo el pueblo se puso en marcha y Padilla fue capaz de disciplinarlo y dirigirlo ordenadamente, y nos entregaron el alcázar sin apenas lucha, nos abrieron todas las puertas y puentes de la ciudad.

—Aquí sí se ha derramado sangre —lamentó Bachiller—. Es más, la sangre ha sido el bautismo del levantamiento, que no ha procedido de letrados, sino de la clase baja. Lo han iniciado cincuenta pelaires y cardadores de lana que nos llevan a remolque. Nos han encomendado la dirección del movimiento a Bravo, a Cuéllar y a mí mismo, pero estamos estrechamente vigilados por Antón, sus pelaires y una tropa de desarrapados.

—¿No exageras un poco, marido?

—Bien es verdad que empiezan a cambiar las cosas, sobre todo desde que Antón Colado dirigió a una masa de dos mil ciudadanos, armados con palos y mucho griterío, contra Ronquillo, que, con solo doscientos veteranos de guerra bien armados, los hizo retroceder con el rabo entre las piernas.

—Y los que no pudieron retroceder fueron apaleados y ahorcados por ese demonio de Ronquillo. Pobres criaturas —se compadeció María—. Como dice mi esposo, la señal del alzamiento fue la sangre derramada por el corregidor y procurador en las Cortes, Antonio Tordesillas. Fue terrible: la plebe lo rodeó y le golpeó con el pomo de sus espadas, con ladrillos, con palos y con todo lo que encontró a mano, mientras el pobre hombre trataba de explicar su voto en las Cortes.

—El pobre hombre era un traidor, María.

—Traidor y todo era un hombre indefenso. Cuando llegaron a la horca que habían improvisado, Antonio estaba muerto, pero le colgaron igualmente por los pies, cabeza abajo.

—No es para estar orgullosos de aquella acción, pero la ejecución de Tordesillas ha dejado claro que el mandato del pueblo es sagrado.

—Lo más sagrado es la vida, marido. Los hombres os emborracháis con abstracciones. Si las mujeres mandáramos, las cosas se arreglarían de otra forma, sin sangre. Aun las que no tenemos hijos somos madres y sentimos el dolor de todas las madres cuando muere un hijo.

—No sé lo que pasaría si mandarais las mujeres, tal como propugnaba Aristófanes, el genial comediógrafo griego, con alguna ironía. Las mujeres mandáis mucho, aunque de otra forma. ¿Me das permiso para seguir contándole a nuestro amigo Alonso lo que pasa en Segovia?

—Te lo ruego, marido.

—Bien, como os decía, Alonso, nuestro representante en Cortes se dejó sobornar por la gente de Chièvres, el valido del rey, y votó los impuestos que exigía Carlos para pagar los gastos de su coronación como emperador, un dinero que debía haber sacado de Alemania o de Flandes.

—Así que procedía matarle sin escuchar sus razones —ironizó la Bachillera.

—La historia avanza con señales de sangre, mujer. La ejecución de Tordesillas es la bandera de la Comunidad y Rodrigo Ronquillo, con su crueldad, se ha convertido a pesar suyo en su principal propagandista.

El vino de Coca entraba divinamente. En Segovia no hacía, en aquel mes de agosto, el calor de Toledo. Doña María había abierto las ventanas que daban al balcón principal, dejando pasar un fresquito agradable. Habíamos acabado con los aperitivos y Esteban entró con el ganso de Labajos a la olla, que desprendía un aroma irresistible.

—No olvidaré mientras viva el sabor de vuestros rojos cangrejos picantes, María.

—Aplazad vuestro juicio hasta el final —aconsejó la Bachillera.

—El ganso también promete, por lo que indica su aroma.

—Pues hacednos el honor de probarlo.

Lo probé y aprobé. Percibí un toquecillo picante aportado por la pimienta, pero muy suave, de forma que no apagaba otros aderezos más sutiles como el orégano y el laurel y, naturalmente, el del vino, que, según me informó María, era de Rueda. En la olla flotaban unos trocitos de cebolla y zanahoria, pero lo que llamaba con más fuerza a mi apetito eran unos provocadores pedazos de tocino blanco y de panceta dorada.

—Mi más expresivo agradecimiento al ganso mártir y mis felicitaciones más sinceras a Esteban, genial cocinero. Y con la misma solemnidad quisiera expresar un ruego a mis generosos anfitriones: ¿me permitís, doña María, mojar en un poco de tocino un trozo de este magnífico pan candeal que tan cristianamente me habéis impartido?

—Tened la bondad de elegir el primer trozo y acto seguido os acompañaremos en el moje —dijo doña María muy complacida.

La conversación transcurrió entonces por las amenas sendas de la gastronomía, y alcanzó su punto más apasionado cuando Esteban entró en el salón con paso marcial portando en lo alto, como en una patena, a su alteza el cochinillo. Y de su alteza el cochinillo pasamos a su cesárea majestad el emperador Carlos.

—No parece tener mal natural, pero le cuesta entender que Castilla es mucha Castilla —sentenció Bachiller.

—Le cuesta entender algo más sencillo —aventuré yo—, que somos nosotros, los de las ciudades, las Comunidades, quienes mejor le defienden, pues queremos el engrandecimiento y la seguridad del reino.

—Los reyes se han apoyado siempre en las ciudades de hombres libres frente al egoísmo de la nobleza. —Bachiller se había puesto algo pomposo—. Los nobles van a lo suyo. Fueron las ciudades las que salvaron a Juan I de la arrogancia nobiliaria y a Enrique IV de la traición y de la muerte.

—Y cobrarán muy caro el apoyo que, muy a regañadientes, le están dando al emperador, o mejor dicho, prestando y con usura —apunté yo—. Lo pagará con los pocos realengos que le quedan. Al final, el rey, su cesárea majestad el emperador, lo será solo de los caminos.

—Es que es muy joven —terció la Bachillera.

—No tan joven —rectificó su esposo—, que con veinte años ya debe saber uno dónde tiene la cabeza.

—Su cesárea majestad sabe perfectamente dónde tiene otras cosas —me atreví a aclarar yo—. A su tierna edad ya ha hecho una hija a su abuelastra, Germana de Foix, a la viuda de nuestro llorado Fernando el Católico.

—El cardenal Adriano de Utrech le absuelve de estos pecadillos antes de cometerlos. Pero no es el pecado de la carne el peor que puede cometer un príncipe —añadió Bachiller.

—El peor pecado de un príncipe es la simpleza. —Yo mismo me admiré de mi subida de tono, producto quizás del vino, de la buena cena y del agradable clima amistoso del que disfrutábamos—. ¿A quién se le ocurre irrumpir en las Españas, cabezas de la cristiandad, repartiendo cargos y privilegios a esa pandilla de flamencos y alemanes que proclaman despectivamente que los castellanos somos sus indios?

—Y peor que lo que dicen es lo que hacen —abundó Bachiller—. Nos han esquilmado sin piedad; nos han dejado sin oro ni plata y la tierra bien flaca. ¿En qué cabeza cabe imponernos de virrey a Adriano, el de Utrech, que como el propio Carlos, su alumno, no sabe una palabra de español?

Bachiller fue interrumpido por dos aldabonazos.

—Os he preparado una agradable sorpresa, Alonso.

Fue, en efecto, una sorpresa muy grata. A los pocos segundos, irrumpió en el comedor don Juan Bravo en persona.

El jefe de las milicias segovianas había nacido en Atienza, cerca de Guadalajara, pero las mujeres tiran mucho y al casarse en primeras nupcias, en 1505, con Catalina del Río, nacida en Muñoveros, cuya familia tenía importantes propiedades en Segovia, fijó su residencia en esta ciudad. Catalina murió poco después y Bravo se casó con María Coronel, hija de un rico judío converso segoviano.

Bravo besó la mano de doña María, asestó una palmada en el hombro a Bachiller y se dirigió a mí con una sonrisa amistosa.

—Alonso de Torrelaguna, supongo. Tengo de vos las mejores referencias, la de Bachiller y la de tus paisanos toledanos, Laso y Padilla, aunque, para mí, vuestra mejor referencia es haber servido, como yo, al cardenal Cisneros.

—El cardenal —correspondí a sus elogios— tenía muy buena opinión de vos, de vuestra lealtad, de vuestras dotes de organización y de vuestra perspicacia para captar el sentir de los pueblos. Le impresionó la carta que le enviasteis desde La Rioja, adonde os había mandado para pacificar aquella tierra. Le decíais que aquel pueblo más quería dineros que libertades.

Primum vivere, deinde philosophari, decían los clásicos, primero vivir, después filosofar. Lo que está pasando, ahora que el pueblo se juega la vida por la libertad, es que ha descubierto que esta es esencial para vivir. Cuando se ha saboreado la libertad, no se puede prescindir de ella. —Bravo dijo esto con los ojos encendidos.

—Habíamos invitado a Juan a compartir la cena —me explicó María—, pero está muy ocupado con los del alcázar, que le dan mucha guerra. Pero ha podido venir a los postres, así que demos las gracias a Dios.

—No quería dejar de saludaros, Alonso. La defensa de la fortaleza se la hemos confiado a la pericia de Diego de Peralta, pero tengo que intervenir con frecuencia ante las interferencias de Antón Colado. Es un milagro que hayáis llegado hasta aquí, Alonso, sin toparos con Rodrigo Ronquillo, ese leguleyo de alquiler.

—Con quien me he topado es justamente con Antón Colado, que casi me dio más miedo.

—El caudillo de la plebe. Es realmente temible ese pelaire que se hace llamar el Armodio; es valiente hasta la imprudencia, pero algo corto de entendimiento.

—Le he dado muchas vueltas a ese mote, el Armodio —interrumpió María—, pero la verdad es que no sé de dónde viene. Me suena a latín. ¿Fue acaso algún personaje de la antigüedad?

—Es, justamente, una palabra latina —explicó su esposo—. Viene de «armipotente», poderoso en armas. Nuestro pelaire tiene su culturilla, aunque solo en lo que puede enaltecerle. Se cree superior a todos nosotros. Hasta ahora se mantiene en la disciplina porque el pueblo confía en Bravo, pero lo hace con reticencia y a la espera de encontrar algún punto débil.

—Es un personaje revirado —apoyó María—, retorcido y mal pensado.

—Desconfía el Armodio de nobles, caballeros y de la gente acomodada o simplemente culta. Dice respetarme, pero ha lanzado la especie de que me he alzado porque quiero obtener el condado de Chinchón y el marquesado de Moya, los títulos que ostentan los del alcázar por la gracia de los Reyes Católicos.

—A palabras necias, oídos sordos —aconsejó la Bachillera—. ¿Cómo está vuestra María?

—Le ha costado reponerse del parto, que no fue nada fácil, pero ya hace la vida casi normal.

—María Coronel es una mujer de mucho valor. Tienes suerte, Juan. Dale recuerdos nuestros.

—Así lo haré, ella os aprecia mucho. Y apreciaría estos buñuelos y estas rosquillas tan deliciosos.

Bravo comía con verdadero apetito y bebía el vino dulce cordobés con verdadera fruición.

—Me parece, Juan, que ya que habéis empezado por los postres, podríais pasaros ahora a los principios. Me parece que hoy no habéis comido gran cosa.

—No ha habido ocasión, María, pero no te preocupes que yo me alimento con poca cosa.

—De gloria, supongo.

—Yo soy de poco comer, pero está casa es una tentación a la que no se resistiría ni San Antonio. Todo lo más tomaría algo de queso que acompañe este generoso vino.

—Tengo un buen queso, Juan, pero de aquí no te marcharás sin picar un choricito de Cantimpalos y algo de jamón de Guijuelo.

—Es un peligro entrar en esta casa.

Culminados los cumplidos, el capitán de las milicias segovianas se dirigió a mí.

—Os marcháis mañana para Tordesillas, ¿no es así, Alonso?

—Así es, capitán.

—Vuestra misión es sumamente importante.

—E importantes han sido las noticias que nos trae de Toledo —añadió Bachiller—. Padilla vendrá en persona con refuerzos, tal como le habíamos pedido.

—Juan siempre cumple. No sé si sabéis, Alonso, que él y su esposa, María Pacheco, son familiares míos muy queridos.

A decir verdad, sabía que Juan Bravo de Laguna y Mendoza era primo de María Pacheco por parte de su madre, María de Mendoza, hija del conde de Monteagudo y sobrina del Gran Cardenal, Pedro González de Mendoza.

—Soy un Mendoza y mis hijos llevan, junto al de Bravo, el ilustre apellido de don Pedro, quien fuera considerado el tercer rey de Castilla —remachó el capitán segoviano sin altivez pero con orgullo de casta—. Pero ser hijo de noble no da nobleza. Hay que merecerla y ahora se nos ha dado esa ocasión. Como os decía, Alonso, vuestra misión es muy importante, yo diría que decisiva. La reina debe saber que el pueblo se ha levantado en armas por ella y que ahora le toca a su alteza ceñirse la corona, reinar y poner la firma para que gobernemos en su nombre. Debéis actuar con discreción y percataros de su verdadero estado de salud. Es un encargo peligroso en el que os puede ir la vida, pero si lo lleváis a buen término evitaréis muchas muertes. La firma de Juana nos dará la victoria.