BACHILLER ME INSTRUYE SOBRE UNA DELICADA MISIÓN
Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Creo que ya es hora de que mis lectores conozcan con más detalle la razón de nuestra presencia en Tordesillas, de la misión que la Junta nos había encomendado y de las circunstancias e incidentes que se produjeron en un viaje en el que no faltaron algunos percances.
Había recorrido las treinta leguas que separan Toledo de Segovia a matacaballo, sin incidente digno de mención. La carrera tuvo, sin embargo, un final abrupto al entrar en la ciudad del acueducto.
—¡Alto!
Cabalgaba tan abstraído que no había reparado en dos paisanos que, desgraciadamente, sí habían reparado en mí y de mala manera. Frené la cabalgadura en seco, lo que estuvo a punto de hacerme besar bruscamente la bendita tierra, hermosa para ver, pero dura para los dientes. De nuevo me dieron el alto, esta vez a dúo. Uno de ellos, el mayor, añadió al grito conminatorio una invitación expresada con cierta sorna:
—Tenga vuestra merced la bondad de apearse del burro.
Los dos paisanos, gente de mala catadura, reforzaron la reiterada orden con un movimiento inquietante de sus escopetas. Aquella bendita pareja no parecía tener mucha instrucción de armas, pero cuando descabalgué sospeché que semejante carencia la compensaban con un bravo vino que golpeó mis narices. Ahora, al contemplarlos con más calma, al observar las indelebles manchas de sus manos, la inclinación de sus hombros y un cierto aire inconfundible que daba el oficio, no me cupo duda de que ambos personajes pertenecían al honrado gremio del trabajo de la piel de oveja. Tampoco albergué dudas de que eran familia.
El mayor en edad era de pequeña estatura pero macizo como un roble. Se adivinaba en él, en su cuello ancho, en sus brazos, cortos pero nervudos, en sus manos grandes, que podían retorcer mi cuello en un instante, y en un tronco robusto pero tenso, en el que no parecía que sobrara un gramo de grasa, se adivinaba, digo, fuerza y resolución. Los ojos, que me escrutaban como si me vaciaran el cerebro, me hicieron, muy a mi pesar, bajar los míos.
El joven compartía con el mayor los rasgos más característicos, las entradas de la frente, la corta nariz y unas orejas que parecían querer huir de su anclaje, pero se distanciaba de este en la fisonomía del tronco y de las extremidades. Era más alto, más largo de brazos y piernas, más delgado, de ojos igualmente oscuros, pero que indicaban una inseguridad que trataba de disimular con gestos feroces. Era evidente que daría la vida por quien me pareció que era su hermano.
—Amigos, tengo la impresión de que Segovia está bien guardada… ¿Puedo preguntar si hay algún acontecimiento que os aconseje extremar la vigilancia? —me permití aventurar, buscando el tono del correligionario.
—Las preguntas las hacemos nosotros, amigo —aclaró el pelaire mayor, al que estimé unos treinta años de edad, resaltando con exagerado énfasis la palabra «amigo»—. ¿Cuál es la gracia de vuestra merced?
—Me llamo Alonso de Torrelaguna, compañeros.
—¿Compañeros de qué?
El pelaire mayor no parecía dispuesto a facilitar el nacimiento de una amistad.
—Compañeros en la Comunidad —aclaré seriamente, dejando para otra ocasión regalarles con mi reconocido ingenio—. ¿No os molestará que insista en mi pregunta? ¿Qué pasa en Segovia, compañeros?
Solo hablaba el mayor, mientras el joven no dejaba de apuntarme con el arma.
—¿De dónde venís, don Alonso?
—De Toledo. ¿Puedo saber con quién hablo?
—¿De Toledo? ¿Y qué se os ha perdido en Segovia? Os aconsejo que no me vengáis con rodeos. —El menor subrayó el aviso con un brusco movimiento de la escopeta, apuntando groseramente a mi delicado pecho.
—No se me ha perdido nada en Segovia, y lo que pretendo, como vosotros, lo que queremos los toledanos es que no se pierda Segovia ni Castilla entera, que todos tenemos que hacer algo por ello, todos los hombres de bien.
Saqué de mi traje con mucha parsimonia un documento que entregué delicadamente al adusto pelaire. Este le dio varias vueltas y me lo devolvió en el acto. Aquel hombre no había tenido ocasión de aprender a leer, pero parecieron impresionarle los sellos que refrendaban el documento y una firma de mucha autoridad.
—Esto parece un salvoconducto…
—Así es, y como habrá comprobado vuestra merced, está firmado por nuestro presidente Pedro Laso de la Vega.
—Aquí no tenemos más caudillo que el pueblo, pero, por el momento, don Pedro Laso es un buen salvoconducto. Por el momento —resaltó—, pues ya quisiera yo ver a estos señorones, incluido nuestro Juan Bravo, cuando las cosas se pongan feas. ¡Viva, viva el pueblo! ¡Viva la Comunidad!
El pelaire parecía haberme perdonado la vida, por el momento.
—Vuestra Merced tampoco parece de los que se ganan la vida con las manos.
—Me la gano con mi mano y con mi pluma. Soy cronista, pero cronista independiente.
—¿Cómo se come eso, escribano?
—Sin comer demasiado, amigo. Ello me recuerda que empiezo a tener hambre, así que, si no deseáis más de mí, me gustaría seguir mi camino.
—No tan deprisa, plumilla. ¿Adónde creéis que vais?
—¿Tendréis la bondad de indicarme cuál es la casa de don Juan Alonso Cascales de Guadalajara?
Con la invocación de Cascales parecía que me había ganado finalmente la confianza de la atrabiliaria pareja.
—Andrés —ordenó al pelaire menor—, sigue vigilando el camino que yo acompaño a don Alonso hasta la casa de Bachiller.
El pelaire y yo, seguidos por el caballo, iniciamos la marcha a buen paso.
—Aquí todos le llamamos Bachiller de Guadalajara. Él dirá lo que hay que hacer con vuestra merced. De él depende su vida, plumilla.
El camino fue corto y lo hicimos en absoluto silencio, que rompió el rítmico rugido de los cañones. El pelaire sonrió apreciativo.
—Son mis muchachos que les envían chorizos de Cantimpalos y torreznos a los del alcázar, que es la hora de la cena. Por cierto, ¿no os habéis encontrado con gente de armas?
—No me he topado con más armas que la vuestra y la de un joven de pocas palabras y de malas intenciones.
—Pues ya podéis decir que hoy habéis vuelto a nacer, así que dad gracias a Dios y bautizaos con un nombre adecuado. Ronquillo vigila las entradas con quinientos hombres de guerra. No se atreve a atacarnos, pero ahorca a cuantos se acercan a la ciudad.
—Os doy las gracias, pero ¿no tendríais la bondad de decirme vuestra gracia? Más que nada para que mis rezos no se pierdan en el camino.
—Ya os enteraréis, plumilla. ¿No os dedicáis a informaros?
Aquel personaje no parecía dispuesto a regalarme más palabras. Mejor dicho, se permitió pronunciar dos:
—Hemos llegado.
Nos encontramos ante una hermosa casa de limpia piedra, amplia balconada y hermosa puerta gótica… Su vigilante había golpeado con delicadeza la aldaba de bronce, un criado abrió la puerta y se dirigió a mi ángel de la guarda por el nombre de Antón, desvelando el secreto tan obstinadamente guardado, y ambos pasamos al zaguán, donde esperamos a que el señor de la casa nos recibiera.
Al poco tiempo bajó Bachiller de Guadalajara, que, para tranquilidad de Antón, me abrazó efusivamente y despidió al pelaire con un respeto no exento de temor, tras agradecerle sus desvelos por la causa.
No había duda de que Bachiller era de buena casta. Alto, de largas piernas, pelo largo tirando a rubio, manos largas, cabeza alta, mirada discretamente escrutadora, algo condescendiente, voz amable y segura, que mandaba sin necesidad de elevarla, separando cada palabra como si quisiera asegurarse de que los receptores captaran todos sus matices; marcaba una superioridad sin alardes, más bien en tono de quien te sitúa en un plano de igualdad que te halaga, pero que resalta las distancias obtenidas a lo largo de generaciones acostumbradas a ser servidas.
—Os esperaba, tocayo. Pedro Laso me asegura que gozáis de toda su confianza, así que vuestras credenciales son inmejorables. Esta es vuestra casa, amigo Alonso, a la que habéis llegado en buena hora para acompañarnos a mi esposa y a mí a la cena. Será un poco frugal, pues no sabíamos que vendríais esta noche y nosotros no cenamos mucho, que, como suelen decir, «de buenas cenas están las sepulturas llenas». Pero lo compensaremos con un buen vino y unos venerables licores.
—Don Pedro os ha puesto por las nubes, tocayo. Pero antes de entrar en materia, ¿me podéis decir quién es el personaje que me ha escoltado hasta aquí, el tal Antón, que asegura que los cañonazos son suyos?
—Antón es así. Desde que Segovia está por la Comunidad no ha pegado ojo. Ha jurado matar y morir por ella, por ese orden, naturalmente, y, en la duda, matar. Matar a los tibios y sospechosos. Desconfía de todo el mundo. La verdad es que Antón Colado, que era muy callado y servicial antes del alumbramiento de nuestra santa causa, ahora parece haber recibido el don de lenguas. Se ha constituido en los ojos y oídos de la Comunidad y en la voz del pueblo bajo, que está fuera de sí. ¡Ay de quien le dé motivos para desconfiar! Hasta Juan Bravo, nuestro capitán, y mis amigos, Solier, Alonso de Cuéllar y yo mismo, que somos los procuradores elegidos y aclamados de Segovia, tenemos que andar con sumo cuidado. Antón se cree Espartaco. Nuestro pelaire y su hermano tienen el hábito de disparar antes de preguntar. Colado no duda en dar garrote al que ha menester sin dejarle tiempo ni para un acto de contrición. Los manda directamente al infierno.
—O sea que he corrido algún peligro.
—No digo que no, aunque llevabais el aval de Pedro Laso y habéis invocado prudentemente el mío, pero toda precaución es poca, que aquí las cosas no están para bromas. Los cañonazos que oís son los que dirigimos contra el alcázar, ya que sus dueños, los Cabrera y Bobadilla, condes de Chinchón y marqueses de Moya, no han abrazado la causa, a pesar de que les hemos ofrecido la capitanía, y se defienden ferozmente y bien armados. El asalto lo dirige Bravo, pero Antón vigila fieramente de que nadie entre alimentos en la fortaleza.
—Nuestro alcázar de Toledo cayó en buena hora.
—Pues el nuestro sigue sin ser nuestro. Se resiste ferozmente, como digo. Pero además tenemos la amenaza del alcalde Rodrigo Ronquillo, que ronda por aquí, zascandileando entre Santa María de Nieva y Zamarramala en busca de desgraciados a los que colgar. Como sabéis, el siniestro alcalde de corte ha jurado acabar con Segovia, a la que tilda de traidora; todos somos traidores, niños, ancianos, monjas y curas; labradores, curtidores, pelaires, escribanos y señores. Todo a mayor gloria del emperador, a quien Dios haga recapacitar. No se satisface con que penen quienes cometieron algunos excesos, que lamento pero que comprendo, pues cuando las pasiones se desbocan, cuando el pueblo se alza indignado, no valen medias tintas, ni se respetan barreras ni buenas palabras. Y el pueblo está indignado por muchos agravios y no olvida cuando Ronquillo fue juez en Segovia. Si le pillan, el trozo de Ronquillo más grande no pasará del tamaño de un meñique.
Estábamos en el amplio despacho de Bachiller, como le llamaría a partir de entonces con su beneplácito; allí no se le conocía de otra forma. Me ofreció un cómodo sillón de orejas y él ocupó una mecedora que situó frente a mí, muy cerca, a la distancia justa para no patearnos.
La luz que atravesaba las ventanas en aquella tarde de primeros de agosto del año 1520 de Nuestro Señor Jesucristo se iba desvaneciendo, pero no el rugido del cañón. Bachiller había bajado la voz para informarme de las últimas novedades, pero enseguida abordó la cuestión que me llevaba a la gran ciudad.
—Bien, tocayo, ahora aprovechemos que mi esposa reza en la iglesia de Corpus Christi y hablemos de lo que nos ocupa. Creo que portáis una carta para mí y que esperáis que yo os instruya sobre vuestra misión.
—No hay tal carta, Bachiller, sino un mensaje hablado, que las cartas nunca se sabe dónde acaban. Pedro Laso y Juan de Padilla me han encargado que conteste la carta que Bravo, vos y los demás dirigentes de Segovia le enviasteis el 29 de julio pidiéndole ayuda.
—¿Y bien?
—Pues que la mejor respuesta es la ayuda misma. Me expresan su fraternidad y su aliento para la ciudad de Segovia, pero lo importante es que mañana llegarán cuatrocientos escopeteros, cuatrocientos alabarderos, trescientos caballeros bien armados y algo de dinero.
—Eso son amores y no buenas razones… La verdad es que Segovia estaba un poco desanimada, entre Ronquillo cercándonos y los pelaires dueños de la calle. La llegada de gente de orden es nuestra salvación.
—Eso es todo por mi parte. ¿Cuál es vuestra encomienda?
—Os supongo al tanto del fondo del asunto, Alonso.
—Ni del fondo ni de la forma. Laso me dijo que vos me informaríais de ello. Se limitó a preguntarme si conocía a su alteza, la reina doña Juana.
—¿Y?
—Informé a don Pedro que tuve el honor de conocerla algo durante el tiempo en que fui secretario del cardenal Cisneros, cuando a la muerte de Isabel la Católica, nuestra gran reina, luchaban por el poder don Fernando, el padre de doña Juana, que descanse en la gloria, y su esposo don Felipe, el Hermoso desventurado. También tuve ocasión de hablar con él en mi condición de cronista.
—Ah, con que sois cronista…
—Cronista independiente. Doy cuenta de los acontecimientos del reino en unas hojas que redactamos mi amigo Jaime de Garcillán y yo, y que imprime aquí en Segovia nuestro socio Antonio Zapata.
—Conozco a Garcillán, un perillán, un buscavidas que ha conseguido que vuestros pliegos sueltos obtengan una extensa acogida en toda Castilla. Así que sois socio de Jaime, vaya, vaya. Pero volviendo al cardenal regente, ejem, siento decir que no se portó bien al final de su vida. Aceptó el golpe de estado de Carlos, que se ha proclamado rey sin serlo, pues no puede serlo legítimamente mientras viva su madre. Él fue, en el fondo, el origen de nuestra guerra civil, la más lamentable de las guerras, la guerra entre hermanos, la guerra entre cristianos.
—Al cardenal, mi ilustre paisano de Torrelaguna, mi padrino, le debo respeto y agradecimiento. Cisneros era muy largo de vista y estaba dotado de un alto sentido del estado. Por lo demás, era un hombre sobrio y humilde que vivió indiferente a la inmensa riqueza del arzobispado de Toledo. Menuda diferencia con Guillermo de Croy el sobrino de monsieur de Chièvres. Tío y sobrino se han convertido en los hombres más ricos del mundo gracias a sus rapiñas en Castilla.
—Bien, amigo… Si don Pedro os ha recomendado, no tengo nada que objetar, pero eso de que seáis cronista… En fin, esperemos que tengáis el valor de dejar descansar la pluma y la lengua, que ya tendréis tiempo de contar todo lo que está pasando. Así que Laso no os ha contado más de la misión.
—Nada más que lo que os he dicho, que si conocía a doña Juana… Si tenéis la bondad de explicarme qué se requiere de mí…
—Es muy sencillo. Solo tienes que conseguir una firma de la reina, nuestra señora.
—Muy sencillo, en efecto, tan sencillo como que nuestro amigo Jaime de Garcillán estuvo a punto de perder la vida por conseguir una firma de la reina… Y la consiguió, bien es verdad que con mucha y buena ayuda: la de Lope de Conchillos, secretario que fue de Fernando el Católico; de Fuensalida, a la sazón embajador en la corte flamenca del archiduque de Austria, nuestro desgraciado rey; de don Diego Ramírez de Villaescusa, hoy obispo de Cuenca; y de Juan de Fonseca, obispo de Burgos. Pero os supongo enterado de aquella historia sobre la que hemos impreso un gran pliego Jaime y yo.
—Sí, creo haberlo leído. Lo escribisteis con una desenvoltura poco frecuente en las crónicas. —Bachiller soltó su primera carcajada.
—Tuvimos que prescindir de algunos hechos y omitir ciertos comportamientos escasamente gloriosos, pero ahí está una buena parte de la verdad. La verdad completa no es de este mundo, Bachiller.
—Pues lo contasteis con mucho desparpajo. No ocultasteis ni la tortura del pobre Conchillos hasta la locura a manos de los esbirros de don Juan Manuel, que, por cierto, otra vez mueve el rabo en esta guerra; el encierro humillante de doña Juana por Felipe, su esposo, que ahora está recluida aún más ignominiosamente por su hijo; ni las perfidias de don Juan Manuel, que han sido superadas ahora por Chièvres. Como veis, ilustre cronista, aquí no ha cambiado nada. Hoy también sobra un rey, mejor dicho, sobra un emperador. Don Carlos sería amado por su pueblo si permaneciera en Castilla, pero le debemos de parecer un pueblo de piojosos y nos considera, al igual que Chièvres y demás señorones flamencos, como sus indios.
—Y no le falta razón —corroboré—, pues los flamencos sacan más oro y plata de nuestras arcas de los que nosotros obtenemos de las Indias.
—Nos tratan como si fuéramos sus esclavos. Nos roban, mancillan a nuestras mujeres y se pavonean de su impunidad. Me cuentan que en Valladolid un ciudadano mató a un flamenco que había violado a su mujer. El hombre se refugió en la Magdalena, pero una pandilla de flamencos entró en la iglesia sin respetar el sagrado y allí le cosieron a puñaladas. Los familiares del asesinado y los vecinos instaron la intervención de la justicia, pero esta no quiso saber nada del asunto. Tampoco sirvieron las quejas que enviaron a don Carlos. Parece que le hacen mucha gracia los abusos perpetrados por su gente. Estoy seguro de que si viniera a España, como le hemos pedido, y nos conociera mejor, no toleraría estos atropellos. Hoy en día el verdadero rey, el rey de hecho, es Chièvres y Carlos lo es solo de derecho.
—Ni siquiera eso. Don Carlos sería bien recibido como príncipe, Bachiller, y no como rey, que no puede serlo mientras viva doña Juana, la reina propietaria —maticé.
—Completamente de acuerdo, Alonso. Como os decía, aquí han cambiado pocas cosas. Lo que sí se ha mudado es la casaca de algunos, lo que tampoco es una novedad. De todos los que me habéis mencionado hoy solo podríamos contar con Villaescusa, el obispo de Cuenca, que parece inclinarse por nuestra causa, aunque tampoco podemos fiarnos, pues lame las manos del rey para conseguir unos dineros que dice se le deben desde los tiempos de Fernando el Católico, por su antiguo cargo de presidente de la Real Chancillería de Valladolid. El de Burgos, Fonseca, es un carlista acérrimo y partidario de la mano dura.
El sol se había reducido a un círculo rojo y apenas nos veíamos las caras. Bachiller agitó una campanilla y antes de que se acabara el último tintineo apareció su criado.
—¿Señor?
—Melchor, trae unas velas.
—Si me permitís, señor… Perdone el señor, pero la señora me pregunta si se cena hoy en esta casa y que cuántos van a sentarse en la mesa. Perdone el señor, pero me ha rogado que se lo dijera con estas palabras.
—Dile a la señora que tenga la bondad de aguantar un poco, que en cuanto acabe con mi amigo, pasaremos al comedor. Y que le diga a Esteban que prepare cena para tres, uno de ellos muy hambriento. Díselo con estas mismas palabras, Melchor.
—Como mande el señor.
En cuanto Melchor desapareció con la celeridad con que había entrado, Bachiller me hizo un gesto de fingida resignación.
—Alonso, mi esposa tiene tanto carácter como bondad y todo le parece poco para sus invitados… Así que acabemos nuestra conferencia. La idea es, como os decía, convencer a la reina de la justicia de nuestra causa y de la conveniencia que ella tiene de apoyarla para salir de la prisión y recuperar el reino. Solo necesitamos que firme esta carta, que me he permitido redactar con muchos miramientos, en la que, simplemente, reivindica sus derechos. Si conseguís que doña Juana firme, hemos ganado la guerra.
—¿Así de simple?
—Así de sencillo, pues no habrá nadie en Castilla ni en Aragón, ni en el reino de Murcia, ni en el de Galicia ni en toda la mar océana que no respalde a su reina, a la hija de los muy queridos y recordados Reyes Católicos. Si la reina firma, ya puede irse el joven Carlos por donde ha venido, ya pueden escapar del reino los Chièvres, Croys y demás parásitos extranjeros que nos chupan la sangre. Eso lo sabe don Carlos, que ha colocado de carceleros de doña Juana a los más crueles esbirros que se pueda imaginar.
—Así es, a los marqueses de Denia, que Dios confunda. Por lo que veo, acercarme a doña Juana será de lo más sencillo.
—No os quiero quitar méritos, Alonso. La Comunidad sabrá agradecéroslo con la gloria eterna. Pero mientras llega la gloria, os anticiparemos los dineros que necesitáis para llevar a buen término nuestra empresa y en justo pago a vuestros servicios.
—No voy a cometer la desatención de rechazarlo, ya que creo que me lo voy a ganar.
—Doy entonces por hecho que aceptáis la misión. Comprenderéis que no os puedo poner escolta, porque llamaría la atención de los espías del cardenal. Ya habréis colegido que el emperador tiene tanto interés como nosotros en que Juana firme, aunque él lo que quiere es justamente lo contrario a lo que nosotros pretendemos. Él busca una carta de abdicación de nuestra soberana, lo que hasta ahora no ha conseguido, a pesar de muchos ruegos y amenazas, pero a falta de ello tratará por todos los medios de que la reina no firme nada que pueda favorecernos. Tendréis, pues, que hacer la tarea solo, aunque procuraremos ayudaros con la mayor discreción.
—Es lo más sensato. No obstante, me encontraría más seguro si me acompaña Jaime de Garcillán, mi colega.
—No creo que una pareja, aunque sea como la vuestra, despierte sospechas. Quizás disimule mejor que vayáis los dos colegas juntos, siempre que penséis qué debéis decir si alguien interfiere vuestro camino. Tendréis que pretextar la redacción de una crónica que no tenga nada que ver con la reina.
—Ya pensaremos en algo, que en eso Jaime se las pinta solo. Entonces de acuerdo en que Jaime me acompañe. Ahora solo me falta convencerle, que no es un hombre que se comprometa fácilmente. Está con nuestras ideas, pero nunca será un combatiente. Tendré que tentarle con su prurito de buen cronista, que eso sí le puede por encima de todo lo demás. A él le gusta informarse y contar, pero no es un hombre de acción.
—Bueno, tendréis que convencerle de que debe esperar a nuestro triunfo para contarlo. Bien, ya es hora de comparecer ante la jefa.