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ALONSO Y JAIME SE ACOGEN A LAS CLARISAS

Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

El objetivo era penetrar en el palacio, un edificio rectangular y cochambroso de dos plantas. Lo había levantado el rey Enrique III mirando al Duero y abierto a la gran llanura castellana. Su torre, cuadrada, estaba recorrida por un corredor que vigilaba la ciudad en sus tiempos gloriosos.

Dicen que casa con dos puertas mala es de guardar. El palacio tiene tres formidables portones y una pequeña cancela: la principal mira al río; la del costado izquierdo, a la iglesia de San Antolín; y la que está a la espalda del edificio, al norte, se enfrenta al palacio de los Alderete, gente muy principal. La cancela pequeña, abierta en el costado derecho, sirve de acceso a la huerta.

Un amplio corredor cubre en la planta principal la fachada que da al río e invade la mitad contigua, donde comunica con San Antolín, cuyos oficios religiosos podían contemplarse por los palaciegos sin ser vistos por los fieles que acudían a los mismos.

Había, pues, muchas puertas, ventanas y un corredor exterior que daba desde la calle apariencia de proximidad, pero el palacio me pareció tan inaccesible como la fortaleza de Troya a los griegos.

Jaime y yo tendríamos que fabricar, para introducirnos en él, un caballo como el que ingenió Odiseo en la legendaria guerra que cantó Homero con sublime inspiración poética. Debíamos acceder como fuera a los aposentos de doña Juana. Contra lo que nos cuentan Amadís de Gaula, Tirant lo Blanc y demás novelas de caballería, en la grosera realidad los castillos difícilmente se escalan por sus muros. El camino más seguro es la puerta principal. No necesitábamos cuerdas para penetrar en la alcoba de la dama ni encaramarnos por la tapia de la huerta en espera de que apareciera Melibea. Nos bastaba con un cómplice que nos abriera el portón desde dentro.

El primer paso de nuestra estrategia consistía, simplemente, en encontrarlo. Nuestra esperanza residía en el palacio vecino, también asomado al Duero, un bello edificio mudéjar edificado por Alfonso XI sobre la base de un antiguo castillo moro hace casi dos siglos, a mediados del XIV.

Alfonso utilizó para ello una parte del botín obtenido en la batalla del Salado y lo habilitó a conciencia, con el propósito de disfrutar de la dulzura de la vida, con todas las comodidades que podía permitirse en aquella época. Un palacio que distaba mucho de la planta de la mayor parte de los palacios de Castilla, de muros fríos y húmedos, que parecían pensados para propiciar la penitencia o para fomentar la huida, para que fueran abandonados con el menor pretexto: batallas, cacerías, trofeos y cosas por el estilo.

Los últimos detalles habían sido añadidos por el hijo del monarca, Pedro I el Cruel o el Justiciero, según se refirieran a él sus adictos o sus detractores, de acuerdo con el buen gusto de su fiel y dulce amante María de Padilla. Lo cortés no quita lo devoto, y el rey Pedro lo mandó convertir a su debido tiempo, a la muerte de su amada, en un convento que acogería a treinta monjas, preferentemente de origen noble, bajo la franciscana advocación de Santa Clara.

Traspasamos el elegante arco mudéjar que daba acceso a la bellísima puerta enmarcada en un arco gemelo al de la entrada sin la mayor dificultad; simplemente golpeando la aldaba e invocando ante la madre portera el nombre de sor Luisa, la ecónoma, para quien portábamos una carta de presentación de sor Inés, la veterana amante de mi colega Jaime, nuestro salvoconducto.

Es el momento de presentarme con pocas palabras ante vosotros, amigos lectores, y presentar someramente a Jaime, mi compañero de fatigas. Yo, Alonso de Torrelaguna, nacido en la villa que me da el apellido, he cumplido cuarenta y siete años de azarosa vida, plagada de sucesos con frecuencia de gran dureza, pero que no han logrado arruinar el humor con el que Dios me ha dotado compasivamente, supongo que para compensar mi escasa fortaleza física y mi propensión a meterme donde no me llaman.

Soy alto y algo desgarbado. Confieso que, a pesar de mis concienzudos esfuerzos por vestirme bien, no consigo evitar la apariencia de cierto desaliño que hay quien considera gracioso. Mis padres son labradores ricos, amigos del llorado paisano Gonzalo Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo y primado de España, ilustre hijo de esta villa a quien me ligó el destino y a quien tanto debo.

Los Jiménez proceden de Cisneros, un pequeño pueblo a unas cinco leguas de Palencia, hidalgos de gran orgullo y magro patrimonio a quien Dios proporcionó algo de más valor que la riqueza: un santo varón. Nuestro Señor le dio también riqueza y poder al regentar la diócesis más rica de España, pero el buen arzobispo se comportó siempre como un humilde monje de la orden de San Francisco, de quien tomó su nuevo nombre abandonando el Gonzalo que le pusieron en la pila bautismal. Debo decir que el santo varón supo casar la humildad personal con la soberbia del elegido de Dios para primado de las Españas, un cargo que ejerció con la dureza precisa pero siempre con justicia.

Pues bien, Cisneros me hizo secretario particular suyo y me honró como consejero, quizás el único en quien podía confiar rodeado como estaba por la peor gentuza del claustro catedralicio, que exprimía las riquezas del pueblo cristiano y vivía escandalosamente entregada a la lujuria y la molicie.

Mi paisano, el arzobispo, premió mis trabajos y mi lealtad a toda prueba con largueza, pero mi tarea principal y la más gratificante a la que me dediqué antes de servirle a él, durante el sagrado servicio y después de la muerte del cardenal, fue la de cronista independiente. Primero me dediqué a ello por mi cuenta, y cuando conocí a Jaime de Garcillán, me asocié con él y con el impresor Antonio Zapata para escribir, representar en público nuestros escritos y distribuir los pliegos sueltos por toda Castilla. Jaime es socio y amigo, y con él he vivido aventuras peligrosas pero hermosas, que sin exageración puedo calificar de históricas. Ambos nos enrolamos, pluma en ristre, en la causa del Rey Católico enfrentado con su yerno Felipe, a quien llamaban el Hermoso, en un combate sordo —y en ocasiones sucio— por el poder a la muerte de su esposa, la llorada Isabel la Católica. En aquella pugna solo faltó el enfrentamiento armado en campo abierto, pero sobraron intrigas, traiciones, asesinatos, torturas, sobornos y grandes mentiras. Una batalla en la que la pobre Juana, la reina propietaria, fue sacrificada por las ambiciones del padre y del esposo.

Pero quien más protagonismo desempeñó entonces fue mi amigo Jaime, a quien he prometido describir aunque sea someramente. Algo mayor que yo en edad y envergadura —creo que ha superado los cincuenta años y casi alcanza dos varas de estatura—, es bastante más tranquilo en todas las cosas de la vida. Moreno de cara y rubio pajizo de cabellera, luce una pelambrera larga, aunque un tanto retranqueada como la mía hasta el territorio de una frente amplia y limpia que pudiera indicar claridad de ideas o, como en mi caso, promesa de calvicie.

Añadiré que le sale fácil, por sincera, la sonrisa, siempre a flor de unos labios carnosos que dibujan una boca no pequeña, con dentadura preparada para su función; que su nariz es suavemente aguileña, las orejas proporcionadas y el cuello largo, y que modula sabiamente la voz, que raramente alza como si de un instrumento musical se tratara.

Jaime es de Garcillán, a tres leguas de Segovia; nació en una acomodada familia de judíos conversos. Su padre, Santiago de Garcillán, tenía algunas tierras en el pueblo, pero su principal ocupación era el comercio. Había fundado junto a su hermano Julián un negocio de exportación de lanas con sede en la vecina Segovia, con almacenes de distribución en Burgos y Bilbao y con corresponsales en París y Bruselas.

Su ilusión era que su primogénito aprendiera el oficio desde niño, pero su madre se empecinó en que debería iniciar cuanto antes la carrera eclesiástica. Finalmente, ambos se pusieron de acuerdo en un punto medio: se haría bachiller en Salamanca y después ya veríamos si Dios le reclamaba para el sacerdocio.

Y, en efecto, se hizo bachiller, pero al conseguir el título, Dios no le había enviado la más mínima señal, así que con el apoyo de su padre cursó los estudios de leyes. Su progenitor se mostró feliz, pues un letrado sería útil para el negocio, así que le dotó con una abultada bolsa para que se asentara dignamente en la ciudad del Tormes, en casa de un primo suyo, un próspero ganadero.

Lo que ninguno de ellos pudo imaginar es que terminaría dedicándose al noble, pero precario, oficio de las letras. Su madre, la pobre, evitó con su muerte prematura ver la lamentable deriva profesional del hijo, y su padre, aunque sentía que no se dedicara al negocio familiar, se resignó a verle volar por su cuenta. Jaime le recompensó defendiendo ante los tribunales sus intereses frente a los ovejeros, así como sus reclamaciones por los abusos de ciertos oficiales de la Mesta.

A pesar de que Jaime tiene a gala no implicarse en los asuntos políticos ateniéndose a firmes principios sobre la neutralidad del buen cronista, estuvo involucrado de hoz y coz en la causa de don Fernando el Católico. No solo se vio obligado a dirigir su estrategia propagandística, sino que tuvo que aceptar, muy a su pesar pero con una entrega absoluta, arriesgadas misiones encubiertas.

El más importante de estos encargos, que estuvo a punto de costarle la prisión, el tormento e incluso la vida, fue un viaje a Flandes en compañía de Lope de Conchillos, secretario del Rey Católico, para hacer llegar a doña Juana una carta de este que debía ser firmada por ella renunciando a sus derechos de gobernar Castilla en beneficio de su padre, el rey don Fernando.

La trama fue descubierta por don Juan Manuel, valido de Felipe el Hermoso, un personaje que no se andaba con chiquitas a la hora de mandar a la horca a sus adversarios, y Jaime tuvo que huir a uña de caballo ayudado por Catalina Manuel, hija del valido y enamorada de Jaime, y por Erasmo de Rotterdam, secretamente enamorado de Catalina.

Jaime había empezado a escribir sus crónicas a mano y las enviaba por el correo real a sus suscriptores, la mayoría nobles y prósperos mercaderes. Un día conoció a Antonio Zapata, famoso por su maestría en el arte de la prensa, una novedad en la que Segovia había sido pionera gracias al obispo de la diócesis, Juan Arias Dávila, que la introdujo trayendo de Roma, para que regentara la imprenta, al gran artesano alemán Juan Párix, de la que salió el primer libro impreso en España, el Sinodal de Aguilafuente.

Antonio Zapata había sido el aprendiz predilecto de Párix y, apoyado por la venta de una tierra heredada y por un Mendoza que le adelantó los primeros maravedíes para el funcionamiento durante el primer año, se había instalado por su cuenta tras conseguir de su protector las debidas licencias para imprimir libros religiosos y profanos.

Más tarde, Jaime y Antonio Zapata me admitieron a mí como socio y nunca me arrepentí de ello. Antonio era de familia noble, descendiente directo de Juan Zapata, copero de Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica. Entre los tres fabricábamos pliegos sueltos y relaciones de avisos con los que dábamos cumplida cuenta a la humanidad de los hechos más notables que acaecían, de los autos de fe más escalofriantes y de los rumores más sabrosos que corrían por la corte.

Creo que con estas pinceladas he cumplido con la comprensible curiosidad del amable lector, así que continúo con mi relato. Quizás en otra ocasión pueda extenderme sobre los amores de Jaime, entre los que ocupó un lugar singular sor Inés, cuyo nombre invocamos para introducirnos en el real convento de las clarisas de Tordesillas.

Sor Luisa nos recibió en el zaguán con muestras de alborozo. Se le notaba que el alborozo era su estado natural, debía alborozar de la mañana a la noche. La facilidad para sonreír le había dejado huellas en el rostro, propiciando unos hoyuelos que se achicaban y se abrían en constante movimiento, al tiempo que mostraba sus graciosos dientes en formación anárquica e iluminando sus ojos claros ardientes como brasas. Sus labios parecían besar, castamente, al hablar.

Luisa era más bien pequeña y, a pesar del hábito que la cubría, se adivinaba un cuerpo rotundo que imaginé voluptuoso; también imaginé unos pechos generosos, aunque debo reconocer que mi imaginación, escasamente casta, contempla pechos generosos por doquier, incluso donde no los hay. La toca no dejaba a la vista ni un solo cabello, pero me figuré sería negro, muy negro, brillante y limpio, muy limpio, que olía divinamente —el olor no lo podía ocultar la toca—, aunque, por supuesto, no cabía sospechar más perfume que el del agua bendita.

La ecónoma leyó la carta de su amiga sin dejar de mirar de reojo a Jaime, recorriéndole con sonrisa cómplice de la cabeza a los pies. Leída la misiva, procedió a efectuar otro repaso de mi amigo, al que pareció calificar con una buena nota, en lo que atañe a valores espirituales, por supuesto. Finalmente, dobló la carta, se la metió en un bolsillo del hábito e interrogó a Jaime sobre Inés, a quien dijo amar mucho en Cristo, exigiéndole incontables detalles sobre la vida en el convento segoviano.

Satisfecha su curiosidad por la amiga, nos pidió que la informáramos sobre los avatares de la Comunidad. En este capítulo pude meter baza, aunque ella no dejaba de observar a Jaime tratando de simular, algo que no siempre conseguía, que me miraba a mí, que, debo reconocerlo con la debida humildad, no despertaba ninguna pasión en ella, ni cristiana ni profana.

—Seamos prácticos —me interrumpió la ecónoma—. Inés me pide que os ayude en una misión que no me detalla pero que me malicio peligrosa. Así que lo mejor es que nos apliquemos a la cuestión y después, si os parece, hablaré con Clementina, la madre superiora, que seguro que querrá haceros muchas preguntas.

—La cuestión —resumí nuestro propósito, ocultándole lo esencial— es que necesitamos hablar con doña Juana para informarle de lo que está ocurriendo y recabar su opinión sobre los acontecimientos del reino. Ella es la reina propietaria, y el pueblo, que la quiere, no sabe nada sobre lo que piensa y ni siquiera si piensa.

—La reina piensa, y os aseguro que piensa muy bien, con una agudeza admirable —cortó la ecónoma.

—Hay quien sostiene que está enajenada y que hay que dejarla al margen de los asuntos de la república, pero tanto Jaime como yo, que hemos tenido la ocasión de conocerla a la muerte de su venerada madre la reina Isabel, sostenemos lo contrario.

—Aquí nadie duda de su lucidez, amigos.

—Sabemos de sus arrebatos de celos, que ella misma confesó públicamente, pero, muerto el perro, se acabó la rabia, como suele decirse, y dicho sea con el mayor respeto a nuestro soberano que tenéis aquí en depósito, y pido de nuevo perdón por si lo del depósito no es la expresión adecuada. Si es así, si la reina está en sus cabales, su encierro clama al cielo.

—Clama en todo caso, amigo Alonso. Ciertamente, don Felipe I de Castilla nos honra con su presencia en cuerpo mortal, y aquí seguirá perfectamente muerto hasta que su hijo, el muy alto y poderoso rey Carlos, dicte instrucciones y provea los dineros precisos para trasladarlo a Granada, junto a sus suegros y donde se enterrará a su viuda en su debido momento. Así lo expresó en su testamento el desgraciado flamenco, que viajó por nuestras tierras más tiempo muerto que vivo.

—Aquella patética procesión nocturna de la reina con el ataúd de Felipe camino de Granada fue lo que hizo sospechar de su cordura —añadió Jaime—, pero su reacción, que fue excesiva, como tantas cosas en la reina, se entiende en razón de su pasión amorosa, y todas las pasiones, especialmente las amorosas, se desvanecen con el tiempo.

—¿Me parece entender que tenéis acceso a la reina? —pregunté esperanzado.

—Últimamente —se lamentó la hermana—, no la dejan ni asomarse al balcón, pero sigo lo que pasa en palacio gracias a su hija, la infanta Catalina, que nos honra con su visita frecuente, y a doña Leonor, que es la única dama al servicio de la reina que no la martiriza. Por las cosas que me cuentan, le infieren a la reina un insufrible tormento que dura ya once años. El milagro sería que no enloqueciera, pero el rey la prefiere loca y encerrada a cal y canto.

Sor Luisa nos puso al día con pocas palabras: los marqueses han dado instrucciones estrictas al servicio, bajo amenaza de muerte, de que no le digan a la reina que su padre, Fernando el Católico, ha fallecido… Sabiendo la enorme devoción y el respeto, quizás miedo, que doña Juana profesa por su padre, la someten amenazándola con contarle su comportamiento desordenado y, sobre todo, su reiterada negativa a cumplir con las obligaciones religiosas. La monja nos informó de que los marqueses se niegan a que visiten a la reina las autoridades de la ciudad, los nobles e incluso su propia familia. El año pasado se le impidió la entrada en palacio a su hermanastro Fernando, arzobispo de Zaragoza y regente de Aragón, que tuvo que regresar indignado a su tierra. De nada le valió que expresara sus quejas a su sobrino el rey.

—La culpa —concluyó— hay que echársela al rey más que a los marqueses, aunque estos se exceden de su obligación con un celo rayano con la crueldad.

—No hace falta, pues, que os insista, hermana, en la justicia de nuestra misión —insistí solemne.

—No es tarea fácil hablar con la reina, pero no hay nada imposible con la ayuda de Nuestro Señor, aunque necesitaremos Dios y ayuda, pues la reina está secuestrada por los marqueses y sus implacables cancerberas. Pero Dios no nos fallará en una causa tan justa.

La tarea no sería fácil, pero sor Luisa nos sorprendió con su rapidez mental y su instinto resolutivo. Es una mujer imaginativa, rápida y decidida, además de sumamente simpática… y sumamente atractiva, como ya habría sabido calibrar Jaime, que tenía una consolidada experiencia en amores monjiles. Ardía en deseos de interrogar a mi amigo al respecto.

Luisa pareció evadirse del fresco e inmaculado zaguán en el que nos había recibido y donde nos habíamos sentado en una acogedora mesa camilla tomando una limonada. En pocos minutos bajó de nuevo a la tierra y diseñó un plan que podía resultar, aunque para ello tenían que combinarse numerosos elementos, toda una conjunción astral. Pero era todo lo que teníamos, y a mí, espíritu práctico como soy, me proporcionó alguna dosis de tranquilidad que contáramos con un plan, aunque estuviera sometido a tantos condicionantes.

Al fin y al cabo, los planes rara vez se cumplen como los concebimos, pero desempeñan un importante cometido, el de proporcionarnos la sensación de que avanzamos en la tarea propuesta. Sirven para tranquilizar los nervios y la conciencia, que no es poca cosa.

Resuelto nuestro programa de acción en términos teóricos, la ecónoma nos pidió que la disculpáramos por unos momentos, pues debía informar a la madre Clementina de nuestra presencia; la monja nos aseguró que ella, «una mujer de primera», nos acogería con la proverbial hospitalidad de las clarisas y con su generosidad personal, no menos proverbial en Tordesillas y mucho más allá de Tordesillas.

Al cabo de unos minutos, nuestra amiga volvió precedida por sor Clementina. Calculé que esta tendría algo más de cuarenta años, unos ochenta kilos de peso y más o menos mi estatura, metro setenta, centímetro arriba o abajo. Su figura irradiaba una energía y autoridad que no perdía un ápice con la expresión de una cordialidad algo contenida, pero cálida y sincera. No me cabía duda de que la dama procedía de familia noble.

—La hermana Luisa y yo esperamos que aceptéis compartir con nosotros la modesta colación del convento. —Su amable oferta era más bien una orden—. Será un placer para nosotras, encerradas en estos muros, repasar con tan avezados cronistas lo que pasa en la ciudad de los hombres.

La madre Clementina dominaba el arte de la conversación y enseguida puso en suerte lo que le interesaba. Esta mujer tenía olfato para la política.

—Aquí no pasa nada, pero tengo la percepción de que en poco tiempo pasará de todo. Los regidores y el corregidor son los de antes y nadan entre dos aguas: la lealtad al rey y a nuestra soberana, que nos honra con su presencia; las autoridades tratan de estar a bien con el Consejo Real, pero simpatizan con los principios de la Comunidad. Nuestro obispo, sin embargo… Yo no estoy en política, pero no me parecen mal los vientos que nos llegan de Toledo. No me gusta nada que el rey haya exigido que se dirijan a él como «vuestra sacra cesárea majestad católica». Simpatizo con los intentos comuneros de limitar el poder real, de que se someta a las Cortes, pero, lamentablemente, toda convulsión, aun la más justa, genera abusos, propicia venganzas y provoca la muerte. Ruego a Dios que nadie olvide los mandamientos y actúe como manda Cristo en los Santos Evangelios.

—No sé si debe tranquilizaros —apuntó Jaime— que la Comunidad sea un movimiento devoto. Desde luego, entre los más activos comuneros se encuentran muchos clérigos… La carta de los frailes de Salamanca enviada a las ciudades en los inicios del movimiento, el pasado mes de febrero, ha dado a la causa un manifiesto ideológico con fuertes imperativos religiosos y una bandera. La revuelta ha nacido en los conventos, y los franciscanos, vuestros hermanos, han sido sus parteros.

—No me tranquiliza en exceso, querido cronista, la vena guerrera del obispo de Zamora, don Antonio de Acuña, que ha reclutado a unos curas que, según me dicen, son los soldados más feroces de la causa.

Pese a la crítica al prelado zamorano, me pareció observar en la madre superiora un asomo de aceptación divertida o al menos de que expresaba su reproche con notable indulgencia.

Supuse que disfrutaría si tuviera la ocasión de escuchar desde un lugar oculto una porfía entre don Antonio de Acuña, obispo de Zamora, nacido en Valladolid, y su tocayo el arzobispo de Granada, don Antonio de Rojas, el feroz presidente del Consejo Real, y no tuve duda de cuál sería su favorito. Pero, de momento, lo que parecía interesar a la superiora de Santa Clara era la posición adoptada por su obispo, que simpatizaba con este último.

En ese instante entró una monja que informó a la superiora de que la mesa estaba servida. Pasamos a la terraza frente a la hermosa vega del Duero.

La colación conventual, anunciada como modesta por la superiora, que se disculpaba por no haber tenido tiempo de prepararnos platos más elaborados, no fue parca en su contenido ni vulgar en su presentación. Fue un monumental almuerzo que ponía en su punto la merecida fama gastronómica de las hermanas clarisas en todo el orbe cristiano.

La madre Clementina bendijo la mesa y las hermanas pusieron a nuestro alcance unas tazas de consumado humeante que desprendían un aroma divino, un caldo que los franceses se han apropiado denominándolo «consomé». El consumado entraba por el olfato pero también por la vista: la yema de huevo y el vino de Alaejos armonizaban una cálida combinación de rojo y amarillo, un marco propicio para unos trozos de carne de gallina cortados en perfectos cuadraditos que pedían un justo homenaje.

—La hermana ecónoma ha sugerido un menú variado y ligero que en agosto se agradece más que meternos en platos más contundentes. Ahora nos pondrán unas tortillitas de trufas y unas empanadillas. Ya sabéis el dicho: «De señora a señora, empanadas y no ollas».

La madre superiora disfrutaba con la comida y sobre todo con el placer y el deber cristiano de dar de comer al hambriento. La madre debió de captar mi pensamiento y pronunció una especie de sermón místico sobre los alimentos, cuyo espectacular despliegue no parecía muy franciscano.

—Por no caer en gula no caigamos en la soberbia de enmendar la plana a Nuestro Señor Jesucristo. Jesús hizo su primer milagro proveyendo a los convidados de la boda de Canaán un magnífico vino; después multiplicó los panes y los peces para que los asistentes a su sermón se dieran un buen homenaje. Jesús bendijo el pan y el vino y los convirtió en sacramento al tiempo que quedaba para la posteridad la veneración por la copa convertida por nosotros en preciosa pieza de oro o del mejor material a nuestro alcance, en cáliz de salvación; y no olvidéis que el Divino Maestro se despidió de sus discípulos, de todos nosotros y de su cuerpo mortal con una magnífica cena.

—Eso por no hablar del cordero de Dios que quita los pecados del mundo y de que el Espíritu Santo se presente como una paloma —contribuyó Jaime.

—Hablo muy en serio, Garcillán. No os moféis de estas cosas, por favor —reprimió la abadesa mosqueada.

—Entonces, madre, ¿estimáis que habría que sacar la gula del catálogo de los pecados capitales? —preguntó Jaime con algo de sorna.

—La gula, amigo Jaime, no reside en disfrutar de los buenos alimentos, sino en la forma de tomarlos. No pecan los que disfrutan con los bienes que Dios nos ha dado en su infinita bondad y que nosotros bendecimos en la mesa; pecan de gula, un pecado por lo demás discutible, aunque yo acato los mandatos de la Santa Madre Iglesia, los que toman los alimentos sin saborearlos con calma, con pasión desordenada.

—Ha sido el vuestro, señora, un discurso maravilloso y una gozosa invitación a disfrutar de la comida que vamos a tomar —jaleó Jaime—. Si he de ser sincero, yo eliminaría la gula y la lujuria de la lista de los pecados.

—Hasta ahí no puedo seguiros, amigo segoviano, aunque sí os seguirían los obispos que hemos mencionado. —La madre superiora acompañó sus palabras de una sonrisa enigmática.

Las tortillitas de trufas blancas y las empanadas bien espesas, rellenas de jamón y picadillo de cerdo, estaban deliciosas, y el vino de Alaejos entraba maravillosamente. El discurso, el vino y la grata conversación habían eliminado los escrúpulos de la madre Clementina, el miedo a ser mal interpretada como mujer entregada en cuerpo y alma al servicio de Dios. No era una esclava del Señor; servía a Dios, pero no gratis, su retribución era bastante satisfactoria.

—Parece que os han gustado las trufas, así que ahora las podréis disfrutar de nuevo en el plato principal.

La superiora anunciaba una agradable sorpresa que se concretó en la llegada triunfal, precedido por un olor irresistible, de un formidable faisán.

—Lo hemos preparado al modo del monasterio de Alcántara; a cada cual su mérito. De sus monjes es la receta, pero de nuestra cocina su perfecto acabado, dicho sea humildemente. Nos sentimos santamente orgullosas de la calidad del relleno al que procedemos con trufas y con higadillos de pato estofados con algo de fina manteca y del buen vino de Oporto con que lo cocemos y escanciamos.

—Creí que nos habíais prometido una colación ligera —recordó Jaime.

—Y lo es. Nada que ver con lo que preparamos cuando nos visita el obispo.

—Lo justo sería que me arrodillara devotamente ante tan prodigiosa excelencia —dijo Jaime con lágrimas de felicidad.

—Demos, pues, gracias a Dios, que desde el cielo disfruta de este aroma.

Y la madre Clementina juntó las manos y pronunció una oración de gracias. Cuando volvió con nosotros, habló con la autoridad propia de su cargo y condición.

—Probad estos pasteles de anguila que son la especialidad de la casa —invitó la superiora—. Se los dimos a probar al rey cuando vino el año pasado para acudir a los funerales que mandó oficiar en beneficio del alma de su padre. Don Carlos los elogió con tanto énfasis que tuvimos que escribirle la receta a sus cocineros y, según nos dicen, los pide con frecuencia.

—Bien podemos decir que nos habéis tratado como a reyes —comentó Jaime, sonriendo.

—Esperemos que vuestro apetito no sea tan descomunal como el del emperador. Casi nos deja sin existencias —comentó la superiora, esbozando una amplia sonrisa—. Pero volvamos a vuestra santa causa. Supongo que no os ha autorizado el papa a semejante título de santidad. Hablábamos del obispo Acuña, ¿no es así? Es un poco energúmeno, ¿no?

—Un poco, pero tiene carisma y se ha manifestado como un gran organizador de ejércitos. —Jaime se había decidido a hablar—. Sus curas matan y mueren con una simple mirada del descomunal prelado, que, aunque no lo parezca, ha cumplido ya sesenta años.

Jaime nos hizo un buen relato sobre el personaje que dejó a nuestras monjas con la boca abierta.

—Es obispo por parte de padre, don Luis de Osorio y Acuña, que en paz descanse, que lo fue de Jaén después de que enviudara, así que conoce bien el oficio tanto como su padre conocía a su turbulento hijo. El buen obispo de Jaén llegó a pedirles a los Reyes Católicos que no otorgaran a su hijo el cargo de capellán real.

—Se dice descendiente del rey Fernando el Santo —apuntó la madre superiora.

—No lo sé —confesó Jaime—, pero sí consta que tanto don Luis de Ocaña como su esposa, Aldonza de Guzmán, ambos cristianos viejos, son también hidalgos de viejo cuño. También era de rancio abolengo la amante del prelado, Isabel Losada, toda una beldad.

—Tanto Jaime como yo apreciamos a don Luis —señalé yo—, pues el ilustre prelado se alistó, como nosotros, en el bando de Fernando el Católico frente a don Felipe el Hermoso. En cambio, su hijo, don Antonio de Acuña, a quien tanto benefició don Fernando, le traicionó con don Felipe. Debió de pensar que tenía más posibilidades de medrar con el joven príncipe que con el viejo zorro.

—Pero cuando murió el Hermoso —recordó Jaime—, el obispo volvió a casa de don Fernando el Católico, a quien acompañó en la conquista de Navarra.

—Y muerto don Fernando, consiguió el favor de don Carlos —abundé yo.

—¿Y cómo es que se ha pasado a los comuneros? —preguntó la madre superiora.

—Pues por resentimiento —expliqué—, porque don Carlos no le dio la embajada en Roma que le pidió y por rivalidad con el conde de Alba de Liste, al que expulsó de Zamora.

—Alonso sabe más que yo de Acuña, porque está escribiendo un pliego sobre él. —Jaime me pasó la pelota—. Este obispo guerrero le tiene muy impresionado.

—Contadnos, pues, Alonso, que a mí también me impresiona este hombre —pidió la madre Clementina.

—Es un hombre largo, seco y bien plantado, a quien no le sobra un gramo de grasa, mente despejada, rostro moreno con las brechas profundas de quien pasa mucho tiempo a la intemperie. Sus ojos, saltones, y sus palabras, pocas pero cortantes, dan miedo y obligan a la más exacta obediencia. Siempre en movimiento, es sumamente ágil. Infatigable en el caminar, le gusta el ejercicio físico y compite con los agricultores de su tierra en maestría y resistencia en las labores más duras. Duerme poco, se levanta al alba y da grandes paseos siempre a grandes zancadas. Es frugal en la comida y refractario al reposo. Su aspecto es realmente impresionante.

—Parece, entonces —comentó sor Clementina—, que el descomunal obispo ha equivocado su carrera. No me lo describís como a un obispo, orondo de buen comer y saboreador de los mejores vinos.

—Estoy de acuerdo con vos. Acuña tiene grandes condiciones para la milicia y un extraño poder para subyugar a la tropa. Algunas de estas dotes tuvo la oportunidad de exhibir en la Orden Militar de Calatrava, donde entró de jovencito. Algo tendrá este hombre que llegó a fascinar a los Reyes Católicos, que le nombraron capellán real, a pesar de la oposición de su padre y de que fuera excomulgado durante la época en que vivió en Roma hace unos treinta años.

—¿Y cómo llegó a obispo de Zamora después de ser excomulgado? —se interesó la superiora.

—Por la gracia del papa Julio II, un pontífice muy guerrero, que encontró en Acuña un alma gemela. En cuanto tomó posesión de su diócesis en 1506, lo primero que hizo fue apoderarse de la fortaleza de Fermoselle, al suroeste de Palencia. El rey le envió al alcalde Ronquillo, a quien Dios confunda, para que lo apresara, pero fue el obispo el que secuestró al alcalde. Para este hombre sin límites la mitra es un gorro castrense.

—Pues nuestro querido obispo, el de Valladolid —comentó la monja—, es también algo pendenciero, pero más comedido.

—Bueno, no es el único caso —apuntó el de Garcillán—. El bando realista, el de los caballeros, está encabezado por el cardenal obispo de Tortosa, el preceptor de don Carlos, Adriano, que es un hombre de Dios, pero el presidente del Consejo Real, el arzobispo de Granada, es cruel y sanguinario. Ha jurado no dejar piedra sobre piedra en Segovia, mi tierra.

Se hizo un largo silencio y la madre Clementina volvió al fondo de nuestro asunto.

—Rezaré por el éxito de vuestro empeño y os ayudaré en lo que pueda, pero tenéis que prometerme que mantendréis la mayor discreción al respecto. La reina merece otro trato, pero como superiora de Santa Clara no puedo tomar partido abierto. Dios manda dar a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar y debo respeto al obispo, al cardenal y al papa. Yo no voy a entrar en ningún bando, pero sí debo hacer algo por doña Juana, como me exige la caridad cristiana.

La superiora no se había referido antes a nuestra misión, lo que me había hecho pensar que Luisa no le había informado de la misma. No era así y comprendía las leales razones de Luisa para con su superiora.

No hablamos más del tema durante los postres. Nos retiramos con el sabor de almendrados, magdalenas, tortas de Santa Clara, amarguillos y rosquillas variadas trasegados con vino dulce Pedro Ximénez, de fama reciente pero de difusión sumamente rápida. Lo que más nos gustó fueron las «suplicaciones», una especie de obleas bañadas en miel, y los suspiros de monja, algo más contundentes. Nos despedimos con la seguridad de que Clementina, la gentil superiora de Santa Clara, haría algo por la reina Juana y por nuestra causa.