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LA REINA NO SE RINDE

Pliego redactado por Jaime de Garcillán de acuerdo con el testimonio confidencial de fray Juan de Ávila, capellán de la reina.

Supongo, alteza, que sin nada en el estómago habréis dormido como una niña buena. El ayuno es muy sano.

—¡Mala pécora!

—Palos con gusto no duelen: os negasteis a cenar; es vuestro real derecho…

—Me negué a tragar porquería, o es que no sabes que conozco vuestras tretas, maldito engendro del demonio.

—Ahora toca lo de que me mandaréis ahorcar. —La mujer acompañó sus palabras con una risotada—. Pero ahora yo soy quien manda, vuestra reina, la reina Renata, la que puede aliviar vuestros pesares o hacer que deseéis el infierno. Ayer os di una buena lección, ¿lo recordáis o necesitáis un nuevo repaso?

—Escupís en mi comida y hacéis otras marranadas para quedaros con todo; ladrona, canalla. La horca, dices, te aseguro que lo que te espera es mucho peor; te arrastrarás para pedirme la muerte por caridad.

—No debéis perder la calma, señora, que no es propio de una reina. —Una carcajada subrayó la frase que Renata había pronunciado imitando el tono sosegado del que se valía el marqués de Denia, gobernador del palacio, el carcelero de Juana I, reina propietaria de Castilla, en cuyo nombre se firmaban las leyes que regían en medio mundo—. Vuestra alteza manda y decide: o se come lo que con tanto esmero le prepara Concepción o ayuna en buena hora. Vuestra alteza, aunque esté como un cencerro, comprenderá que es mejor comer lo que se os pone en la mesa que rechazarlo. Vuestra alteza no ignora que se le ofrecerá el mismo manjar en el almuerzo, en la cena y al día siguiente en el almuerzo y en la cena.

—Antes moriré de hambre, víbora.

—Yo me ocuparé de que comáis y de que viváis muchos años, que de vuestra vida depende mi condumio y el de las otras mujeres que con tanta devoción os sirven.

La comida presupuestada para la reina era abundante, sabrosa y de la mejor calidad: tres cuartos de carnero o un guiso de carne de vaca o dos gallinas cocidas o asadas, medio cabrito, dos pollos o un capón, torreznos de tocino, longanizas al estilo de Flandes, que allí llaman salchichas, además de frutas y verduras.

Estaba estipulado que lo que la reina no comiese se repartiese entre el servicio, por lo que las quince mujeres que la atendían con mayor proximidad a ella recurrían a todos los medios que les sugería su malvado ingenio para que Juana comiera poco. No era tarea difícil, pues la reina renunciaba casi siempre a su almuerzo y se conformaba con pan, queso y vino.

—Vuestra vida es sagrada, alteza —insistió Renata con recochineo—, es un precioso tesoro y donde está el tesoro está el corazón y el alma toda. Alteza, habéis cumplido ya los cuarenta y en el otoño cumpliréis los cuarenta y uno, si Dios quiere, seis más que los míos, pero os comportáis como una niña, y a los niños hay que tratarlos con mano dura por su bien, porque no saben lo que se hacen y no entienden más que la ley del bofetón y del látigo. Hoy es domingo, así que nos lavaremos de arriba abajo, nos peinaremos con esmero, nos perfumaremos, nos vestiremos con decoro y cumpliremos con Dios.

—Cuando Dios cumpla conmigo —murmuró la reina con incontenible resentimiento.

—¿Qué murmuráis? ¿Ya estáis con vuestras blasfemias luteranas?

—Digo que no hay misa que valga, ni Dios bendito, ni santas hostias; que no puede haber un Dios que permita tamaña tropelía, ni que prosperen semejantes villanos. No me pondrás tus sucias manos encima; ni tú ni tus asquerosas rameras; ni me lavaréis, ni me vestiréis, ni comeré más basura. —Las últimas palabras se las tragó un llanto apenas audible, desesperado y ajeno a toda resignación.

—Vos lo habéis querido, blasfema.

Renata tocó una campanilla y acudieron tres mujeres de su ejército —Ana, María y Mercedes—, las más vigorosas de su tropa. Sin pronunciar palabra pero con una perfecta combinación de movimientos, inmovilizaron a la reina que había cesado en su llanto concentrando todas sus fuerzas en zafarse de las cuatro arpías, un empeño valeroso, pero que tuvo el final previsible por la desigualdad de fuerzas, una mujer flaca aunque con mucho nervio y sobrado valor contra cuatro mozas que conocían su oficio a la perfección.

La despojaron de la ropa de cama en un amén Jesús; Ana por los hombros y María por los pies la metieron en el baño como quien juega a la comba, haciendo caso omiso de sus gritos e indiferentes a los destellos de odio que lanzaban sus hermosos ojos verdes; Renata la roció con un perfume de violetas y entre las otras tres la calaron calzones, corpiño y camisón con destreza impecable y la metieron en un vestido negro con puntadas de oro que Juana adoraba porque producía un gran efecto sobre su querido Felipe, el Hermoso infiel. Ana y Mercedes la llevaron en volandas ante el espejo y confiaron la presa a Renata, que aferró los reales brazos con sus dedos de hierro.

—Ahora sí parecéis una verdadera reina; ya estáis en condiciones de oír la santa misa y de recibir el sagrado cuerpo de Cristo con decencia —dijo Renata, orgullosa de su obra, y mandó a Mercedes que me avisara de que la reina escucharía la santa misa con la devoción debida.

Renata le leyó la cartilla con el más severo de sus ademanes, el que reservaba para las grandes admoniciones, con santa ira.

—Oiréis la santa misa con recogimiento, confesaréis vuestros pecados, los de soberbia, pereza y odio y, sobre todo, los que cometéis contra el Espíritu Santo con vuestras herejías. Y cuando hayáis hecho acto de contrición y propósito de la enmienda, el buen padre fray Juan os dará la absolución y recibiréis devotamente el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, que, infinitamente misericordioso, perdonará vuestras ofensas… Después tomaréis, como una muchacha obediente, una cucharadita de la olla podrida que rechazasteis ayer, solo una cucharadita que pruebe vuestro arrepentimiento, y, enseguida, Concepción os preparará un chocolate bien caliente y unos buñuelos con los que os chuparéis vuestros delicados dedos. ¿No os parece maravilloso?

—Solo iré a misa, puerca engreída, en el convento de Santa Clara, con la infanta, mi hija, donde reposa en paz mi querido esposo. ¡Cómo le envidio, señor!

—Ya os ha dicho el marqués que no iréis al convento ni podréis mirar desde la ventana donde tiene su última morada don Felipe, que en paz descanse, mientras no os sometáis a las normas. —Renata extremó su exhibición de paciencia como quien reclama compasión al tener que tratar a una chica caprichosa y alocada—. Y recordad que si no se os permite asomaros a la iglesia de San Antolín es por vuestra culpa, por el escándalo que armasteis desde el corredor, gritando que estabais encerrada contra vuestra voluntad y que os infligían tormento. Bastante han hecho los señores marqueses accediendo bondadosamente, con más frecuencia de lo que debieran, a vuestro capricho de que la santa misa no se oficiara en la capilla, como es menester, sino en el corredor, junto a vuestra cámara, que con tal de que cumpláis con Dios estamos dispuestos a complaceros en lo que podamos. ¿Queréis que pida al marqués que la celebremos hoy aquí en lugar de en la capilla, como ha dispuesto fray Juan?

—Si quieren que vaya a misa, tendrá que ser en Santa Clara —insistió Juana.

—Sabéis, señora, que eso es imposible —imploró la cancerbera, para enseguida recuperar su habitual registro despótico—. La reina —ordenó fríamente— asistirá a la santa misa en la capilla de palacio, tal como manda Jesucristo Nuestro Señor; y como desean don Fernando, su augusto padre, y el rey Carlos, que lo es por la gracia de Dios.

Renata apelaba al Rey Católico ocultando a la reina que su padre había muerto hacía ya cuatro años y medio a conciencia de que era la autoridad más respetada por Juana.

—Solo ellos —remachó Renata—, su augusto padre y su cesáreo hijo, pueden autorizarnos a que su alteza salga de palacio, y ellos no dejarán que su alteza lo abandone hasta que el marqués y yo aseguremos que su alteza está en condiciones de hacerlo. Su sacra cesárea majestad católica, el emperador, insiste en que su alteza no salga de palacio ni hable con nadie de fuera, y así se hará. Le advierto señora que su alteza real don Fernando y su cesárea majestad católica serán informados puntualmente de su incalificable comportamiento.

Y acto seguido las cuatro mujeres llevaron en volandas a la reina hasta la puerta de la capilla y la depositaron frente a la marquesa de Denia. Esta hizo una inclinación ante la reina y la invitó dulcemente a entrar en la sala.

—Señora, espero que os encontréis bien esta maravillosa mañana. Ya sabéis que el marqués y yo estamos aquí para serviros y velar por vuestra salud y felicidad.

—Mentís, ladrona, que bien sé que abusáis de vuestro cometido robándome, que os estáis quedando con mis joyas más preciadas, con mis paños más hermosos y hasta con mis recuerdos más queridos… Mi hijo, pécora ladina, no haría nada contra su querida madre, la reina propietaria, a quien debéis respeto y obediencia. La prueba de que él es ajeno al trato deshonroso al que me sometéis, malditos parásitos saca-sangres, despreciables avaros, es que no me dejáis que escriba a mi querido hijo; que me habéis retirado el recado de escribir.

—Todo lo hacemos por vuestra salud, alteza. No es bueno que os alteréis contando lo que vuestra calenturienta imaginación da por cierto, que solo serviría para turbar a don Carlos, que bastantes quebraderos de cabeza sufre.

Doña Francisca había hablado con palabras dulces y tono sereno, pero sus ojos expresaban ira y promesa de venganza. No dejaría impune semejante humillación como pronto comprobaría aquella piltrafa humana, sucia, herética y blasfema, un alma del demonio. Doña Francisca Enríquez, marquesa de Denia, respiró hondo y pareció que contaba hasta diez o que rezaba una jaculatoria antes de emitir su dictamen.

—¡Renata! —ordenó modulando la voz—. Cierra la puerta. —Luego se dirigió a mí—: Padre, dad comienzo al Santo Sacrificio, que la reina no saldrá de aquí hasta el Ite missa est.

Me dirigí al altar, pesaroso, sintiendo que ardía mi cara de vergüenza; miré a la reina en un gesto de simpatía impotente, pero, la verdad, no me atreví a contrariar la orden de la marquesa. Creo tener fama, inmerecida o excedida, de sabio y santo, y me consta que el emperador me aprecia y confía en mi buena mano para que la reina vuelva a la piedad, pero no ignoro que don Carlos daría la máxima credibilidad a los marqueses y —confieso mi humana vanidad— no deseaba arriesgar el alto puesto que ostentaba, nada menos que capellán de la real casa de doña Juana.

Esta, aparentemente resignada, con la cabeza gacha y a pequeños pasos, entró, devota, en la capilla, y se adelantó hacia mí, que iba revestido de la casulla blanca y oro de las grandes ceremonias, mientras los marqueses y su hijo varón se situaban al lado del altar con ademán de circunstancias. El marqués, en la actitud solemne de quien cumple a rajatabla el penoso cometido real de guardián de la madre del emperador; la reina presa; y la marquesa con mirada resabiada de quien espera alguna trastada de la real prisionera.

Detrás aparecían, como formando la guardia de los marqueses, las dueñas de acompañamiento de la reina, todas familiares de aquellos: las hermanas del marqués, Ana Enríquez de Rojas y Magdalena de Rojas, condesa de Castro, sus hijas Francisca de Rojas, condesa de Paredes, y Margarita de Rojas; y doña Isabel de Borja, esposa del conde de Borja, su nuera.

—Señora, beso vuestras manos —susurré, rodilla al suelo—. Es un honor oficiar la santa misa en presencia de vuestra alteza. Cuando gustéis, señora.

En aquel momento, Juana levantó desafiante la cara que enrojecía por momentos y, profiriendo las palabras con esfuerzo en forcejeo con la ira que amenazaba con enmudecerla, me respondió mirando feroz a la trinidad de marqueses —padre, esposa e hijo—, como si intentara aniquilarlos al pie del altar:

—La reina no escuchará la santa misa con sus carceleros. La soberana de Castilla, de Aragón y de las tierras de la mar océana solo asistirá al Sagrado Sacrificio con las hermanas en Santa Clara.

Entonces fue cuando se organizó el espectáculo.

—Se acabó el Santo Sacrificio… Me tendríais que atar delante del cuerpo de Cristo y de su ministrillo —gritó Juana.

Y sin mediar más palabras, pero sí lágrimas de rabia, se despojó del vestido negro y oro y se lo tiró a la cara a la marquesa. A continuación, se desprendió del corpiño y lo lanzó contra mí, que apenas pude esquivarlo; lo recogí del suelo y me quedé pasmado sin saber que hacer con la íntima pieza.

Los presentes estaban paralizados por la sorpresa y no pudieron impedir que la reina lanzara sus calzones a la cara del marqués, quien los tiró al suelo con rabia. La marquesa pidió entonces a su esposo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y a su hijo don Luis, el Marquesito, que abandonaran la capilla, lo que ambos hicieron adoptando los aires más dignos que pudieron componer. Ambos sabían que doña Fernanda haría lo que tenía que hacer en aquellas circunstancias, ante la mayor rebeldía que habían conocido en los dos años largos que ejercían de gobernadores de la real casa.

Renata se había lanzado sobre la reina impidiendo que consumara la flaca desnudez total a la vista de Cristo Nuestro Señor, de su ministro en la tierra y de las ilustres damas. La marquesa se acercó despacio, muy despacio, cada paso una amenaza, hasta Juana y le dio una bofetada que la hubiera tirado al sagrado suelo si no la retuviera la robusta Renata.

—Enciérrala en el cuarto oscuro, y que no hable con nadie esta poseída por el demonio. Dadle pan y agua y que grite, blasfeme y se desnude cuanto quiera.

Juana salió aferrada por los garfios de Renata, pero con la cabeza muy alta y soberbia risotada. No les iba a ser fácil dominarla. Se reía recordando el espectáculo, dando gracias a Dios de que su hija, la infanta Catalina, la hija póstuma de su esposo, oyera misa en el vecino convento de las clarisas. Catalina era su único consuelo y nunca haría nada que turbara a la infanta, toda una damita a sus trece años, llena de gracia y hermosura.