Los demás se habían quedado en la playa hasta el amanecer, esperando a que Quentin y Julia regresasen del Hades. Al final, desistieron y se fueron a dormir, helados y exhaustos, a sus literas a bordo del Muntjac. Cuando se despertaron unas horas después sintieron alivio y una gran alegría al ver que Quentin y Julia les esperaban en cubierta.
Sin embargo, la escena que se encontraron al despertarse era extraña. Julia estaba de pie, transformada, bella y poderosa de una forma renovada. Irradiaba un aire de paz y triunfo. Quentin no estaba diferente, pero le pasaba algo: alguna razón tendría para estar en el suelo a cuatro patas observando los tablones de madera de la cubierta.
Habían volado hacia arriba, muy arriba, hasta que gradualmente Quentin se dio cuenta de que la sensación de ligereza que sentía era en realidad la del descenso, pero no de la forma en que habían venido: cayeron a través de húmedas nubes pegajosas y entonces vieron una pequeña viruta de madera debajo de ellos en el mar que resultó ser el Muntjac, mientras el agua a su alrededor brillaba con la luz del amanecer. La diosa los dejó en la cubierta, besó a Julia en la mejilla y desapareció.
Quentin se dio cuenta de que no se podía mantener en pie por sí solo; o sí podía, pero no quería. Se puso a cuatro patas y colocó la llave en el suelo frente a sí. Observó con atención los tablones de madera maciza con los que se había construido el Muntjac: tras una noche en el infierno todo era real y vívido e increíblemente detallado. Los colores se veían muy vivos, incluso los grises y los marrones y los negros y los indistinguibles tonos intermedios en los que normalmente no se hubiese fijado y hubiese pasado por alto. Seguía las líneas y las estrías y las rayas de tigre de la madera, dibujadas y organizadas con una perfección descuidada, oscuras y claras, orden y caos, todas mezcladas con pequeñas astillas a lo largo de los bordes de los tablones desgastados, astillas que formaban diferentes ángulos provocados por el paso de pies descuidados.
Sabía que tenía una pose rara, como si estuviera colocado, pero no le importaba. Tenía la sensación de poder pasarse toda la eternidad mirando la madera fijamente. Así de sencillo: buena madera noble y resistente. Nunca perderé esto, pensó. Disfrutaría de todo exactamente así, hasta el último átomo, como Benedict lo hubiese disfrutado si hubiese podido regresar del Hades. Y Alice, y el resto. Era cuanto podía hacer por ellos. La Tierra o Fillory, pero ¿importaba algo? ¿Cuál era el gran enigma? Mirase donde mirase había tanta riqueza que nunca se agotaría. Tal vez todo fuese un juego que al final acaba arrugado y en la basura, pero mientras estaba allí era real.
Apretó la frente contra la tarima, con fuerza, como un peregrino penitente, y sintió el golpear de las olas que se oía a través del suelo y desde abajo, como un pulso, así como el calor del sol. Percibió el olor ácido y salado del agua de mar y oyó los pasos vacilantes de la gente desconcertada que se congregaba a su alrededor sin saber bien qué hacer. Oyó los demás ruidos insignificantes de la cotidianeidad, los crujidos y los chirridos y los golpes y los zumbidos, sin parar, un mundo sin fin.
Respiró hondo y se sentó. Lejos del calor del cuerpo de la diosa, tiritó por el aire marino de primera hora de la mañana. Pero incluso el frío le hacía sentir bien. Esto es vida, no dejaba de decirse. Aquello era estar muerto y esto es estar vivo de nuevo. Aquello era la muerte, esto es la vida. Nunca más volveré a confundirlas.
Varias personas le ayudaron a ponerse de pie y le guiaron hacia abajo, a su camarote. Estaba bastante seguro de que podía haber andado solo, pero dejó que le llevasen, daba la impresión de que querían hacerlo y ¿quién era él para impedirlo? Entonces se encontró estirado en su cama. Estaba muerto de cansancio, pero no quería cerrar los ojos, no después de lo que sucedía a su alrededor.
Un poco más tarde notó que alguien se sentaba en el borde de la cama. Julia.
—Gracias, Julia —dijo al cabo de un rato. Notaba los labios y la lengua gruesos y torpes—. Me has salvado. Lo has salvado todo. Gracias.
—La diosa nos ha salvado.
—También le estoy agradecido.
—Se lo diré.
—¿Cómo te sientes?
—Me siento terminada —se limitó a decir—. Siento que por fin ya estoy terminada. Ya me he convertido en lo que me estaba convirtiendo.
—Ah —contestó Quentin y tuvo que reírse por lo tontísimo que sonaba—. Me alegro de que estés bien. ¿Estás bien?
—He estado atrapada en un punto intermedio durante mucho tiempo —añadió en lugar de responder a su pregunta—. No podía regresar… lo deseaba, durante mucho tiempo lo deseé. Mucho tiempo. Quería regresar a antes de que sucediera, cuando todavía era humana. Pero no podía y tampoco podía ir hacia delante. Entonces, de pronto, en el Hades me di cuenta por primera vez, lo entendí de verdad, que nunca regresaría. Así que me dejé llevar. Y entonces sucedió.
Se quedó mudo. ¿Qué le decías a un ser sobrenatural acabado de crear? Sólo quería mirarla. Nunca antes había estado tan cerca de un espíritu.
—Dijiste que eras una dríada.
—Lo soy. Somos las hijas de la diosa. Eso me convierte en una semidiosa —añadió como aclaración—. No soy literalmente su hija, claro. Es más una cuestión espiritual.
Julia seguía siendo Julia, pero el enfado, la sensación de que se sentía muy mal con el mundo por alguna cuestión crucial, había desaparecido. Y había vuelto a hablar como era habitual en ella.
—¿Así que cuidáis de los árboles?
—Nosotras cuidamos de los árboles y la diosa cuida de nosotras. Uno de los árboles me pertenece, aunque no sé muy bien dónde está. Pero puedo sentirlo. Iré allí en cuanto hayamos acabado. —Se rio. Era bueno saber que todavía podía reírse—. Sé tantas cosas sobre los robles. Pero si te las explico te mueres de aburrimiento.
»¿Sabes que casi había perdido la fe en la diosa? Estuve a punto de dejar de creer en ella. Pero me di cuenta de que tenía que convertirme en algo. Tenía que aprovechar lo que me habían hecho y utilizarlo para convertirme en lo que quería ser. Y deseaba esto. Y cuando la llamé, la diosa acudió.
»Me siento muy fuerte, Quentin. Es como si tuviese un sol en el interior, o una estrella, que brillará eternamente.
—¿Significa eso que eres inmortal?
—No lo sé. —Y en ese instante ensombreció el semblante—. En cierto sentido, ya he muerto. Julia está muerta, Quentin. Yo estoy viva y es posible que viva para siempre, pero la muchacha que fui está muerta.
Sentado tan cerca de Julia como estaba, veía lo inhumana que era ahora. Su piel era como la madera clara. La joven que había conocido en el instituto, con sus pecas y su oboe, se había ido para siempre; la habían destruido y la habían desechado en el proceso de crear ese ser. Julia ya no volvería a ser mortal nunca más. La Julia que estaba sentada en la cama a su lado era como un magnífico monumento conmemorativo de la muchacha que fue.
Al menos a esta Julia todo eso le traía sin cuidado. Ya estaba fuera del juego, del juego de los vivos y de los muertos en que el resto estaba atrapado. Ella era diferente. Ya no era una masa destartalada de carne y sangre. Era mágica.
—Hay cosas que debes saber —dijo—. Ahora te puedo explicar cómo empezó todo esto. Por qué he cambiado y por qué los antiguos dioses han regresado.
—¿En serio? —Quentin se apoyó en un codo—. ¿Lo sabes?
—Lo sé —contestó—. Te lo voy a explicar todo.
—Quiero saberlo.
—No es una historia feliz.
—Creo que estoy preparado —dijo Quentin.
—Ya sé que piensas así, pero es más triste de lo que crees.
* * *
No había más islas. Ya las habían pasado. El Muntjac surcaba el océano tranquilo y vacío, día tras día, más y más hacia el este, el sol salía por delante de ellos, ardía arriba en el cielo y se extinguía cada noche en el agua tras ellos. Era visiblemente más grande por las mañanas, casi oían el ruido sordo y amortiguado al arder, como un alto horno en la lejanía.
Tras una semana el viento se calmó, pero el cielo estaba despejado y por las tardes y por las noches el almirante Lacker izaba la vela solar y navegaba con la fuerza de una tormenta de sol. Quentin había estado en el extremo occidental de Fillory, donde había cazado el Ciervo Blanco en el Mar Occidental, pero el extremo oriental era un lugar muy diferente. Tenía una cualidad polar. El sol era luminoso y caliente, pero el aire era cada vez más frío. Incluso por las mañanas, cuando el sol parecía que estaba peligrosamente cerca, como si fuese a incendiar el mástil, podían verse la respiración. El cielo era de un azul profundo e intenso. A Quentin le daba la sensación de que si no tenía cuidado se caería hacia arriba.
El agua era una aguamarina helada y el Muntjac se deslizaba por ella casi sin fricción, sin apenas dejar ondas. Era diferente al agua de mar normal, más sedosa y menos densa, sin apenas tensión superficial, era más bien como restregar alcohol. Sólo vivía en ella un tipo de pez, el pez bala largo y plateado que centelleaba y nadaba veloz en el agua en bancos romboides. Pescaron algunos, pero no parecían comestibles. No tenían boca pero sí unos ojos enormes y la carne era de un blanco intenso y olía a amoníaco.
El mundo a su alrededor empezaba a parecer insustancial. No era nada en concreto que Quentin supiese identificar, pero el material de la realidad parecía cada vez más puro y más frágil, como si estuviese tensado sobre un bastidor. Se sentía el frío de la oscuridad exterior pasando a través del mismo. Resultó que todos se movían lenta y suavemente, como si fuesen capaces de atravesar con el pie la estructura del tiempoespacio.
También el mar era cada vez menos profundo. Se veía el fondo a través del agua cristalina y todas las mañanas, cuando Quentin lo comprobaba, estaba más cerca. Era un fenómeno interesante desde un punto de vista oceanográfico, pero lo más importante es que constituía un problema. El Muntjac no era un barco grande, aunque tenía aproximadamente unos seis metros de calado, y a ese ritmo encallaría mucho antes de llegar adonde demonios fueran.
—Tal vez Fillory no tenga fin —declaró Quentin una noche mientras comían con apetito el rancho cada vez más escaso y poco apetecible.
—¿Qué quieres decir? ¿Que es infinito? —preguntó Josh—. ¿O que es una esfera como la Tierra? Dios mío, espero que no sea eso. ¿Y si acabamos de nuevo en Whitespire? Joder, me voy a cabrear si después de todo lo único que hacemos es descubrir el Paso del Noroeste o algo así.
Se chupó los dedos para comerse los restos de sal de una galleta salada. Era el único a quien la situación no parecía intimidarle.
—Quiero decir que parece más la banda de Möbius. ¿Y si todo está en un lado y no hay borde?
—Creo que te refieres a la botella de Klein —sostuvo Poppy—. Una banda de Möbius tiene bordes. O un borde.
Nada como tener una semidiosa cerca para resolver dudas de esa índole. Julia ya no comía, pero seguía acompañándoles en la cena.
—¿Es una botella de Klein? ¿Lo sabes?
Julia negó con la cabeza.
—No lo sé. No creo que lo sea.
—¿Así que no eres omnisciente? —preguntó Eliot—. No lo digo de forma negativa. Pero ¿no lo sabes con certeza?
—No —contestó Julia—. Pero sí sé que este mundo tiene fin.
Todos se despertaron muy temprano al día siguiente cuando el Muntjac encalló.
No fue como un choque contra un muro, sino más gradual: un chirrido lejano, suave al principio, después más fuerte y, de repente, apremiante, como un crujido, para terminar con todo lo que había a bordo, personas incluidas, resbalando suave pero firmemente hacia la pared más cercana que tenían delante mientras el barco se detenía por completo. Tras lo cual se produjo un silencio vibrante.
Todos subieron a cubierta en bata y pijama para ver qué había sucedido.
Reinaba una quietud extraña. A su alrededor se extendía el mar plano y cristalino como una capa reciente de barniz. No soplaba el viento. Un pez saltó aproximadamente a unos cuatrocientos metros de distancia, pero el salto sonó tan fuerte como si estuviese justo al lado del barco. Las velas colgaban flojas. La menor vibración enviaba ondas circulares que se deslizaban hacia el horizonte en todas direcciones.
—Vaya —dijo Eliot—, pues estamos apañados. ¿Y ahora qué hacemos?
Quentin había pensado, como era de suponer que había hecho el resto de la tripulación, que hacía mucho que ya habían gastado la mitad de los suministros. Si no podían seguir avanzando, morirían en el viaje de regreso. O morirían allí, abandonados en un desierto de agua.
—Hablaré con el barco —dijo Julia.
Como había hecho incluso cuando todavía era humana, Julia quería decir lo que decía y decía lo que quería decir. Bajó a la bodega, al corazón del barco, donde se encontraba la parte mecánica, se arrodilló y empezó a susurrar, deteniéndose de vez en cuando para escuchar. No fue una conversación larga. Al cabo de cuatro o cinco minutos, dio unas palmaditas en la gruesa base del mástil del Muntjac y se incorporó.
—Ya está arreglado.
De inmediato no resultó obvio lo que estaba arreglado o cómo lo había arreglado, pero se hizo evidente. Flotaban con el casco libre y empezaron a deslizarse hacia delante de nuevo como si nada hubiese sucedido. Quentin no se dio cuenta hasta que miró hacia atrás a la estela que dejaban. Detrás de ellos había tablones y vigas enormes y viejos y diversos materiales de carpintería que subían y bajaban y daban vueltas en el agua. El Muntjac se estaba empequeñeciendo, se estaba reconstruyendo de la quilla hacia arriba y estaba desechando la madera que le sobraba mientras navegaba. Se sacrificaba por ellos.
A Quentin le escocían los ojos. No sabía qué tipo de ser era el Muntjac, si tenía sentimientos o si era simplemente algún tipo de mecanismo, una inteligencia artificial construida con cuerdas y madera, pero le invadió un sentimiento de gratitud y de tristeza. Ya le habían pedido mucho.
—Gracias, muchacho —dijo por si acaso le oyese. Dio unas palmaditas en el pasamanos desgastado—. Nos has salvado una vez más.
Cuanto menos profundo era el océano, más tenía que cambiar el Muntjac. Quentin pidió a la tripulación que subieran al perezoso hembra, que dejó que la colgaran de la verga mientras parpadeaba y bostezaba al aire libre. Vaciaron los camarotes y la bodega y amontonaron todo en la cubierta alrededor de ellos.
Se oían golpes y quejidos que venían de abajo, de las entrañas del barco. Quentin observó cómo primero la popa alta y orgullosa del Muntjac caía al agua, a continuación el bauprés y todo el castillo de proa. Sobre las cuatro de la tarde el palo de mesana se derrumbó con una gran salpicadura y se perdió por la popa. Esa noche cayó el trinquete. Por la noche durmieron en la cubierta, temblando bajo las mantas por el frío.
Por la mañana, cuando se despertaron, el mar tenía tan poca profundidad que se podía caminar por el mismo y el Muntjac se había convertido en una balsa con un solo mástil. El casco había desaparecido totalmente; sólo quedaba la cubierta. El mar reflejaba la luz naciente del cielo despejado y parecía una pradera infinita de un rosa ahumado. Cuando el sol apareció por el horizonte era inmenso: se asemejaba a una corona enroscada alrededor de su cara brillante e insoportable.
A mediodía volvieron a encallar, el extremo delantero de la balsa se clavó con un crujido en el fondo arenoso. No había nada que hacer, el Muntjac no podía más. No tenía nada más que dar.
No obstante, ahora ya veían que su viaje sí tenía un destino. Una línea baja y oscura, que recorría la anchura entera del horizonte, se había materializado en la lejanía. Era imposible saber a qué distancia se encontraba.
—Parece que vamos a tener que andar —opinó Quentin.
Uno a uno, Quentin, Eliot, Josh, Julia y Poppy, se dirigieron, balanceándose, hacia el borde de la embarcación y se tiraron al agua. Estaba fría pero no cubría, no llegaba ni a la rodilla.
Ya se habían puesto en camino cuando oyeron el ruido de algo que caía al agua detrás de ellos. Bingle había saltado por encima de la barandilla; él también les acompañaba. Era evidente que no consideraba que su responsabilidad como guardaespaldas estuviese completamente acabada. Bingle llevaba a cuestas a Abigail, con los largos brazos del animal alrededor de su cuello como si fuese un chal de piel y las garras entrecruzadas delante de él.
La soledad de la escena era indescriptible. Al cabo de una hora el barco, tras ellos, resultaba prácticamente invisible y el único sonido que se oía era el chapoteo regular de sus pisadas. En ocasiones, se acercaba algún pez sin boca y chocaba, sin hacer daño, contra los tobillos. Era más fácil caminar en el agua poco profunda de lo que habría sido hacerlo en agua de mar normal; ofrecía menos resistencia. Julia caminaba por la superficie como correspondía a una semidiosa. Nadie hablaba, ni siquiera Abigail, que casi siempre sabía qué decir. El mar, hasta el horizonte, era liso como el cristal.
El sol calentaba sobre sus cabezas. Al cabo de un rato, Quentin dejó de mirar hacia el horizonte para limitarse a mirar hacia abajo, a sus botas negras que daban un paso tras otro. Cada paso los acercaba más al final de la historia. Iban a acabar ya con esto. Todavía era posible que algo saliese mal, pero no tenía ni idea de qué podía ser. Podía calcular lo que avanzaban porque el agua era cada vez menos profunda, al principio les llegaba hasta la pantorrilla, después hasta al tobillo y por último no era más que una delgada película que salpicaba bajo los pies. El sol estaba bajo en el cielo a sus espaldas. A lo lejos, a la derecha de donde se encontraban, había aparecido un único lucero vespertino cuya imagen brillaba trémula en el agua.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Julia—. Noto que la magia se va.
Para entonces, el muro que tenían delante se veía claramente. Debía de tener unos tres metros de altura y estaba construido con viejos ladrillos finos, parecían los mismos ladrillos que habían utilizado para construir el muro en el infierno. Probablemente utilizaron al mismo contratista. Se erigía al fondo de una playa de arena gris que se extendía hasta el punto de fuga en las dos direcciones. Tenía una inmensa y vieja puerta de madera, desteñida y desgastada por el paso de los años y por las inclemencias del tiempo. Al acercarse vieron que tenía siete cerraduras de diferentes tamaños.
A cada lado de la puerta había dos sencillas sillas de madera, el tipo de sillas viejas que se dejan en el porche porque están muy gastadas para el comedor, pero que todavía son demasiado buenas y resistentes como para tirarlas. No eran iguales; una de ellas tenía el asiento de mimbre. Un hombre y una mujer estaban sentados en ellas. El hombre era alto y delgado, de unos cincuenta años, con una cara alargada y severa. Vestía un chaqué negro. Se parecía un poco a Lincoln camino del teatro.
La mujer era más joven, tendría unos diez años menos, y era pálida y encantadora. En cuanto pisaron tierra firme, ella les saludó con la mano. Era Elaine, la agente de aduanas de la Isla Exterior. Estaba mucho más seria que la última vez que Quentin la había visto. Tenía algo en el regazo: la Liebre Vidente. La estaba acariciando.
Se levantó y la liebre saltó al suelo y se dirigió veloz a la playa. Quentin la observó marchar. Le recordó a la pequeña Eleanor y a sus conejitos alados. Se preguntó dónde estaría y quién la estaría cuidando. Lo preguntaría antes de que todo esto acabase.
—Buenas tardes —saludó Elaine—. Su Majestad. Su Alteza Real. Buenas tardes a todos. Soy la agente de aduanas. Me ocupo de las fronteras de Fillory. De las fronteras de todo tipo —añadió intencionadamente dirigiéndose a Quentin—. Creo que han conocido a mi padre. Espero que no les haya molestado demasiado.
¿Su padre? Ah. Más cuentos de hadas. Imaginaba que eso encajaba a la perfección.
—Caramba, es casi la hora —dijo el hombre—. Los dioses están terminando su trabajo. La magia casi ha desaparecido y sin ella Fillory se doblará como una caja con nosotros dentro. ¿Tiene las llaves?
Quentin miró a Eliot.
—Hazlo tú —dijo el Alto Rey—. Al principio fue tu aventura.
Eliot sacó la anilla con las siete llaves, Quentin la cogió y se dirigió a la gran puerta de madera. Mantuvo la espalda erguida y metió la barriga. Este es el momento, pensó. Este es el triunfo.
La gente contaría siempre esa historia. Aunque quizás omita lo melancólica que resultaba la playa al atardecer, como todas las playas al caer la tarde, cuando la diversión ya ha acabado. Hora de sacudirse la arena de los pies, amontonarse en la furgoneta y volver a casa.
—De la menor a la mayor —indicó el hombre del chaqué, amable aunque severo—. Adelante. Déjelas en la cerradura a medida que las coloque.
Quentin sacó las llaves de la anilla en orden. La primera cerradura, diminuta, se abrió con facilidad, notó cómo el mecanismo, con un engranaje bien engrasado, se enlazaba y se trababa y giraba en el interior de la puerta. Pero cada llave sucesiva ofrecía más resistencia. La cuarta estaba tan arriba que tuvo que ponerse de puntillas para girarla. La sexta apenas podía moverla y cuando al fin logró girarla, con los dedos curvados hacia atrás y los nudillos blancos por el esfuerzo, hubo un destello de luz en el interior de la cerradura y las chispas que despidió le quemaron la muñeca.
La última era imposible de girar y al final Quentin tuvo que pedirle la espada a Bingle para colocarla en el anillo de metal al final de la llave y utilizarla como palanca. Aun así, el hombre vestido con el traje de etiqueta tuvo que levantarse de la silla y ayudarle.
Cuando al fin cedió y empezó a girar, fue como si hubiese introducido una llave en un agujero del centro del universo. Juntos, el hombre y él, se pusieron manos a la obra, la cara de Quentin aplastada en el hombro del otro. El traje olía ligeramente a naftalina. Cuando la llave giró, las estrellas del cielo giraron también. El cosmos entero rotaba alrededor de ellos o tal vez era Fillory lo que giraba o quizá daba igual. El cielo nocturno giró sobre ellos hasta que fue reemplazado por el cielo diurno. Ellos seguían girando y el cielo diurno se hundió en el horizonte y las estrellas se apresuraron a salir de nuevo.
Círculo completo. Habían regresado donde habían empezado. Se oyó un fuerte clic cuyo eco parecía que no cesaría nunca, el sonido rebotaba en los muros exteriores del mundo, una bóveda que se abría en una catedral. La puerta osciló lentamente hacia el interior. Al otro lado del umbral había un espacio vacío, cielo negro y estrellas. Quentin retrocedió de manera instintiva. Todos los que estaban en la playa, incluidos Bingle y el perezoso hembra, respiraron, aunque en realidad ni siquiera se habían dado cuenta de que habían estado conteniendo la respiración.
—Bien —dijo Elaine temblorosa. Se había ruborizado e incluso rio un poco—. Debo reconocer que no estaba segura de que fuese a funcionar.
—¿Ha funcionado? —preguntó Quentin. Miró a su alrededor buscando alguna señal que indicase que las cosas habían cambiado—. No veo ninguna diferencia.
—Ha funcionado.
—Ha funcionado —repitió Julia.
Alguien agarró a Quentin por detrás con un inmenso abrazo de oso. Era Josh. Cayeron los dos en la arena fría, Josh encima de Quentin.
—¡Tío! —gritó Josh—. ¡Qué pasada! ¡Acabamos de salvar la magia!
—Supongo que sí. —Quentin empezó a reírse y después no podía parar. Había pasado todo. Al final, la magia no les abandonaría. Ahora tenían su propia magia y estaba a salvo. No solamente en Fillory, sino en todas partes. Nadie podría arrebatársela. Probablemente los Salvadores de Toda la Magia se merecieran un poco más de formalidad, pero qué más daba. Poppy gritó y también se tiró encima de ellos.
—Qué cabrones —dijo Eliot, aunque esbozaba su sonrisa loca e irregular—. Tendríamos que haber traído champán.
Quentin estaba tumbado en la arena y miraba el cielo al anochecer. Podría haberse dormido en ese instante en la arena y no despertarse hasta llegar a Whitespire. Cerró los ojos. Oyó la voz de Elaine.
—Si quieres —dijo—, puedes cruzarla.
Quentin abrió los ojos de nuevo. Se incorporó.
—Espera —dijo—. ¿En serio? ¿Puedo cruzar la puerta? ¿Qué hay después?
—El Extremo Lejano del Mundo —se limitó a decir la agente de aduanas.
—El Extremo Lejano —repitió Eliot—. No sabemos qué significa eso.
—Debería explicároslo —contestó. Se acomodó en la silla—. Fillory no es una esfera, como el mundo en el que nacisteis, Fillory es plano.
—¿Así que no es una botella de Klein? —preguntó Poppy—. Entonces, ¿cómo funciona la gravedad?
—Como tal —Elaine prosiguió, sin hacerles caso—, Fillory tiene otro lado. Un reverso, si quieres.
—¿Qué hay en él? —inquirió Quentin—. ¿Qué hay ahí?
—Nada. Y todo.
Cuando acabase todo esto Quentin estaría listo para tomar unas largas vacaciones de dioses, demonios y todas sus crípticas manifestaciones.
—Hay otro mundo allí, esperando a nacer. Un mundo para el que Fillory, en cierto sentido, no es más que un borrador. Se podría hacer una analogía: el Extremo Lejano es a Fillory lo que Fillory es a vuestra Tierra. Un lugar más verde. Un lugar más auténtico, más mágico.
Eso era una nueva artimaña. Quentin, Poppy y Josh se levantaron de la arena sintiéndose un poco tontos. Se sacudieron la arena y prestaron atención.
—Cada uno de vosotros tiene una alternativa: marcharse o quedarse. No puedo garantizar que el que cruce la puerta pueda regresar aquí. Pero si no vais ahora, nunca más tendréis otra oportunidad.
—¿Pero qué hay allí en verdad? —preguntó Quentin—. ¿Cómo es?
Elaine le miró con serenidad y de forma directa.
—Lo que tú quieres, Quentin. Todo lo que estás buscando. La aventura de todas las aventuras.
Eso era. El verdadero final de la historia, el final feliz. Sólo era capaz de pensar en Alice. Ella le estaría esperando allí. Elaine contempló al grupo formar un semicírculo disperso delante de la puerta. Sus ojos se encontraron primero con los de Eliot. Él negó con la cabeza lentamente.
—Soy el Alto Rey —habló con voz seria, con la mayor seriedad que Quentin jamás le había oído—. No puedo ir. No voy a abandonar Fillory.
Elaine se volvió hacia Bingle, que seguía teniendo a la perezosa hembra sobre la espalda, que miraba por encima de su hombro como un cachorro de koala. Bingle cerró los ojos cubiertos por la capucha.
—Regresar nunca formó parte de mis planes —dijo. Dio un paso hacia delante. Así que al final tenía razón. Quentin supuso que ahora Bingle ya se había ganado un pase gratis para el teatro.
—Yo también voy —dijo el perezoso hembra por encima de su hombro, por si acaso alguien se había olvidado de ella.
Elaine se apartó e indicó que ya podían avanzar. Sin vacilar Bingle se dirigió hacia la puerta y la abrió por completo.
Su silueta se recortaba en el inmenso vacío centelleante. En el cielo nocturno que quedaba a sus espaldas, un cometa pasó como un cohete, chisporroteando y crepitando alegremente como unos fuegos artificiales baratos. Eso era lo que se consideraba espacio exterior en Fillory, supuso Quentin. Al fondo de la entrada apenas veía el extremo de una de las puntas de la luna de plata. Ascendía para iluminar como de costumbre el cielo nocturno de Fillory.
Daba la sensación de que si te acercabas demasiado a la entrada, te succionaría, como si pasases por una esclusa de aire. Pero Bingle se limitó a quedarse ahí, mirando a su alrededor.
—Está abajo —indicó Elaine—. Tienes que descender.
Debía de haber una escalera. Bingle se volvió para mirarles, se arrodilló con movimientos lentos para que el perezoso hembra no se cayese y con el pie tocó el terreno alrededor hasta que por lo visto encontró un peldaño. Se despidió con la cabeza de Quentin y empezó a descender peldaño a peldaño. Su largo rostro aceitunado desapareció por debajo del borde.
—Una vez que llegas a la mitad la gravedad da la vuelta —le gritó Elaine—. Y empiezas a ascender. No es tan complicado como parece —añadió para el resto.
Se volvió hacia Quentin.
En dos ocasiones anteriores Quentin había tomado esa misma decisión. Se había encontrado en el umbral de un nuevo mundo y lo había cruzado. Cuando llegó a Brakebills había tirado toda su vida por la borda, todo su mundo y a todos los que conocía a cambio de una nueva vida mágica y rutilante. Fue fácil, no tenía nada que mereciese la pena conservar. Lo había vuelto a hacer cuando llegó a Fillory y la segunda vez no fue mucho más difícil. Sin embargo ahora, la tercera vez, resultaba muy difícil. Tenía cosas que perder.
Pero también era más fuerte. Se conocía mejor. Al final el viaje no había terminado. No regresaría. Miró a Eliot.
—Ve —dijo Eliot—. Uno de nosotros debe ir.
Por Dios, ¿tan fácil era leerle el pensamiento?
—Ve —repitió Poppy—. Eres tú quien debe ir, Quentin.
Quentin la rodeó con los brazos.
—Gracias, Poppy —susurró. Después lo repitió para todos—. Gracias.
Se le entrecortó la voz al decirlo. No le importó.
De pie en la entrada, respiró hondo como si estuviese a punto de descender a una piscina. Lo contempló todo: estaba entre bastidores en el cosmos. Abajo, a lo lejos, veía a Bingle y al perezoso hembra, diminutos, descendiendo todavía por lo que parecía una columna infinita de peldaños. La totalidad de la luna colgaba ahí mismo, delante de él, luminosa y gloriosa en el abismo, brillando con su propia luz. Parecía que podía saltar hasta ella. Era lisa y blanca, sin cráteres. Nunca había imaginado que los extremos de las puntas fuesen tan afilados.
Se arrodilló para empezar a descender.
—Qué raro. —La agente de aduanas frunció el entrecejo—. Espera un momento. ¿Dónde está tu pasaporte?
Quentin se quedó quieto, sobre una rodilla.
—¿Mi pasaporte? —dijo. Otra vez igual—. No lo tengo. Se lo di al niño en el infierno.
—¿En el infierno? ¿En el Hades?
—Bueno, sí. Tuve que ir a buscar la última llave.
—Ah. —Frunció los labios—. Lo siento, pero no puedes pasar sin el pasaporte.
No podía hablar en serio.
—Bueno, un momento —añadió Quentin—. Tengo un pasaporte. Eleanor me lo hizo. Pero no lo llevo conmigo, está en el Hades.
Elaine esbozó una sonrisa cansada, no totalmente falta de compasión, pero que tampoco rebosaba de entusiasmo por la situación.
—Lo siento. No puedo dejarte pasar.
Aquello era increíble. Miró a los otros, que le contemplaban con expresión inescrutable, como cuando los pasajeros de un coche miran al conductor después de que la policía le haya detenido por exceso de velocidad. Intentó que la expresión de su rostro comunicase algo, algo del tipo «vaya putadón», pero no era fácil. Le estaban pidiendo que se comportase, pero esto era diferente. Estaba en juego su destino y ella no se lo arrebataría por un detalle técnico.
—Tiene que haber algún resquicio legal. —Todavía estaba de rodillas en el umbral y levantaba la vista para mirarla, con un pie fuera de la puerta. Ahora sentía que el Extremo Lejano tiraba de él, luminoso y alegre, con su propia gravedad. Allí era donde la historia le llevaba—. Tiene que haber algo. No tuve elección, tuve que ir al Hades. Y hablando en plata, si no hubiese ido, nunca hubiésemos podido abrir la puerta. No estaríamos aquí. El mundo hubiese terminado…
—Por eso te será más difícil.
—… así que —Quentin seguía hablando, más fuerte—, si no hubiese ido al Hades no habría ninguna posibilidad de ir al Extremo Lejano del Mundo. —Sabía que si se levantaba todo terminaría—. No quedaría ningún Extremo Lejano. Todo esto habría desaparecido.
La expresión de ella permaneció inmutable. Esa mujer era psicótica. No cedería, daba igual lo que él dijese.
—De acuerdo —prosiguió Quentin. Esperó cuanto pudo y entonces se levantó. Alzó las manos—. De acuerdo.
Si había aprendido una cosa en esa maldita búsqueda era saber encajar un golpe. Bajó las manos. Todavía era rey, por el amor de Dios. Ese sería su destino. No tenía de qué quejarse. Ya había disfrutado de unas cuantas aventuras. Eso lo sabía. Fue al otro extremo y se colocó al lado de Poppy, la mujer que acababa de intentar abandonar. Ella le rodeó por la cintura y le besó en la mejilla.
—Todo irá bien —aseguró. Quentin notaba sus manos frías sobre las suyas. Elaine cerraba la puerta.
—Espera —dijo Julia—. Quiero pasar.
La agente se detuvo, pero no parecía que pensase que había cometido un error.
—Voy a pasar —repitió Julia—. Mi árbol me está esperando allí. Siento que está allí.
Elaine deliberó con su compañero en voz baja, pero cuando acabaron, ambos negaron con la cabeza.
—Julia, tienes que aceptar parte de la culpa de la catástrofe que estuvo a punto de ocurrir. Tú y tus amigos invocasteis a los dioses e hicisteis que se fijaran en nosotros y regresaran. Habéis traicionado este mundo, aunque haya sido de forma inconsciente, para aumentar vuestro poder. Tiene que haber consecuencias.
Durante un largo instante Julia se quedó totalmente quieta, mirando no a la agente de aduanas, sino a la puerta medio abierta. La piel le empezó a brillar y el pelo a crujir. Las señales no eran difíciles de interpretar. Si era necesario, estaba dispuesta a luchar para pasar.
—Espera —dijo Quentin—. Espera un momento. Creo que hay algo que no has entendido. —Ya casi había anochecido y el cielo era una explosión de estrellas—. ¿Vosotros dos tenéis idea de lo que ha pasado esta mujer? ¿De lo que ha perdido? ¿Y estáis hablando de consecuencias? Ella ya ha sufrido muchas consecuencias. Y, ah, por cierto, no es que importe mucho, por lo que parece, pero también ha salvado el mundo. Cabría pensar que se merece alguna recompensa.
—Ella tomó sus propias decisiones —repuso el hombre que estaba sentado al lado de la puerta—. Todo está equilibrado.
—¿Sabes una cosa? He notado que tenéis cierta facilidad para asignar ese tipo de responsabilidad. Bueno, pues Julia no hubiese hecho lo que hizo si yo la hubiese ayudado a aprender magia.
—Quentin —interrumpió Julia—. Déjalo. —Seguía encendida, lista para dar el paso.
—Si queréis jugar a ese juego, pues juguemos. Julia hizo lo que hizo por mí. Así que si queréis culpar a alguien, culpadme a mí. Echadme la culpa a mí, me la merezco, y dejadla cruzar al Extremo Lejano. Ese es su lugar.
El silencio de la playa volvió a reinar en el extremo del mundo. Ahora veían gracias a la luz de las estrellas y a la luz de la luna inminente, que se filtraba por la puerta medio abierta, y a la luz de Julia: resplandecía suavemente, con una cálida luz blanca que dibujaba sus sombras a sus espaldas, en la arena y brillaba en el agua.
Elaine y el hombre bien vestido deliberaron de nuevo durante un minuto eterno. Al menos no decían nada de pasaportes. Probablemente Julia no había necesitado el suyo para entrar en el Hades. Se había colado sin que nadie se diese cuenta.
—De acuerdo —dijo el hombre cuando hubieron terminado—. Nos parece bien. La culpa de Julia recaerá sobre ti y ella podrá pasar.
—De acuerdo —repuso Quentin. A veces ganas cuando menos te lo esperas. Se sentía extrañamente ligero. Lleno de optimismo—. Perfecto. Gracias.
Julia volvió la cabeza y le dedicó una preciosa sonrisa sobrenatural. Quentin se sentía libre. Había pensado que cargaría con su parte de infelicidad el resto de su vida. Ahora, de repente, cuando menos lo esperaba, se la había quitado y sintió que flotaría en el aire. Había subsanado la falta.
Julia le tomó las manos entre las suyas y le besó en la boca, un beso largo, lleno al fin de algo parecido al amor verdadero. Semidiosa o no, en ese instante le pareció que Julia volvía a ser la que no había sido en años, desde aquel último día juntos en Brooklyn, cuando sus vidas cambiaron radicalmente. A pesar de lo mucho que había perdido, aquella era Julia, toda ella. Y Quentin también se sentía bastante completo.
Se acercó a la puerta pero no se arrodilló. Se enderezó y se colocó bien, como una saltadora de trampolín olímpica y, obviando la escalera, se lanzó desde el borde, de cabeza, y desapareció.
Cuando se marchó la playa quedó un poco más oscura.
Al fin había terminado todo. Estaba preparado para que bajase el telón. No le apetecía el trecho de vuelta al Muntjac, que tardarían toda la noche en recorrer, y a saber cómo regresarían a casa desde allí. Seguro que tenía que haber un truco, un conjuro que les permitiese saltarse toda esa parte. Tal vez viniera Ember.
—¿Dónde está el maldito Caballo Simpático cuando lo necesitas? Josh debía de haber estado pensando lo mismo.
—Y ¿cómo debería pagar Quentin? —preguntó la agente de aduanas. Hablaba con el hombre del traje negro.
De repente, Quentin se sintió menos cansado.
—¿Qué quieres decir? —inquirió. Volvían a susurrar.
—Espera —dijo Eliot—. Así no funciona la cosa.
—Sí —afirmó el hombre—, así es como funciona. La deuda de Julia ahora recae en Quentin y él debe pagarla. ¿Qué es lo que más aprecia Quentin?
—Bueno —repuso Quentin—, ya no voy al Extremo Lejano.
Genial. Tenía que haber sido abogado. Un pensamiento le dejó helado: se quedarían con Poppy. O le harían algo. Temía incluso mirarla por si les daba ideas.
—Su corona —anunció Elaine—. Lo siento, Quentin. A partir de este instante ya no eres el rey de Fillory.
—Te has excedido en tu autoridad —repuso Eliot acaloradamente.
Quentin se había preparado para lo peor, pero cuando llegó no sintió nada en absoluto. Eso era lo que querían y lo tendrían. Ya lo tenían. No se sentía diferente. Al fin y al cabo la realeza era algo abstracto. Suponía que lo que más añoraría sería su dormitorio grande y tranquilo en el castillo de Whitespire. Miró a los demás, pero ninguno de ellos le miraba de forma diferente. Respiró hondo.
—Bien —dijo tontamente—. Así como viene se va.
Ese era el final de Quentin como Rey Mago, así de simple. Ahora era alguien distinto. La verdad es que era una tontería estar triste por ello. Por Dios, acababan de salvar la magia, de salvar sus vidas. Julia había encontrado la paz. Habían terminado la búsqueda. Él no había perdido, había ganado.
Elaine y el hombre del chaqué habían regresado a sus puestos en las sillas, como un par de cariátides sentadas. Buen trabajo. Cielos, le costaba creer que hubiese flirteado con ella cuando estaban en la Isla Exterior. Al final no era tan diferente a su padre.
De todas formas, él tenía muchas esperanzas puestas en su hija.
—Dale recuerdos a Eleanor —dijo Quentin.
—Oh, Eleanor —repuso Elaine en el tono despectivo que reservaba para su hija—. Todavía habla de la vez que la llevaste a hombros, lo lejos que podía ver. La impresionaste mucho.
—Es muy dulce.
—Todavía no sabe decir la hora. ¿Sabes que ahora está completamente obsesionada con la Tierra? Me ha pedido que la envíe al colegio allí y la verdad es que estoy muy tentada de hacerlo. Cuento los días que faltan para ello.
Bien por Eleanor, pensó Quentin. Saldría de la Isla Exterior. Todo le iría bien.
—Qué bien —dijo—. Cuando tenga edad de ir a la universidad, escríbeme. Quizá pueda recomendarle alguna.
Era hora de irse.
El mar ya no estaba vacío. Algo venía hacia ellos por el mismo: era Ember, tarde como siempre, trotando con elegancia por la superficie del agua. No era su estilo perderse un buen destronamiento.
—Entonces —dijo Quentin—. ¿De regreso al Muntjac? ¿O qué? —Tal vez la oveja mágica serviría para llevarles a casa. Esperaba que así fuese. Ember se colocó junto a Eliot.
—No es para ti, Quentin —dijo.
Y entonces Eliot hizo algo que Quentin nunca le había visto hacer, ni siquiera después de todo lo que habían pasado juntos. Sollozó. Se alejó y dio unos cuantos pasos hacia la playa de espaldas a ellos, con los brazos cruzados y la cabeza baja.
—Hoy es un día negro para Fillory —afirmó Ember—, pero siempre te recordaremos aquí. Y todo lo bueno llega a su fin.
—Espera un momento.
Quentin reconoció el pequeño discurso. Era la despedida de turno que Ember pronunciaba en sus libros siempre que hacía lo que mejor se le daba, es decir, echar al final a los visitantes de Fillory.
—No te entiendo. Mira, basta ya.
—Sí, Quentin, basta ya. Exactamente eso.
—Lo siento, Quentin. —Eliot no era capaz de mirarle. Respiró con fuerza—. No puedo hacer nada. Siempre ha sido la norma.
Por suerte Eliot tenía un precioso pañuelo bordado para secarse las lágrimas. Seguramente no lo había utilizado nunca.
—¡Por el amor de Dios! —Ya puestos, lo mejor para Quentin era enfadarse, al fin y al cabo ya no tenía elección—. ¡No me puedes enviar de vuelta a la Tierra, ahora vivo aquí! No soy un colegial que tiene que volver a la hora que le dicen, en quinto de primaria, joder, que soy un adulto. ¡Esta es mi casa! Ya no pertenezco a la Tierra. ¡Soy filoriano!
La cara de Ember resultaba inescrutable bajo los cuernos enormes y duros. Se curvaban hacia atrás a partir de su lanosa frente, acanalados como conchas antiguas.
—No.
—¡Así no puede terminar! —exclamó Quentin—. ¡Soy el héroe de esta maldita historia, Ember! ¿Ya no te acuerdas? ¡Y el héroe se lleva una recompensa!
—No, Quentin —contestó el carnero—. El héroe paga el precio.
Eliot posó la mano en el hombro de Quentin.
—Ya sabes lo que dicen —añadió Eliot—. Una vez rey de Fillory, siempre…
—Ahórratelo. —Quentin le apartó la mano—. Ahórratelo. Eso es una gilipollez y lo sabes.
Suspiró.
—Supongo que sí.
Eliot había logrado dominar sus emociones. Le ofrecía algo pequeño y perlado que sostenía en un pañuelo.
—Es un botón mágico. Lo ha traído Ember. Te llevará a Ningunolandia. Desde allí podrás viajar de regreso a la Tierra o donde quieras, pero no te traerá de vuelta aquí.
—¡Yo tengo muchos contactos, Quentin! —dijo Josh intentando sonar animado—. En serio, ahora prácticamente soy dueño de Ningunolandia. ¿Quieres teletubbies? ¡Te dibujaré un mapa!
—Ah, déjalo. —Estaba enfadado—. Venga. Regresemos a nuestro planeta de los cojones.
Todo había terminado. Siempre había odiado esa parte, incluso cuando no eran más que fábulas, cuando él no tenía nada que ver. Pronto empezaría a pensar en el futuro. No tenía por qué ser malo. Josh y él vivirían en Venecia. Y Poppy. No sería malo en absoluto. Pero se sentía como si le hubiesen amputado una extremidad y estuviese mirando el muñón esperando morir desangrado.
—Nosotros no iremos, Quentin —dijo Poppy. Estaba de pie al lado de Eliot.
—Nos quedamos —añadió Josh. Incluso en el frío y la oscuridad, Quentin le veía ruborizarse con furia—. No regresaremos.
—¡Oh, Quentin! —Nunca había visto a Poppy tan disgustada, ni siquiera cuando estuvieron a punto de morir congelados—. ¡No podemos ir! Fillory nos necesita. Sin ti y sin Julia hay dos tronos vacíos. Un rey, una reina. Tenemos que ocuparlos nosotros.
Claro. Un rey y una reina. Rey Josh. Reina Poppy. Larga vida. Regresaba solo.
Eso sí que le hizo detenerse. Sabía que las aventuras supuestamente tenían que ser duras. Había comprendido que tenía mucho camino por delante y que tendría que solventar problemas difíciles y luchar contra enemigos y ser valiente y tal. Pero aquello escapaba a su comprensión. No podía matarlo con una espada o arreglarlo con un hechizo. No podía luchar contra ello. Simplemente tenía que aguantar y no resulta fácil ser bueno o noble o heroico mientras se aguanta. No era más que el tipo del que todo el mundo se compadece, eso es todo. No era material para una buena historia, de hecho ahora veía que las historias se equivocaban por completo en cuanto a lo que conseguías y a lo que ofrecías. No es que no estuviese dispuesto. Simplemente es que no lo había entendido. No estaba preparado para eso.
—Me siento como un gilipollas, Quentin —dijo Josh.
—No, escucha, tienes toda la razón. —Quentin sentía los labios entumecidos. Siguió hablando—. Tendría que haberlo pensado. Ya lo verás, te encantará.
—Puedes quedarte con el palazzo.
—Fantástico, gracias, muy bien.
—¡Lo siento, Quentin! —Poppy le echó los brazos al cuello—. ¡He tenido que decir que sí!
—¡Está bien! ¡Santo Dios!
No quería que un hombre adulto como él dijera venga, no es justo. Pero no le parecía muy justo.
—Ha llegado la hora —anunció Ember, de pie, con sus estúpidas pezuñas de pequeña bailarina.
—Tenemos que hacerlo ya —dijo Eliot. Tenía el rostro pálido. Para él también era un momento difícil.
—Bien. De acuerdo. Dame el botón.
Josh le abrazó con fuerza, después Poppy. Ella también le besó, pero Quentin apenas lo sintió. Sabía que después se arrepentiría, pero las emociones le embargaban. Tenía que hacerlo ya o estallaría.
—Te añoraré —añadió—. Sé una buena reina.
—Tengo algo para ti —dijo Eliot—. Lo estaba guardando para cuando hubiese acabado todo, pero… bueno, supongo que todo ha acabado.
Sacó del interior de su chaqueta un reloj de bolsillo de plata. Quentin lo reconoció de inmediato, era el pequeño árbolreloj que había crecido en el claro mágico de Queenswood, el lugar donde todo había empezado. Eliot debió de recogerlo cuando regresó allí. El tictac del reloj sonaba alegre, como si estuviese contento de volverle a ver.
Se lo introdujo en el bolsillo. No estaba de humor para alegrías. Qué pena que no fuera un reloj de oro, el típico regalo de jubilación.
—Gracias. Es precioso. —Lo era.
La inmensa media luna de Fillory ya estaba alta en el cielo e iluminaba el muro en el borde del mundo con su habitual salto nocturno. No retumbaba como el sol, pero al estar tan cerca sonaba levemente como un diapasón. Quentin la miró, concentrado, durante un largo rato. Probablemente no la volvería a ver.
Entonces Eliot le abrazó, un abrazo largo, y cuando acabó le besó en la boca. Ese beso sí que lo notó.
—Lo siento —se disculpó Eliot—, pero es que has besado a todos los demás.
Sacó el botón. A Quentin le tembló la mano. Mientras lo cogía, casi antes de tocarlo, ya ascendía flotando rodeado de agua fría.
Siempre hacía frío cuando ibas a Ningunolandia, pero no recordaba que fuese tan intenso. El agua le quemaba la piel, era un frío antártico, como cuando hace años tuvo que correr desde Brakebills hasta el Polo Sur. La herida del costado le dolía. Unas lágrimas calientes le caían de debajo de los párpados y se mezclaban con el agua glacial. Durante un largo segundo se quedó flotando, ingrávido. Tenía la sensación de que no se movía, pero debía de haberse elevado por el agua porque sin previo aviso algo le golpeó en la parte superior de la cabeza, con tanta fuerza que vio las estrellas.
Para colmo, la fuente estaba helada. Quentin tanteó frenéticamente el hielo que tenía sobre él y a punto estuvo de perder el botón.
¿Nadie había pensado en eso? ¿Era posible ahogarse en agua mágica? Entonces encontró un borde con los dedos. Habían abierto un agujero en el hielo y él no lo había visto.
El agujero también estaba congelado, pero no del todo. Rompió el hielo fácilmente con el puño. Resultaba agradable golpear algo y sentir que se rompía. Quería romperlo de nuevo. Se escurrió hacia arriba y salió, tuvo que apoyarse incómodamente en el hielo resbaladizo con la parte superior del cuerpo, como una foca, y después agarrarse al borde de piedra del pilón y tirar para sacar el resto del cuerpo del agujero. Se quedó tumbado unos segundos jadeando y tiritando.
Durante unos instantes había olvidado todo lo que acababa de suceder. No había nada como encontrarse cara a cara con la muerte para olvidarse de los problemas. El agua mágica ya se estaba evaporando. El pelo se le secó incluso antes de sacar los pies del agua.
Estaba solo. La plaza de piedra estaba en silencio. Se sentía mareado, y no sólo porque se había golpeado la cabeza. Ahora todo le venía de golpe a la mente. Había pensado que sabía qué le depararía el futuro, pero se había equivocado. A partir de ahora su vida sería diferente. Tenía que volver a empezar, pero no creía que tuviese la fuerza para hacerlo. Ni siquiera sabía si se podría poner de pie.
Se sentía como un viejo. Se impulsó hacia abajo por el borde de la fuente y se apoyó en ella. Siempre le había gustado Ningunolandia, había algo reconfortante en su calidad de lugar intermedio. Estaba en «ningún lugar», y eso le quitaba el peso de tener que estar en algún lugar concreto. Era un buen sitio para sentirse desgraciado. Aunque pobre de él, era probable que Penny apareciera flotando en cualquier momento.
Ningunolandia había cambiado desde que Poppy y él habían estado allí por última vez. Los edificios seguían desmoronados y todavía había un poco de nieve en las esquinas de la plaza, en la penumbra, pero ya no nevaba. No hacía muchísimo frío. La magia volvía a fluir de nuevo, se palpaba. Las ruinas renacían.
Sin embargo, no volvían a su estado normal. Sopló una brisa cálida. Nunca había sentido una brisa así en Ningunolandia. Aquel lugar siempre había estado dormido y ahora se estaba despertando.
Quentin también se sentía como una ruina. Tenía eso en común con el país. Se sentía como la tundra helada donde nada crece y nada crecerá jamás. Había terminado su búsqueda y le había costado todo y todos por quienes lo había hecho. La ecuación cuadraba a la perfección: todo anulado. Y sin su corona o sin su trono o sin Fillory o incluso sin sus amigos, no tenía ni idea de quién era.
Pero algo había cambiado también en su interior. Todavía no lo comprendía, pero lo percibía. Por alguna razón, aunque lo había perdido todo, ahora se sentía más rey que nunca. No como un rey de juguete. Se sentía real. Saludó a la plaza vacía de la misma forma que solía saludar a los habitantes de Fillory desde el balcón.
Las nubes empezaban a separarse en lo alto. Veía el cielo pálido y el sol que intentaba salir. Ni siquiera sabía que allí había sol. Desde el bolsillo interior de su mejor sobretodo, el de los aljófares y el hilo de plata, se oía el tictac del reloj de plata que Eliot le había regalado, parecía el ronroneo de un gato o el latido de un segundo corazón. Soplaba un aire frío, aunque empezaba a templarse, y el suelo estaba lleno de charcos de agua del deshielo. A pesar de todo, unos brotes verdes obstinados se abrían paso por entre las losas, agrietando la piedra antigua.