25

Antes de hacerlo se tomaron unas vacaciones. Tardarían una semana en pedir algunos de los materiales necesarios: muérdago, más espejos, algunas herramientas de hierro, agua químicamente pura, unos pocos polvos exóticos. El ritual era bastante complicado, más de lo que Julia hubiese pensado, dado el origen. Había esperado algo tosco y pagano, un juego de fuerza bruta, pero la realidad era más compleja y técnica que eso. Tendrían que despejar mucho espacio.

Así que mientras esperaban a que llegase el tipo de FedEx y a que madurasen unos pocos conjuros de desarrollo lento, los magos de Murs, los genios secretos aspirantes a los misterios sagrados de Dios, se dedicaron a jugar a ser turistas. Era el último permiso antes de que su unidad fuese enviada al extranjero: un período de descanso y recuperación. Fueron a la abadía de Sénanque y a pesar de haberla visto en miles de anuncios y de revistas de aerolíneas y en cientos de rompecabezas de quinientas piezas, les pareció de una belleza increíble, el lugar más antiguo y más silencioso que Julia había visto jamás. Fueron a Châteauneuf-du-Pape, que realmente había sido en algún momento el castillo nuevo del Papa tal como indicaba su nombre en francés, aunque ahora lo único que quedaba del mismo era un trozo de muro con unos pocos huecos de ventanas que se erigía en medio de los llanos viñedos como si de un diente viejo y podrido se tratase. Fueron en coche hasta Cassis.

Era octubre, el peor mes de la estación, y Cassis, la peor parte de la Costa Azul, casi no pertenecía a ella, un lugar de alquileres baratos atestado de adolescentes que iban a pasar el día desde Marsella. Sin embargo, el sol calentaba y el agua, aunque estaba más fría de lo que Julia hubiese imaginado en estado líquido, era de un azul celeste puro y espectacular. Allí había un hotelito, no muy lejos de la playa, en un bosque de pinos piñoneros lleno de cigarras invisibles que cantaban sin cesar y en un tono sorprendentemente alto. Cuando se sentaban en el porche a hablar apenas se oían unos a otros.

Bebieron el vino rosado de la zona, un vino que supuestamente perdía su sabor si lo tomabas en cualquier lugar que no fuese Cassis, e hicieron una excursión en barco por las Calanques, esos dedos calcáreos que se adentran en el mar a lo largo de la costa, culpables de que muchos cascos acaben destrozados. Nadie se percató de los magos. Nadie los miró dos veces. Julia se sentía maravillosamente normal. Aunque las playas no eran de arena, sino de guijarros, extendían las toallas sobre ellas y hacían lo que podían para estar cómodos; alternaban largos ratos tomando el sol con baños rápidos, divertidos y aterradores. El agua estaba tan helada que parecía que se les pararía el corazón.

Todos se veían pálidos en bañador. Para seguir la costumbre de la zona, Asmodeus se quitó el sujetador del biquini y Julia pensó que a Failstaff le daría un infarto. Pero no era sólo por los pechos de Asmodeus, pequeños, turgentes y sorprendentemente móviles, sino que era evidente que también estaba enamorado de ella. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta a pesar de haber convivido con ellos seis meses? Eran sus amigos, lo más cercano a una familia que ahora tenía. Todo ese asunto de ser dioses estaba afectando su capacidad para pensar como un ser humano, lo cual, además, nunca había sido su fuerte. Tendría que andarse con cuidado. Algo se estaba perdiendo en el proceso.

Julia contemplaba la espuma de las olas dibujar telarañas y letras hebreas en la superficie del mar para borrarlas a continuación. Sacudió la cabeza y cerró los ojos bajo la luz cálida y blanca del sol mediterráneo. Se sentía feliz y satisfecha, como una foca en una roca, rodeada de su familia. Salía de un sueño y todos sus amigos estaban allí con ella: parecía el final de El mago de Oz. Pero lo aterrador era saber que se sumiría de nuevo en el sueño. No había terminado. No era más que un intervalo breve y lúcido. La anestesia haría efecto de nuevo enseguida, el sueño se la llevaría y no sabía si alguna vez volvería a despertar.

Esa fue la razón por la que esa noche en el hotel, cuando todos estaban dormidos, se encontró andando por los pasillos. Quería algo, quería a Pouncy. Llamó a su puerta. Cuando le abrió, ella le besó. Y después de besarle se acostaron juntos. Quería sentirse una vez más como un ser humano, un ser de emociones tormentosas y complicadas. Incluso aunque se tratase de un ser humano un poco putón.

Se había acostado con otros en el pasado porque pensaba que eso era lo que debía hacer, como en el caso de James, o para conseguir algo que necesitaba: Jared, Warren y muchos otros. Creía que hasta ese momento nunca lo había hecho porque verdaderamente lo deseara. Se sentía bien. No, bien no, de maravilla. Así es como se suponía que había que sentirse.

Parecía más interesada que él. Cuando le vio, la primera vez, pensó, ajá, sí, no vayamos a sacar conclusiones precipitadas, pero por supuesto, esto podría pasar. Siempre le habían gustado los tipos de aspecto cuidado, a saber, James, y Pouncy entraba en los parámetros aceptables. Pero siempre que miraba sus impenetrables ojos grises y se armaba de valor para dejarse llevar y enamorarse de él, parecía que nunca acababa de suceder. Le faltaba algo.

Allí había alguien, sabía que era así. Se daba perfecta cuenta cuando estaban conectados a Internet. Pero cuando estaban juntos en persona, cara a cara, Pouncy se refugiaba en algún lugar muy por debajo de la superficie, debajo del hielo. Su seguridad era demasiado hermética para quebrarla, incluso para una experta de su calibre.

Le contó todo esto después, tumbados en la cama, con el estridente canto de las cigarras en el exterior, afortunadamente amortiguado por las persianas. Durante un largo rato no contestó.

—Lo sé —respondió con cuidado—. Lo siento.

Era la respuesta fácil. Pero al menos lo había intentado.

—No lo sientas. No importa. —Realmente no importaba. Miraron hacia el techo y escucharon a las cigarras un poco más. Julia se sentía agradablemente carnal. Por una vez sentía su cuerpo y su mente, ambos dos—. Pero sólo por curiosidad, ¿por eso lo deseas tanto? —preguntó mientras se sentaba—. ¿El poder? Quiero decir que si un día llegas a ser tan fuerte, entonces ¿te sentirás tal vez lo bastante seguro como para que el resto de tu persona salga a la luz?

—Tal vez. —Hizo una mueca y aparecieron esas interesantes arrugas alrededor de la boca. Julia siguió una con el dedo—. No lo sé.

—¿No lo sabes o no lo quieres decir?

Nada. La pantalla azul de la muerte: había roto su sistema. Bueno, qué se la va a hacer. Los chicos eran tan inestables en ese aspecto, llenos de virus, con un código contradictorio, patéticamente poco optimizados. Se recostó en la almohada fina del hotel.

—¿Cómo valorarías las posibilidades de éxito del proyecto Ganímedes? —preguntó para dar un poco de conversación—. ¿En porcentajes?

—Bueno, me gustan las posibilidades que tenemos —contestó Pouncy, su personalidad, por ser como era, volvía a conectarse ahora que se encontraba de nuevo en terreno más seguro—. Yo diría setenta-treinta a nuestro favor. ¿Y tú?

—Más igualado. Cincuenta-cincuenta. ¿Qué harás si no sale bien?

—Intentarlo de nuevo en algún otro lugar. Todavía pienso que Grecia es la zona cero para este tipo de cosas. Si fuese, ¿vendrías?

—Tal vez. —No iba a tranquilizarlo sin más—. Aunque aquí el vino es mejor. No me va el ouzo.

—Eso es lo que me gusta de ti. —Jugaba con los dedos de ella sobre la áspera manta del hotel, estudiándolos—. Escucha, antes te he mentido —añadió—. Creo que sí sé por qué hago esto, qué es lo que espero encontrar. O parte de lo que espero encontrar. Para mí no tiene nada que ver con el poder, la verdad es que no.

—Vale. Entonces, ¿con qué?

Eso pintaba bien. Julia se incorporó y se apoyó en el codo y la sábana se le resbaló de los hombros. Resultaba extraño estar desnuda delante de Pouncy después de todo el tiempo que habían pasado juntos vestidos. Resultaba extraño estar desnuda delante de cualquier persona. Era como el agua fría fuera de la bahía: aterradora, gélida, pero entonces te zambullías y enseguida te acostumbrabas a ella. Ya se escondían demasiadas cosas en la vida. A veces apetecía enseñarle las tetas a alguien.

—Yo estaba en Free Trader antes que tú. Cuando yo entré tú no estabas.

—¿Y?

—Pues para no andarnos con rodeos, no has visto mis recetas. —Pouncy sonrió, a su pesar, una sonrisa muy diferente de su sonrisa habitual—. En cuanto a la dosis tengo oficialmente el récord de todos los tiempos de Free Trader Beowulf. Al principio, ni siquiera se creían que fuera de verdad.

—¿Y es para… la depresión?

Asintió.

—¿No te has dado cuenta de que nunca bebo café? ¿Ni como chocolate? No puedo con tanto Nardil en el organismo. He realizado media docena de cursos sobre terapia electroconvulsiva. Intenté suicidarme a los doce años. Mis neurotransmisores andan bastante mal. No son viables a largo plazo.

Ahora era Julia quien estaba nerviosa. No era buena con esas cosas y lo sabía. Dubitativa, puso la mano sobre el pecho liso de Pouncy. Era lo único que se le ocurría. Parecía que no funcionaba mal. Dios mío, ¿se había depilado de verdad?

—¿Entonces piensas que Nuestra Señora del Subsuelo te puede curar? ¿Igual que a Asmo, con esa cicatriz, o lo que fuese?

Estaba digiriendo lo que le había explicado. Para él no era un ejercicio intelectual o una cuestión de poder.

—No lo sé —dijo con ligereza, como si no le importase—. La verdad es que no lo sé. Sería un milagro y supongo que los milagros son asunto de N. S.S. Pero si te he de ser sincero no lo había pensado así.

—¿Y cómo entonces?

—Si te ríes te juro por Dios que te mato.

—Ten cuidado, puede que Nuestra Señora te oiga.

—Alegaré locura. Lo puedo demostrar.

Por naturaleza, el rostro de Pouncy no era expresivo. Sus pómulos marcados hubiesen funcionado para modelo, si hubiese sido un poco más alto, pero nunca para actor. Sin embargo, durante unos instantes fue capaz de ver lo que él sentía en el momento que lo estaba sintiendo.

—Quiero que me lleve a casa con ella —explicó—. Quiero que me lleve con ella al cielo.

Julia no se rio. Comprendió que tenía delante a otra persona como ella, una persona destrozada, pero Pouncy estaba todavía más destrozado que ella. Estaba acostumbrada a compadecerse de sí misma y a enfadarse con los demás. Estaba menos acostumbrada a comparecerse de los demás, pero ahora lo sentía. Nunca podría enamorarse de Pouncy, pero sentía que lo amaba.

—Espero que lo haga, Pouncy —dijo—. Si es eso lo que quieres, espero de verdad que lo haga. Pero te añoraremos si te vas.

* * *

Al volver a Murs Julia hizo algo que no había hecho desde que llegara allí en junio. Se conectó a Internet.

Hacía una eternidad que ninguno de ellos se había conectado a Free Trader Beowulf. Les costó un rato averiguar la nueva rutina de inicio que cambiaba cada par de meses. Compitieron entre ellos, solos en sus dormitorios, pero gritando bobadas de aquí para allá, excepto Failstaff, el gigante, que era demasiado amable para decir estupideces, cosa que quizá contribuyese a su victoria final. Asmo se rindió pronto y se dedicó a perder el tiempo introduciéndose en el router para desconectar a Pouncy expresamente. Una vez conectada, Julia no anunció su presencia, no era necesario, era posible entrar en el sistema sin que este avisase a todo el mundo, porque no quería recibir una avalancha de mensajes instantáneos de los usuarios de Free Trader que quisieran contactar con ella tras su larga ausencia. Durante un par de horas se limitó a mirar y a navegar por hilos antiguos y nuevos que habían aparecido durante todo el tiempo que no se había conectado. Había habido movimiento en la afiliación: un par de tipos nuevos y un par antiguos que ya no estaban o que se escondían.

Daba la sensación de que hacía años que había estado allí. Ahora se sentía mucho mayor. El interfaz de Free Trader se podía personalizar de innumerables formas, sin embargo Julia siempre se había inclinado por la más básica, únicamente caracteres ASCII, más próximos al aspecto y al sentir de una veterana shell de Unix. Los ojos se le llenaron de lágrimas al leer el nombre de los otros usuarios escritos en letras verdes sobre fondo negro. Cuántas cosas habían cambiado desde entonces, desde que llevara una vida de discreta desesperación en un universo prosaico, pasando las horas en la tienda de informática y matando el tiempo hasta poder irse a Stanford. Tantas cosas de entonces que no podían cambiarse. Pero aquí tampoco había cambiado mucho.

Pouncy, Asmo y Failstaff estaban en un hilo privado igual que en aquella época. Se registró.

[¡ViciousCirce ha entrado en este hilo!]

PouncySilverkitten: ¡hola VC!

Asmodeus: hola

Failstaff: hola

ViciousCirce: hola

Silencio electrónico durante unos instantes. Y después:

Asmodeus: así que mañana tenemos un espectáculo de primera, ¿no?

ViciousCirce: quizá

Failstaff: mucho más importantes no se dan

Asmodeus: ¿qué quieres decir con «quizá»?

ViciousCirce: gran espectáculo si aparece NSS

Asmodeus: ¿por qué no iba a aparecer?

PouncySilverkitten: …

ViciousCirce: ¿puede que no exista? ¿La llamada puede fracasar? ¿Tal vez tenga la regla? Hay mil razones por las que podría no aparecer. Que conste

PouncySilverkitten: sí, pero ¿qué me dices de espejo/plata monedas/leche/etc.???

Asmodeus: y ella me arregló la cicatriz

ViciousCirce: ya, ya, ya, mira, no quiero ser aguafiestas. He visto algunos hechizos de categoría, aunque dioses todavía no

PouncySilverkitten: pero sí crees que hay una praxis más compleja, ¿no?

ViciousCirce: creo que puede existir. = Motivo por el que todavía estoy aquí

ViciousCirce: y de todas formas

ViciousCirce: ¿qué pasa si NSS viene realmente? ¿Qué pasa si existe de verdad? ¿Después qué? ¿Cómo va a ser acogida? ¿Y si no quiere enseñarnos? La pregunta es si sólo queréis invocar a un dios o ser un dios

PouncySilverkitten: vale. Pero esto = primer paso necesario

Failstaff: Vale, de acuerdo, buen argumento VC. Puede que NSS no quiera gente para hacer prácticas

ViciousCirce: ¿en serio dice que aparece mañana? ¿Cómo va la conversación, Pouncy?

Resultaba extraño que no hubiesen hablado de todo esto abiertamente antes, qué dirían y harían si ella viniese. Tal vez fuese más fácil hacerlo en Internet que cara a cara. Había menos presión. Parecía que había menos en juego. Que era más informal.

PouncySilverkitten: ya que lo preguntas, he pensado mucho sobre esto

Asmodeus: más te vale

PouncySilverkitten: bueno, ejem, la cuestión estándar sobre dios sigue dos protocolos, ¿no es así?

Failstaff: oh, explica

PouncySilverkitten: protocolo #1=oración. Esto se refiere más bien a la deidad cristiana. Rezas por x, dios te escucha y después te juzga. Si se te considera merecedor/bueno/lo que sea consigues lo que has pedido al rezar. Consigues x. Si no, pues no

Asmodeus: vaya, se me ha olvidado ser buena

PouncySilverkitten: ahora bien, la deidad pagana de la antigüedad sigue el protocolo #2, que es más bien un asunto transaccional básico. Exige un sacrificio a cambio de bienes y servicios

Failstaff: qué época

PouncySilverkitten: y después la naturaleza del sacrificio en sí mismo sigue uno de dos protocolos. Simbólico o real

Asmodeus: testifica mi hermanooo

PouncySilverkitten: #1 simbólico=algo que en realidad no necesitas, pero que indica tu devoción a la deidad. Un becerro cebado o lo que sea, etc. #2=algo que necesitas y que demuestra tu devoción por la deidad, por ejemplo tu mano, tu pie, tu sangre, tu hijo, etc.

ViciousCirce: como Abraham e Isaac. A veces dios quiere a tu hijo. A veces se conforma con un carnero

PouncySilverkitten: exactamente. Esa es mi primera impresión aproximada

ViciousCirce: de acuerdo, entonces haced números, chicos, y tenemos tres situaciones hipotéticas diferentes y en dos de tres estamos jodidos

ViciousCirce: deidad moderna: estamos jodidos porque supuestamente no somos dignos, de ahí que nuestras oraciones no reciban respuesta

ViciousCirce: deidad pagana #2: si exige un sacrificio verdadero estamos jodidos porque lo siento Pouncy pero necesito mi pie o lo que sea

ViciousCirce: deidad pagana #1 es nuestra única posibilidad. Sacrificio simbólico. Ternero cebado a cambio de la praxis divina. Uno de tres. Esa es mi opinión. Una valoración rápida

Failstaff: LO SIENTO, PERO ¿QUÉ PASA SI REALMENTE NECESITO MI TERNERO CEBADO, QUÉ PASA ENTONCES P, QUÉ PASA ENTONCES?

Asmodeus: lo siento, Pouncy, ¿pero tengo que ser yo quien diga que no tienes ni PUTA idea de lo que hablas?

Asmodeus: literalmente ninguna

PouncySilverkitten: ¿ah, sí?

Failstaff: ¿?

ViciousCirce: …

Asmodeus: crees que estamos hablando de un dios masculino, de ahí que escribas en mayúsculas. Te equivocas. NSS es una diosa. Un dios femenino. Esto no es cuestión de PROTOCOLOS

Asmodeus: yo creo en Nuestra Señora del Subsuelo y creo que ella nos ayudará, pero no porque le interese hacerlo o porque quiera comerse tu maldito pie o lo que sea, sino porque es BONDADOSA. Pouncy, idiota

Asmodeus: esto no es una transacción comercial, se trata de compasión, de perdón, de la gracia divina. Si Nuestra Señora viene, eso es lo que nos salvará

Largo silencio. Aire inmóvil. El siguiente mensaje llegó al cabo de dos minutos.

PouncySilverkitten: así pues, ¿qué te parece, VC? ¿Te apuntas, sí o no?

(ViciousCirce ha abandonado este hilo).

* * *

Lo hicieron en la biblioteca. Era la única sala lo bastante grande. Tuvieron que empaquetar todos los libros y apilarlos en el estudio y en los pasillos, y desmontar aquellas preciosas estanterías flotantes. Las paredes estaban desnudas, como debieron de estar cuando era una granja. Las ventanas estaban abiertas de par en par para que entrase el aire frío de finales de otoño. El cielo del atardecer tenía un impresionante color azul, tan azul que parecía antinatural.

Todo estaba perfectamente organizado según la invocación fenicia del ex santo Amador, hasta la última letra. El suelo era un laberinto de runas y dibujos hechos con tiza. Gummidgy desempeñaría el papel de maestra de ceremonias y de suma sacerdotisa. Cualquiera de ellos podría haberse encargado de los detalles técnicos, pero tenía que ser una mujer y, de entre todas las mujeres, la que corría menos peligro de padecer un ataque de nervios en un momento crucial era la adusta y enorme Gummidgy. Vestía un sencillo vestido blanco holgado. Igual que el resto. También llevaba una corona de muérdago.

En fin, típico de La rama dorada, pensó Julia. Maldito muérdago. Nunca había entendido por qué se le daba tanta importancia. Sí, vale, es bonito, pero al fin y al cabo no deja de ser un parásito botánico que entorpece el crecimiento de su hospedador.

Habían retirado todos los muebles viejos de la habitación. En su lugar sólo quedaba una gruesa mesa de tejo, fabricada según unas especificaciones exactas, y un inmenso altar de piedra tallada que hubiese agrietado el suelo si no hubiesen puesto por debajo un jabalcón y hubiesen pronunciado unos cuantos conjuros estructurales para ese fin. La habitación entera había sido purificada de varias formas distintas, al igual que ellos: habían ayunado y luego ingerido unas infusiones asquerosas que hicieron que el pis les cambiase de color y oliese raro, y quemaron hierbas en vasijas de barro.

Habían hecho casi cuanto estaba en sus manos salvo bañarse. La purificación era simbólica, no higiénica. La higiene médica verdadera no parecía ser de gran interés para la diosa.

—Esto no es un espectáculo patriarcal del Antiguo Testamento —dijo Asmodeus secamente cuando los demás se quejaron—. ¿Lo entendéis? La suciedad no contamina, genera. A N. S.S no le importa si tenemos la menstruación. Ella celebra el cuerpo.

A esto le siguieron ocurrencias procaces por parte de los hombres mostrando su disposición a ofrecerse a la diosa como maridos simbólicos. Todavía tengo un sacrificio del otro mundo aquí, en mis pantalones, etc. Pero el famoso sentido del humor de Asmodeus estaba temporalmente fuera de servicio debido a las circunstancias. Quizá fuesen los nervios. Asmodeus no estaba hecha para ser suma sacerdotisa, pero parecía que se hubiese nombrado directora de cumplimiento normativo político de la diosa. Incluso había propuesto que para la ocasión todos dejaran las diversas medicaciones que tomaban, una sugerencia de la que se mofaron.

Sobre la mesa de madera de tejo había tres velas de cera de abeja y un gran cuenco de plata lleno de agua de lluvia; el cuenco había costado casi tanto como la piscina entera. Encima de la piedra, un enorme bloque de mármol de la zona, no había nada. La verdad es que no estaban totalmente seguros de su función. Gummidgy ocupó su lugar delante de la mesa mientras los demás estaban de pie a lo largo de las paredes a cada lado, cuatro y cinco. Era asimétrico, pero no se especificaba nada contra eso en el palimpsesto de Asmodeus, un manuscrito por lo demás bastante lúcido para ser obra de un tipo que vivía en una cueva y que rondaba los dos mil años como mínimo.

La mente de Julia era un hervidero de emoción y nervios que lograba contener gracias a los latigazos de escepticismo. Aunque recordaba la sensación áspera y rígida del beso de la estatua en su sueño. A pesar de que sonaba espeluznante y freudiano, se había sentido muy querida. Había albergado la esperanza de soñarlo también la noche anterior, pero no pasó nada. Tan sólo aire muerto.

Pouncy estaba a su izquierda. Asmodeus y Failstaff delante de ella, les veía, pero evitaba sus miradas. Necesitaban una hora entera de silencio antes de poder iniciar la invocación y había que mantener las risitas absolutamente al mínimo. Del exterior llegaban los mugidos y los balidos de los animales sacrificiales que habían traído para la ocasión: dos ovejas, dos cabras y dos becerros, uno de cada completamente negro y el otro blanco, todos aseados a un tris del inminente peligro que amenazaba sus vidas. En caso de que se necesitase un sacrificio simbólico, querían asegurarse de que la despensa no estaba vacía.

A las siete el sol ya se había puesto y la luna empezaba a ascender bañando de luz las colinas y los campos por detrás de Murs. Una vez que iluminó los árboles, formando un inmenso arco blanco que parecía apuntar sólo a la casa donde se encontraban, Gummidgy se desplazó hacia las velas y las encendió una a una con la yema del dedo. Julia inclinó la suya para que la cera no cayese por los costados ni encima de su mano. Una gotita le cayó en el pie descalzo.

Gummidgy regresó a la mesa y empezó la invocación. Mientras tanto las velas de la mesa se habían encendido de algún modo sin que nadie se diese cuenta.

Julia se alegraba de no tener esa responsabilidad. Para empezar la invocación era larga y vete a saber qué podía pasar si la fastidiabas. Puede que sólo crepitase, pero quizá se revolviera contra uno. Pasaba con algunos hechizos.

En segundo lugar, no era exactamente un hechizo. Tenía mucho de súplica y en su opinión los magos no suplicaban, ordenaban. La forma también era extraña. No dejaba de repetirse y de girar en torno a sí mismo, utilizando las mismas frases una y otra vez. Francamente a Julia le sonaba a rollo. No tenía una estructura adecuada, sólo mucho parloteo sobre madres e hijas, grano y tierra, miel y vino, en fin, todo eso del Cantar de Salomón.

Pero no eran chorradas, eso era lo curioso. Gummidgy empezaba a ganar terreno con todas esas tonterías. Julia no veía nada especial, no había fenómenos visuales, pero no hacía falta. Estaba clarísimo que estaba ocurriendo algo mágico. La voz de Gummidgy era cada vez más profunda y tenía más eco. Ciertas palabras hacían vibrar el aire o provocaban una ráfaga de viento súbita.

La vela de Julia empezó a llamear como una antorcha. Le hubiese gustado que no lo hubiese hecho, pues tenía que sujetarla con el brazo estirado para no chamuscarse el pelo, que llevaba suelto porque había pensado que resultaba más femenino y más apropiado para N. S.S. Algo estaba sucediendo. Algo ocurriría. Notaba su inminencia como la llegada de un tren de carga.

Fue en ese instante cuando Julia se dio cuenta de algo, algo completamente terrible, que hubiese sido difícil admitir ante Pouncy o los demás incluso aunque no fuese demasiado tarde: no quería que funcionase. Deseaba que el conjuro fracasase. Había cometido un grave error: había malinterpretado algo sobre ella, algo tan básico que no podía entender cómo se le había pasado hasta ahora. Ni necesitaba ni deseaba todo eso. No quería que la diosa apareciese.

Pouncy le había dicho cuando llegó por primera vez a Murs que no bastaba con estar coladita por él y los demás, también tenía que estar coladita por la magia. Pero no lo hizo. Llegó a Murs buscando magia, pero también buscaba un nuevo hogar y una nueva familia y lo encontró todo, las tres cosas, y eso había sido suficiente. Estaba satisfecha; no necesitaba nada más, sobre todo no necesitaba más poder. Su búsqueda había terminado y ni siquiera lo había sabido hasta este momento. No quería convertirse en una diosa. Lo único que quería era convertirse en un ser humano y ahí en Murs al fin lo había logrado.

Ahora ya era demasiado tarde. No podía detener los acontecimientos. La diosa aparecería. Julia quería tirar la vela, correr por la habitación y gritarles, romper el flujo, decirles que no pasaba nada, que no tenían que hacer eso, que tenían todo lo que necesitaban allí, a su alrededor, sólo tenían que darse cuenta de ello. Nuestra Señora del Subsuelo lo entendería, N. S.S, diosa madre, diosa de la misericordia, ella más que nadie entendería lo que Julia acabada de descubrir.

Sin embargo, era imposible que Julia se lo hiciera entender a los demás. Y ahora en la habitación, con ellos, había energías titánicas, fuerzas gigantescas, y era imposible saber qué sucedería si intentaba entorpecer el conjuro. Se le puso carne de gallina en todo el cuerpo. La voz de Gummidgy era cada vez más fuerte. Iba subiendo de volumen para la gran final. Tenía los ojos cerrados y se balanceaba de un lado a otro mientras cantaba, no era una invocación, la melodía debía de haberle llegado caída del cielo, del éter, a través del sistema inalámbrico celestial. La luz de la luna iluminaba completamente las ventanas de uno de los lados de la habitación, como si la luna hubiese descendido de su órbita y se asomase desde el exterior para mirarles.

Resultaba difícil apartar los ojos de Gummidgy, pero Julia se arriesgó a mirar a su izquierda, a Pouncy. Él le devolvió la mirada y sonrió. No estaba nervioso. Parecía tranquilo. Parecía feliz. Por favor, al menos que le dé lo que necesita, pensó. Julia se aferró a esa verdad: N. S.S nunca les pediría algo que no pudiesen dar. Ella la conocía y sabía que nunca lo haría.

Una de las velas de la mesa había empezado a chisporrotear, a crepitar y a llamear. Produjo una gran llama que alcanzó una altura a medio camino entre el suelo y el techo e hizo un puf profundo y gutural para después escupir algo rojo e inmenso que aterrizó de pie en la mesa. Gummidgy emitió una tos ahogada y se desplomó como si le hubiesen disparado, Julia oyó el porrazo de la cabeza al golpear el suelo.

En el silencio repentino el dios adoptó una postura triunfante, con los brazos extendidos. Era un gigante de tres metros y medio de altura, ágil y cubierto de pelo rojo. Tenía el cuerpo de hombre y la cabeza de zorro. No era Nuestra Señora del Subsuelo.

Era Reynard el Zorro. Les habían engañado, pero daba igual.

—¡Mierda!

Era la voz de Asmodeus. Siempre rápida, Asmodeus. En ese instante se oyó un sonido parecido al disparo de un rifle, eran las ventanas al cerrarse de golpe junto con la puerta, como si algo invisible acabase de salir con un resoplido todopoderoso. La luz de la luna se apagó como si hubiesen accionado un interruptor.

Dios mío, Dios mío, Dios mío. Un miedo eléctrico e instantáneo la invadió y su cuerpo entero se contrajo de forma espasmódica. Habían hecho autostop y se habían metido en el coche equivocado. Les habían engañado, igual que habían engañado a N. S.S en la historia y la habían enviado al Hades, si es que existía. Quizá no existía. Quizá no era más que una broma. Julia lanzó su vela contra el zorro. Le rebotó en la pierna y se apagó. Había imaginado a Reynard el Zorro como un duendecillo, un personaje juguetón. Pero no lo era. Era un monstruo y estaban encerrados con él.

Reynard bajó de la mesa con un salto ligero, como un trapecista de feria. En cuanto el zorro se hubo movido, Julia se dio cuenta de que ella también podía moverse. La magia ofensiva se le daba fatal, pero conocía sus escudos y algunos hechizos de desaparición y confinamiento que eran un mazazo. Por si acaso, empezó a amontonar protecciones y escudos entre el dios y ella, con tanta densidad que el aire se tornó ámbar y ondulado, cristal tintado y ondas de calor. Oía a Pouncy a su lado, todavía tranquilo, preparando un confinamiento. La situación era salvable. No había funcionado así que deshagámonos del cabrón y salgamos de aquí. Pirémonos a Grecia.

Apenas quedaba tiempo. La boca de Reynard era un nido de dientes afilados. Eso es lo que pasa con esos timadores, ¿no?, nunca son tan graciosos como parecen. Sabía que si iba a por ella, si la miraba, interrumpiría el hechizo y echaría a correr, a pesar de que no podría huir. Tartamudeó dos veces, la voz se le quebró y tuvo que volver a empezar el hechizo. Debió de ser un engaño desde el principio. Ahora lo veía. Nunca hubo una Nuestra Señora del Subsuelo. ¿Oh, sí? No existía. La idea le hizo llorar de terror y de tristeza.

El zorro miraba a su alrededor mientras contaba sus ganancias. Failstaff, oh Failstaff, fue quien dio el primer paso y se acercó a él por detrás, con pasos suaves para un hombre grande. Había convertido su vela en algo parecido a un lanzador de llamas y apuntaba sujetándolo con las dos manos. A pesar de lo grande que era, se le veía diminuto al lado de un verdadero gigante. Acababa de conseguir que el aparato llamease cuando Reynard se volvió de repente, le cogió de las vestiduras y le atrajo hacia sí con una mano inmensa para ponérselo en el brazo, como si fuese a darle un masaje en la cabeza. Le partió el cuello, como cuando un campesino mata a una gallina, y lo arrojó al suelo.

Failstaff yacía sobre Gummidgy, que permanecía inmóvil. Las piernas le temblaban como si lo estuviesen electrocutando. Julia expulsó todo el aire de los pulmones y se quedó atascada. No podía inspirar. Estaba a punto de desmayarse. En el otro extremo de la habitación, tres personas se dirigieron hacia la puerta para intentar abrirla. Trabajaban en grupo, con Iris en el centro: magia a lo grande, a seis manos. Reynard se preparó para su siguiente tarea mientras tarareaba lo que podría haber sido una alegre canción popular provenzal: levantó un gran bloque de piedra con ambas manos y lo lanzó contra los tres. Dos de ellos quedaron aplastados. El tercero, Fiberpunk el Metamago, el de las formas en cuatro dimensiones, resistía valientemente, luchando por los tres sin flaquear. A Julia siempre le había parecido un poco farsante, por todas esas gilipolleces que decía, pero tenía agallas. Estaba soltando una secuencia retorcida e introspectiva de desbloqueo como si no tuviese ninguna importancia.

Con sus dos manazas Reynard lo abrazó por el pecho, como si fuese una muñeca, y lo lanzó contra el techo, a nueve metros de altura. Se estrelló con fuerza, tal vez Reynard quería que se quedase clavado, pero era probable que todavía estuviera vivo cuando se golpeó en la mesa al caer. El cráneo se reventó como un melón y derramó un abanico de líquido sanguinolento por el parqué liso. Julia pensó en todos los secretos metamágicos que debió de albergar esa mente ordenada ahora irreversiblemente desordenada por culpa de aquella catástrofe.

Todo había acabado. Todo se había ido al garete. Julia estaba preparada para morir, sólo confiaba en que no doliese mucho. Reynard se agachó y puso las manos en la sangre y lo que fuese aquello y se embadurnó sensualmente el pecho de lujosa piel de zorro, apelmazándola. Era difícil discernir si se reía como un loco o si las bocas de los zorros eran así.

Dos minutos después de la llegada del dios zorro, Pouncy, Asmodeus y Julia eran los últimos magos de Murs, la flor y nata del piso franco, que quedaban vivos en el planeta. Durante unos instantes, Julia notó que los pies se le elevaban del suelo, debía de ser Pouncy en un intento por ganar algo de tiempo subiéndolos al techo, pero Reynard cortó el hechizo cuando sólo se habían elevado unos cincuenta centímetros, por lo que cayeron al suelo con fuerza. Cogió el pesado cuenco de plata, tiró el agua de lluvia y se lo lanzó a Pouncy como si fuese un disco. En ese instante, Asmodeus terminó algo en lo que había trabajado desde la llegada del dios, un Rechazo Máximo quizá, con algún extra, algo afilado que llamó la atención de Reynard.

No le hizo daño, pero lo notó. Sus grandes orejas puntiagudas se contrajeron por el enfado. El cuenco golpeó a Pouncy con fuerza, pero en un lado. Le rozó la cadera izquierda y se alejó a toda velocidad. Pouncy gimió y se dobló.

—¡Basta! —gritó Julia—. ¡Basta!

Miedo: Julia ya lo había agotado. Una mujer muerta no siente miedo. Tampoco le quedaba más magia. Diría unas cuantas palabras normales, para variar, palabras que no eran mágicas. Hablaría con aquel mamón.

—Has aceptado nuestro sacrificio —dijo. Tragó saliva—. Ahora danos lo que hemos pagado.

Sentía como si intentase respirar a nueve mil metros de altura. El zorro la miró hacia abajo por su estrecho hocico. Con la cabeza de perro y el cuerpo de hombre parecía Anubis, el dios de la muerte egipcio.

—¡Dánoslo! —exigió Julia—. ¡Nos lo debes!

Asmo la miraba desde el otro extremo de la habitación, petrificada. La actitud inteligente y espabilada de Asmo había desaparecido por completo. Parecía que tenía diez años.

Reynard dio un fuerte ladrido antes de hablar.

—El sacrificio no hay que aceptarlo —dijo con una voz profunda y razonable, con un ligero acento francés—. El sacrificio hay que ofrecerlo de forma voluntaria. Yo les he quitado la vida. Ellos no me la habían ofrecido. —Era como si eso le hubiera parecido una grosería—. He tenido que arrebatarles la vida.

Pouncy se había incorporado con esfuerzo y estaba sentado apoyado en la pared. El dolor debía de ser horroroso. Tenía el rostro perlado de sudor.

—Quítame la vida. Te la entrego. Tómala.

Reynard ladeó la cabeza. Fantástico don Zorro. Se acarició los bigotes.

—Te estás muriendo. Pronto estarás muerto. No es lo mismo.

—Puedes tomar la mía —intervino Julia—. Yo te la entrego. Si dejas que los demás vivan.

Reynard se aseó, lamiéndose la sangre y los restos de cerebro del dorso de la manogarra.

—¿Sabéis lo que habéis hecho aquí? —preguntó—. Yo no soy más que el principio. Cuando se invoca a un dios, todos los dioses se enteran. ¿Lo sabíais? Y ningún ser humano ha invocado a un dios en dos mil años. Los dioses antiguos también se habrán enterado. Mejor estar muertos cuando ellos regresen. Mejor no haber vivido nunca cuando regresen los dioses antiguos.

—¡Mátame! —gimió Pouncy. Lanzó un grito ahogado cuando algo en su interior se hundió y susurró el resto—. Mátame. Te estoy entregando mi vida.

—Te estás muriendo —repitió Reynard con desdén.

Se calló. Pouncy no dijo nada.

—Ha muerto —anunció Reynard.

El dios zorro se volvió hacia Julia y enarcó las cejas, estudiándola. Un zorro de verdad no tendría esas cejas, pensó Julia sin sentido.

—Acepto —dijo—. La otra puede seguir con vida si te entregas a cambio. Y te daré algo más. Te daré lo que querías, lo que buscabas cuando me invocasteis.

—Nosotros no te invocamos —repuso Asmo en voz baja—. Invocamos a Nuestra Señora. —Entonces se mordió el labio y se calló.

Reynard contempló a Julia con una mirada crítica y entonces fue a por ella. Atravesó todas sus protecciones como si no estuviesen allí. Julia estaba dispuesta a morir: cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás, le ofreció el cuello para que se lo desgarrase. Pero no lo hizo. La agarró con sus manos peludas, la arrastró por la habitación y la obligó a doblar la parte superior del cuerpo sobre la mesa de tejo. Julia no entendía nada y, de repente, lo entendió y deseó no haberlo hecho.

Se resistió. El apretó el torso de Julia contra la madera con una mano pesada y dura y ella le arañó los dedos, pero eran como piedras. Ella había accedido, pero no a eso. Que la matase si quería. Le hizo daño cuando le desgarró el vestido, la tela le quemaba la piel. Intentó mirar hacia atrás para ver qué pasaba y vio —no, no, no lo vio, no vio nada— el dios se hurgaba con su manaza en la entrepierna mientras se colocaba detrás de ella. Le apartó los pies descalzos con una patada experta. No era la primera vez que el animal participaba en un rodeo.

Entonces la penetró. Julia se había preguntado si la tendría demasiado grande, si la desgarraría y la dejaría destripada y rebotando como un pez. Se tensó. Exhausta, apoyó la frente caliente en el brazo, en lo que supuso era la postura que adoptaban las víctimas de violación desde el principio de los tiempos. Lo único que se oía era su ronco jadeo.

Tardó mucho tiempo. No es que el tiempo se hubiese detenido; Julia no se desmayó ni perdió la noción del tiempo. Diría que el dios tardó entre siete y diez minutos en violarla y ella vivió todos y cada uno de ellos. Desde su posición elevada veía las piernas gruesas de Failstaff en el suelo, ya inmóviles, superpuestas a las piernas largas y morenas de Gummidgy y también donde yacían los dos que habían muerto cerca de la puerta; la sangre que fluía por debajo del bloque de piedra había formado un inmenso charco de sangre.

Mejor a mí que a Asmo. No veía a Asmo, porque ella no podía mirarla, pero sí que la oía. Lloraba ruidosamente. Sonaba como la niña pequeña que era en esencia, un niñita que estaba perdida. ¿Dónde estaba su hogar? ¿Quiénes eran sus padres? Julia ni siquiera lo sabía. Lágrimas calientes descendían también por las mejillas de Julia, le resbalaban por el brazo y mojaban la madera marrón.

El otro ruido que se oía era el que emitía Reynard el Zorro, el dios timador, que gruñía suavemente con voz ronca detrás de ella. En un momento dado, un par de terminaciones nerviosas rebeldes intentaron enviar señales de placer al cerebro de Julia, tras lo cual las fundió con un impulso de electricidad neuroquímica para no volverlas a sentir nunca más.

Antes de que Reynard acabase con Julia, Asmodeus se inclinó hacia delante y vomitó, plaf, en el suelo. Después echó a correr y resbaló, una vez con el vómito y otra con la sangre. Alcanzó la puerta y esta se abrió para dejarla pasar. Tardó mucho tiempo en cerrarse detrás de ella. A través de la puerta y de una ventana que estaba al otro lado del pasillo, Julia vislumbró el inocente mundo exterior verde y negro, lejos de su alcance.

El zorro dios ladró con fuerza cuando eyaculó. Ella lo sintió. Lo terrible, lo indecible, lo que nunca le contaría a nadie, ni siquiera a sí misma, es que fue maravilloso. No de una manera sexual, no, por Dios. Pero la llenó de poder. Fluía por todo su ser, por el tronco, descendía por las piernas y salía por los brazos. Apretó los dientes y cerró los ojos para intentar detenerlo, pero había alcanzado el cerebro, y la iluminó desde el interior con energía divina. Abrió los ojos y vio cómo le llenaba las manos. Cuando alcanzó la punta de los dedos las uñas brillaron.

Y entonces tomó algo de ella. Al sacar el miembro, se llevó algo consigo. Era como si se le hubiese pegado algo, daba la sensación de que era una película transparente, algo de su interior, que tenía su misma forma. Era algo invisible que siempre había tenido y Reynard se lo había arrebatado. Julia no sabía qué era, pero sintió cómo lo perdía y se estremeció. Sin ello era alguien diferente, diferente a lo que había sido hasta entonces. Reynard le había dado poder y había tomado algo de ella a cambio, aunque ella hubiese preferido morir antes que dárselo. Pero no tuvo elección.

Al final, aproximadamente unos diez minutos después, Julia levantó la cabeza. La luna estaba de nuevo en el cielo, en su sitio, como si no tuviese culpa y no hubiese participado. Ahora era una luna normal, una roca estéril, congelada y asfixiada a muerte en el vacío, eso era todo.

Julia se levantó y se dio la vuelta. Miró a Pouncy. Seguía sentado contra la pared, los ojos acerados todavía abiertos, pero completamente muertos. Quizás ahora estaba en el cielo. Sabía que debería sentir algo, sin embargo, no sentía nada y eso hizo que se sintiese fatal. Caminó hasta la puerta y salió, los pies descalzos chapotearon ligeramente en la sangre fría. No miró atrás. Todas las luces estaban apagadas. La casa estaba vacía. No había nadie.

Sin pensar ni sentir nada, porque no había nada más que pensar o sentir excepto la desagradable pegajosidad de la sangre, y a saber qué otras sustancias más en los pies y entre los dedos, salió al jardín. Ha sucedido algo terrible, pensó, pero ningún sentimiento acompañaba a esas palabras. Los animales para los sacrificios se habían ido, habían logrado escapar y habían huido, excepto las dos ovejas, que no querían mirarla. Por algún motivo estaba saliendo el sol. Debían de haber pasado allí toda la noche. Restregó los pies en el frío rocío, se agachó y lo tocó con las manos y se lo restregó por el rostro.

Después pronunció una palabra que nunca había oído y voló, desnuda y ensangrentada como un recién nacido, hacia el cielo iluminado.