El Muntjac estaba al pairo, balanceándose en el ligero oleaje de esa forma agitada y desasosegada que tienen los barcos cuando se han construido para la velocidad pero no avanzan. Los cabos sueltos y los aparejos entrechocaban y golpeaban los mástiles. No le gustaba estarse quieto.
La lluvia empañaba la superficie del mar con un borroso gris oscuro. Nadie hablaba. Había transcurrido una semana desde que Quentin y Poppy regresaran de Ningunolandia con noticias sobre la llegada de un Apocalipsis mágico y la verdadera naturaleza de las llaves. En el camarote largo y de techos bajos donde se sentaban a comer resonaban las gotas que golpeaban repetidamente la cubierta que tenían sobre sí, por lo que tenían que chillarse para comunicarse.
Encontrarían la última llave. No cabía duda. Aunque todavía no estaban seguros de cómo lo harían.
—Vamos a repasarlo otra vez —dijo Eliot levantando la voz para que le oyesen a pesar de la lluvia—. Estas cosas siempre siguen unas normas, sencillamente hay que averiguar cuáles son. Pasaste con Julia. —Señaló a Quentin—. Pero no cogiste la llave.
—No.
—¿Es posible que se cayese antes de que se cerrase la puerta? ¿Podría estar en el césped del jardín de tus padres?
—No. Imposible. —Estaba casi seguro. No, estaba seguro. Parecía el césped de un puto campo de golf, la hubiesen visto.
—Pero entonces tú —se dirigió a Bingle—, tú registraste la habitación y no encontraste ninguna llave.
—Exacto.
—Pero cuando vosotros dos, Quentin y Poppy, fuisteis a Ningunolandia, esa llave se quedó atrás, aquí, en este lado.
—Correcto —repuso Poppy—. No me digas que tampoco está aquí.
—No, la tenemos nosotros.
—¿Qué pasó cuando se cerró la puerta? —inquirió Quentin—. ¿Se quedó colgada en el aire?
—No, cayó en la cubierta al cerrarse la puerta. Bingle la oyó caer y la recogió.
Se callaron y el resonar de la lluvia llenó el silencio. No hacía ni frío ni calor. La cubierta era estanca, pero el aire era tan húmedo que Quentin tenía la sensación de estar completamente empapado. Todas las superficies estaban pegajosas. La madera estaba hinchada. Tenía la dichosa clavícula hinchada. Cuando se movían en las sillas de madera, se oía un chirrido triste. Quentin oyó los pasos del pobre desgraciado que hacía guardia en la cubierta.
—Tal vez había un espacio entre medio —sugirió Quentin—. Uno de esos huecos entre dimensiones. Quizá cayó por ahí.
—Pensaba que Ningunolandia era el espacio entre dimensiones —repuso Poppy.
—Lo es, pero también hay un espacio diferente. Cuando un portal se separa. Pero eso lo hubiésemos visto.
El Muntjac crujió suavemente cuando se balanceó para estabilizarse. Quentin deseó que Julia estuviese allí, pero estaba abajo con una fiebre que podría estar o no estar relacionada con lo que fuese que le pasaba. No había salido del camarote desde la lucha por la última llave. Estaba tumbada en la cama con los ojos cerrados pero sin dormir y su respiración era rápida y superficial. Quentin bajaba varias veces al día para leerle algo o cogerle la mano u obligarla a beber agua. No parecía que le importase mucho, pero Quentin seguía haciéndolo. Nunca se sabe lo que puede ayudar.
—Así que registrasteis toda la Isla de Después —dijo Quentin.
—Sí —replicó Eliot—. Mira, quizá deberíamos llamar a Ember.
—¡Llámalo! —contestó Quentin de forma más vehemente de lo que pretendía—. Dudo que sirva de algo. Si ese maldito rumiante pudiese conseguir la llave, lo haría y nos dejaría en la estacada.
—¿Pero tú crees que podría conseguirla? —preguntó Josh.
—Probablemente. Él también morirá si Fillory desaparece.
—¿Pero qué es Ember en realidad? —inquirió Poppy—. Pensaba que era un dios, pero él no es como esos tipos plateados.
—Creo que es un dios en este mundo, pero en ningún otro —repuso Quentin—. Esa es mi teoría. No es más que un dios local. Los dioses plateados son dioses de todos los mundos.
Aunque en cierto modo Quentin seguía identificándose con el estado de ánimo exaltado en el que se encontraba cuando regresó de Ningunolandia, su conexión era ahora más tenue. La urgencia seguía estando presente; todas las mañanas se levantaba esperando encontrar magia desconectada en todas partes, como si se hubiese dejado de pagar una factura de la electricidad, y Fillory desmoronándose a su alrededor como Pompeya en sus últimos días. Y la verdad es que iban bien de tiempo, o al menos hasta esa mañana. El almirante Lacker había encontrado escondida en una taquilla secreta de madera una maravillosa vela que no sólo atrapaba el viento sino también la luz. Quentin la había reconocido: los Chatwin tenían una a bordo del Swift. Colgaba floja gran parte de la noche, renqueando con los susurros de la luz de la luna y de las estrellas, sin embargo durante el día ondeaba como una vela globo en un vendaval y tiraba de la embarcación casi por sí sola, únicamente necesitaba que la orientasen según el ángulo del sol.
Todo eso estaba muy bien, pero Fillory no cumplía su parte. No renunciaba a la llave. Todos los milagros parecían estar escondidos. La semana anterior habían llegado a islas desconocidas hasta entonces, habían caminado por playas vírgenes, se habían adentrado en manglares, incluso escalado un iceberg solitario que iba a la deriva, pero no había aparecido ninguna llave. No conseguían avanzar. No funcionaba. Faltaba algo. Era casi como si algo hubiese desaparecido del aire: una tensión que se había aflojado, una carga eléctrica que se había disipado. Quentin se devanaba los sesos pensando qué podía ser.
Además no paraba de llover.
Tras la reunión Quentin se obligó a darse un respiro. Se tumbó en la litera húmeda y esperó a que el calor de su cuerpo se propagase por la ropa de cama húmeda y tibia. Era demasiado tarde para hacer la siesta y demasiado temprano para irse a dormir. En el exterior de su ventana el sol caía por el borde del mundo, o debía haber caído, pero no se distinguía. El cielo y el océano se fundían. El mundo era del gris uniforme de una pizarra mágica para niños, cuyos mandos todavía no se habían tocado.
Miró fijamente por la ventana mientras se mordía el borde del pulgar, una mala costumbre que le había quedado de la niñez, mientras sus pensamientos vagaban sin rumbo.
Alguien habló.
—Quentin.
Abrió los ojos. Debía de haberse quedado dormido. La ventana ahora estaba oscura.
—Quentin —la voz repitió su nombre. No lo había soñado. La voz sonaba amortiguada, sin dirección. Se incorporó. Era una voz tierna y suave, andrógina y vagamente familiar. No sonaba del todo humana.
Quentin miró por el camarote, pero estaba solo.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Estoy aquí abajo, Quentin. Me oyes a través de una reja que hay en el suelo. Estoy abajo, en la bodega.
Entonces reconoció la voz. Se había olvidado hasta de que estaba a bordo.
—¿Perezoso? ¿Eres tú? ¿Tienes otro nombre aparte de Perezoso?
—He pensado que tal vez te apetezca venir a verme.
Quentin no sabía de dónde había sacado esa idea el perezoso. La bodega del Muntjac era oscura y olía a humedad, a podredumbre y a aguas del pantoque, y de hecho olía a perezoso. En resumen, lo mejor habría sido hablar con el perezoso desde donde se encontraba. O no hablar con él, punto.
Cielos, si él oía tan bien al perezoso, entonces el animal debía de haber oído todo lo que había pasado en el camarote desde que salieron de Whitespire.
Pero la verdad es que se sentía mal por el perezoso. No le había prestado mucha atención. Francamente, era un poco aburrido. Pero se merecía cierto respeto pues era el representante a bordo de los animales parlantes, y además en la bodega se estaba calentito y no es que en esos momentos tuviese algo más importante entre manos. Suspiró, apartó la ropa de cama, cogió una vela y encontró la escalera que bajaba a la bodega.
La bodega estaba más vacía de lo que recordaba. Un año de navegación podía tener ese efecto. Un canal de agua negra recorría el suelo formando remolinos. El perezoso era un animal de aspecto extraño, medía aproximadamente un metro veinte de longitud y estaba cubierto por un grueso pelaje verdegrisáceo. Sujeto por sus brazos flacuchos colgaba boca abajo aproximadamente a la altura de los ojos, sus gruesas garras curvadas clavadas en una viga de madera. Su aspecto sugería que la evolución había llegado demasiado lejos. Debajo vio un montón desordenado de las habituales cáscaras de fruta y de excrementos de perezoso.
—Hola —saludó Quentin.
—Hola.
El perezoso levantó la cabeza pequeña y extrañamente plana de manera que miraba a Quentin como si estuviese derecho. Daba la sensación de que la posición era incómoda, pero el cuello del animal parecía estar hecho para eso. Tenía unos mechones de pelo negro sobre los ojos que le otorgaban un aspecto somnoliento y como de mapache.
Entornó los ojos por la luz de la vela de Quentin.
—Siento no haber bajado a verte muy a menudo —titubeó Quentin.
—Da igual, no me importa. No soy un animal muy social.
—Ni siquiera sé cómo te llamas.
—Abigail.
Era un perezoso hembra. Quentin no se había dado cuenta. Habían bajado a la bodega una dura silla de madera, supuestamente por si alguien disfrutaba tanto de la conversación con el animal como para sentarse y seguir disfrutando de la misma.
—Y has estado muy ocupado —añadió con generosidad.
Siguió un largo silencio. De vez en cuando el animal masticaba algo con sus romos dientes amarillos, Quentin no estaba seguro de lo que era. Alguien debía de tener la responsabilidad de bajar a la bodega a darle de comer.
—Te importa si te pregunto —dijo por fin Quentin— por qué te has embarcado en esta travesía. Siempre me lo he preguntado.
—No me importa en absoluto —repuso con calma Abigail—. Me he embarcado porque nadie más quería venir y creímos que debíamos enviar a alguien. El Consejo de los Animales decidió que a la que menos le importaría estar aquí sería a mí. Duermo mucho y no me muevo demasiado. Disfruto de la soledad. En cierto modo, casi no soy de este mundo, de manera que no importa mucho dónde estoy.
—Ah. Nosotros pensábamos que los animales parlantes querían un representante en el barco. Pensábamos que os ofenderíais si no dejábamos embarcar a uno de los vuestros.
—Nosotros pensamos que seríais vosotros quienes os ofenderíais si no enviábamos a alguien. Es curioso ver la de malentendidos que hay en el mundo, ¿no crees?
Desde luego que lo era.
Al perezoso hembra los largos silencios no le resultaban incómodos. Tal vez los animales no sintieran la incomodidad igual que los seres humanos.
—Cuando un perezoso muere se queda colgado en su árbol —explicó el animal sin que viniera a colación—. Muchas veces hasta que el proceso de descomposición está avanzado.
Quentin asintió con la cabeza sabiamente.
—No lo sabía.
No era una pelota fácil de devolver.
—Te lo digo para explicarte la forma en que vive el perezoso. Es diferente de la forma en que vive el ser humano e incluso diferente a como viven otros animales. Se podría decir que nos pasamos la vida entre mundos. Nos colgamos entre la tierra y el cielo y no tocamos ninguno de los dos. Nuestras mentes oscilan entre el mundo del sueño y el de la vigilia. En cierto modo vivimos en la frontera entre la vida y la muerte.
—Es muy diferente a la forma en que viven los seres humanos.
—Debe de parecerte extraño, pero así es como nos sentimos más cómodos.
El perezoso hembra parecía un animal con el que uno podía sincerarse.
—¿Por qué me explicas todo esto? —preguntó Quentin—. Quiero decir que seguro que tienes un motivo, pero no le veo la relación. ¿Se trata de la llave? ¿Tienes idea de cómo encontrarla?
Desconocía cuánto sabía el animal sobre lo que sucedía en cubierta. Tal vez ni siquiera estaba al tanto de la búsqueda.
—No se trata de las llaves —repuso Abigail con su voz líquida y pausada— sino de Benedict Fenwick.
—¿Benedict? ¿Qué pasa con él?
—¿Te gustaría hablar con él?
—Bueno, sí. Claro. Pero está muerto. Murió hace dos semanas.
Resultaba impensable, casi indecible, igual que lo había sido aquella primera noche.
—Hay senderos cerrados a la mayoría de los seres que están abiertos a un perezoso.
Quentin supuso que se daba por supuesto que la paciencia era una gran virtud cuando se entablaba una conversación con un perezoso.
—No lo entiendo. ¿Vas a organizar una sesión de espiritismo y podremos hablar con el fantasma de Benedict?
—Benedict se encuentra en el Hades. No es un fantasma. Es una sombra.
El animal devolvió la cabeza a la posición invertida sin dejar de mirar a Quentin.
—El Hades. Dios mío —Ni siquiera se había dado cuenta de que en Fillory había un Hades—. ¿Está en el infierno?
—Está en el Hades, donde van todas las almas de los muertos.
—¿Está bien allí? Quiero decir, ya sé que está muerto, pero ¿está en paz? ¿O lo que sea?
—Eso no te lo puedo decir. Según tengo entendido el estado de ánimo del hombre es impreciso. Un perezoso sólo conoce la paz, nada más.
No debe de estar mal ser un perezoso. La idea de que Benedict estuviese en el Hades le producía desasosiego. Le preocupaba que Benedict pudiese estar muerto, sin vida, ¿pero cómo? ¿Consciente? ¿Despierto? Es como si lo hubiesen enterrado vivo. Sonaba horrible.
—¿Pero no le están torturando, no? ¿Tipos de rojo con cuernos y tridentes? —En Fillory estaba mal visto asumir que algo era imposible.
—No. No le están torturando.
—Pero tampoco está en el cielo.
—No sé lo que es el «cielo». Fillory sólo tiene un Hades.
—¿Cómo puedo hablar con él, entonces? ¿Puedes, no sé, llamarle? ¿Conectarme?
—No, Quentin. No soy una médium. Soy un psicopompo. No hablo con los muertos, pero puedo enseñarte el camino al Hades.
Quentin no estaba seguro de querer que le enseñase precisamente eso. Observó el rostro del perezoso hembra boca abajo. Su expresión resultaba inescrutable.
—¿Físicamente? ¿Podría ir físicamente allí?
—Sí.
Respiró hondo.
—De acuerdo. Me encantaría ayudar a Benedict, pero no quiero abandonar el mundo de los vivos.
—No te obligaré. En realidad no puedo.
La bodega era tenebrosa, no había luz, excepto por la vela de Quentin, que permanecía totalmente recta mientras la embarcación cabeceaba hacia delante y hacia atrás. El perezoso colgante también se balanceaba ligeramente como un péndulo. La mirada de Quentin recorría la oscuridad. Allí abajo era como otro mundo. Los costados curvados del barco eran como las costillas de un animal enorme que los hubiese engullido. ¿Dónde estaba el Hades? ¿Debajo de la tierra? ¿Debajo del agua?
El perezoso hembra escogió ese momento para asearse, cosa que hizo con su habitual lentitud y meticulosidad, primero con la lengua y después con una garra gruesa que parecía de madera y que lenta y laboriosamente desenganchó de la viga.
—En cierto modo… —dijo mientras se lamía y se arañaba— nosotros los perezosos somos como… pequeños mundos… dentro de nosotros mismos.
Los perezosos eran expertos en pausas y en hablar lo imprescindible. Se preguntó si para un perezoso el mundo del hombre se movía a una velocidad tremenda, parpadeante, si veía a los seres humanos tensos y acelerados, de la misma forma que Quentin la veía a ella ralentizada.
—Hay una especie de algas —prosiguió—, que solamente crece… en la piel de los perezosos. Es lo que produce nuestro excepcional… tono verde. El alga nos ayuda a mezclarnos con las hojas. Pero también sirve… para alimentar todo un sistema ecológico. Hay una especie de polilla que únicamente vive… en el grueso pelaje de algas… de los perezosos. Una vez que la polilla llega al perezoso escogido —se peleó con un nudo de pelaje especialmente cartilaginoso durante un largo minuto antes de continuar— las alas se rompen. Ya no las necesita. Nunca se irá.
Tras asearse volvió a clavar la garra en la viga y retomó su pasivo estado boca abajo.
—Se denominan polillas de perezoso.
—Mira —dijo Quentin—. Te seré franco. Ahora mismo no tengo tiempo de ir al Hades. En cualquier otro momento llorar la muerte de Benedict sería lo más importante de mi vida, pero el universo está atravesando una crisis. Buscamos una llave y eso implica mucho trabajo. Mucho. No encontrarla supondría el fin de Fillory. Esto va a tener que esperar.
—Mientras estés en el Hades el tiempo no pasará. Para los muertos no hay cambio y, por lo tanto, el tiempo no existe.
No podía permitirse ninguna distracción.
—Incluso aunque no pase el tiempo. De todos modos, ¿de qué serviría? No puedo resucitarlo.
—No.
—Odio ser tan sincero, pero ¿de qué serviría?
—Le podrías ofrecer un poco de consuelo. En ocasiones los vivos pueden dar algo a los muertos. Y tal vez él también pueda ofrecerte algo. Mi modo de ver las emociones de los hombres es…
El perezoso hembra hizo una pausa para elegir bien las palabras.
—¿Impreciso? —sugirió Quentin.
—Exactamente. Impreciso. Pero no creo que Benedict estuviese contento con su muerte.
—Fue una muerte terrible. Debió de sentirse muy infeliz.
—Creo que quizás él te quiera decir eso.
Quentin no se había planteado esa posibilidad.
—Creo que quizá también podría darte algo.
El perezoso hembra lo contemplaba con sus ojos gelatinosos y brillantes que parecían absorber la luz procedente de otro lugar. Después los cerró.
El barco gruñía pacientemente cuando las olas se estrellaban contra el casco una y otra vez con monotonía. Quentin observaba al animal. Para entonces ya había aprendido lo suficiente como para saber que cuando él se enojaba con alguien, solía ser por algo que él, Quentin, debía hacer y no hacía. Se imaginó a Benedict atrapado y languideciendo en unos dibujos animados del infierno de pésima calidad. ¿Querría que alguien fuese a verle? Probablemente sí.
Quentin se sentía responsable. Para algo era rey. Y Benedict había muerto antes de descubrir para qué servían las llaves. Pensó que había muerto en vano. No quería pasarse toda la eternidad rumiando al respecto.
Una de las cosas que Quentin recordaba de las lecturas sobre el rey Arturo era que los caballeros que tenían pecados sobre su conciencia nunca tenían mucho éxito en la búsqueda del Santo Grial. Lo suyo era confesarse antes de partir. Había que enfrentarse a uno mismo y tragarse la propia mierda, así es como se llegaba a alguna parte. En aquel momento Quentin pensaba que eso era obvio y nunca comprendió por qué Gawain y los caballeros más chulos no tragaron, se confesaron, recibieron la absolución y siguieron adelante. En lugar de eso no hacían más que dar tropiezos, meterse en peleas y sucumbir a las tentaciones y al final acabar lejos del Santo Grial.
Pero cuando uno estaba en medio de todo eso, no resultaba ni mucho menos tan obvio. Tal vez la muerte de Benedict era, si no exactamente un pecado sobre su conciencia, sí un asunto por resolver. El perezoso hembra tenía razón. Le pesaba en el alma y ralentizaba todo el proceso. Quizá se tratase de una de esas ocasiones en las que ser un héroe no implicaba ser especialmente valiente sino cumplir con su cometido.
Pues bien, en resumen, nunca es el momento ideal para ir a ver a los muertos en el Hades. Y si aquel animal decía la verdad tal vez estaría de vuelta antes de que nadie se percatase de que se había marchado.
—¿Así que puedo hacerlo sin perder el tiempo? —preguntó—. ¿Me refiero a que literalmente aquí no va a pasar el tiempo?
—Puede que haya exagerado. No pasará el tiempo mientras estés en el Hades. Pero tendrás que hacer algunos preparativos antes de partir.
—Y podré regresar.
—Podrás regresar.
—Bien. De acuerdo. —Si no se cambiaba iría de visita al Hades en pijama—. Empecemos. ¿Qué tengo que hacer?
—Olvidé mencionar que el ritual ha de realizarse en tierra.
—Ah, bueno. —Gracias a Dios al final podría volver a la cama. El infierno tendría que esperar—. Pensaba que nos íbamos ahora mismo. Bueno, entonces, ya me pasaré por aquí abajo la próxima vez que…
Se oyó un lejano estrépito de botas arriba.
—Acabamos de avistar tierra, ¿no? —preguntó Quentin.
El perezoso hembra cerró los ojos con gravedad y después los volvió a abrir: efectivamente, sí, acabamos de avistar tierra. Quentin iba a preguntarle cómo lo hacía, pero se contuvo porque tendría que aguantar la respuesta y por el momento ya había escuchado suficiente sabiduría de boca de perezosa.
En menos de una hora Quentin estaba de pie en una playa llana y gris en plena noche. Hubiese querido marcharse al Hades y regresar discretamente sin que lo supiese el resto del grupo. Y después tal vez podría sacarlo a colación, mencionarlo en una conversación, por cierto, he ido al infierno y regresado, nada importante, ¿por qué preguntas? Benedict os manda saludos. No se había planteado hacerlo en público.
Pero tenía varios espectadores: Eliot, Josh, Poppy e incluso Julia, que había salido de su aturdimiento para observar. Bingle y uno de los marineros estaban cerca con un remo largo apoyado en los hombros, del cual colgaba el perezoso hembra. Lo habían llevado a la playa así, como si fuese la ijada de una ternera. Les había parecido la forma más fácil.
De todos ellos, Poppy era la única que no parecía convencida de que debiese ir.
—No sé, Quentin —dijo—. Intento imaginármelo. No es como ir a ver a alguien al hospital y decirle ponte bien pronto, aquí tienes unos cuantos globos para que los ates al pilar de la cama. Imagínate que tú estuvieses muerto. ¿Te gustaría que los vivos te fueran a ver sabiendo que no podrías regresar con ellos? Yo no estoy cien por cien segura de que me gustase. Es un poco como si te lo restregasen. Quizá deberías dejarle descansar en paz.
Pero Quentin no haría tal cosa. ¿Qué era lo peor que podía suceder? Benedict le podía echar si quería. Los demás se acurrucaban en sus túnicas y abrigos para protegerse del aire frío. La isla no era mucho más que un gran bajío, llano y uniforme. La marea había bajado y el mar más que tranquilo estaba lánguido. Cada pocos minutos reunía la suficiente energía para formar una ola que se elevaba quince centímetros y después se desplomaba en la playa con un chasquido que sobresaltaba, como si quisiese recordar a todo el mundo que todavía estaba allí.
—Estoy listo —dijo Quentin—. Dime qué tengo que hacer.
El perezoso hembra les había pedido que trajesen una escalera y una tabla larga del barco. Ahora les indicaba que pusiesen los dos elementos derechos y los apoyasen el uno contra el otro para formar un triángulo. La escalera y la tabla se resistían a quedarse de ese modo, el triángulo no paraba de desmoronarse, así que Josh y Eliot tuvieron que sujetarlo. Como antiguo miembro de un club infantil, Quentin estaba acostumbrado a hacer magia con materias primas poco prometedoras, pero aquello era de veras tosco. La medialuna de Fillory les contemplaba desde el cielo y bañaba la escena con una luz plateada. Rotaba a una velocidad espeluznante, una vez cada diez minutos aproximadamente, de manera que los cuernos siempre apuntaban en distintas direcciones.
—Ahora sube por la escalera.
Quentin subió. Eliot gruñó por el esfuerzo que le suponía mantenerla derecha. Quentin tenía que llegar hasta arriba.
—Ahora deslízate por el tobogán.
La indicación del perezoso hembra estaba clara. Se suponía que tenía que deslizarse por la tabla como si fuese el tobogán de un parque infantil. Pero no era el tobogán de un parque infantil y ponerse en la posición adecuada sin barras a las que sujetarse era una especie de número circense. La tabla se tambaleó y a punto estuvo de desplomarse, pero Josh y Eliot consiguieron sujetarla.
Quentin se sentó en la parte superior del triángulo. No había imaginado que ese viaje al Hades fuese tan ridículo. Había pensado que dibujaría signos profanos en la arena en letras de fuego de tres metros de altura y abriría de par en par las puertas del infierno. No se puede ganar siempre.
—Deslízate por el tobogán —repitió el animal.
Era una tabla de madera de pino sin pulir, así que tuvo que impulsarse varios centímetros, pero al final logró deslizarse por el resto hasta llegar abajo. Estaba preparado para que en cualquier momento se le clavase una astilla en el trasero, pero no se le clavó ninguna. Plantó los pies descalzos en la arena dura y fría. Se detuvo.
—Y ahora ¿qué? —gritó.
—Ten paciencia —repuso el animal.
Todo el mundo esperó. Rompió una ola. Una ráfaga de viento le onduló la tela del pijama.
—¿Debería…?
—Intenta mover los dedos de los pies un poco.
Quentin los movió introduciéndolos más en la arena fría y húmeda de la playa. Estaba a punto de levantarse y darse por vencido cuando notó que los dedos del pie atravesaban algo en la nada y la arena cedía y le dejaba descender.
En cuanto estuvo debajo de la arena, el tobogán se convirtió en uno de verdad, de metal y con pasamanos del mismo material. El tobogán de un parque infantil. Se deslizó por él completamente a oscuras, sin ver nada a su alrededor. No era un sistema perfecto: cada vez que ganaba un poco de velocidad, se quedaba encallado y tenía que impulsarse de nuevo mientras el trasero le chirriaba con fuerza en la más completa oscuridad.
Un poco más adelante, debajo de él, apareció una luz. No iba muy rápido, así que tuvo mucho tiempo para inspeccionarla mientras descendía. Se trataba de una bombilla eléctrica normal sin pantalla instalada en una pared de ladrillo. El enladrillado era viejo e irregular y no le hubiese ido mal un nuevo rejuntado. Debajo de la luz había un par de puertas dobles de metal pintadas en marrón grisáceo. Eran completamente normales, el tipo de puertas que podría haber servido para la sala de actos de un colegio.
Delante de la luz había alguien que parecía demasiado bajo para estar de pie delante de la entrada del infierno. Aparentaba ocho años. Era un niñito de aspecto inteligente, moreno, de pelo corto y rostro alargado. Vestía un traje gris de niño con camisa blanca pero sin corbata. Parecía como si se hubiese puesto nervioso en la iglesia y hubiese salido un momento para tranquilizarse.
Ni siquiera tenía una banqueta para sentarse, así que estaba de pie, en su sitio, todo lo quieto que podía estar un niño de ocho años. Intentó silbar, pero no lo consiguió. Dio una patada a nada en particular.
A Quentin le pareció prudente reducir la velocidad y detenerse a unos seis metros antes del final del tobogán. El niño le observaba.
—Hola —saludó el niño. Su voz sonaba fuerte en el silencio.
—Hola —respondió Quentin.
Acabó de bajar el tobogán y se levantó con la máxima elegancia posible.
—No estás muerto —afirmó el niño.
—Estoy vivo —contestó Quentin—. Pero ¿es esta la entrada del Hades?
—¿Sabes cómo he sabido que estabas vivo? —El niño señaló detrás de Quentin—. El tobogán. Va mucho mejor si estás muerto.
—Ah, sí. Me he quedado atascado varias veces.
Quentin sentía una picazón en la piel solo de estar allí de pie. Se preguntó si el niño estaba vivo. No parecía muerto.
—Los muertos son más ligeros —añadió el niño—. Y cuando mueres te dan una bata. Es mejor para deslizarse que los pantalones normales.
La bombilla creaba un halo de luz en la oscuridad. A Quentin le daba la sensación de que les rodeaba un vacío enorme. No había cielo ni techo. Las paredes de ladrillo parecían ascender hasta la eternidad, la verdad es que por lo que veía ascendían hasta la eternidad. Se encontraba en el subsótano del mundo.
Quentin señaló las puertas dobles que estaban detrás de él.
—¿Podemos pasar?
—Sólo se puede pasar si estás muerto. Esa es la norma.
—Ah.
Menudo contratiempo. Abigail el perezoso hembra tendría que haberle informado sobre ese detalle. No le entusiasmaba la idea de escalar el largo tobogán, si es que era así como se regresaba al mundo superior. Creía recordar, de cuando era niño, que se podía hacer, más o menos, pero ese tobogán debía de tener unos ochocientos metros de longitud. ¿Y si se caía? ¿Y si alguien moría y bajaba por el tobogán mientras él subía?
Pero también supondría un descanso. Podría retomar sus asuntos. Proseguir con la búsqueda de la llave.
—Es que resulta que mi amigo Benedict está dentro. Y necesito decirle una cosa.
El niño se quedó pensando un momento.
—Tal vez podrías decírmelo a mí y después yo se lo digo a él.
—Creo que debería decírselo yo.
El niño se mordió el labio.
—¿Tienes pasaporte?
—¿Pasaporte? No creo.
—Sí, sí que tienes. Mira.
El niño se acercó y cogió algo del bolsillo de la chaqueta del pijama de Quentin. Era un trozo de papel doblado por la mitad. Quentin lo reconoció enseguida: era el pasaporte que Eleanor le había hecho en la Isla Exterior. ¿Cómo habría llegado hasta su bolsillo?
El pequeño lo observó como un burócrata de ocho años. Alzó la vista para mirar el rostro de Quentin y compararlo con el de la fotografía.
—¿Así es como se escribe tu nombre?
El niño señaló. Debajo de la fotografía Eleanor había escrito con un lápiz de color, en mayúsculas, KENG. La k estaba hacia atrás.
—Sí.
El niño suspiró, exactamente como lo hubiese hecho si Quentin le hubiese ganado a las damas chinas.
—De acuerdo. Puedes pasar.
Puso los ojos en blanco para cerciorarse de que Quentin era consciente de que no le importaba si entraba o no.
Quentin abrió una de las puertas. No estaba cerrada. Se preguntó qué habría hecho el niño si él hubiese entrado por las buenas sin detenerse. Probablemente se habría transformado en algo horrible y atroz, tipo El exorcista, y lo habría engullido. La puerta daba a un enorme espacio abierto tenuemente iluminado por unas hileras de fluorescentes situados en lo alto.
Estaba lleno de gente. Le embargó el aire viciado y el estruendo del murmullo de miles de conversaciones. Así, a bote pronto, le recordaba a un gimnasio o a un centro recreativo. La gente estaba de pie, sentada, dando vueltas, pero lo que más hacía era participar en juegos.
Justo delante de él cuatro personas golpeaban cansinamente hacia delante y hacia atrás un volante por encima de una red de bádminton. Un poco más lejos, se veían una red de voleibol que nadie utilizaba y unas mesas de pimpón. El suelo era de madera muy barnizada, rayada con las líneas curvas superpuestas de diversos deportes de pistas de interior, pintadas unas sobre otras en ángulos raros, en colores raros, como en los gimnasios de los colegios. En el ambiente se percibía el vacío y el eco característicos de un gran estadio, donde el sonido recorre un largo trecho, pero no tiene dónde rebotar, de modo que es gris, irregular e indistinto.
Las personas —las sombras, suponía— parecían todas sólidas, a pesar de que la luz artificial las descoloría. Todo el mundo llevaba ropa blanca holgada, de deporte. Al final, el pijama no desentonaría.
La presión del aire seco le comprimía los oídos. Quentin decidió tomarse las cosas como venían, no pensar demasiado, no intentar entenderlo, simplemente limitarse a encontrar a Benedict. Por eso estaba allí. En aquella situación realmente se necesitaba a un Virgilio para que te guiase. Miró detrás de él, pero las puertas ya se habían cerrado. Incluso tenían, en lugar de pomos, esas largas barras de metal que hay que apretar para abrir.
En ese momento una de las puertas se abrió y Julia se coló. Miró alrededor de la habitación, de la misma manera que había mirado Quentin, pero sin su aire de total desconcierto. Su capacidad para tomar las cosas con gran aplomo era increíble. La fiebre y el aturdimiento parecían haber desaparecido. La puerta se cerró tras ella con un estrépito metálico.
Por un instante pensó que estaba muerta y se le paró el corazón.
—Tranquilo —dijo Julia—. He pensado que igual querías compañía.
—Gracias. —El corazón volvió a latirle—. Tienes razón, sí que quiero compañía. Cuánto me alegro de que hayas venido.
Las sombras no parecían especialmente contentas de estar en el Hades. Parecían, sobre todo, aburridas. Nadie corría para golpear el volante en la pista de bádminton. Balanceaban la raqueta sin fuerza y, si alguien mandaba el volante a la red, su compañero no parecía especialmente enfadado por ello. Un tanto disgustado, quizá. Como mucho. No les importaba. Al lado de la pista había un marcador pero nadie llevaba el tanteo. Mostraba el resultado final del penúltimo partido o tal vez del antepenúltimo.
De hecho, muchos no jugaban a nada, se limitaban a hablar o a tumbarse boca arriba y mirar sin decir nada los fluorescentes que zumbaban. Las luces no tenían mucho sentido. En Fillory no había electricidad.
—¿Te ha cogido el pasaporte? —preguntó Quentin.
—No. No me ha pedido nada. Ni siquiera me ha mirado.
Quentin frunció el ceño. Qué raro.
—Mejor que empecemos a buscarle —añadió.
—No nos separemos.
Quentin se obligó caminar. A medida que se adentraban en el gentío, parecía que mayor era el riesgo de quedarse atrapados allí para siempre, al margen de lo que el perezoso hembra hubiese dicho. Avanzaron entre los diferentes grupos, a veces tropezaban con las piernas e intentaban no pisar las manos de la gente, como si fuese un picnic multitudinario. Le preocupaba llamar la atención por estar vivo, pero la gente se limitaba a levantar la mirada, echarle un vistazo y después mirar a otro lado. No era un Hades como el de Homero o el de Dante, donde todo el mundo se moría por hablar con los recién llegados.
La verdad es que más que espeluznante era deprimente. Era como ir a un campamento de verano o una residencia de ancianos o una oficina: todo está bien y en orden, pero saber que no tienes que quedarte, que puedes irte a casa al final del día y no regresar nunca más, te hace sentir un alivio de vértigo. No todo el material deportivo estaba impecable. Algunas cosas estaban bastante cochambrosas: los tableros de los juegos tenían arrugas agrietadas y ásperas en la parte central donde se doblaban y a algunas de las raquetas de bádminton les colgaban una o dos cuerdas rotas. Se llevó el primer susto al ver a Fen.
Tenía que habérselo imaginado. Ella había sido una de las guías durante el viaje al interior de la tumba de Ember. Era la buena, la que no los traicionó. Apenas la había conocido en vida, pero era inconfundible, con sus labios carnosos y su pelo corto de lesbiana. La última vez que la vio un gigante de hierro al rojo vivo la aplastaba y simultáneamente le prendía fuego. Ahora presentaba un aspecto más saludable que nunca, aunque un poco pálida mientras jugaba una partida de pimpón con parsimonia. Resultaba imposible saber si Fen le había reconocido o no.
Entonces se hizo la pregunta que había intentado evitar desde que el perezoso hembra lo había mencionado por primera vez: ¿estaría Alice allí? Una parte de él anhelaba verla, hubiese dado cualquier cosa por que uno de los rostros de la multitud fuese el de ella. Otra parte esperaba que no estuviese ahí. Ahora era una niffin. Quizás eso contaba como todavía con vida.
Aquí y allá había grandes pilares de metal que sostenían el techo y Benedict, sentado, se apoyaba en uno de ellos mientras tenía la mirada perdida en la distancia vacía y pálida. Delante tenía un solitario a medias, pero había perdido interés en el juego, aunque era obvio que no se había atascado. Podía poner un cinco de diamantes rojo en un seis de trébol.
Se parecía más al Benedict que había conocido en la sala de mapas que al forajido tostado por el sol en que se había convertido a bordo del Muntjac. Estaba pálido y tenía los brazos delgados, con el típico flequillo negro caído sobre los ojos. Le había vuelto a crecer el pelo. Parecía un hosco joven de Caravaggio. La muerte le hacía parecer más joven.
Quentin se detuvo.
—Hola, Benedict.
—Hola —saludó Julia.
La mirada de Benedict se posó en Quentin y rápidamente la dirigió a la distancia.
—Sé que no me puedes llevar contigo —dijo con calma.
Los muertos no tienen pelos en la lengua.
—Tienes razón —repuso Quentin—. No puedo llevarte conmigo. Es lo que dijo el perezoso.
—Entonces, ¿para qué has venido?
Ahora sí que lanzó a Quentin una mirada acusadora. A Quentin le preocupaba que tuviese una herida abierta en el cuello, pero estaba en perfecto estado. No es un zombi, es un fantasma, se recordó a sí mismo. No, una sombra,
—Quería verte otra vez.
Quentin se sentó a su lado y también se apoyó en el pilar. Julia se sentó al otro lado. Los tres juntos miraron a la inquieta muchedumbre de muertos.
Pasó un rato, tal vez unos cinco minutos, tal vez una hora. Era difícil calcular el tiempo en el Hades. Quentin debería tener cuidado con eso.
—¿Cómo estás, Benedict? —preguntó Julia.
Benedict no respondió.
—¿Viste lo que me pasó? —preguntó—. No podía creerlo. Bingle dijo que nos quedáramos en el barco, pero pensé… —No terminó, se limitó a fruncir el ceño con impotencia y a hacer un gesto de incredulidad con la cabeza—. Quería probar algunas de las cosas que habíamos estado practicando. En serio, en una lucha de verdad. Pero en el momento en que salí del barco, zas. Justo en el cuello. Justo en la parte hueca del cuello.
Apretó el dedo índice en la parte blanda debajo de la nuez, el punto por donde había entrado la flecha.
—Ni siquiera me dolió tanto. Eso fue lo gracioso. Creí que podría sacarla. Me di la vuelta para regresar al barco. Entonces me di cuenta de que no podía respirar, así que me senté. Tenía la boca llena de sangre. La espada se me cayó al agua. ¿Puedes creerte que eso era lo que me preocupaba? Intentaba calcular si podríamos sumergirnos más tarde para recuperar la espada. ¿Alguien la recuperó?
Quentin negó con la cabeza.
—Supongo que no importa —prosiguió Benedict—. No era más que una espada de prácticas.
—¿Qué sucedió después? ¿Bajaste por el tobogán?
Benedict asintió con la cabeza.
Quentin estaba desarrollando una teoría al respecto. El tobogán era humillante, eso es lo que era. Deliberadamente vergonzoso. Eso es lo que hacía la muerte, te trataba como a un niño, como si todo lo que habías pensado y hecho, todo lo que te había importado no fuese más que un juego infantil que se podía desmontar y tirar una vez terminado. No importaba. La muerte no te respetaba. La muerte pensaba que eras una mierda y quería asegurarse de que lo supieses.
—¿Y habéis conseguido la llave? —preguntó Benedict.
—Quería hablarte sobre eso —repuso Quentin—. Sí que conseguimos la llave. Hubo una gran pelea y conseguimos la llave y al final resultó que era muy importante. Quería que lo supieses.
—Pero no murió nadie más. Únicamente yo.
—No murió nadie más. Yo recibí una puñalada en el costado. —Dadas las circunstancias no había mucho de lo que alardear—. Pero lo que quería decirte es que lo que hiciste fue muy importante. Tu muerte no fue inútil. Esas llaves… las utilizaremos para salvar Fillory. Había una razón para todo ello. Sin ellas toda la magia desaparecerá y el mundo entero se desplomará. Pero las utilizaremos y podremos evitarlo.
La expresión de Benedict permaneció inalterable.
—Pero yo no hice nada —repuso—. Mi muerte no ha servido de nada. Podía haberme limitado a quedarme en el barco.
—No sabemos lo que hubiese sucedido —añadió Julia.
Benedict la ignoró de nuevo.
—No me oye —le dijo Julia a Quentin—. Pasa algo raro. Aquí nadie me ve o me oye. No sabe que estoy aquí.
—¿Benedict? ¿Ves a Julia? Está sentada a tu lado.
—No. —Benedict frunció el ceño de la forma que solía hacerlo, como si Quentin le avergonzase—. No veo a nadie. Sólo a ti.
—Aquí soy como un fantasma —dijo ella—. Un fantasma entre fantasmas. Un fantasma invertido.
¿Por qué motivo los muertos no veían a Julia? Era una cuestión importante, pero ya darían con la respuesta. Observaron un rato más a la multitud y escucharon la sucesión de golpes del juego del pimpón. A pesar de todo el tiempo del que disponían para practicar, a los muertos no se les daba muy bien. Nadie intentaba jamás dar un golpe fuerte o hacer un servicio especial y los peloteos no duraban más de unos cuantos tiros antes de que la pelota se estrellase contra la red o cayese botando entre la multitud.
—Todo este lugar —dijo Benedict—, es como si alguien hubiese intentado hacerlo agradable, con todos los juegos y tal, pero sin importarle lo bastante para pensarlo bien. ¿Entiendes? Quiero decir, ¿a quién coño le importa? ¿Quién quiere pasarse la eternidad jugando? Estoy hastiado y ni siquiera llevo aquí tanto tiempo.
Alguien. Los dioses plateados, probablemente. Benedict le dio una patada al solitario y deshizo las hileras rectas y ordenadas.
—Ni siquiera te dan poderes. Ni siquiera puedes volar. Ni siquiera soy transparente. —Levantó la mano para demostrar su opacidad y la dejó caer de nuevo—. Porque entonces hubiese estado demasiado bien, me imagino.
—¿Qué otras cosas puedes hacer aquí? ¿Aparte de jugar?
—No mucho. —Benedict se puso la mano en el pelo y miró al techo—. Hablar con las otras sombras. No hay nada para comer, pero no se siente hambre. Unas pocas personas se pelean o tienen relaciones sexuales o lo que sea. Incluso puedes observarles mientras lo hacen. Pero al cabo de un tiempo, bueno, ¿qué sentido tiene? Sólo lo hacen los nuevos.
»En una ocasión formaron una pirámide humana para intentar alcanzar las luces. Pero no se puede, están demasiado altas. Yo nunca tuve relaciones sexuales —añadió—. En el mundo real. Ahora ni siquiera quiero.
Quentin habló durante un rato para explicarle todo lo que había sucedido.
—¿Ya te has acostado con esa chica, con Poppy? —le interrumpió Benedict.
—Sí.
—Todo el mundo decía que acabarías acostándote con ella.
¿Ah, sí? Julia, fantasma de fantasma, esbozó una sonrisita.
Por el rabillo del ojo Quentin no pudo evitar darse cuenta de que estaban llamando la atención. Nada obvio, pero un par de personas les señalaban. Un niño, de unos trece años, estaba de pie mirándoles fijamente. Quentin se preguntó cómo habría muerto.
—Empiezo a entenderlo —afirmó Julia—. Se ha ido completamente. La parte de mí que era humana, la parte de mí que podía morir. —Le hablaba a él, sin embargo sus ojos negros estaban clavados en la distancia—. Nunca volveré a ser humana. No lo había comprendido hasta ahora. He perdido mi sombra. Supongo que lo sabía. Simplemente no quería creerlo.
Empezó a responderle, a decirle que sentía lo que había perdido, que sentía no poder hacer más, que sentía todo lo que había sucedido y lo que no había sucedido, fuera lo que fuese. Pero había tantas cosas que no entendía. ¿Qué significaba perder la sombra? ¿Cómo ocurría? ¿Cómo se sentía uno? ¿Era ella ahora menos o más humana? Pero Julia levantó la mano y entonces Benedict habló.
—Espero que fracases —le dijo de pronto, como si acabase de tomar una decisión sobre ello—. Espero que nunca encuentres la llave y que mueran todos y que el mundo se acabe. ¿Sabes por qué? Porque así quizás este lugar también se acabe.
Entonces Benedict rompió a llorar. Sollozaba con tal fuerza que ni siquiera hacía ruido. Recobró el aliento y empezó a sollozar más.
Quentin le puso una mano en la espalda. Di algo. Cualquier cosa.
—Lo siento, Benedict. La muerte te llegó demasiado pronto. No tuviste tu oportunidad.
Benedict negó con la cabeza.
—Fue bueno que muriese. —Respiró y se estremeció—. Era un inútil. Estuvo bien que fuese yo y no otro. —Al final de la frase la voz se le convirtió en un chillido.
—No —dijo Quentin con firmeza—, eso es una tontería. Eras un gran cartógrafo e ibas a ser un gran espadachín y, joder, es una tragedia que murieses.
Benedict asintió.
—¿Saludarás… la saludarás de mi parte? Dile que me gustaba.
—¿A quién te refieres?
A pesar de que tenía la cara roja de llorar y mojada por las lágrimas, el rostro de Benedict conservaba todo su antiguo desdén adolescente.
—A Poppy. Fue muy amable conmigo. ¿Crees que podría venir a verme?
—No creo que tenga pasaporte. Lo siento, Benedict.
Benedict asintió con la cabeza. Ahora había más sombras alrededor de ellos dos. No cabía duda de que se estaba formando un grupo y no estaba totalmente claro que sus intenciones fuesen buenas.
—Volveré —dijo Quentin.
—No puedes. Son las normas. Sólo puedes venir una vez. ¿No te han cogido el pasaporte? No te lo han devuelto, ¿verdad?
—No. Supongo que no.
Benedict respiró con dificultad y se secó los ojos con la manga blanca.
—Ojalá me hubiese podido quedar. No puedo dejar de pensar en eso. ¡Es tan estúpido! Si hubiese esperado en el barco, todavía estaría allí arriba. Miré la flecha y pensé, este palito, este trocito de madera se lleva toda mi vida por delante. Eso es todo lo que vale mi vida. Un palito la borra por completo. Eso es lo último que pensé. —Miró directamente a Quentin. Fue el único momento en el que no parecía enfadado o avergonzado—. Lo añoro tanto. No sabes cuánto lo añoro.
—Lo siento, Benedict. Nosotros también te añoramos.
—Escucha, es mejor que te vayas. No creo que quieran que estés aquí.
Alrededor de ellos dos se había congregado, en un irregular semicírculo, una multitud silenciosa. Tal vez fuese el pijama de Quentin. Quizá percibían que estaba vivo. El niño que antes le miraba fijamente era uno de ellos. Quentin deseó que las sombras no tuviesen un aspecto tan sólido.
Quentin y Benedict se levantaron con las espaldas apoyadas en el pilar. Julia hizo lo mismo.
—Tengo una cosa —dijo Benedict recuperando su timidez—. Iba a devolverla.
Sacó algo del bolsillo y se lo puso a Quentin en la mano. Tenía los dedos fríos y lo que le había dado también era duro y frío. Era la llave de oro.
—¡Oh! ¡Dios mío! —Era la última. Quentin la sujetó con las dos manos—. Benedict, ¿cómo la conseguiste?
—Quentin —preguntó Julia—. ¿Es la que buscamos?
—La he tenido todo el tiempo —explicó Benedict—. La cogí cuando nadie miraba después de que tú y la reina Julia traspasarais la puerta. No sé por qué lo hice. No sabía cómo devolverla. Pensé que tal vez podría fingir que la había encontrado. Lo siento. Quería ser un héroe.
—No lo sientas. —El corazón de Quentin palpitaba con fuerza. Ya estaba. Al final ganarían—. No lo lamentes en absoluto. No importa.
—Vino aquí abajo conmigo cuando morí. No sabía qué hacer.
—Hiciste lo que debías, Benedict. —Cuán equivocado había estado. Al final no había tenido que matar a un monstruo ni resolver un enigma. Simplemente le había bastado bajar al Hades para ver qué tal le iba a Benedict—. Gracias. Eres un héroe. De verdad. Siempre lo serás.
Quentin rio con fuerza y le dio una palmada en el hombro al pobre Benedict. Él también se rio, a su pesar, y después no tan a su pesar. Quentin se preguntó cuándo fue la última vez que alguien se había reído allá abajo.
—Ya es hora —dijo Julia—. Estoy lista.
Sí. Era hora de irse, si es que era eso lo que quería decir. Pero las sombras no parecían querer que se marchasen. Estaban de pie alrededor de ellos formando un semicírculo, quizá fueran unas cien, y bloqueaban el camino hacia la puerta. No podría abrirse camino a través de ellas, eran demasiadas. Retrocedió con la esperanza de que el pilar quedase entre él y la turba para tratar de pensar. El corazón le dio un vuelco durante unos instantes al ver a Jollyby sentado en el suelo, a unos cuarenta y cinco metros de distancia, con sus piernas robustas y su barba.
Pero se limitaba a mirar, demasiado apático incluso para levantarse. No haría nada.
La llave. Podría abrir una puerta. Quentin la hundió en el aire en un gesto desesperado, pero no enganchó nada. No encontraba la cerradura. La hundió con más fuerza y violencia. A saber dónde les llevaría, pero cualquier lugar era mejor que ese.
—Eso no funciona aquí —gritó alguien con el acento de un colegial británico—. La magia no funciona. —Era el niño y Quentin lo reconoció entonces. Era Martin Chatwin en persona, pero muy joven; su sombra aparentaba unos trece años. Ese era el aspecto que debía de haber tenido justo antes de convertirse en un monstruo, antes de morir por primera vez.
»No veo a tu novia —dijo Martin con mala intención—. Ella no te salvará.
Tal vez lo que les atraía era el hecho de que Quentin todavía podía morir. Al matarlo podrían cambiar algo, hacer algo, por muy terrible que fuese, que sirviera de algo en el mundo de arriba.
Un par de sombras de la primera fila empezaron a avanzar, la primera ola de la inevitable avalancha, pero Benedict se adelantó para recibirlas y dudaron. Le arrebató una raqueta de bádminton a alguien y la blandió delante de las sombras como si fuese una espada.
—¡Venga, cabrones! —Ahí estaba, el guerrero que Benedict debió haber sido. Adoptó la postura perfecta para batirse en duelo que había aprendido de Bingle y con la raqueta señaló a Martin Chatwin—. Venga, ¿quién es el primero? —gritó—. ¿Tú? ¡Pues venga!
Quentin dio un paso adelante para ponerse a su lado aunque, sin nada en las manos y sin magia, era perfectamente consciente de que no parecía muy peligroso. Qué pena no haber traído una espada. Se preparó y levantó los puños e hizo lo que pudo para que pareciese que tenía una mínima idea de qué haría con ellos.
—Estoy cambiando —dijo Julia impasible detrás de él. Tras lo cual repitió—: ya era hora.
Ahora no. Por favor, ahora no. Que no pase nada nuevo ahora. Quentin dirigió una mirada furtiva a Julia, entonces se quedó quieto y la miró fijamente. Todo el mundo la miraba. Julia había crecido y sus ojos eran ahora de un color verde brillante. Algo pasaba. Con un gesto reflexivo en el rostro, el ceño ligeramente fruncido, se miraba cómo los brazos le crecían sin parar y se hacían más fuertes, miraba cómo la piel adquiría una luminiscencia perlada, lustrosa. Como en el combate del castillo, pero con mayor intensidad. Se estaba convirtiendo en otra persona.
Después empezó a sonreír, a sonreír de verdad. Miró, sin fijarse en Quentin, a las sombras congregadas y estas retrocedieron como si estuviesen ante un viento fuerte. Benedict se quedó boquiabierto.
—¿Me ves ahora? —preguntó Julia.
Asintió mientras la miraba con ojos desorbitados.
Ahora era algo diferente, algo que ya no era humano. ¿Un espíritu? Antes era bella, sin embargo ahora era espléndida. El hecho de estar allí debía de haber provocado, o permitido, que acabase de convertirse en lo que había estado convirtiéndose todo ese tiempo. Ahora era tan alta como Quentin, aunque parecía que no crecería más. Con expresión curiosa cogió un palo del suelo, algo parecido a un palo de hockey. Cuando lo tocó, creció. Cobró vida y se convirtió en un bastón largo con un puño nudoso. Lo levantó y las sombras, apresuradamente, retrocedieron todavía más, Martin Chatwin incluido.
—Acércate —le dijo. Su voz era de Julia, pero amplificada y con eco—. Acércate y lucha.
Martin no se acercó. No hacía falta, Julia se acercó a él. En un abrir y cerrar de ojos, con una rapidez fuera del alcance de los humanos, como si fuese un pez venenoso al atacar, lo cogió por la camisa. Lo levantó y lo arrojó a la multitud, los brazos y las piernas abiertos como si fuese una estrella de mar. Su fuerza era surrealista. Quentin no estaba seguro de que pudiese hacer daño a Martin, no moriría por tercera vez, pero no cabía la menor duda de que para él había sido una experiencia desmoralizadora.
La multitud era como una muchedumbre futbolera: las hileras delanteras retrocedían apresuradamente, pero detrás de ellas las sombras llegaban en todas direcciones y las empujaban de nuevo hacia delante. Las voces y el ruido de los pies retumbaban en la enorme sala. Se había corrido la voz. Algo pasaba. No acababan nunca. Probablemente Julia podría abrirse camino entre la multitud para llegar hasta la puerta, pero Quentin no creía que pudiese salvarles a todos.
Julia tenía la misma impresión.
—No te preocupes —dijo—. Todo saldrá bien.
Quentin le había dicho lo mismo en el jardín de la casa de sus padres en Chesterton. Se preguntó si Julia también lo recordaba. La verdad es que sonaba mucho mejor ahora que era ella quien lo decía.
Julia golpeó el suelo con la punta del bastón y en ese momento Quentin tuvo que mirar hacia otro lado, tal era la intensidad de la luz. No veía nada, pero oyó cómo las sombras apelotonadas del Hades de Fillory daban al unísono un grito ahogado. La luz era diferente, no era el insustancial fluorescente que pasaba por luz allí abajo, era como una verdadera luz solar, blanca y dorada, con toda su longitud de onda intacta. Era como si se hubiese abierto un claro entre las nubes.
Se oyó una voz.
—Basta —dijo. Era la voz de una mujer. Una voz armónica que estremecía.
Cuando Quentin volvió a mirar vio a una mujer de pie delante de Julia, en el lugar donde el bastón había golpeado el suelo. Era la imagen del poder. Tenía un rostro precioso, cálido y divertido, orgulloso y ardiente a la vez. Era el rostro de una diosa. La mitad del mismo estaba en sombra. Denotaba gravedad y una comprensión del dolor. Todo irá bien, parecía decir, y si algo no va bien, lo lamentaremos.
En una mano sostenía un bastón nudoso como el de Julia. En la otra llevaba, cosa extraña, un nido de pájaro con tres huevos azules.
—Basta —repitió.
Las sombras la obedecieron y no se movieron. Julia se arrodilló delante de la diosa con el rostro escondido en las manos.
—Hija mía —dijo la diosa—. Ya estás a salvo. Ya ha pasado todo.
Julia asintió y alzó la vista para mirarla. Las lágrimas cubrían su rostro.
—Eres Ella —dijo—. Nuestra Señora.
—He venido para llevarte a casa.
La diosa hizo una señal a Quentin. No resplandecía exactamente, pero era tan intensa que costaba mirarla, de la misma forma que cuesta mirar al sol. Hasta ese instante no se había dado cuenta de su altura. Debía de medir tres metros.
Los muertos los miraban en silencio. Habían dejado de jugar al pimpón. Por un instante el Hades al completo estaba en silencio.
Julia se levantó y se secó las lágrimas.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Quentin—. Has cambiado.
—Todo ha terminado —respondió Julia—. Ahora soy hija de una diosa. Una dríade. Soy parcialmente divina —añadió casi con timidez.
Quentin la miró. Estaba espléndida. Todo iría bien.
—Te pega —dijo.
—Gracias. Ahora debemos irnos.
—No te lo discutiré.
La diosa los cogió con su tremendo brazo. Los sujetó y juntos empezaron a ascender hacia las alturas. Alguien gritó y Quentin notó la mano de Benedict que se aferraba a su tobillo.
—¡No me dejéis aquí! ¡Por favor!
Parecía el último helicóptero que partía de Saigón. Quentin se agachó para sujetar a Benedict por la muñeca y por un momento lo logró.
—¡Te tengo! —gritó.
No sabía qué estaba haciendo, pero sabía que sujetaría a Benedict con todas sus fuerzas. Estaban a tres metros de altura, a seis. Lo conseguirían. Recuperarían un alma. Invertirían la entropía. Puede que la muerte ganase la guerra, pero no lo haría con una hoja de servicios perfecta.
—¡Aguanta!
Pero Benedict no aguantó. La mano le resbaló de la de Quentin y cayó entre las sombras sin mediar palabra.
Volaron por encima de los fluorescentes y después por encima de donde debía haber estado el techo. No podía hacer nada más. Como no sujetaba a Benedict, agarró la llave con tal fuerza que se la clavó en la palma de la mano. Había perdido a Benedict, pero no perdería la llave. Ascendieron en la oscuridad, a través del fuego, a través de la tierra, a través del agua y después de nuevo la luz.