Esa mañana en Murs, sentados alrededor de la mesa en la biblioteca, le explicaron a Julia todo lo sucedido.
Por un lado tenía suerte de no haber conseguido entrar hasta ahora. Añoraba los primeros tiempos, cuando pasaban muchas horas simplemente descartando cosas. Por ejemplo, habían desperdiciado seis meses en una teoría que proponía que los hechizos ganaban más fuerza cuanto más te acercabas al centro de la Tierra. Un efecto menor, apenas medible, pero que si se pudiese verificar abriría inmensos campos adecuados para una nueva teoría. Cambiaría todo.
Eso había propiciado una apoteósica gira por minas abandonadas y domos salinos y otras profundas topografías subterráneas, sin excluir una costosa fase para la que se necesitó un carguero alquilado y una batisfera de segunda mano. Pero todo lo que aprendieron después de medio año de duras expediciones espeleológicas y de submarinismo en las profundidades del océano fue que los conjuros de Asmodeus funcionaban un poco mejor una vez que te encontrabas a ochocientos metros bajo tierra y que la explicación más probable era que a Asmodeus la espeleología le entusiasmaba.
Siguieron con la astrología y la magia del océano e incluso con la oniromancia, la magia de los sueños. Parece ser que se pueden lanzar unos conjuros increíbles en sueños. Pero cuando te despiertas todo resulta un tanto inútil y en realidad a nadie le interesa que se lo cuentes.
Trabajaron con el campo magnético de la Tierra, con un aparato copiado de unos dibujos de un tal Nikola Tesla, hasta la noche en que Failstaff a punto estuvo de dar la vuelta a los polos magnéticos del planeta, tras lo cual dejaron esa línea de investigación y poco a poco abandonaron el proyecto. Gummidgy se pasó una semana sin dormir para desarrollar una hipótesis agotadoramente abstracta relacionada con los rayos cósmicos y los efectos cuánticos y el bosón de Higgs que al final sólo ella medio entendía. Juraba poderla demostrar matemáticamente, pero que los cálculos necesarios eran tan complicados que para realizarlos se hubiese necesitado un ordenador del tamaño del universo y una cantidad de tiempo que hubiese excedido la prevista muerte térmica del universo. Se acercaba bastante a la definición de discutible.
Fue entonces cuando se refugiaron en la religión.
En ese momento Julia apartó la silla de la mesa. Notaba que el reflejo nauseoso del intelecto estaba a punto de hacer acto de presencia.
—Lo sé —dijo Pouncy—, pero no es lo que tú crees. Escúchanos.
Failstaff empezó a desenrollar un inmenso diagrama lleno de anotaciones, casi tan grande como la mesa.
La religión nunca había sido un tema de interés para Julia. Se consideraba demasiado inteligente para creer en cosas de las que no tenía pruebas y que se comportaban de una manera que incumplía todos los principios que ella había seguido o de los que había oído hablar. Y se consideraba una persona demasiado realista para creer en cosas por el mero hecho de que la hiciesen sentirse mejor. La magia era otra cosa. Con la magia al menos los resultados son reproducibles. Pero ¿con la religión? Con la religión todo se basa en la fe. Suposiciones sin fundamento realizadas por mentes débiles. Que ella supiera, o creyera saber, los demás miembros de Free Trade compartían sus opiniones sobre ese tema.
—Faltaba una parte —continuó Pouncy—. Pensábamos que habíamos regresado a los primeros principios. Pero ¿y si no era así? ¿Y si había principios anteriores a los que habíamos regresado?
»Suponíamos, hasta que se demostrase lo contrario, que había energías mayores, mucho mayores, y que existía una técnica con la que se podían manipular. El hombre no ha conseguido en la era moderna, que sepamos, acceder a estas energías. Pero supongamos que existe otro tipo de seres que sí tiene acceso a ellas. Quizá no humanos.
—Otro tipo de seres —repitió Julia de forma monótona—. Te refieres a Dios.
—Dioses. Quería averiguar más sobre los dioses.
—Eso es una locura. Los dioses no existen. Ni Dios. Sabes, Pouncy, una de las cosas que me encanta de no haber ido a la universidad es que no tuve que holgazanear en una residencia de estudiantes colocándome y discutiendo sobre tonterías como esta.
A Pouncy no le ofendió el comentario desdeñoso.
—«Una vez eliminado lo posible, lo que queda, por imposible que sea, ha de ser la verdad». Sherlock Holmes.
—La cita exacta no es así. Y no quiere decir que los dioses sean reales, Pouncy. Quiere decir que tienes que volver a tu trabajo y repasarlo, porque en algún momento la has cagado.
—Ya lo hemos repasado.
—Entonces tal vez tengas que abandonarlo —añadió Julia.
—Pero yo no abandono nada —repuso Pouncy. Sus ojos eran del color del aguanieve, un gris frío que le daba un aire en absoluto informal—. Y ellos tampoco. —Señaló a los demás, sentados alrededor de la mesa—. Y tú tampoco. ¿O sí, Julia?
Julia parpadeó y le sostuvo la mirada para indicar que seguiría escuchando, pero que no pensaba prometerle nada. Pouncy prosiguió.
—No nos referimos al monoteísmo. O al menos no al monoteísmo como se entiende en la actualidad. Nos referimos a la religión antigua. Al paganismo o más exactamente al politeísmo.
»Olvida todo lo que se asocia normalmente al estudio de la religión. Suprime toda la veneración y el temor y el arte y la filosofía que la rodea. Trata el tema con frialdad. Imagina que eres teóloga, pero una teóloga especial, alguien que estudia los dioses de la misma forma que un entomólogo estudia los insectos. Toma como conjunto de datos la totalidad de la mitología del mundo y trátalo como una serie de observaciones de campo y de datos estadísticos que pertenecen a una especie hipotética: el dios. Continúa a partir de ahí.
Con meticulosidad al principio, con guantes de goma y pinzas y un desagrado altivo, como si estuviesen manipulando el equivalente intelectual a los residuos médicos, Pouncy y los demás se dedicaron al estudio comparativo de la religión. De forma muy parecida a lo que Julia había hecho con la magia en su apartamento situado sobre la tienda de bagels, empezaron a buscar información práctica en las narraciones y las tradiciones religiosas del mundo. Lo denominaron Proyecto Ganímedes.
—¿Qué coño esperabas encontrar? —preguntó Julia.
—Quería aprender sus técnicas. Quería poder hacer lo que los dioses hacían. No veo una verdadera diferencia entre religión y magia o, lo que es lo mismo, entre dioses y magos. Creo que el poder divino no es más que otra forma de practicar magia. Sabes lo que dijo Arthur C. Clarke sobre tecnología y magia, ¿no? Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Dale la vuelta. ¿De qué es indistinguible la magia avanzada? Cualquier magia suficientemente avanzada es indistinguible de lo milagroso.
—El fuego de los dioses —gruñó Failstaff. Cielos, él también era un verdadero creyente.
A su pesar, y se cuidó de no demostrarlo, Julia sintió que despertaba su curiosidad. Se recordó a sí misma que conocía bien a esas personas. Eran tan inteligentes como ella y presumían de intelectuales como mínimo tanto como ella. No era probable que se le ocurriesen objeciones en las que ellos no hubiesen pensado antes.
—Mira, Pouncy —prosiguió—. Conozco lo bastante sobre religión para saber que incluso si los dioses existen, no se dedican exactamente a repartir el fuego sagrado como caramelos. Esta historia sólo puede terminar de una manera. Es Prometeo de nuevo. Faetón. Ícaro. Escoge al incauto que más te guste. Vuelas demasiado cerca del Sol y su energía térmica arrolla las débiles fuerzas de atracción que permiten que la cera de tus alas se mantenga sólida y allá vas, directo al mar. De fuego nada. Y eso si tienes suerte. Si no tienes suerte acabas como Prometeo. Los pájaros se comerán tu hígado durante toda la eternidad.
—En general —terció Failstaff—. Hay excepciones.
—Por ejemplo, no todo el mundo es tan idiota como para hacer las alas de cera —añadió Asmodeus.
Rápidamente, Failstaff le explicó a Julia el enorme diagrama situado en la mesa delante de ellos; dibujaba arcos y conexiones con sus dedos blandos y gruesos. El diagrama mostraba las principales narraciones de las tradiciones religiosas más importantes y otras de menor importancia con remisiones, las comparaba (¡y todo en diferentes colores!), para destacar zonas donde coincidían y se corroboraban unas a otras. Al parecer, si uno era lo bastante empollón, no hay nada que no se pueda plasmar en un diagrama de flujo.
—La hubris, el orgullo que desafía a los dioses y conlleva la muerte de aquel que desafía, no es más que una de una serie de posibles situaciones. Y generalmente el mal resultado se puede achacar a una preparación deficiente por parte de los protagonistas. En absoluto implica que sea categóricamente imposible que un mortal acceda al poder divino.
—Hum —repuso Julia—. En teoría.
—No, en teoría no —replicó Asmodeus con sequedad—. En la práctica. En la historia. Técnicamente el proceso se denomina ascensión o algunas veces asunción o, la palabra que a mí me gusta más, «traslación». Todas significan lo mismo: el proceso por el cual un ser humano sube al cielo sin morir y se le concede cierto estatus divino. Y después está la apoteosis, que también está relacionada, por la cual un hombre se convierte en dios. Se ha hecho montones de veces.
—Dame ejemplos.
—María —hizo la señal de uno con un dedo—. La madre de Jesús. Nació mortal y terminó siendo divina. Galahad. Leyenda artúrica. Hijo de Lancelot. Encontró el Santo Grial y fue llevado directamente al cielo. Igual que Henoc, uno de los primeros descendientes de Adán.
—Hay un par de generales chinos —añadió Gummidgy—. Guan Yu. Fan Kuai. Están los ocho inmortales del taoísmo.
—Dido, Buda, Simón el Mago… —terció Pouncy—. Y la lista sigue y sigue.
—O fíjate en Ganímedes —dijo Asmo—. Leyenda griega. Era mortal, pero de tal belleza que Zeus se lo llevó con él al Olimpo para que sirviese como copero. De ahí el nombre del proyecto.
—Creemos que «copero» fuera probablemente un eufemismo —añadió Failstaff.
—No me digas —repuso Julia—. Vale, ya me he enterado. No todo el mundo acaba como Ícaro. Pero eso no son más que historias. Salen inmortales en Los inmortales y eso no quiere decir que existan.
—Esos no son dioses —añadió Failstaff—. ¿No me digas que has visto la película?
—Y los hombres de los que estáis hablando no son meros mortales. Todos tenían algo especial. Como ya habéis dicho, Henoc era descendiente de Adán.
—¿Y tú no? —preguntó Asmo.
—Galahad era inhumanamente virtuoso. Ganímedes inhumanamente bello. Yo creo que no pertenecemos a ninguna de esas categorías. A mí me parecéis todos bastante humanos.
—Muy cierto —contestó Pouncy—. Muy cierto. Es un tema de debate. Mira, por el momento estamos intentando probar el concepto. Estamos en la fase inicial. Todavía estamos muy lejos de alcanzar conclusiones definitivas. Simplemente no queremos descartar nada.
Como un profesor que le enseña la facultad a un futuro alumno, Pouncy le mostró a Julia la parte del ala oeste a la que todavía no había accedido. Recorrió habitación tras habitación llenas de parafernalia de cientos de iglesias y templos. Había vestimentas y vestiduras. Había altares y antorchas, incensarios y mitras. Había cientos de inciensos distintos.
Cogió un haz de bastones sagrados atado con hilo de bramante, entre ellos reconoció un báculo de obispo y una cachiporra druídica. Eran objetos distintos a los que estaba acostumbrada a manipular, por no decir otra cosa. Le parecía basura. Pero ¿quién podía decirlo con seguridad sin comprobarlo? Quizá fueran objetos importantes. Tal vez eran el gran ordenador, el equivalente mágico del Gran Acelerador de Hadrones. No se podía descartar hasta haberlo descartado. ¿O sí?
Así que Julia se unió al Proyecto Ganímedes. Se puso a trabajar con los demás, haciendo lo propio de los empollones: diseccionó la información, la organizó, la presentó en una hoja de cálculo, creó listas de comprobaciones y después la comprobó hasta la extenuación. Los magos de Murs salmodiaban, bebían, sacrificaban, ayunaban, se bañaban, se pintaban la cara, consultaban las estrellas e inhalaban extraños gases emanados por líquidos burbujeantes.
Resultaba difícil asimilar la imagen de la solemne y desgarbada Gummidgy ululando colocada de peyote, medio desnuda y con el rostro completamente pintado pero, como indicó Pouncy, en el contexto del actual campo de estudio, eso era rigor. (Asmodeus juraba en voz baja, resplandeciente por la alegría contenida, que Pouncy y Gummidgy practicaban rituales báquicos de sexo a hurtadillas, pero si tenía pruebas se negó a enseñárselas a Julia). Tenían que averiguar si tras toda esa mierda inmoral existía una técnica mágica y si era así, vete a saber, tal vez lograsen que todo lo que aparecía en las carpetas de anillas pareciese magia de bar mitzvah.
Cuando Julia entró en el Proyecto Ganímedes, Pouncy no tenía gran cosa que mostrarle, aunque había visto lo suficiente para seguir confiando en que no fuese una pérdida de tiempo absoluta, con muchas pistas falsas y nada definitivo. Al parecer, un día por la noche Iris estaba intentando una nueva transcripción de un canto sumerio cuando algo parecido a una nube de insectos brotó, a falta de otro verbo que lo defina mejor, de su boca. Revoloteó por la habitación durante unos instantes, emitiendo un intenso zumbido, y después rompió una ventana y desapareció en el exterior. Iris se quedó muda durante dos días. Esa cosa le había quemado la garganta al salir.
También hubo otras señales, manifestaciones aisladas de algo, sobre lo que nadie tenía siquiera una teoría. Objetos que se movían solos. Vasos y ollas que se hacían añicos. Gigantescas pisadas fantasmales que despertaron a Julia. Fiberpunk, el metamago de la boca de incendios, ayunó y meditó durante tres días y la mañana del cuarto juró haber visto una mano en un rayo de sol que sintió cómo descendía y le tocaba suavemente la cara regordeta con los dedos calientes.
Pero nadie más podía lograr que sucediese. Eso era lo frustrante. La magia no era una cuadrícula lineal perfecta ni nada parecido, sin embargo, en comparación con ella, la religión no era más que caos, un montón de desechos. Es cierto que tenía muchos rituales, que estaba muy formalizada y codificada, pero los rituales no producían resultados coherentes y reproducibles. Lo bueno de la magia verdadera es que una vez que aprendías un conjuro y lo sabías practicar y no estabas muy cansado y las circunstancias eran propicias, entonces, en general, funcionaba. Sin embargo, esto de la religión no ofrecía datos fiables. Pouncy estaba convencido de que si lograban profundizar lo suficiente, analizar la sintaxis subyacente, obtendrían la base de una técnica mágica totalmente nueva y radicalmente más poderosa, pero cuanto más profundizaban más caótico y menos gramatical era todo. A veces daba la sensación de que había una presencia caprichosa y traviesa al otro lado que apretaba botones y tiraba de palancas al azar, sólo para cabrearlos.
Pouncy tenía la paciencia necesaria para ello, para sentarse y esperar a que emergiesen pautas de la confusión de datos, pero era un individuo peculiar. Así que mientras él y sus acólitos estudiaban con detenimiento textos sagrados y llenaban disco duro tras disco duro de un enorme caos de datos falsos, Asmodeus llevó a un grupo más pequeño al campo en busca de un atajo. Buscaba un espécimen vivo.
A Pouncy no le entusiasmó descubrir que Asmo lideraba un movimiento disidente, pero ella le hizo frente con la firmeza gélida de una vicepresidenta corporativa de diecisiete años. Había, explicó, aunque todos lo supieran, una población de seres mágicos en la Tierra. Se trataba de una población modesta pues la Tierra no era un entorno especialmente hospitalario para ellos. Hablando en términos de magia, el suelo era rocoso y áspero, el aire enrarecido, los inviernos duros. La vida en la Tierra para estos seres era análoga a la vida en el Ártico para un humano. Sobrevivían, pero no prosperaban. Y sin embargo, algunos se quedaban, eran, por analogía, los inuit del mundo mágico.
Entre esos pocos existía una jerarquía. Algunos eran más poderosos, otros menos. Los últimos eran los vampiros, miserables asesinos en serie de entre cuya población los no psicópatas se habían reproducido por selección natural cientos de generaciones atrás. La empatía no era un rasgo de supervivencia entre los strigoi. No eran apreciados.
Por encima de ellos se encontraba una serie de órdenes de hadas y duendes, seres sobrenaturales, licántropos y rarezas excepcionales que ascendían por la cadena de poder. Y aquí era donde Asmodeus había visto su oportunidad: si subía por la escalera con paciencia, peldaño a peldaño, quién sabe dónde llegaría. Puede que no llegase hasta los dioses, pero tal vez conociese a alguien que a su vez conociese a alguien más que tuviese el número de fax de los dioses. Era mucho mejor que ayunar.
Para empezar, se limitaron a la zona; viajes de un día a puntos conflictivos cercanos. En la Provenza todavía quedaban bastantes terrenos agrícolas y praderas, así que aún podían indagar sin mucho problema en busca de duendecillos autóctonos, sirenas de río menores, incluso algún que otro dragón heráldico. Pero eso eran menudencias. Cuando julio dio paso a agosto y las colinas que rodeaban Murs se iluminaron con campos de lavanda tan idílicamente bellos que parecían el típico paisaje del calendario de la consulta de un dentista, Asmodeus y su selecto equipo, que ahora también incluía a Failstaff, desaparecían en el campo varios días seguidos.
Al principio, su trabajo no fue un éxito evidente. Asmo llamaba a la puerta de Julia a las tres de la mañana, con hojas secas en la cabeza y una botella de Prosecco en la mano por la mitad y las dos se sentaban en la cama de Julia mientras Asmo le describía una noche de infructuosas sandeces en provenzal antiguo con un grupo de lutins —básicamente el equivalente francés al duende común— que intentaba subirle por la falda (ella misma reconocía que era tentadoramente corta).
No obstante, iban progresando. Failstaff tenía una habitación especial, bien limpia, con un mantel blanco con comida disponible, como una especie de tarro de miel para los espíritus locales llamados fadas, que llegarían portando buena suerte en la mano izquierda y mala en la derecha. Asmo la despertó alardeando de que había conseguido una audiencia con la Cabra Dorada, un ser que generalmente sólo ven los pastores y desde lejos.
No todo era buena suerte y Cabras Doradas. Una noche Asmo regresó con el pelo mojado, temblando de frío a principios de otoño después de que un dragón la arrojase de repente al Ródano mientras mantenían una entrevista de lo más civilizada. Al día siguiente vio a la cosa en el supermercado encarnada en un hombre que llenaba el carro de la compra con tarros de anchoas. Le guiñó el ojo alegremente.
Además, alguien robaba los tapacubos. Asmo pensaba que debía de ser una deidad timadora de la zona llamada Reynard el Zorro. Se supone que era un héroe antiburgués y anticlerical del campesinado, pero ella lo consideraba un coñazo.
Una mañana Julia vio a Failstaff a la hora del desayuno con una expresión más adusta de lo habitual. Mientras tomaban un espresso y muesli él le juró que la noche anterior había visto un caballo negro, con un lomo tan largo como un autobús escolar y treinta niños llorando montados sobre él, corriendo a la misma velocidad que la furgoneta en la que regresaban a casa. Les acompañó durante dos minutos enteros, a veces trotando sobre la tierra, otras galopando a lo largo del cableado eléctrico o por encima de los árboles. De repente, dio un salto y cayó a un río, con niños y todo. Se detuvieron y esperaron, pero el caballo nunca regresó. ¿Espejismo o realidad? Buscaron en los periódicos historias sobre niños desaparecidos, pero nunca encontraron nada.
La mayoría de los días los dos grupos se reunían a mediodía, el equipo de Pouncy durante la comida y el de Asmo durante el desayuno, pues casi todas las noches se dedicaban al trabajo de campo hasta el amanecer y se levantaban tarde. Cada grupo presentaba sus datos y los dos grupos utilizaban la información que habían compartido en la siguiente fase de las investigaciones. Había cierta competitividad saludable entre los dos grupos. También cierta competitividad malsana.
—Joder, Asmo —exclamó Pouncy un día de septiembre, interrumpiéndola a mitad de su informe. Los campos de heno alrededor de la casa se estaban volviendo de color marrón tostado—. ¿Adónde nos lleva todo esto? Si vuelvo a oír una palabra más sobre la maldita Cabra Dorada, me voy a volver loco. Completamente loco. La cabra no sabe nada. ¡Toda esta región es una mierda! Mataría por algo griego. Cualquier dios o semidiós, espíritu, monstruo, ni me importa el qué. Un cíclope. Tiene que quedar alguna de esas cosas. ¡Estamos junto al Mediterráneo!
Asmodeus le lanzó una mirada torva desde el otro lado de una mesa cubierta de cortezas de pan y manchas de mermelada de la zona. Se le veían los ojos hundidos. Estaba exhausta de no dormir. Una avispa inmensa, cuyas patas le colgaban sin fuerzas, volaba de una mancha de mermelada a la otra.
—Cíclopes no —repuso—. Sirenas. Te podría conseguir una sirena.
—¿Sirenas? —A Pouncy se le iluminaron los ojos. Golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿Por qué no lo habías dicho? ¡Es fantástico!
—Pero no son sirenas griegas. Son francesas. Son medio serpientes, de la cintura para abajo.
Pouncy frunció el ceño.
—Como una gorgona.
—No. Las gorgonas tienen serpientes en lugar de cabellos. Además, no creo que las gorgonas existan.
—Una mujer medio serpiente —repitió Julia—, será una lamia.
—Podría ser —espetó Asmodeus—, si estuviese en Grecia. Pero estamos en Francia, así que es una sirena.
—De acuerdo, pero quizá conozca a una lamia —interpeló Pouncy—. Quizás estén emparentadas. Tal vez sean primas. Es muy probable que todas las mujeres con cuerpo de serpiente tengan una red…
—No conoce a ninguna lamia. —Asmodeus apoyó la cabeza en la mesa—. Cielos, no tenéis ni idea de lo que pedís.
—No te lo pido, te lo digo, tienes que ampliar la búsqueda. Estoy harto de esta cursi gilipollez franchute. ¿Alguna vez te has preguntado por qué nunca han hecho una película titulada El enfrentamiento de los lutin? ¡Los niveles de energía que hay por aquí no valen nada! Podemos enviarte en un avión a Grecia, por dinero no será. Podemos irnos todos a Grecia. Pero aquí te has topado contra un muro y eres demasiado tozuda para reconocerlo.
—¡No te enteras! —Asmodeus se incorporó, los ojos rojos le echaban chispas—. ¡No entiendes lo que estoy haciendo! No te puedes limitar a llamar a las puertas como si estuvieses haciendo un censo. Tienes que inspirar confianza. Ahora tengo una red de agentes aquí. Algunos de estos seres no han hablado con un humano en siglos. La Cabra Dorada…
—¡Dios santo! —Le clavó un dedo en la cara a Asmodeus—. ¡Para ya con la cabra!
—Asmo tiene razón, Pouncy.
Todas las miradas se dirigieron a Julia. Se daba cuenta de que Pouncy había esperado que le mostrase su apoyo. Pues bien, no estaba ahí para participar en juegos de poder. Si hay una cosa que la magia le había enseñado es que el poder no era un juego.
—Tienes una visión equivocada de la situación. La respuesta no ha de ser más extensa, sino más profunda. Si empezamos a dar saltos alrededor del globo seleccionando los mejores mitos y leyendas vamos a agotar todo nuestro tiempo y nuestro dinero y vamos a acabar sin nada.
—Bueno, pues hasta ahora lo único que hemos conseguido es el queso de la maldita cabra dorada.
—Eh, venga —dijo Failstaff—. Era perfectamente comestible.
—No lo has entendido. Si salimos a buscar algo específico, nunca encontraremos nada. Pero si nos concentramos en algún lugar rico y profundizamos de verdad, si vamos hasta el fondo de lo que hay allí, seguro que al final encontraremos algo a lo que aferrarnos. Si es que hay algo sólido que encontrar.
—Algún lugar rico. Como Grecia. Es lo que yo decía…
—No hace falta que vayamos a Grecia —continuó Julia—. No hace falta que vayamos a ninguna parte. Todo esto tiene que estar conectado de algún modo. Todo el mundo pasó por la Provenza: los celtas estuvieron aquí, los romanos, los vascos. Los budistas enviaron misioneros. Los egipcios tenían colonias, igual que los griegos, Pouncy, si es que necesitas a los griegos para que se te ponga dura. Hasta los judíos vinieron. Desde luego, todo acabó cubierto por el cristianismo, pero la mitología está muy arraigada. Si no podemos encontrar un dios en todo esto, es que no hay dioses que encontrar.
—¿Qué quieres decir entonces? —Pouncy la miraba escéptico, nada contento con su muestra de deslealtad—. ¿Que debemos dejar todo el rollo de las religiones del mundo y dedicarnos a los mitos y al folclore local?
—Eso es. Ahí es donde están nuestras fuentes. Abalancémonos sobre ellas y veamos lo que nos ofrecen.
Pouncy frunció los labios mientras reflexionaba. Todo el mundo le miraba.
—De acuerdo. —Alzó las manos—. De acuerdo. Vale. Hagamos una prueba de un mes sobre el asunto provenzal y veamos adónde nos lleva. —Lanzó una mirada feroz alrededor de la mesa—. Pero nada de perder el tiempo con duendes. Súbenos por la cadena trófica, Asmo. Quiero saber quién manda en esta zona. Averigua a quién temen esos mequetrefes y después consigue el número del tipo. Con ese es con quien queremos hablar.
Asmodeus suspiró. Parecía diez años mayor que en junio.
—Lo intentaré —contestó—. De verdad, lo intentaré, Pouncy. Pero no sabes lo que me estás pidiendo.
* * *
Pouncy nunca lo reconocería, pero al final resultó que Julia tenía razón. El proyecto Ganímedes empezó a funcionar cuando se centraron en la mitología local. En cuanto empezaron a buscar solamente por una esquina del rompecabezas y guardaron el resto de las piezas en la caja, todo empezó a cuadrar.
Mediante el estudio minucioso de Gregorio de Tours y otros cronistas medievales anónimos, Julia empezó a familiarizarse con la magia de la zona. Al igual que el vino, la magia provenzal tenía su región característica. Rica, caótica y romántica. Era una magia nocturna, hecha de lunas y plata, de vino y sangre, de caballeros y hadas, de viento y ríos y bosques. Se ocupaba de lo bueno y lo malo, aunque también del vasto reino intermedio, el reino de la malicia.
También era madremagia. Poco a poco Julia empezó a notar algo, o a alguien de pie detrás de las páginas viejas y gastadas, que no alcanzaba a ver. Julia no la podía ver o nombrar, todavía no, pero la sentía. Debía de ser antigua, muy anciana. Debió de llegar allí hacía mucho tiempo, mucho antes que los romanos. Nada de lo que Julia leía hablaba de ella de forma explícita, no se la podía mirar directamente, pero sabías que estaba allí por las pequeñas formas en que perturbaba el universo a su alrededor. Julia advirtió su presencia solo por triangulación, gracias a pistas minúsculas, pequeños atisbos, como las curiosas figuras de la Virgen Negra dispersas por Europa y especialmente en la Provenza. Las vírgenes negras no eran más que imágenes normales de la Virgen María, pero con la tez inexplicablemente oscura.
Pero era más antigua que la Virgen María y más extravagante. Julia pensó que debía de ser algún tipo de diosa de la fertilidad local que provenía de la oscuridad del extenso pasado preliterario de la región, antes de que llegasen los conquistadores cosmopolitas y dejasen todo limpio y pulido para pavimentarlo con el cristianismo oficial que todo quiso homogeneizar. Una prima lejana de Diana o de Cibeles o de Isis, desde un punto de vista etnográfico. Cuando los cristianos llegaron probablemente la pusieron con María, pero Julia pensaba que todavía debía de estar por ahí ella sola. Notaba a la diosa que miraba desde detrás de la máscara del dogma cristiano, de la misma forma que la segunda Julia había mirado desde detrás de la máscara de la primera.
La diosa llamaba a Julia, a Julia, que había dado la espalda a su propia madre para salvarse y de quien ahora sólo tenía noticias indirectas a través de los infrecuentes correos electrónicos de su hermana, enviados desde la seguridad de una pequeña y prestigiosa facultad de arte progresista en el oeste de Massachusetts. Julia recordó la elegancia y la indulgencia con la que había sido recibida al volver a su casa, cuando regresó humillada de Chesterton. Fue algo que nunca antes había experimentado y que desde entonces no había vuelto a experimentar. Nunca había estado tan cerca de lo divino.
Cuanto más leía, comprobaba, deducía y cotejaba, más convencida estaba de que su diosa era real. Era imposible que no existiese algo que deseara con tanto fervor, era como si la diosa simplemente estuviese al otro lado de estas inútiles palabras, intentando encontrar a Julia mientras Julia la buscaba a ella. No era una gran diosa que gobernaba el mundo, una Hera o una Frigg. Era algo más parecido a un peso medio, un componente más del equipo en un gran panteón. No era una diosa de la cosecha como Ceres, la Provenza era rocosa y mediterránea, no una región donde se cultivara el trigo. La diosa de Julia se encargaba de uvas y aceitunas, los frutos oscuros e intensos de árboles retorcidos y de parras. Y también tenía hijas: las dríadas, las feroces defensoras de los bosques.
La diosa era cálida, incluso graciosa y cariñosa, pero tenía una vertiente oculta, terrible por su carácter desolador: el aspecto doliente que adoptaba en invierno, cuando descendía al Hades, lejos de la luz. Existían diferentes versiones de la historia. En algunas se enfadaba con la humanidad y se escondía bajo tierra a causa de la ira que la embargaba. En otras la enredaba un dios timador tipo Loki y se veía obligada contra su voluntad a pasar la mitad del año en el Hades para esconder su calidez y su fertilidad. Sin embargo, en todas las versiones su naturaleza dual resultaba evidente. Era una diosa de la oscuridad y también de la luz. Una Virgen Negra: la negrura de la muerte, pero también la negrura de la buena tierra, oscura por la descomposición que da paso a la vida.
Julia no era la única que oía la llamada de la diosa. Los demás también hablaban de ella. Sobre todo los ex foreros del Free Trader Beowulf, que en general no habían recibido los mejores cuidados maternales del mundo en su infancia, se sentían atraídos por ella. En la cripta de la catedral de Chartres también había un antiguo druida y cerca una famosa estatua de la Virgen Negra conocida como Notre Dame Sous Terre. Así es como llamaban a la diosa, a falta de su nombre verdadero: Nuestra Señora del Subsuelo. O algunas veces, en tono familiar, simplemente N. S.S.
Asmo empezó a llevar a Julia a algunas de las expediciones nocturnas. Salían en el antiguo Peugeot de alquiler de Julia o, en caso de que se plantearan extraer y transportar a alguien o algo, en la sufrida furgoneta Renault Traffic. Una noche siguieron una pista y se adentraron en La Camarga, la vasta zona pantanosa del delta del Ródano cuando desemboca en el Mediterráneo: 775 kilómetros cuadrados de marismas y lagunas.
Fue un viaje de dos horas en coche. En La Camarga vivía, supuestamente, un ser llamado tarasca. Cuando Julia le pidió detalles a Asmodeus, esta se limitó a responder:
—Si te lo contara, no te lo creerías.
Tenía razón. Tras chapotear durante kilómetros a través de cenagales donde se hundían los pies, lograron localizar a ese ser y sacarlo de su escondite en una depresión llena de raquíticos pinos de pantano rotos. Les miraba a la luz de la luna y emitía un desagradable sonido al respirar, como si tuviese un resfriado persistente.
—¿Qué coño es esto? —exclamó Julia.
—¡Hostias! —exclamó Failstaff.
—Esto supera nuestras expectativas —añadió Asmo.
La tarasca era un animal del tamaño de un hipopótamo, pero con seis patas. Tenía una cola de escorpión, una cabeza entre león y hombre, el pelo largo y lacio y en el torso un caparazón de tortuga con púas. El caparazón de tortuga tenía la culpa. Se parecía a Bowser de Super Mario Bros.
Estaba agazapada en el fondo de la depresión, resoplaba, tenía la barbilla apoyada en un tocón mojado y miraba hacia arriba, a ellos, con su cara increíblemente fea. Su postura era más resignada que defensiva.
—Franceses tenían que ser los que inventasen el dragón más feo… —suspiró Asmodeus.
Cuando la tarasca se dio cuenta de que no la atacarían, empezó a hablar. De hecho, no lograban hacerla callar. El animal no necesitaba una fuerza de combate itinerante de magos folcloristas, necesitaba un psicólogo. Se pasaron la noche sentados en tocones escuchándola quejarse sobre lo solitario y lo poco húmedo que era aquello. No regresó a la depresión hasta el amanecer con caminar pesado.
Pero al final la tarasca mereció la pena. A quejas no la ganaba nadie y si intentaban averiguar a quién temían los habitantes de esa zona, pues bien, ella estaba asustada de casi todo el mundo. Tenían dónde elegir.
La tarasca era demasiado grande para que los más insignificantes se metieran con ella, pero si leías entre líneas era evidente que era la cabeza de turco de los rangos superiores de la sociedad mitológica. Al parecer, Reynard el Zorro le tomaba el pelo con frecuencia, pero les pidió que no le dijesen nada por temor a las represalias. Y lo que resultaba todavía más interesante era que cada cierto tiempo le daba una paliza una especie de hombre de dios que se había pasado los últimos mil años merodeando por las pendientes del Mont Ventoux.
Muchas veces se la malinterpretaba por su aspecto terrorífico. Un ser de semejante magnificencia feroz como la tarasca a menudo se consideraba diabólico y había que azotarlo y vilipendiarlo, ¡no fuera a devorar a seis o siete aldeanos! Por esa razón había decidido pasar los días revolcándose en las lagunas saladas de La Camarga y devorar ocasionalmente a algún caballo salvaje para seguir viva. ¿Por qué no se quedaban? Allí se estaba fresco y seguro. Además, casi nunca hablaba con personas agradables. Aquel horrible hombre de dios era todo menos agradable. Ellos eran mucho más simpáticos que él.
Mientras en las horas previas al amanecer recorrían en coche las autopistas vacías y miraban con ojos pegajosos las lagunas planas, todos estuvieron de acuerdo en que el santo ermitaño daba la sensación de ser un tipo muy desagradable. Exactamente la clase de tipo que tenían que llegar a conocer mejor.
* * *
Un ambiente diferente se adueñó de la casa de Murs. Siempre se había considerado un principio básico que el lujo y la comodidad eran parte integral del estilo de vida mágico, no sólo por el bien de ese estilo de vida, sino por cuestión de principios. Como magos, ¡magos de Murs!, constituían la aristocracia secreta del mundo y vivirían como tales.
Pero la situación empezaba a cambiar. Nadie decía nada y desde luego no había llegado ningún edicto de Pouncy, pero el ambiente era más espartano. La seriedad de la investigación enfriaba y empañaba el estado de ánimo colectivo. Se servía menos vino en la cena y a veces ni siquiera eso. La comida era más sencilla. Se conversaba en voz baja, como si estuviesen en las dependencias de un monasterio. Una actitud seria y austera comenzaba a arraigar entre ellos. Julia sospechaba que algunos ayunaban. De ser un vigoroso centro de investigación para la magia, Murs había pasado a convertirse en algo parecido a un centro de retiro espiritual.
Julia también lo notaba. Empezó a levantarse al amanecer. Sólo hablaba cuando era necesario. Su mente funcionaba con rapidez y precisión, sus pensamientos eran como pájaros que se llamaban unos a otros en un cielo vacío. Por la noche dormía como un tronco: un sueño como las profundidades del océano, tranquilo y oscuro, a la deriva junto a extrañas y luminosas criaturas silenciosas.
Una noche soñó que Nuestra Señora del Subsuelo la visitaba en su dormitorio. Llegaba en forma de estatua, como la que se encontraba en la cripta de la catedral de Chartres, rígida y fría. Le daba una taza de madera. Julia se incorporaba, se la llevaba a los labios y bebía como un niño febril al que le dan la medicina en la cama. El líquido era frío y dulce y ella pensaba en el poema de Donne sobre la tierra sedienta. Después bajaba la taza y la diosa se inclinaba y la besaba con su rostro de icono, hermético y dorado.
Entonces la estatua se rompía, el exterior se desmoronaba como si fuese una cáscara de huevo, y de su interior aparecía la diosa verdadera, por fin nítida. Hierática e insoportablemente bella, sujetaba sus atributos en cada mano: un bastón de olivo retorcido y nudoso en la derecha y un nido con tres huevos en la izquierda. La mitad de su rostro estaba en sombra, por la mitad del año que pasaba en el subsuelo. Sus ojos rezumaban amor e indulgencia.
—Eres mi hija —dijo—. Mi hija verdadera. Vendré a por ti.
Julia se despertó cuando Pouncy llamó a su puerta.
—Ven y verás —susurró cuando le abrió—. Tienes que ver esto.
En camisón y todavía adormilada, Julia le siguió por la casa a oscuras. Tenía la sensación de que seguía soñando. El suelo crujía mucho, como siempre pasa cuando se intenta recorrer una casa sin hacer ruido por la noche. Bajaron con suavidad los escalones de piedra que llevaban a una habitación del sótano reservada para realizar experimentos especiales. Pouncy prácticamente corría delante de ella.
La luz estaba apagada. Un único rayo de luna se filtraba por una ventana elevada que en el exterior quedaba a ras del suelo. Se restregó los ojos para despertarse.
—Venga —dijo Pouncy—. Antes de que perdamos la luz.
En la habitación había una mesa con un mantel blanco y un espejo redondo. Pouncy dibujó tres veces con el dedo un signo cabalístico.
—Pon las manos así. —Ahuecó las manos.
Cuando Julia hubo ahuecado las suyas, Pouncy sujetó el espejo de manera que el rayo de luna se reflejase en las mismas. Julia dio un grito ahogado. Enseguida notó que las manos se le llenaban de algo frío y duro. Monedas. Emitían un sonido parecido al de la lluvia.
—Son de plata —añadió Pouncy—. Creo que son de verdad.
Una de las monedas tintineó en el suelo y desapareció rodando. Era magia poderosa. Nunca había visto nada igual.
—Déjame probar —susurró.
Copió el signo que Pouncy había dibujado en el espejo. Esta vez el rayo de luna en lugar de convertirse en plata se convirtió en algo blanco y líquido. Formaba charcos en la mesa y empapaba el mantel. Lo tocó con un dedo y lo probó. Leche.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.
—No estoy seguro —repuso Pouncy—, creo que he rezado.
—Dios mío. —Consiguió contener una risita histérica—. ¿A quién le has rezado?
—Lo he encontrado en uno de los antiguos libros provenzales. Cosas en occitano. La lengua parecía un conjuro, pero me preguntaba por qué no le acompañaban los gestos. Así que me puse de rodillas, junté las manos y repetí las palabras. —Pouncy se sonrojó—. Pensé en, bueno, pensé en N. S.S.
—Vamos a ver qué más hay.
Había conjuros sencillos para hacer que la magia fuera visible: mostraban las formas en que la energía circulaba por el interior y alrededor de un objeto encantado. Pero lo que Julia vio cuando hizo un hechizo en el espejo desafiaba cualquier explicación. Se trataba del tejido mágico más denso que jamás había visto: una filigrana de finas líneas que formaban un elaborado dibujo parecido al de un tapiz, tan denso que casi oscurecía el espejo que tenía debajo. Para poner todos esos canales en su sitio habría sido necesario el trabajo de un equipo de magos durante un año. Sin embargo, Pouncy lo había hecho solo, en una noche, con una sencilla oración. Nunca había visto una obra igual.
—¿Tú has hecho esto? ¿Ahora mismo?
—No lo sé —contestó—. No lo creo. He repetido las palabras, pero creo que alguien más debe de haberlo hecho.
Notaba el cuerpo y las manos extrañamente ligeros. En el aire se percibía un olor dulce. En un arranque inesperado, se puso un poco de leche en los párpados. Inmediatamente vio mejor y con más claridad, como cuando un oftalmólogo te cambia los cristales.
—Nos estamos acercando, Julia —afirmó Pouncy—. Nos estamos acercando a la praxis divina. Lo noto.
—No me gusta notar cosas —repuso Julia—. Me gusta saberlas.
Pero no le quedaba más remedio que admitir que ella también lo notaba. La única palabra que se le ocurría para definir esa magia era «grave». No tenía nada de ligero o de juguetón; era magia absoluta y seria de cojones. Tan grave como un infarto. ¿Dónde estaba la línea entre un hechizo y un milagro? Convertir la luz de la luna en plata no era exactamente separar las aguas del mar Rojo, pero la facilidad con la que se había conseguido indicaba que existían posibilidades de mucho mayor calado. Se trataba de un efecto menor que escapaba de una enorme fuente de energía.
A la mañana siguiente Asmodeus estaba desayunando. En el desayuno de verdad, no en su típico desayunocomida. Estaba visiblemente emocionada. No quiso comer nada.
—Le he encontrado —dijo con rotundidad.
—¿A quién? —preguntó Julia. Era un poco temprano para que Asmodeus estuviese sumida en ese estadio de intensidad—. ¿A quién has encontrado?
—Al ermitaño. Al hombre de dios de la tarasca. Es un santo. Bueno, no un santo exactamente, no en el estricto sentido cristiano. Pero así se hace llamar.
—Explícate —dijo Pouncy mientras masticaba un trozo del pan basto, casi penitencial, que habían estado comiendo.
—Bueno —y entonces Asmodeus se sacudió por un instante la fatiga maníaca y adoptó el aire de mujer empresarial—, diría que este tipo tiene unos dos mil años. ¿Me seguís? Se hace llamar Amadour, dice que fue santo, pero que lo depusieron.
»Lo he encontrado en la cueva donde vivía. Pelirrojo, la barba hasta aquí abajo. Dice que sirve a la diosa, a la antigua, esa de la que siempre oímos hablar. No ha querido nombrarla, pero tiene que ser ella. Nuestra Señora, N. S.S. Durante un tiempo le tomaron por un santo cristiano, me contó, decía que adoraba a la Virgen María, pero al final se descubrió que era pagano e intentaron crucificarlo. Desde entonces ha vivido en una cueva.
»Y al principio pensé, vale, tío, santo o vagabundo loco, no hay mucha diferencia. Pero me mostró cosas. Cosas extrañas, tíos, cosas que nosotros no sabemos hacer. Puede modelar una piedra con las manos. Cura a los animales. Sabía cosas de mí que nadie sabe. Me ha curado una cicatriz que tengo. Que tenía. La ha hecho desaparecer.
Balbuceaba. Julia nunca había visto a Asmodeus tan seria. Les miraba fijamente, enfadada porque había dejado que se le escapase un secreto. Julia nunca había visto su cicatriz. Se preguntaba si se refería a una cicatriz física o a una de otra índole.
Sacudió la cabeza con rapidez para intentar recuperarse, pero no lo logró.
—Id a verlo sólo una vez —prosiguió—. Quizá podáis encontrarlo vosotros, pero yo no os puedo decir dónde está la cueva. Me acuerdo, pero no os lo puedo decir. Literalmente, lo acabo de intentar. —Encogió los hombros con impotencia—. Las palabras no me salen.
Se miraron los unos a los otros por encima de las cortezas de pan duro y el café frío.
—Casi lo olvidaba —añadió—. Me ha dado una cosa. —Bajó la cremallera de la mochila y hurgó en ella para sacar una hoja de pergamino escrita con letra apretada—. Es un palimpsesto. ¿No os parece increíble? Tan de la vieja escuela. Le observaba mientras rascaba la tinta de un himnario antiguo de valor incalculable o algo parecido. Probablemente un manuscrito del mar Muerto o algo así. Ha escrito cómo invocar a la diosa. A Nuestra Señora del Subsuelo.
Pouncy le arrebató el papel. Los dedos le temblaban un poco.
—Una invocación —dijo.
—Entonces ya lo tenemos —añadió Julia—. El número de teléfono de Nuestra Señora.
—Eso es. Es en fenicio, me parece, es increíble. No sabía si vendría, pero…
Asmo cogió la punta de la barra de pan de Pouncy y empezó a mordisquearla como si no supiera lo que estaba haciendo. Cerró los ojos.
—Mierda —exclamó—. Tengo que irme a la cama.
—Vete a la cama —Pouncy no levantó la vista del papel—. Ve. Ya hablaremos después de que hayas descansado.