Pasaron entre los escombros con dificultad, intentando por educación pisar el menor número de páginas posible. Quentin estuvo a punto de torcerse un tobillo con una piedra que le rodó bajo el pie.
La luz azulada de las runas parecía sostener al hombre. Sus pies descalzos colgaban a un metro del suelo. Tenía el cabello rubio y una cara grande y redonda; daba la impresión de que la cabeza redonda era lo que le mantenía en el aire, como si fuese un globo. A su alrededor, en una nube, colgaban una docena de libros y unas cuantas páginas sueltas, todas abiertas en su dirección, supuestamente para poder consultarlas a la vez. Las páginas de dos de los libros pasaban lentamente.
No les saludó, ni siquiera les miró cuando se acercaron. Llevaba unas mangas largas que le cubrían las manos, aunque la tela tenía una caída extraña. Cuando Quentin se acercó vio claramente lo que era: no tenía manos. Era Penny.
Quentin no le había reconocido sin la cresta y con el pelo largo. Nunca había sabido cuál era su color natural, pero probablemente no fuera el verde metálico. Penny se volvió de cara a ellos, mirando hacia abajo desde las alturas. Estaba más delgado, mucho más. Antes no se le marcaban los pómulos.
Quentin estaba de pie al borde de las misteriosas letras azules grabadas en el suelo. El frío le había calado en los huesos. Los hombros no paraban de temblarle.
—Penny —dijo sin convicción—. Eres tú.
Penny le observó con calma.
—Esta es mi amiga Poppy —prosiguió Quentin—. Me alegro de verte, Penny. Me alegro de que estés bien.
—Hola, Quentin.
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué ha sucedido aquí?
—He ingresado en la Orden.
Hablaba con voz suave y tranquila. No parecía sentir el frío en absoluto.
—¿Qué es eso, Penny? ¿Qué es la Orden?
—Cuidamos de Ningunolandia. Ningunolandia no es un fenómeno natural, es algo fabricado. Un objeto. Fue construido hace mucho tiempo por magos con grandes conocimientos, conocedores de una magia mucho más profunda que la tuya.
Que la mía no, ojo. Que la tuya, tal vez. El bueno de Penny. Perder las manos de la forma en que las perdió fue una tragedia que Quentin no había superado, pero si existía alguien que hubiera nacido para ser un monje flotante, místico y manco, ese era Penny. Se helarían de frío antes de que acabase su intensa exposición.
—Desde entonces, hombres y mujeres como yo han cuidado de él. Lo reparamos y lo defendemos.
—Penny, perdona, pero es que estamos helados —dijo Quentin—. ¿Nos puedes ayudar?
—Por supuesto.
Cuando Penny perdió las manos Quentin pensó que nunca más podría volver a practicar magia. Haber excluido a Penny fue un error que no podía dejar de cometer. Colgado en el aire delante de ellos, Penny juntó los muñones frente a sí y empezó a recitar algo rítmicamente en una lengua desconocida para Quentin. Bajo la túnica se percibía algún tipo de esfuerzo físico, pero Quentin no lograba adivinar cuál.
De repente, el aire que les rodeaba se tornó cálido. Quentin temblaba de forma todavía más incontrolada a medida que entraba en calor. El alivio fue inmenso. No pudo evitarlo, se agachó y la boca se le llenó de saliva. Creía que vomitaría y eso le pareció terriblemente gracioso y empezó a reírse. A su lado oía a Poppy gimiendo a medida que su cuerpo se recuperaba.
No vomitó. Pero tuvo que transcurrir un minuto antes de que cualquiera de los dos pudiera volver a hablar.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Poppy al fin—. ¿Quién ha destruido este lugar?
—No ha sido destruido —le corrigió Penny con un atisbo de su vieja susceptibilidad—. Ha resultado dañado, gravemente dañado. Tal vez de forma irreparable. Y lo peor está por llegar.
Los libros y papeles que rodeaban a Penny se cerraron y se colocaron con celeridad en su sitio en varias pilas y montones. Penny empezó a flotar en dirección a las puertas abiertas del palacio. Al parecer, aquellas runas azules no eran lo único que hacía de soporte. La Orden parecía suscribir el principio de que los tontos andan y los iniciados levitan.
—Es mejor si os lo muestro —dijo Penny.
Quentin tomó a Poppy de la mano y siguieron a Penny hasta la plaza. Quentin flotaba en un subidón de endorfinas. Al final parecía que no moriría, así que, en comparación, cualquier noticia era buena. Penny hablaba mientras flotaba. Su cabeza todavía estaba a unos sesenta centímetros por encima de las de ellos. Era como conversar con alguien montado en un Segway.
—¿Alguna vez te has preguntado —inquirió Penny— de dónde viene la magia?
—Sí, Penny —repuso Quentin diligentemente—. Sí que me lo he preguntado.
—Henry tenía una teoría. Me la explicó cuando estábamos en Brakebills.
Se refería al decano Fogg. Penny sólo se refería a los miembros del cuerpo docente de Brakebills por sus nombres de pila para demostrar que él se consideraba su igual.
—Le parecía mal que el ser humano tuviese acceso a la magia. O si no mal, extraño. No tenía sentido. Pensaba que era demasiado bueno para ser verdad. Como magos nos aprovechamos de algún tipo de laguna cósmica para ejercer el poder que en justicia nunca debimos tener. Los pacientes han encontrado la llave del manicomio y nosotros corremos descontrolados por la farmacia.
»O imagínate que el universo es un ordenador inmenso. Somos usuarios que han conseguido el nivel de administrador para acceder al sistema y lo estamos manipulando sin autorización. Henry tiene una mente caprichosa. No es en absoluto un teórico riguroso, aunque a veces sí tiene momentos de gran lucidez. Ese fue uno de ellos.
Habían dejado la plaza, Poppy y Quentin caminaban abrazados para darse calor. La zona de aire caliente se concentraba alrededor de Penny y se movía con él, de manera que, si se rezagaban, el frío les alcanzaba. Tenía un público cautivado. Un sermón de Penny era preferible a morir congelado.
—Ahora profundicemos un poco en la teoría de Henry. Si los magos son piratas informáticos que han entrado en el sistema, entonces ¿quiénes son los administradores legales del sistema? ¿Quién ha construido el sistema, el universo, en el que nosotros hemos entrado?
—¿Dios? —sugirió Poppy.
Era bueno que Poppy estuviese allí para tratar con Penny. A ella no le ponía nerviosa. Penny no la sacaba de sus casillas como a Quentin. Sólo quería conocer lo que él sabía.
—Exactamente. O más exactamente, los dioses. No hay necesidad de ponerse excesivamente teológico con este tema; cualquier mago que fuese capaz de hacer magia a una escala tan fundamental sería, casi por definición, un dios. Sin embargo, ¿dónde están? ¿Y por qué no nos han pillado y nos han expulsado de su sistema? Deben de haber creado hechizos a una escala de energía que ya no es concebible para nosotros. Su poder habría empequeñecido incluso el poder de los magos que crearon Ningunolandia.
»Tienes que verla, Quentin. Me refiero a que tienes que ver Ningunolandia como yo la he visto. No es infinita, sabes, pero se extiende miles de kilómetros en todas direcciones. Es maravilloso. Te lo muestran todo cuando ingresas en la Orden.
Penny era rarito. Era un gilipollas arrogante, bastaba con ver la forma en que había ignorado a Poppy, y había sufrido muchísimo, pero en lo profundo de su ser todavía era muy inocente y, de vez en cuando, la inocencia superaba a la arrogancia. A Quentin no le acababa de caer bien, pero sentía que le comprendía. Era la única persona que conocía que amaba la magia, que la amaba de verdad, de la misma manera que él la amaba: de forma inocente, romántica, absoluta.
—Con el tiempo uno empieza a entender las plazas, como si fuese un idioma. Cada plaza es una expresión del mundo al que lleva, si entiendes su gramática. No hay dos iguales. Hay una plaza, sólo una, cuyos lados miden un kilómetro y medio y tiene una fuente dorada en el centro. Dicen que el mundo al que lleva es como el paraíso. Todavía no me han dejado pasar.
Quentin se preguntó qué sería el paraíso para Penny. Probablemente en el paraíso uno siempre tendría razón y nunca pararía de hablar. Dios mío, a veces era un imbécil con respecto a Penny. Seguramente en el paraíso tendría manos.
Guardaron silencio un rato mientras cruzaban un puente de piedra sobre un canal. Los remolinos de nieve giraban vertiginosamente y se perseguían por el hielo.
—¿Adónde se fueron los dioses?
—No lo sé. Puede que hayan estado en el cielo, pero han vuelto. Han regresado para cerrar el resquicio. Vuelven a recuperar la magia, Quentin. Nos lo van a arrebatar todo.
Habían llegado a una plaza que era idéntica a las demás salvo por el hecho de que la fuente del centro estaba cerrada. Una cubierta de bronce mate, adornada con inscripciones, la recubría. La mantenían cerrada con un simple pestillo. Penny se deslizó hacia la fuente por la nieve, rozándola con las puntas de sus dedos descalzos. Con suavidad, bajó flotando hasta el suelo.
Quentin intentaba asimilar lo que Penny había dicho. Eso debía de ser lo que el dragón había querido decir en Venecia. Debía de ser el misterio que se encontraba en el origen de todo. Pero no podía ser real. Tenía que ser un error. El final de la magia: eso significaría el final de Brakebills, de Fillory, de todo lo que le había pasado desde Brooklyn. Ya no sería mago, nadie lo sería. La doble vida se convertiría de nuevo en una sola. La chispa desaparecería del mundo. Intentó calcular cómo habían llegado hasta allí. Un viaje a la Isla Exterior, eso era todo. Había tirado de un hilo y ahora el mundo entero se desenredaba. Quería no haber tirado del hilo, ponerlo en su sitio, tejerlo de nuevo otra vez.
Penny esperaba algo.
—Abre esto, por favor —dijo—. Tienes que correr el pestillo.
Claro. No tenía manos. Entumecido, pero ahora no por el frío, Quentin desenganchó el gancho de bronce que mantenía la cubierta en su sitio, después colocó la punta de los dedos entre la cubierta y la piedra. Pesaba, el metal tenía dos centímetros y medio de grosor, pero con la ayuda de Poppy la levantó y la ladeó un poco. Atisbaron en su interior.
Tardaron un segundo en reconocer lo que veían y cuando lo hicieron ambos retrocedieron de forma instintiva. Tenía mucha profundidad.
No había agua en la fuente. En su lugar sólo había una vasta oscuridad reverberante. Era como si mirasen hacia abajo por el óculo de una enorme cúpula. Debía de ser lo que yacía debajo de Ningunolandia. Mucho más abajo, según Quentin aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia, había un dibujo plano de líneas blancas brillantes, como una especie de diagrama de un sistema de circuitos o un laberinto sin salida. Entre las líneas, metida en ellas hasta la cintura, se hallaba una figura canosa. Era calva y musculosa y debía de haber sido enorme. Estaba oscuro pero el gigante emitía su propia luz. Brillaba con una preciosa y constante luminiscencia plateada.
El gigante estaba ocupado. Trabajaba. Cambiaba el dibujo. Cogía una línea, la desconectaba, la doblaba, la conectaba a otra línea. Sus brazos, del tamaño de una grúa, se movían con lentitud y atravesaban distancias enormes, pero nunca estaban quietos. Su hermoso rostro permanecía inexpresivo.
—¿Penny? ¿Qué es lo que estamos viendo?
—¿Es Dios? —preguntó Poppy.
—Es un dios —le corrigió Penny—. Aunque ese no es más que un término para describir a un mago que opera a una escala titánica de energía. Hemos visto como mínimo una docena; es difícil distinguirlos. Hay uno en cada punto de acceso. Pero sabemos lo que están haciendo. Lo están arreglando. Están cambiando el cableado del mundo.
Quentin observó el sistema expuesto de circuitos de creación y al artífice de todo ello. Se parecía un poco a Estela Plateada.
—Supongo —dijo Quentin lentamente—, que vas a decir que se trata de un ser de una belleza y un poder sublimes y que su aspecto se debe a que mis cansados ojos de mortal son incapaces de percibir su verdadera magnificencia.
—Venga —dijo Poppy. Inclinó la cabeza—. Es bastante imponente. Es grande. Y canoso.
—Un portero grande y canoso. Penny, es imposible que el universo funcione así.
—En la Orden lo llamamos «profundidad inversa». Lo hemos observado en varios casos. Cuanto más profundizas en los misterios cósmicos, menos interesante es todo.
Así que ese era él. El mayor cabrón de todos, el eslabón superior de la cadena trófica. De ahí provenía la magia. ¿Había entendido alguna vez lo que hacía, su belleza, lo mucho que la gente la amaba? No parecía que él amase nada. Se limitaba a ser. Ahora bien, ¿cómo se podía crear algo tan bello como la magia y no amarla?
—Me pregunto cómo lo habrá descubierto —planteó Poppy—. Que nosotros usamos la magia. Me pregunto quién se habrá chivado.
—Tal vez deberíamos hablar con él —añadió Quentin—. Tal vez logremos hacerle cambiar de opinión. Podríamos, no sé, demostrarle que somos merecedores de la magia o algo así. Puede que tengan una prueba.
Penny negó con la cabeza.
—No creo que cambien de opinión. Cuando llegas a ese nivel de poder, de conocimiento y de perfección, la cuestión de lo que hay que hacer a continuación resulta cada vez más obvia. Todo se rige por normas estrictas. Todo lo que se puede hacer en una situación determinada es la cosa más gloriosamente perfecta y sólo hay una. No hay elección posible.
—Estás diciendo que los dioses no tienen voluntad propia.
—El poder de cometer errores —repuso Penny— sólo lo tenemos nosotros. Los mortales.
Durante un rato, observaron en silencio cómo trabajaba el dios. Nunca se detenía ni dudaba. Sus manos se movían sin parar, doblaban líneas, rompían una conexión y hacían otra. Quentin no lograba entender por qué un dibujo era mejor que otro, pero se imaginó que se debía a su falibilidad de mortal. Le dio un poco de pena. Imaginaba que no dudar nunca, no vacilar nunca, estar eternamente seguro de su absoluta rectitud debía de ser motivo de alegría. Pero en realidad era como un gigantesco robot divino.
—Vamos a poner la cubierta —sugirió—. No quiero mirarlo más.
La cubierta de bronce chirrió al rozar la piedra y, con un ruido metálico, cayó en su sitio. Quentin le echó el pestillo. Aunque no lograba imaginar a quién dejaría dentro o fuera el pestillo. Se quedaron de pie como si estuviesen ante una tumba que acababan de llenar de tierra.
—¿Por qué está pasando esto ahora? —preguntó.
Penny negó con la cabeza.
—Algo les ha llamado la atención. Alguien en algún lugar ha debido de tropezar con una alarma y les ha convocado desde donde estuviesen. Puede que ni siquiera se diesen cuenta de que lo hacían. Nosotros no sabíamos que estaban aquí hasta que empezó el frío. Entonces el sol se apagó y llegó la nieve y el viento. Los edificios empezaron a desmoronarse. Todo se está acabando.
—Josh estuvo aquí —dijo Penny—. Nos lo explicó.
—Lo sé —repuso Penny. Se movió incómodo bajo la túnica. Se olvidó de sí mismo y habló de nuevo con su antigua voz—. Con el frío me duelen los muñones.
—¿Qué va a suceder? —inquirió Poppy.
—Ningunolandia será destruida. Nunca formó parte del plan divino. Mis predecesores la construyeron en el espacio entre universos. Los dioses la quitarán de en medio, como si fuese un nido de avispas en una pared. Pero no acabará ahí. Ni siquiera van detrás de Ningunolandia, lo que quieren es la base según la que funciona.
Una cosa sí podía decirse de Penny y es que no tenía problemas para enfrentarse a una dura verdad. Mostraba una extraña integridad con respecto a cosas como aquellas. Estaba tranquilo y sereno. No se inmutaba. No se le hubiese ocurrido hacerlo.
—El problema es la magia. Se supone que no debemos tenerla. Van a cerrar cualquier resquicio que hayan dejado abierto y que nos haya permitido utilizar la magia. Cuando hayan acabado dejará de funcionar, no sólo aquí, sino en todas partes, en todos los mundos. Ese poder será exclusivo de los dioses.
»La mayoría de los mundos simplemente perderá la magia. Creo que Fillory se desmoronará y dejará de existir por completo. Es un poco especial en ese sentido, todo el proceso es mágico. Tengo la teoría de que probablemente Fillory sea el resquicio, la fuga por donde salió en un principio la magia. El agujero en el dique.
»El cambio ya habrá empezado. Puede que hayáis visto indicios.
Los árbolesreloj destrozados. Es posible que sean algo parecido a uno de los primeros sistemas de alarma de Fillory, sensibles a cualquier problema. La muerte de Jollyby: quizá los filorianos no puedan vivir sin magia. Ember y las Bestias Únicas furiosos.
Arreglaban el mundo, pero Quentin lo prefería estropeado. Se preguntaba cuánto tardarían. Años, quizá, tal vez podría regresar a casa y no pensar en ello y todo ocurriría una vez que hubiese muerto. Pero no le daba esa impresión. Se preguntaba qué haría si la magia desapareciera. No sabía cómo viviría en un mundo así. La mayoría de la gente ni siquiera notaría el cambio, por supuesto, pero si uno conocía la magia, sabía lo que perdía y eso le consumiría. No sabía si sería capaz de explicárselo a una persona lega en la materia. Todo sería simplemente lo que era y nada más. Todo lo que habría sería lo que se pudiese ver. Lo que sintieses y pensases, todos los anhelos y los deseos de la mente y del corazón no contarían nada. Con la magia podías hacer que esos sentimientos fuesen reales. Podían cambiar el mundo. Sin ella, se quedarían para siempre atascados en el interior, productos de la imaginación.
Y Venecia. Venecia se hundiría. Su peso aplastaría esos montones de madera y desaparecería en el mar.
El punto de vista de los dioses era comprensible. Hacían magia. ¿Por qué iban a querer que un insecto ignorante como Quentin jugase con ella? Pero él no podía aceptarlo. No pensaba hacerlo. ¿Por qué iban a ser los dioses los únicos en disponer de la magia? Ellos no la apreciaban. Ni siquiera disfrutaban con ella. No les hacía felices. Les pertenecía, pero no la amaban, no de la forma en que él, Quentin, la amaba. Los dioses eran grandes, pero ¿de qué servía esa grandeza si no la amabas?
—Entonces, ¿va a suceder? —preguntó. Por ahora se mostraba estoico como Penny—. ¿Hay alguna forma de detenerlo?
Tenía calor otra vez, pero el frío empezaba a colarse de nuevo por las suelas de las botas.
—Probablemente no. —Penny empezó a caminar, como un mortal normal, con los pies. No parecía que la nieve le molestase. Quentin y Poppy caminaban a su lado—. Pero hay una forma. Siempre supimos que esto podría suceder. Estamos preparados. Decidme, ¿qué es lo primero que un pirata informático hace cuando se cuela en un sistema?
—No lo sé —repuso Quentin—. ¿Roba un montón de números de tarjetas de crédito y se suscribe a un montón de páginas porno de pago?
—Coloca una puerta trasera. —Era bueno saber que incluso después de haber alcanzado cierto grado de iluminación, Penny seguía siendo insensible al humor—. De manera que si alguna vez se queda fuera, pueda volver a entrar.
—¿La Orden hizo eso?
—Eso dice. Se construyó una puerta trasera en el sistema, metafóricamente hablando, para que la magia pudiese entrar de nuevo en el universo en caso de que los dioses regresaran para reclamarla. Solamente hay que abrirla.
—¡Dios mío! —Quentin no sabía si debía atreverse a albergar esperanzas. Sería demasiado doloroso si al final no fuese cierto—. ¿Así que tú puedes arreglarlo? ¿Lo vas a arreglar?
—La «puerta trasera» existe. —Penny hizo el gesto de entrecomillar, cosa que en realidad no podía hacer—. Pero las llaves las escondieron hace mucho tiempo. Hace tanto tiempo que ni siquiera nosotros sabemos dónde están.
Quentin y Poppy se miraron. No podía ser tan sencillo, era imposible que tuviesen tanta suerte.
—Penny, ¿no habrá por casualidad siete llaves? —preguntó Quentin.
—Siete, sí. Siete llaves de oro.
—Penny. Santo Dios, Penny, creo que las tenemos. O seis. Las tenemos en Fillory. ¡Tienen que ser esas llaves!
Quentin tuvo que sentarse en un bloque de piedra, pese a que estaba un poco fuera del círculo de calor de Penny. Se sujetó la cabeza con las manos. Esa era la búsqueda. No era falsa y no era un juego, era real. Después de todo importaba. Habían luchado por la magia todo el tiempo. Sólo que no lo sabían.
Como era de esperar Penny ni se inmutó. No sería tan tonto como para darle el mérito a Quentin de salvar el universo o algo así.
—Eso está muy bien. Es excelente. Pero tienes que recuperar la séptima llave.
—Ya. Hasta ahí llego. Encontraremos la séptima llave. ¿Y después qué?
—Entonces las llevaremos todas hasta el Fin del Mundo. La puerta está allí.
Ya estaba. Ahora sabía lo que tenía que hacer. Le daban entrada. Así era como se sentía en la isla, en el castillo, pero esta vez más tranquilo. Así debe de ser como se sienten los dioses, pensó. Una certeza total. Habían llegado al edificio de Penny, de vuelta al punto de partida.
—Penny, tenemos que regresar a Fillory, a nuestro barco, para terminar la búsqueda. ¿Nos puedes enviar de vuelta? ¿Me refiero a si puedes hacerlo incluso con las fuentes heladas?
—Por supuesto. La Orden me ha hecho partícipe de todos los secretos para viajar entre dimensiones. Si comparas Ningunolandia con un ordenador, entonces las fuentes son meras…
—Increíble. Gracias, tío. —Se volvió hacia Poppy—. ¿Quieres participar? ¿O todavía quieres regresar al mundo real?
—¿Estás de broma? —Sonrió y se apretó contra él—. A la mierda la realidad, cariño. Salvemos el universo.
—Prepararé el conjuro para enviaros de regreso —dijo Penny.
Nevaba con más intensidad, los copos caían inclinados a través de la pequeña cúpula de calor, pero ahora Quentin se sentía invulnerable. Lucharían y vencerían. Penny empezó a salmodiar en la misma lengua incomprensible que había utilizado antes. Tenía algunos sonidos vocálicos que a Quentin apenas le parecían humanos.
—Tarda un poco en hacer efecto —añadió cuando terminó—. Evidentemente a partir de aquí el viaje lo llevarán a cabo miembros de la Orden.
Silencio.
—¿Qué quieres decir?
—Mis compañeros y yo regresaremos con vosotros a vuestro barco y continuaremos lo que queda de la búsqueda. Podréis observar, claro está —Penny les dio un momento para que lo asimilaran—. No pensarías que íbamos a dejar una misión de esta importancia en manos de un grupo de aficionados, ¿no? Os agradecemos el buen trabajo que habéis realizado para llevarnos tan lejos, de verdad que sí, pero ahora ya no está en vuestras manos. Es hora de que se hagan cargo los profesionales.
—Lo siento, pero no —repuso Quentin—. De eso nada.
No renunciaría a aquella misión. Y definitivamente no invitaría a Penny a que les acompañase.
—Entonces supongo que encontraréis solos el camino de regreso a Fillory —añadió Penny. Cruzó los brazos mancos—. Romperé el hechizo.
—¡No puedes romperlo! —se quejó Poppy—. ¿Es que tienes nueve años? ¡Penny!
Al final había conseguido enervar incluso a Poppy.
—No lo entiendes —añadió Quentin aunque él tampoco estaba muy seguro de entenderlo—. Este trabajo es nuestro. Nadie puede hacerlo por nosotros. Así son las cosas. Debes enviarnos de regreso.
—¿Debo? ¿Acaso me vas a obligar a hacerlo?
—¡Santo Dios! ¡Penny, eres increíble! ¡Literalmente increíble! Y yo que pensaba que habías cambiado, de verdad que sí. ¿No eres consciente de que esto no va contigo?
—¿Que no va conmigo? —Penny volvió a perder el control de su voz de monje de otra dimensión y habló con el tono agudo de siempre, el que solía utilizar cuando se sentía especialmente agraviado y santurrón—. No me vengas con esto, Quentin. Me has venido con muchas cosas durante nuestra larga relación, pero no me vengas con esto. Yo he encontrado Ningunolandia. He encontrado el botón. Gracias a mí llegamos a Fillory. No fuiste tú quien hizo todo esto, Quentin, fui yo.
»Y la Bestia me arrancó las manos de un mordisco. Y vine aquí. Y ahora lo terminaré porque yo lo empecé.
Quentin se imaginó a Penny y a sus compañeros miembros de la secta Ostra Azul presentándose en el Muntjac y dando órdenes a todo el mundo, ¡dando órdenes a Eliot! Seguramente eran mejores magos que él desde un punto de vista técnico. Pero, a pesar de todo, no, él no podía hacerlo. Era imposible.
Se miraron. Estaban en un punto muerto.
—Penny, ¿puedo preguntarte algo? —inquirió Quentin—. ¿Cómo haces magia ahora? Quiero decir, sin manos.
Lo gracioso de Penny es que sabías que esa clase de preguntas no le incomodaban y así fue. De hecho, enseguida se puso de mejor humor.
—Al principio pensé que nunca más podría volver a practicar la magia —explicó—, pero cuando la Orden me acogió, ellos me enseñaron otra técnica que no depende de los movimientos de las manos. Si lo piensas, ¿qué tienen las manos de especial? ¿Y si se pueden utilizar otros músculos del cuerpo para hechizar? La Orden me enseñó. Ahora me doy cuenta de lo limitado que era. Si te soy sincero, me sorprende un poco que tú todavía lo hagas a la antigua usanza.
Penny se secó la barbilla con la manga. Siempre escupía un poco cuando se emocionaba hablando. Quentin respiró hondo.
—Penny, no creo que tú o la Orden podáis terminar esta búsqueda. Lo siento. Ember nos ha asignado esta tarea a nosotros y seguro que tiene sus razones. Supongo que así es como funciona. Es su voluntad. No creo que funcione con nadie más.
Penny caviló al respecto durante unos instantes.
—De acuerdo —repuso al final—. De acuerdo. Creo que tiene cierta lógica. Y la Orden tiene mucho que hacer en Ningunolandia. De hecho, en muchos aspectos el esfuerzo crucial se realizará aquí mientras vosotros recuperáis las llaves.
Quentin tuvo la sensación de que eso era todo cuanto conseguiría de Penny.
—Perfecto. Te lo agradezco. Si quieres puedes aprovechar la oportunidad para disculparte por haberte acostado con mi novia.
—Habíais cortado.
—Vale, mira, sácanos de aquí de una vez, que tenemos que salvar la magia.
Si se quedaban más tiempo, Quentin sentenciaría el universo de nuevo por matar a Penny con sus propias manos. Pero la verdad, casi que merecería la pena.
—¿Qué vas a hacer tú mientras tanto?
—Nosotros, la Orden y yo, captaremos directamente la atención de los dioses. Eso los demorará mientras vosotros recuperáis la última llave.
—Pero ¿qué es lo que podéis hacer? —preguntó Poppy—. ¿No son todopoderosos? ¿O prácticamente todopoderosos?
—Bueno, la Orden puede hacer cosas increíbles. Hemos pasado milenios estudiando en la biblioteca de Ningunolandia. Conocemos secretos que nunca imaginaríais. Secretos que os volverían locos tan sólo mencionándolos.
»Y no estamos solos. Tenemos ayuda.
Un fuerte golpe amortiguado cerca de la fuente que llevaba de regreso a la Tierra retumbó en la plaza. Sacudió el aire, lo notaron en las rodillas. En algún lugar cayó una piedra. Siguió otro golpe y después otro, como si estuviesen llamando a una puerta, intentando abrirse camino en el mundo desde algún lugar inferior. ¿Eran los dioses? Tal vez habían llegado demasiado tarde.
Se oyó un último golpe y de repente el hielo de la fuente explotó hacia arriba. Quentin y Poppy se agacharon mientras pedazos de fuente salían disparados en todas direcciones y rebotaban en las losas. Con un quejido metálico, la gran flor de loto de bronce se abrió, los pétalos se esparcieron como si floreciese, y surgió de ella una forma gigantesca y sinuosa que se agitaba y se retorcía. La cosa ascendió con violencia en el aire, mientras extendía las alas y se sacudía el agua, y con el batir de alas se abría camino en el cielo nocturno, azotando la nieve que caía y formaba grandes espirales y círculos a su alrededor.
Otra le siguió y después una tercera.
—¡Son los dragones! —gritó Poppy. Aplaudía como una niña pequeña—. ¡Quentin, son los dragones! ¡Oh, míralos!
—Son los dragones —corroboró Penny—. Los dragones nos van a ayudar.
Poppy le besó en la mejilla y Penny sonrió por primera vez. Se notaba que su intención no era sonreír, pero no pudo evitarlo.
Seguían apareciendo dragones, uno tras otro. Debían de haber vaciado todos los ríos del mundo. La plaza se iluminó cuando uno de ellos vomitó una llama de fuego en el cielo brumoso.
¿Cómo sabía que sucedería eso en ese preciso momento?
—Lo has planeado tú, ¿verdad? —dijo Quentin, pero justo entonces el hechizo de Penny surtió efecto y Quentin ya no se encontraba en el mismo mundo que la persona con la que había hablado.