21

Subieron el cuerpo de Benedict por la pasarela todos juntos. Quentin, Josh y Eliot forcejando con dificultad con sus pesadas extremidades de muñeca de trapo. Parecía que la muerte había hecho extrañamente denso su larguirucho cuerpo de adolescente. Resbalándose en la madera mojada, no tenían en absoluto el porte solemne que hubiese resultado apropiado para los portadores del féretro. Nadie había reunido el coraje suficiente para arrancarle la flecha del cuello, por lo que apuntaba alocadamente en todas direcciones.

Cuando dejaron a Benedict sobre la cubierta, Quentin fue a buscar una manta a su camarote y la extendió sobre el cuerpo. Sentía unas fuertes punzadas en el costado en sincronía con el pulso. Bien. Eso es lo que quería. Quería sentir dolor.

Bingle fue quien sacó con destreza la flecha del cuello de Benedict; tuvo que partirla por la mitad para ello porque un extremo era afilado y el otro tenía plumas. Empezó a llover sin parar, las gotas golpeaban y salpicaban en la cubierta y en el pálido rostro inmutable de Benedict. Llevaron el cuerpo adentro, a la enfermería, aunque ya no se podía hacer nada.

—Nos vamos —dijo Quentin en voz alta, dirigiéndose a nadie en particular y a todos.

—Quentin —contestó Eliot—. Estamos en plena noche.

—No quiero quedarme aquí. Sopla un buen viento. Debemos irnos.

Eliot estaba oficialmente a cargo, pero a Quentin le daba igual. Era su barco y no quería pasar otra noche en la isla. Todo son juegos y risas hasta que a alguien le atraviesan el cuello con una flecha.

—¿Y los prisioneros? —preguntó alguien.

—¿A quién le importa? Déjalos aquí.

—Pero ¿adónde vamos a ir? —inquirió Eliot con razón.

—¡No lo sé! ¡Simplemente no quiero quedarme aquí! ¿Tú sí?

Eliot tuvo que reconocer que tampoco tenía ningún interés en quedarse.

Quentin no pensaba irse a la cama de ninguna de las maneras. Benedict no entraría en calor esa noche, entonces ¿por qué iba a hacerlo él? Prepararía el barco. Al bajar la mirada, al rostro inexpresivo e insensible de Benedict, Quentin casi se enfadó con él por haber muerto. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Pero eso era ser un héroe, ¿o no? Por cada héroe, ¿acaso no mueren legiones de soldados de infantería en segundo plano? Era una cuestión de números, como dijo el cadáver en el castillo. Pura matemática.

Así que Quentin, el Rey Mago, líder de hombres, ayudó a acorralar al resto de los soldados vencidos e indicó a la tripulación que regase y aprovisionase el Muntjac, pese a que estaban en mitad de la noche y llovía a cántaros. Ahora que Benedict había muerto, otro tendría que trazar la ruta, pero eso no era un problema porque no sabían adónde iban. No importaba. Ya no entendía lo que hacían. Desde luego era una forma muy efectiva de conseguir llaves mágicas, pero ¿cómo ayudaría eso a Julia? ¿O a reconstruir Ningunolandia? ¿O a tranquilizar a los árbolesreloj? ¿Qué utilidad podían tener las llaves que justificase pasar por aquello: Benedict hecho un ovillo en la cubierta como un niñito que intenta entrar en calor?

Por la noche trabajaron todos juntos, pálidos y afanosos. Julia, que iba retomando su forma humana, se sentó junto al cadáver; por una vez su vestimenta de luto resultaba totalmente apropiada para la ocasión. También estaba a tono con la situación Bingle, cuyo semblante atormentado había ensombrecido hasta llegar a ser fúnebre. Pasó la noche solo vagando por la proa del barco, encorvado dentro de su capa como si fuese un pájaro herido.

En una ocasión Quentin fue a ver si estaba bien, pero le oyó murmurar para sí mismo:

«Otra vez no. Debo ir allá donde no ocasione más daños».

Y Quentin pensó que lo mejor sería dejarlo tranquilo para que encontrase una solución solo.

El cielo palidecía a través de los nubarrones cuando Quentin salió solo a la plaza situada delante del castillo para acabar el trabajo. Estaba helado y muerto de cansancio. Se sentía como el cadáver vivo en la biblioteca. No era la persona más adecuada para este trabajo, pero era su trabajo. Se arrodilló sobre una rodilla delante del pequeño obelisco con el martillo y el cincel que había tomado prestado del carpintero del barco.

Seguramente se podría hacer con magia, pero no recordaba cómo y además no quería hacerlo así. Quería sentirlo. Colocó la punta del cincel en la piedra y empezó a tallar. Cuando acabó se veían dos palabras, irregulares pero legibles:

ISLA DE BENEDICT

De vuelta en el barco ordenó partir hacia el este aunque todo el mundo sabía cuál sería el rumbo antes de que lo dijese. Después bajó. Oyó cómo levaban anclas. El mundo se inclinó y soltó amarras y por fin Quentin partió.

* * *

El Muntjac navegaba a toda velocidad propulsado por un vendaval helado. Los llevaba a través de vastas extensiones de mar sin islas, castigando las velas que mansamente aceptaban el abuso y navegaban todavía más rápido. Un enorme oleaje verde esmeralda los instaba a desplazarse hacia delante desde abajo, elevándose por debajo de ellos y ondeando por delante, como si hasta el mar estuviese harto de ellos y no pudiese esperar más al fin de todo aquello. Eliot había hecho que la travesía de salida sonase como una sucesión infinita de riquezas, maravillas e islas misteriosas, sin embargo ahora el mar era una inmensidad vacía, en el que por fortuna no había rastro alguno de nada remotamente fantástico.

Tal vez las islas se apartaban de su camino. Se habían convertido en intocables. No avistaron tierra ni una sola vez, era como si hubieran dado un gran salto hacia el vacío.

El único milagro que se produjo ocurrió a bordo. Fue pequeño, pero real. Dos noches después de la muerte de Benedict, Poppy fue al camarote de Quentin para ver cómo estaba y decirle que sentía lo sucedido. No se marchó hasta la mañana siguiente.

Era un momento extraño para que sucediese algo bonito. Era el momento equivocado, no el adecuado, pero tal vez fuese el único en el que podía haber sucedido. Tenían las emociones a flor de piel. Quentin estaba, cuando menos, sorprendido y lo que más le sorprendió era lo mucho que la deseaba. Poppy era guapa e inteligente, al menos tan inteligente como Quentin, tal vez más. Y era amable y graciosa cuando bajaba la guardia un poco, y sus largas piernas eran lo más maravilloso que Quentin había visto en este mundo o en cualquier otro.

Pero aparte de eso, Poppy tenía algo que Quentin deseaba tanto como la muda inconsciencia del sexo (que sabe Dios que podría haber sido suficiente, desde luego que sí): el sentido de la perspectiva. No estaba totalmente absorta en los grandes mitos de las búsquedas y las aventuras y tal. En el fondo Fillory le importaba un carajo. Aquí era una turista. Fillory no era su hogar y no era el depositario de todas las esperanzas y todos los sueños de la infancia. No era más que un lugar y sólo estaba de visita. Era un alivio no tomarse Fillory muy en serio durante un rato. Cuando se imaginaba que algo así era posible, siempre lo imaginaba con Julia. Pero Julia no le necesitaba, no de esa manera. Y, en realidad, la persona a quien Quentin necesitaba no era Julia.

Quentin no se había mantenido célibe desde la muerte de Alice, pero la verdad es que tampoco había hecho estragos. El problema de acostarse con alguien que no fuese Alice es que en cierto sentido el sentimiento de pérdida era más fuerte. Suponía saber y admitir verdaderamente que ella nunca volvería. Con Poppy lo admitió un poco más y eso hubiese tenido que dolerle más, sin embargo, por extraño que parezca, hizo que le doliese un poco menos.

—¿Por qué no te quedas? —le sugirió un día mientras almorzaban en su camarote con las piernas cruzadas encima de la cama. Pescado otra vez—. Ven a vivir una temporada a un castillo. Ya sé que no estás obsesionada con Fillory como yo, pero ¿nunca has querido vivir en un castillo? ¿Nunca has querido ser reina?

Cuando consiguiesen regresar al castillo de Whitespire, si es que lo conseguían, con o sin la última llave, tendrían un recibimiento bastante menos que triunfal. Estaría bien tener a Poppy a su lado como apoyo moral cuando regresase a ese puerto, y como apoyo inmoral también.

—Hum. —Poppy saló su pescado en exceso y a continuación lo empapó con zumo de limón. Por intenso que fuese el sabor, nunca parecía bastarle—. Haces que suene romántico.

—Es romántico. No es que lo diga yo. Vivir en un castillo es objetivamente romántico.

—Ves, así habla alguien que no ha crecido en una monarquía. Australia todavía tiene reina. Allí hay mucha historia. Recuérdame que algún día te explique la crisis constitucional de 1975. Muy poco romántica.

—Te prometo que no habrá crisis constitucionales si vamos a Whitespire. Ni siquiera tenemos constitución. Y si la tenemos te prometo que nadie la ha leído.

—Lo sé, Quentin. —Apretó los labios—. Pero creo que no. No sé cuánto tiempo más podré quedarme aquí.

—¿Por qué no? ¿Qué tienes que te haga regresar?

—¿Mi vida entera? ¿Todas las personas que conozco? ¿El mundo real?

—Este mundo es real. —Se acercó un poco más a ella y sus caderas se rozaron—. Aquí. Toca.

—No es esto a lo que me refiero.

Puso el plato en el suelo y se tumbó en la litera. Se golpeó la cabeza con la pared. No estaba hecha para una persona alta y menos para dos.

—Lo sé. —Quentin no sabía por qué la intentaba convencer. Sabía que no se quedaría. Tal vez eso era lo que hacía que resultase tan fácil, el saber el resultado con antelación. No había ninguna posibilidad de que ella se encariñase demasiado. La partida estaba perdida de antemano—. Ahora en serio, ¿qué tienes allí? ¿La tesis? ¿Sobre Dracología o lo que sea? ¿No me digas que no tienes novio?

Le cogió el pie y se lo puso en el regazo para frotárselo. Tenía nuevas callosidades de andar descalza por el barco y le rascó una. Poppy apartó el pie con premura.

—No. Pero sí, mi tesis versa sobre el estudio de los dragones. Siento que te parezca aburrido, pero es lo que yo hago y da la casualidad de que me gusta.

—Hay dragones en Fillory. Creo. Bueno, quizá no haya. Nunca he visto uno.

—¿No lo sabes?

—Podrías averiguarlo. Podrías solicitar una real beca de investigación. Te prometo que tu solicitud será considerada favorablemente.

—Tendría que empezar de cero. No voy tirar por la borda cuatro capítulos de la tesis.

—Bueno, ¿y qué tiene de malo un poco de irrealidad? —preguntó Quentin—. La irrealidad está subestimada. ¿Sabes cuántas personas matarían por estar donde tú estás ahora?

—¿Dónde, en la cama contigo?

Le levantó la camisa y la besó en el vientre, plano y cubierto por un vello muy fino y aterciopelado.

—Me refiero aquí, en Fillory —dijo.

—Lo sé. —Suspiró genuinamente y con gracia—. Me gustaría ser una de ellas.

Estaba muy bien decidir que Poppy regresaba al mundo real (o no tan bien, pero era lo que había), pero lo que todavía no sabían era cómo lograrían devolverla a la Tierra. No cabía duda de que en algún momento Ember aparecería para echarla de Fillory, como siempre hacía con los visitantes. Aunque podrían pasar semanas o meses, nunca se sabía, y ella no quería esperar. Puede que Quentin estuviese en el paraíso, pero para Poppy era el exilio.

Al final decidieron probar las llaves. No tenían la de la Isla de Después, la que tan eficientemente había llevado a Quentin y a Julia a la Tierra, aunque todas tenían más o menos el mismo aspecto excepto por el tamaño. Empezaron con la última que era la mayor, la que habían encontrado en la Isla de Benedict. Estaba guardada en el camarote de Quentin, en la caja de madera. La subieron a cubierta. Poppy no había traído nada, así que no tenía que preparar el equipaje. Quentin supuso que Josh, en su momento, también querría regresar, aunque no parecía tener mucha prisa. Ya estaba hablando del dormitorio que ocuparía cuando regresaran a Whitespire. Además Quentin prefería despedirse de Poppy a solas.

La llave había estado tanto tiempo en la caja que los tres dientes habían dejado una marca en el terciopelo rojo. Se la ofreció a Poppy, como si fuese un puro especial. Ella la cogió.

—Ten cuidado.

—Pesa. —Poppy le dio la vuelta en los dedos para sopesarla—. Jo. No es sólo el oro, es la magia. El hechizo que tiene es complicado. Denso.

Observaron la llave y después se miraron.

—La probé a tientas en el aire —explicó Quentin—. Había que encontrar un agujero invisible. Es difícil de explicar, más bien se aprende haciéndolo.

Asintió con la cabeza. Lo había entendido.

—Bueno.

—Espera. —Le cogió ambas manos—. Antes no te lo he pedido bien. Quédate. Por favor, quédate. Quiero que te quedes.

Negó con la cabeza y le besó en los labios con suavidad.

—No puedo. Llámame la próxima vez que estés en la realidad.

Sabía que contestaría eso. De todas formas se sentía mejor sabiendo que se lo había pedido en serio.

Poppy dio varios golpes tímidos al aire con la llave a modo de prueba. Quentin se preguntó con despreocupación si la llave comprendía que se encontraban en un barco en movimiento. ¿Y si abría una puerta en el aire y después se quedaba atascada y ellos la dejaban tras de sí, la llave se escapaba de las manos de Poppy y la puerta permanecía en el aire en medio del océano, bien lejos de ellos? Una parte de Quentin deseaba que sucediese.

Pero no hubo suerte. Normalmente la magia antigua ya había solventado errores o resquicios como ese hacía tiempo. Quentin no oyó el clic, pero vio que la mano de Poppy encontraba resistencia en el aire. La llave se deslizó al interior. Sin soltarla, Poppy le dio otro beso, esta vez más apasionado, y después giró la llave. Con la otra mano encontró el pomo.

Se entreabrió y se oyó un «puf» por la presión del aire al equilibrarse. El sol no brillaba como antes. Estaba oscuro. Resultaba extraño ver un rectángulo de noche flotando derecho en la cubierta de un barco a plena luz del día. Quentin caminó a su alrededor detrás de Poppy e intentó asomarse. Sintió una corriente de aire frío. Aire invernal. Ella se volvió y le miró: ¿hasta ahora todo bien?

Se preguntó qué mes sería en la Tierra o incluso qué año. Tal vez los flujos de tiempo habían enloquecido y Poppy acabaría en una Tierra del futuro lejano, una Tierra apocalíptica, un mundo frío y muerto en órbita alrededor de un sol extinto. Se le puso la piel de gallina y un par de copos de nieve errantes dieron vueltas y se deshicieron en la madera caliente de la cubierta del Muntjac. «Tuve un sueño que no era del todo un sueño». El bueno de Byron. Algo para cada ocasión.

Poppy soltó la llave, agachó la cabeza ya que la puerta era un poco pequeña para su cuerpo larguirucho y entró. Quentin la vio mirar a su alrededor y temblar en su vestido veraniego, y entrevió lo que ella miraba. Una plaza de piedra. La puerta empezó a cerrarse. La llave la debía de haber trasladado a su última residencia conocida, es decir, a Venecia. Tenía sentido. Se podría quedar en el palazzo de Josh una temporada. Seguro que conocería gente. Allí estaría segura.

Oh, no, no estaría segura. Eso no era Venecia y estaba completamente sola. Quentin se lanzó hacia la puerta que se cerraba tras ella.

—¡Poppy!

Ella se detuvo justo en el umbral y Quentin chocó con ella por detrás. Poppy chilló y él la agarró por los hombros para evitar que cayesen los dos. Entonces alargó la mano hacia atrás para que la puerta no se cerrase, pero ya era demasiado tarde. El aire era helado. El cielo estaba plagado de extrañas estrellas. Era de noche y no estaban en la Tierra, sino en Ningunolandia.

Durante unos instantes, Quentin se alegró de estar allí. Hacía dos años que no había ido a Ningunolandia, desde que él y los demás habían viajado a Fillory. El país le hacía sentir nostálgico. La primera vez que lo vio sintió, probablemente por primera vez en su vida, pura alegría: el tipo de alegría pura y cruda, blanca y caliente, la alegría que sientes cuando crees, o no sólo cuando crees, sino cuando sabes que todo va a ir bien, no sólo en esos momentos o las siguientes dos semanas, sino siempre.

Era evidente que se había equivocado. La verdad es que esa certeza duró unos cinco segundos: justo hasta que Alice le dio un puñetazo en la cara por haberle engañado con Janet. Al final resultó que no todo iría bien. Todo era casualidad y nada era perfecto y la magia no te hacía feliz y Quentin había aprendido a asumirlo, algo que de todos modos la mayoría de las personas que conocía ya hacía y ya iba siendo hora de que hiciera otro tanto. Sin embargo, ese tipo de felicidad no se olvida. Algo tan luminoso deja una imagen permanente en el cerebro.

La Ningunolandia que él había conocido siempre fue cálida, tranquila y crepuscular. Esta era oscura como boca de lobo, de un frío recio y además nevaba. En las esquinas de la plaza se había acumulado más nieve, enormes franjas cremosas.

Y el horizonte era diferente. De los edificios que estaban alrededor de la plaza, los que estaban a un lado se veían exactamente igual que siempre, pero los del otro lado habían desaparecido. Sus siluetas negras resaltaban recortadas contra el cielo azul profundo y la nieve frente a ellos se mezclaba con bloques de piedra que se habían derrumbado. La siguiente plaza resultaba visible y a través de esta la otra.

—Quentin —dijo Poppy. Ella también miró hacia atrás buscando la puerta e intentado comprender qué sucedía—. No lo entiendo. ¿Qué haces… dónde estamos?

Se acurrucó para protegerse del frío. Lo cierto es que no iban vestidos para aquel clima, pero ella no se amedrentó.

—Esto no es la Tierra —afirmó Quentin—. Esto es Ningunoladia. O Ningunolandias, nunca sé cuál es la correcta. Es el mundo que hay entre la Tierra y Fillory y todos los demás mundos.

—Bien. —El ya le había explicado lo que era anteriormente—. Vale, muy bien, pero hace un frío del demonio. Vámonos de aquí.

—No estoy muy seguro de cómo lo haremos. Se supone que se entra por las fuentes, pero se necesita un botón.

—Vale. —En cuanto hablaron, sus voces se perdieron en el aire helado—. Bueno, pero haz un hechizo o algo. ¿Qué ha sido lo que nos ha traído hasta aquí?

—No lo sé. Estas llaves son la monda. —Resultaba difícil hablar con el intenso frío.

Observó el aire vacío en el que acababan de aparecer, le salía vaho al respirar. En verdad no quedaba nada del portal que llevaba a Fillory. Poppy caminó con las piernas entumecidas hasta la fuente. Se encontraban en la plaza de Fillory; la fuente tenía una estatua de Atlas, agachado y apoyado en el suelo bajo el peso demoledor de un globo terráqueo de mármol.

El agua de la fuente estaba congelada. El hielo se elevaba por encima del borde de piedra. Lo tocó con la mano.

—¡Qué horror! —exclamó con calma. Hablaba como si fuera otra persona.

Quentin empezaba a darse cuenta del lío en que estaban metidos. Hacía frío, mucho frío. La temperatura debía de estar entre los seis y los diez grados bajo cero. No había madera, nada con lo que hacer un fuego, sólo piedra y más piedra. Quentin recordó que Penny le había advertido que no hiciese magia allí. Tendrían que probarlo.

—Vamos hasta la fuente de la Tierra —sugirió—. Está a un par de plazas de aquí.

—¿Para qué? ¿De qué nos sirve si no tenemos el botón?

—No lo sé. Tal vez haya alguien allí. No se me ocurre nada más, además tenemos que empezar a movernos o moriremos congelados.

Poppy asintió y se sorbió la nariz. Le moqueaba. Ahora se la veía más asustada que cuando estaba en la isla, cuando lucharon por la llave.

Empezaron caminando pero enseguida se pusieron a correr para calentarse. Aparte de las pisadas, reinaba un silencio absoluto. La única luz era la de las estrellas, aunque sus ojos se ajustaban con rapidez. Quentin no dejaba de pensar que aquello no funcionaría y si no funcionaba las cosas se pondrían muy feas. Intentó hacer cálculos mentales sobre termodinámica. Había demasiadas variables, pero la hipotermia no estaba ni mucho menos descartada en el futuro cercano. Unas pocas horas como mucho, quizá ni siquiera eso.

Corrieron a través del paisaje urbano en ruinas. Nada se movía. Cruzaron un puente sobre un canal helado. El aire olía a nieve. Un error tonto y los dos muertos, pensó, y le entró vértigo.

La plaza de la Tierra era más grande que la de Fillory, aunque no estaba en mejor estado. Uno de los edificios mostraba una hilera de huecos de ventanas y a través de los huecos se veían las estrellas. La fachada había sobrevivido a la catástrofe, pero el resto del edificio había desaparecido.

La fuente también estaba congelada. El hielo había cubierto la gran flor de loto de bronce y había agrietado totalmente un lateral. Se detuvieron delante de la fuente y Poppy resbaló en un trozo de hielo negro bajo la nieve, aunque no llegó a caer. Se enderezó y dio unas palmadas para secarse las manos.

—Lo mismo —dijo—. Tienes razón. Necesitamos una forma de salir de aquí. O un refugio y algo para quemar.

Estaba nerviosa, pero se controlaba. Bendita Poppy. Daba un buen ejemplo y eso le animó un poco.

—Parece que las puertas de algunos de estos edificios son de madera —dijo Quentin—. Y en el interior de los edificios hay libros. Creo. Podemos coger algunos y quemarlos.

Caminaron juntos por la plaza hasta que encontraron una puerta rota, un monstruo gótico arqueado, que alguien había golpeado hasta dejarla torcida. Quentin la tocó. Rompió una astilla. Parecía madera normal. Tendrían que intentar un conjuro para el fuego. Explicó cómo actuaba la magia en Ningunolandia: tenía mucha más carga, era explosiva. Penny le había dicho que nunca la utilizara. Eran momentos de desesperación.

—¿Desde qué distancia puedes lanzar un hechizo para el fuego? —preguntó—. Porque cuanto más lejos estemos cuando se encienda, mejor.

—Va hacia arriba —al pronunciarlo con los labios entumecidos sonó algo así como «v cia iba». Lo repitió, intentando pronunciar un poco mejor, aunque sólo un poco. La situación empeoraba mucho más rápido de lo que había creído. No les quedaba tiempo. Quizás unos quince minutos más para ejecutar el hechizo.

—Averigüemos qué pasa —sugirió Poppy.

Empezó a caminar hacia atrás, alejándose de la puerta, de vuelta al centro de la plaza. Quentin no podía evitar pensar que eso no era más que una medida provisional, una parada en el camino hacia lo inevitable. Después de encender el fuego tendrían que encontrar un refugio. Después de encontrar el refugio, necesitarían comida y no había alimentos. La cabeza le daba vueltas de forma incontrolable. Podrían derretir nieve para beberla, pero no era comida. Tal vez encontrasen algunas encuadernaciones de cuero para mordisquear. Quizás hubiese peces en los canales bajo el hielo. Y aunque pudiesen sobrevivir indefinidamente, lo cual era imposible, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que aquello que había destrozado Ningunolandia los destrozase a ellos?

—¡Vale! —gritó Poppy—. ¡Quentin, apártate!

Apretó las palmas de la mano contra la madera, si es que era madera. Si no funcionaba, ¿podrían fabricar un botón mágico de la nada? No en quince minutos. Ni tampoco en quince años.

Se abrió una hendidura entre las dos puertas. Una delgada luz azul brilló tenuemente a través de ella. Luz de estrellas. Pero no era la luz de las estrellas. Parpadeaba.

—¡Espera! —exclamó.

—¡Quentin! —Notó un atisbo de desesperación en la voz de Poppy. Tenía las manos debajo de las axilas—. No nos queda mucho tiempo.

—Me había parecido ver algo. Allí hay algo.

Apretó la cara contra la madera congelada, pero no vio nada más. Fue de ventana en ventana, pero todas estaban oscuras. Quizá desde el otro lado. Llamó a Poppy a gritos para que se acercase y corriese por debajo de una arcada hasta la siguiente plaza.

El edificio era un inmenso palacio de estilo italiano con ventanas separadas a intervalos regulares. Por un momento consideró la posibilidad de que todavía les fuese peor si lo que producía una luz azulada en el interior saliese al exterior, pero parecía bastante improbable que les produjese una muerte más agónica y desagradable que la que estaban a punto de experimentar. Se preguntó si, antes de morir, caería tan bajo como para suplicarle a Ember que le salvase. Pensó que probablemente sí.

No había ninguna puerta en ese lado del palacio, pero la fachada estaba rota y acababa en piedra irregular por encima de la segunda hilera de ventanas. Probablemente podría franquearla si fuera necesario, y así fue. Subía un viento helado. Se preguntó qué habría pasado allí. Había sido un mundo sereno y protegido con anterioridad, un mundo bajo el cristal. Alguien había cortado la electricidad y había roto las ventanas y había dejado que los elementos entraran con gran estruendo.

Un salto con carrerilla le permitió subir hasta el alféizar de la primera ventana. Le dio gracias a Dios o a Ember o a quien fuese por el gusto excesivo del arquitecto de Ningunolandia por la decoración barroca. Sabía que la piedra tosca le estaba pelando la piel de los dedos helados, pero no lo notaba.

—Ponte aquí de pie —dijo, y señaló. Puso un pie en el hombro de Poppy, cosa que ella aceptó de buen grado. Desde ahí podía llevar el pie a la moldura superior y la mano al alféizar de la ventana que estaba por encima, aunque no iba muy bien para agarrarse, pero era lo único que había. Desde allí saltó y se agarró a la parte superior de la pared rota. Tenía que insistir para que los dedos se doblasen.

Con la mejilla apretada contra la piedra fría, Quentin se arriesgó a bajar la mirada. Poppy le observaba con expectación. A la luz de las estrellas su bonito rostro se veía pálido y con una expresión grave. Lentamente se impulsó hacia arriba hasta que consiguió poner el antebrazo por encima de la pared, después colocó la rodilla con torpeza. Miró hacia abajo por primera vez, al interior de Ningunolandia.

Tenía el mismo aspecto que recordaba de las fotografías que había visto del bombardeo alemán sobre Londres. No había tejado y gran parte de lo que había sido el segundo piso se había desmoronado y yacía en ruinas sobre el primero. El suelo estaba repleto de papeles que el viento agitaba en círculos lentos. Por el suelo había libros grandes y pequeños desparramados en varios estados de deterioro, algunos estaban enteros, otros, abiertos y destripados.

En el otro extremo, donde algunos restos del piso superior formaban un refugio parcial, alguien había colocado los libros en mejor estado en montones altos. El hombre que presumiblemente los había organizado estaba de pie entre los libros. No, no estaba de pie, flotaba a unos treinta centímetros del suelo con los brazos extendidos.

De allí provenía la luz azulada. En el suelo, debajo del hombre, había runas que despedían un tenue y frío resplandor. O bien era un compañero que se había refugiado de la destrucción o el autor de la misma. Parecía un buen momento para correr un mal riesgo.

—¡Hay alguien dentro! —le gritó a Poppy, que estaba abajo. Gritó más fuerte—. ¡Eh!

El hombre no levantó la vista.

—¡Eh! —gritó Quentin de nuevo—. Hola. —Quizá fuese de Fillory.

—Quentin —llamó Poppy.

—Espera. ¡Hola! ¡Hola!

—Quentin, se están abriendo las puertas.

Miró hacia abajo. Efectivamente. Las puertas se estaban abriendo hacia fuera, por sí solas.

—Vale. Ya bajo.

No resultó mucho más fácil bajar; no sentía los dedos. Tomó la mano entumecida de Poppy entre las suyas. Realmente esa era su última oportunidad.

—¿Vamos? —preguntó. Sonó todavía más decaído de lo que esperaba.