La casa de Murs fue lo mejor que le había pasado jamás a Julia en la vida. En cualquiera de sus muchas vidas.
Pouncy tenía razón, había llegado a casa. Hasta entonces su vida había sido un inacabable juego de búsquedas sin gracia alguna, pero por fin había dado con su morada. Ahora descansaría. A diferencia de los pisos francos, la casa de Murs era segura. Era su Brakebills personal. Había hecho las paces.
Había diez personas en Murs, incluida Julia. Algunos eran del foro Free Trader Beowulf, y otros no. Pouncy, Asmodeus y Failstaff estaban allí, al igual que Gummidgy y Fiberpunk: foreros tímidos a quienes Julia nunca habría asociado con la magia. Cayó en la cuenta de que seguramente se habían pasado la mayor parte del tiempo intercambiando conjuros en hilos privados.
Asmodeus, Failstaff y Pouncy tampoco eran como se los había imaginado. Había pensado que Pouncy era chica o gay, pero en persona no parecía gay en absoluto y, en todo caso, no se lo había imaginado tan atractivo. En el foro siempre estaba enfadado por algo, como si estuviera a punto de volverse majareta por culpa de algún ultraje perpetrado contra su persona y que mantenía la cordura gracias a la fuerza de voluntad. La teoría favorita de Julia era que Pouncy era víctima de un accidente, tal vez un parapléjico, o alguien sumido en un dolor crónico que trataba de tomarse su enfermedad con filosofía. Nunca habría dicho que era alguien que iba a la última moda.
Failstaff no era guapo. Julia se lo había imaginado como a un jubilado con el pelo blanco, un caballero de la vieja escuela. De hecho tenía unos treinta años y tal vez fuera un caballero, pero desde luego uno de los caballeros más grandes que había visto en la vida. Medía más de metro noventa y era corpulento. No es que estuviera gordo sino que era gigantesco. Debía de pesar unos ciento ochenta kilos. Su voz era un rugido subsónico.
En cuanto a Asmodeus, resultó que era más joven que Julia ya que como mucho tenía diecisiete años, era una habladora nata con una gran sonrisa y unas cejas en forma de V marcada que la hacían parecer una adolescente traviesa. Guardaba cierto parecido con Fairuza Balk, un toque de Jóvenes y brujas. Eran sus mejores amigos y Julia ni siquiera los reconocía.
También eran magos, y muy buenos, mejores que ella, y vivían en una casa enorme en el sur de Francia. Tardaría un poco en acostumbrarse a ellos.
Y en perdonarlos.
—¿Cuándo pensabais decírmelo? —preguntó. Estaban sentados alrededor de una mesa de madera restaurada con varias copas de vino tinto local en el patio trasero de la casa. El azul de la piscina resplandecía bajo el sol de la tarde. Era como un maldito anuncio de cigarrillos.
»¡En serio! ¡Quiero saberlo! ¿Estabais aquí todo el tiempo, haciendo magia y engullendo foie-gras de la zona y no sé qué más y ni siquiera me lo dijisteis? Pero me obligasteis a superar una prueba. ¡Otra prueba! ¡Lo que me faltaba, como si nunca hubiera superado pruebas en la vida!
Una lágrima se le deslizó por el rostro enfurecido. Se abofeteó como si le hubiera picado una avispa.
—Julia. —La voz de Failstaff era tan grave que era inconfundible y hacía que la vajilla tintinease.
—Lo sentimos —dijo Asmodeus en tono fraternal—. Todos hemos pasado por lo mismo.
—Créeme, no nos produjo ningún placer saber que estabas en el piso franco de Bed-Stuy. —Pouncy dejó la copa en la mesa—. Pero piénsalo bien. Cuando desapareciste del foro intuimos que te habías metido de lleno en el mundo mágico, así que esperamos. Te dimos tiempo para que te prepararas bien, aprendieras los fundamentos, todas las tonterías de principiante. Perfeccionar las posiciones de los dedos, descifrar las principales familias de lenguas. Queríamos saber si tenías madera para esto o no.
—Bueno, pues mil gracias, joder. Todo un detallito por vuestra parte. —Mientras ella había estado sola por esos mundos de Dios ellos habían estado en aquella casa, observándola. Respiró hondo—. Ni os imagináis por lo que he pasado.
—Lo sabemos —repuso Failstaff.
Los observó sorbiendo el vino, un tinto del Ródano tan oscuro que parecía negro, holgazaneando bajo el sol de los cojones como en la típica película británica de turno. La casa estaba rodeada de campos de heno granados. Parecían amortiguar los sonidos. Estaban inmersos en un océano de silencio.
—Estabas saldando tus cuentas —dijo Pouncy—. Digamos que fue un trámite iniciático.
—De eso nada —repuso Julia—, me estabais poniendo a prueba. ¿Quiénes os pensáis que sois para ponerme a prueba?
—Sí, te pusimos a prueba, ¡joder! —Pouncy estaba exasperado pero de buen rollete, sin perder la compostura—. ¡Nos habrías hecho lo mismo! Te pusimos a prueba sin tregua, coño. No para ver si eras lista. Ya sabemos que eres lista. Eres un puto genio, aunque Iris dice que tu eslavo antiguo es una mierda. Teníamos que saber por qué estabas aquí. No nos interesaba que sólo quisieras jugar con nosotros ni tampoco bastaba que estuvieses coladita por nosotros. Tenías que estar colada por la magia.
—Todos pasamos por lo mismo, Julia —repitió Asmodeus—. Todos nosotros, y nos cabreamos nada más saberlo, pero luego lo superamos.
—¿Has cumplido ya los diecisiete? —resopló Julia—. ¿Acaso has saldado tus cuentas?
—Las he saldado, Julia —respondió Asmodeus con tranquilidad. Un reto.
—Y para satisfacer tu curiosidad respecto a quiénes somos —añadió Pouncy—, pues somos nosotros. Y ahora eres uno de los nuestros y nos alegra que estés aquí, pero no nos arriesgamos por los demás. —Esperó a que Julia lo asimilara—. Hay demasiado en juego.
Julia entrecruzó los brazos enfadada o con cuanta ferocidad pudo aparentar para no darles la impresión de que les había perdonado por completo. Pero se moría de curiosidad, a la mierda con todo. Quería saber más detalles sobre la casa y qué se traían ellos entre manos. Quería saber de qué iba el juego para participar en él.
—¿De quién es la casa? —preguntó—. ¿Quién ha pagado todo esto?
Saltaba a la vista que allí había pasta gansa. Julia había esperado mientras Pouncy llamaba a la empresa de alquiler de coches y, en un francés perfecto, compró el Peugeot arañado con una tarjeta de crédito.
—Es de Pouncy —respondió Asmodeus—. En su mayor parte. Trabajó de operador de bolsa durante una temporada. Era bastante bueno.
—¿Bastante bueno? —Pouncy arqueó las cejas.
Asmo negó con la cabeza.
—Si hubieras hecho mejor los cálculos ahora estarías forrado. Te lo repito de nuevo, si ves el mercado como un sistema caótico…
—Da igual. No era un problema interesante. Era un medio para un fin.
—Si apostases…
—Todos pusimos dinero cuando llegamos —dijo Failstaff—. Yo puse todo lo que tenía. ¿De qué me serviría ahorrarlo? El dinero es para disfrutarlo en un sitio como este, con ellos.
—No os lo toméis a mal, pero tiene un toque sectario.
—¡Exacto! —exclamó Asmodeus dando palmadas—. ¡La secta de Pouncy!
—A mí me recuerda a la Organización Europea para la Investigación Nuclear —dijo Pouncy—. Es un instituto dedicado al estudio de la energía mágica.
Julia no había probado el vino. Lo que más le apetecía en esos momentos era controlar la situación, algo poco compatible con el vino.
—O sea, que busco un acelerador de hadrones o su equivalente mágico.
—Alto, alto —dijo Pouncy—. Vayamos paso a paso. Primero te enseñaremos todos los niveles hasta el doscientos cincuenta. Ya veremos qué pasa después.
Resultaba que la casa de Murs era, en cierto modo, una ramificación natural del mundillo de los pisos francos. Aquel mundillo era un filtro: atraía a unas cuantas personas selectas, las sacaba de sus vidas cotidianas y las conducía hasta los pisos francos, donde jugaban con la magia. Murs era un segundo filtro para destilarlos de nuevo. La mayoría de las personas se conformaba con el mundillo de los pisos francos y las carpetas de anillas. Para ellas era algo social. Les gustaba la doble vida que les proporcionaba. Les encantaba el aire misterioso y saberse conocedoras de un secreto. Era lo que necesitaban y era lo único que necesitaban.
Pero algunas personas, muy pocas, eran diferentes. Para ellas la magia era algo primordial y prioritario, no poseían un secreto, el secreto las poseía. Querían más. Querían descubrir el misterio que estaba detrás del misterio. No se conformaban con los conocimientos básicos, querían aprender más, y cuando el mundillo de los pisos francos se les quedaba pequeño, gritaban, chillaban y pataleaban hasta que aparecía alguien que les mostraba el camino a seguir.
Así era como habían acabado en Murs. Pouncy y su equipo se habían quedado con los mejores magos de los pisos francos y los habían conducido hasta Murs.
La vida en Murs era plácida, al menos al principio. Había un ala para trabajar y otra para vivir. A Julia le asignaron un hermoso dormitorio entarimado de techo alto con ventanas con cortinas a rayas que permitían que la luz color champán francesa entrase a raudales. Todos cocinaban y limpiaban, aunque recurrían a la magia para facilitarse las tareas. Era increíble ver cómo los suelos repelían el polvo y formaban montoncitos ordenados, como limaduras en un campo magnético. Y los productos del campo eran incomparables.
Para ser sinceros no recibieron a Julia con los brazos abiertos. No era su estilo, pero la respetaban. Estaba preparada para demostrar su valía de nuevo; estaba acostumbrada a hacer gala de sus conocimientos a un grupo de imbéciles cada medio año. Lo habría hecho, de veras que lo habría hecho, pero no se lo pedirían. Las demostraciones habían llegado a su fin. El viaje era la prueba y ya había llegado al destino. Era uno de ellos.
No era como Brakebills. Era mejor. Sentía que por fin había ganado. Había ganado a las malas, pero había ganado.
En Murs estaban al tanto de Brakebills. Eran muy presuntuosos al respecto. Las pocas veces que se paraban a pensar en Brakebills lo consideraban un lugar mono: un parque aséptico y ultraseguro para quienes carecían del coraje y la fuerza de voluntad para espabilarse en el exterior. Lo llamaban Fakebills [Impostores] y Breakballs [Rompepelotas]. En Brakebills había que ir a clase y respetar las normas. Perfecto para quienes gustasen de eso, pero en Murs las normas las hacía uno mismo, sin supervisión adulta. Brakebills eran los Beatles y Murs los Stones. Brakebills era para los amantes del reglamento mientras que Murs era para los tipos fríos adictos a las peleas callejeras.
La mayoría de ellos habían ido al examen de Brakebills, como Julia, pero, a diferencia de ella, no se habían dado cuenta hasta que habían llegado a Murs y Failstaff, a quien se le daban bien los conjuros relativos a la memoria, los había liberado de la magia que los estaba obnubilando. Se enorgullecían de ser inconformistas. Gummidgy incluso aseguraba que había superado el examen para luego, por primera vez en la historia, declinar la oferta de Fogg para matricularse. Se marchó tan campante. Había elegido la vida de la bruja disidente.
A Julia le parecía una auténtica locura y creía que los estudiantes de Brakebills eran más espabilados de lo que los magos de Murs admitían. Pero disfrutaba con su presuntuosidad. Se lo había ganado a pulso.
En Murs había una mezcla de personalidades de lo más curiosa. Era una especie de parque zoológico privado. Se necesitaba un coeficiente intelectual de genio para llegar a Murs, si bien la excentricidad no resultaba un impedimento, pero es que había que ser un poco rarito para superar el filtro del mundillo de los pisos francos sin acabar un tanto atrofiado. La mayoría de la magia era casera por lo que la variedad de estilos y técnicas resultaba desconcertante cuando menos. Algunos eran elegantes y malabaristas mientras que otros eran tan minimalistas que apenas se movían. Un tipo se contorsionaba tanto que parecía que bailaba.
También había especialistas. Uno de ellos diseñaba objetos mágicos. Gummidgy era un vidente en cuerpo y alma. Fiberpunk, un bicho raro bajito y fornido que era casi igual de ancho que de alto, se autoproclamaba metamago: su magia actuaba sobre otra magia o sobre sí misma. Casi nunca hablaba y se pasaba el día dibujando. La única vez que Julia le miró por encima del hombro Fiberpunk le explicó susurrando que estaba dibujando representaciones en dos dimensiones de sombras en tres dimensiones arrojadas por objetos en cuatro dimensiones.
Aunque la vida era plácida en Murs había que trabajar duro. Le concedieron un día para vencer el desfase horario y lidiar con el equipaje, y entonces Pouncy le dijo que se presentase en el Ala Este a primera hora de la mañana siguiente. A Julia no le entusiasmaba que Pouncy Silverkitten le dijera lo que tenía que hacer ya que lo consideraba un amigo y un igual. Pero se acababa de desabrochar la camisa para mostrarle sus estrellas (así como su torso musculado y terso). Tenía muchísimas. Tal vez fueran iguales, pero sólo en un sentido filosófico abstracto. En términos prácticos, le daba mil vueltas en lo que a magia se refería.
Por ese motivo se tragó el orgullo, y puede que otros sentimientos, obedeció a Pouncy y se presentó a las ocho de la mañana en una habitación de la planta alta del Ala Este llamada Gran Estudio.
El Gran Estudio era una sala estrecha repleta de ventanas en una de las paredes, como si fuera una especie de galería. Allí no había nada para estudiar. No había libros, ni escritorios ni ningún tipo de mobiliario. Sólo estaba Iris.
Con cara de niña y el pelo recogido en un moño, Iris, la universitaria, había visto por última vez a Julia en el piso franco de Bed-Stuy. Era como reencontrarse con una vieja amiga, o casi. En su territorio Iris iba más informal, con vaqueros y una camiseta blanca que dejaba al descubierto sus estrellas.
—Hola —dijo Julia. Sonó un tanto quejumbroso. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo—. ¿Qué tal?
—Hagámoslo otra vez —respondió Iris—. Desde el principio. Comienza con el destello.
—¿El destello?
—Repasaremos los niveles. Empieza con el destello. Si fallas uno comenzarás desde el principio. Si los haces todos tres veces seguidas, desde el primero hasta el septuagésimo séptimo, sin equivocarte ni una vez, entonces podremos empezar a trabajar de veras.
—¿Quieres decir que empezarás a tratarme de igual a igual?
—Empieza con el destello.
Para Iris no era como reencontrarse con una vieja amiga. Más bien, era como cuando el sargento entrecano de las películas sobre Vietnam se topa con un soldado raso que acaba de salir del centro de reclutamiento. El soldado acabará perdiendo la virginidad y se transformará en un hombre, pero primero el sargento tendrá que arrastrarlo por la jungla hasta que llegue el momento en que el soldado sepa desplegar la pala plegable sin destrozarse las pelotas.
Por supuesto, Iris estaba en su derecho. Así es como funcionaba el sistema. Joder, le estaba haciendo un favor a Julia. Hacer de canguro de la recién llegada no era una tarea deseada en Murs y no pensaba fingir que se lo estaba pasando bien. Pero Julia tampoco estaba obligada a fingir que estaba agradecida. Pensó que debería cagarla varias veces para cabrear a Iris, para dejarle bien claro que no tenía por qué demostrar nada, para ver cuánto tardaba en perder la compostura. Que le dieran a ella y al destello de los cojones.
Pero, para ser sinceros, no era necesario que Julia la cagara a posta. Metió la pata de manera involuntaria cuatro veces antes de llegar al nivel septuagésimo séptimo por primera vez. En dos ocasiones falló en el mismo conjuro, el del nivel quincuagésimo sexto, en el que había que crujir los nudillos y pronunciar muchas «ll» en galés con el fin de endurecer cristales para evitar su rotura. Tardaba apenas dos minutos por nivel, lo cual era de una eficiencia asombrosa y llevaban ya dos horas y media cuando Julia comenzó la segunda ronda. Iris estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas.
Julia había decidido que no soltaría tacos, ni se pondría nerviosa ni tampoco suspiraría delante de Iris aunque fallara el nivel quincuagésimo sexto dos veces o doscientas. Sería todo un encanto. Espero que no nos «ll» eve mucho, querida Iris.
A las dos de la tarde Julia se equivocó en el nivel sexagésimo octavo en una perfecta sucesión de niveles hasta entonces. Iris puso los ojos en blanco, gimió, se tumbó boca arriba en el suelo de madera y clavó la mirada en el techo. Ni siquiera podía mirar a Julia. Julia no perdió un segundo y comenzó de nuevo el repaso, tras lo cual la cagó en el decimocuarto nivel, un conjuro tan tirado que hasta Jared lo haría con los ojos cerrados.
—¡Joder! —gritó Iris al techo—. ¡Hazlo bien!
Para cuando Julia acabó de un tirón dos rondas perfectas hasta el nivel septuagésimo séptimo eran las seis y media de la tarde. No habían descansado para comer. El sol del atardecer, que se hundía por el oeste, tiñó de rosa la pared. Los pies la estaban matando.
—Bien —dijo Iris—. Ya está. Mañana a la misma hora.
—Pero no hemos terminado.
Iris se puso de pie.
—Ya está bien por hoy. Acabaremos mañana.
—No hemos terminado.
Iris se detuvo y fulminó a Julia con la mirada. Tal vez Iris estuviera molesta por tener que hacer de canguro de la recién llegada, pero Julia tenía muchísima más ira a su disposición que Iris. Estaba abasteciéndose de sus reservas tras haber gastado un poco de la fuente principal, y apenas se notó. Se dirigió hacia una ventana y le propinó un puñetazo. Se habría roto de no ser porque ya le había lanzado el conjuro quincuagésimo sexto en tres ocasiones.
—De acuerdo, Julia, lo pillo. He sido dura contigo. Venga, vamos a cenar algo.
—Habremos terminado cuando diga que hemos terminado.
Julia bloqueó la puerta con un conjuro (nivel septuagésimo segundo). Se trataba de un gesto simbólico ya que había dos puertas en el Gran Estudio y, además, Iris seguramente no habría tardado ni un par de minutos en romper ese hechizo. Esa no era la cuestión. La cuestión era que Julia había esperado cuatro años para ir a Murs. La cena podría esperar.
Iris volvió a sentarse y se llevó las manos a la cabeza.
—Lo que tú digas.
Julia pensó que, de todos modos, a Iris no le iría mal saltarse algunas comidas ya que varios michelines le asomaban por encima de los vaqueros.
Julia comenzó de nuevo. Esta vez se lo tomó con más calma y, para cuando hubo acabado, la habitación estaba a oscuras. Eran casi las nueve. Iris se levantó. Trató de abrir la puerta que Julia había bloqueado, juramentó, y recorrió todo el Gran Estudio hasta llegar a la otra puerta sin volver la vista ni mediar palabra. Julia observó cómo se marchaba.
No se produjo ningún momento conmovedor de unión femenina. El sargento entrecano no le dio una palmadita en el hombro ni admitió de mala gana que el principiante podría llegar a ser un soldado cojonudo algún día. Cuando se presentó en el Gran Estudio a las ocho de la mañana siguiente las dos sabían de manera tácita que ahora ya podían saltarse todas las gilipolleces típicas de las hembras alfa.
Había llegado la hora de ampliar conocimientos, de los grandes secretos. Al menos esta vez no tendría que tirarse a nadie.
Tampoco tuvo que quedarse de pie. Al parecer tenía derecho a estar sentada. Iris y ella se sentaron en sendas sillas, la una frente a la otra, junto a una mesa de verdad, un trozo de tajo macizo. En la mesa había una carpeta de anillas, pero era la carpeta de anillas más hermosa que Julia había visto en su vida: encuadernada en cuero con anillas de acero, y no esas mierdosas de aluminio, y, sobre todo, gruesa, gruesa, gruesa. Estaba llena de conjuros transcritos con gran esmero.
Bajo la atenta mirada de Iris, Julia subió dos niveles ese día. Al día siguiente superó cinco. Cada nivel ganado contribuía a borrar la mala experiencia vivida en Brooklyn. Julia estaba sedienta de información, siempre lo había estado, y durante demasiado tiempo había subsistido con cantidades ínfimas. De hecho, le preocupaba que su cerebro perdiera plasticidad y muriera por falta de combustible, que llevara tanto tiempo bajo mínimos que careciera del tono muscular mental para procesar tantos datos fidedignos. Pero no lo creía posible. En todo caso, vagar por la jungla de la información la había vuelto más eficiente y resistente. Estaba acostumbrada a hacer mucho con poco. Ahora tenía mucho y haría maravillas. Y eso hizo.
Resultaba frustrante currarse los niveles a base de bien mientras los demás estaban por ahí haciendo vete a saber qué. Estaba ensayando nuevos campos de energía, retozando en ellos, pero se moría de ganas de hacer lo mismo que los demás, fuera lo que fuese. Trataba de adelantarse e Iris tenía que ponerle freno y obligarla a recorrer los niveles en orden. A ver, era obvio que si se cogían los elementos cinéticos del nivel 112 y se tomaban prestados los aspectos reflexivos del conjuro para el autocalentamiento del nivel 44, se obtenía un modelo básico funcional para levitar. Pero eso no tocaba hasta el nivel 166 y todavía le faltaban 54 niveles para llegar al 166.
Mientras tanto la trataban como a una niñita junto a la cual había que comportarse. Cada vez que miraba por la ventana del Gran Estudio veía a Pouncy y Asmodeus paseando, enzarzados en la conversación más interesante en la historia de la comunicación verbal. En cualquier caso, o se acostaban juntos (aunque en Francia Asmodeus era menor y eso era meterse en líos, pero bueno) o se traían algo entre manos, pero Julia no tenía la antigüedad suficiente para estar al tanto. Cada vez que entraba en el comedor las conversaciones cambiaban de tono. No es que no se alegraran de verla sino que al parecer Julia había desarrollado la capacidad de que los demás olvidasen de inmediato lo que estaban a punto de decir e hiciesen comentarios sobre el tiempo, el café o las cejas de Asmodeus.
Una noche se despertó de un sueño profundo a las dos de la madrugada. Estaba tan cansada de repasar los niveles con Iris que se había saltado la cena y se había ido directa a la cama. Al principio creyó que había un teléfono en la habitación que sonaba en el modo vibración, salvo que en el dormitorio no había ningún teléfono. Las vibraciones fueron cobrando cada vez más fuerza hasta tal punto que la casa zumbaba cada cinco segundos. El sonido le recordaba al de los coches que pasaban por la calle de Brooklyn con la música a todo trapo. Las cosas comenzaron a repiquetear. Era como si unos pasos de gigante se acercaran a la casa, a los tranquilos campos de Murs.
Aquello duró unos dos minutos. El ritmo aumentó hasta que Julia lo notó justo encima de ella. Las ventanas tintinearon tanto que creyó que acabarían agrietándose. Durante la última vibración su cama se desplazó unos treinta centímetros a la izquierda y el polvo del yeso del techo, de trescientos años de antigüedad, le cayó en la cara. Algo se hizo añicos en la casa, una ventana o un plato. Un silencioso fogonazo de luz salió de la planta baja de la casa e iluminó la hilera de cipreses que flanqueaba el césped.
Entonces, de buenas a primeras, se acabó, aunque el silencio posterior todavía parecía zumbar. Más tarde, tal vez al cabo de una hora, oyó a los demás acostarse. Asmo susurró enfadada que aquello era una pérdida tiempo y alguien la hizo callar.
A la mañana siguiente la rutina fue la de siempre, como si no hubiera pasado nada, si bien Fiberpunk lucía un cardenal bien visible en la sien. Vaya, vaya.
Cuando Julia llegó al nivel 200 le prepararon una tarta. Al cabo de dos semanas, un mes y medio después de su llegada a Murs, se acostó tras haber superado el nivel 248 y sabía que al día siguiente llegaría al final. Y así fue: a las tres de la tarde Iris le enseñó un conjuro complejo que, bien hecho, revertía la entropía en una zona demarcada durante cincos segundos. El efecto era limitado en el espacio, apenas abarcaba un círculo de un metro de circunferencia, pero no por ello resultaba menos espectacular.
La teoría que lo sustentaba era un lío de efectos entrelazados. A Julia le costaba creer que algo tan improvisado y tosco funcionase, pero Iris lo hacía y, al cabo de unas horas, Julia también. Iris derribó un grupo de bloques. Lanzó el conjuro. Los bloques volvieron a apilarse solos.
Y ese era el nivel 250. Nada más superarlo Iris la besó en ambas mejillas a la francesa y le dijo que habían acabado. Julia no se lo creía. Por si acaso, le propuso repasar todos los niveles, desde el 1 hasta el 250, pero Iris le dijo que no era necesario. Ya había visto todo lo que tenía que ver.
Julia se pasó el resto de la tarde paseando por los caminos sombreados que formaban ángulos rectos en los campos soleados que rodeaban la granja. Notaba el cerebro lleno como después de una buena comida; era la primera vez en mucho tiempo que se sentía saciada. Se entretuvo una hora con juegos de ordenador. Esa noche Fiberpunk preparó una bullabesa, con rape y azafrán, y descorcharon una botella de Châteauneuf-du-Pape cubierta de polvo y una etiqueta de lo más aburrida sin tan siquiera un triste dibujo, lo cual significaba que sería la hostia de cara. Antes de que se fuera a dormir Pouncy le dijo que se presentase en la biblioteca a la mañana siguiente. No en el Gran Estudio sino en la Biblioteca.
Se levantó temprano. Aunque era verano todavía no hacía calor. Recorrió el terreno sin ajardinar durante una hora. Asustó a unos bichitos franceses de lo más raros y observó los minúsculos caracoles blancos que había por doquier. El rocío le empapó los zapatos mientras esperaba a que los demás se despertasen. Se sentía como si fuera la mañana de su cumpleaños. Por pura superstición, Julia evitó el comedor mientras los otros desayunaban. Cuando faltaban cinco minutos para las ocho fue a buscar un bocadillo a la cocina y lo mordisqueó con nerviosismo de camino a la Biblioteca.
El día que Julia había entrado en el ascensor de la biblioteca de Brooklyn había caído al vacío por el hueco. No había dejado de caer desde entonces. Pero las cosas estaban a punto de cambiar. En breve volvería a tocar tierra firme. Casi no recordaba la sensación de estar entre los suyos, viviendo la misma realidad que todo el mundo.
Había intentado abrir la puerta de la Biblioteca en una ocasión, pero no había podido y no se molestó en emplear un conjuro para desbloquearla. Estaba cansada de forzar cerraduras. Se quedó delante de la puerta durante unos instantes, toqueteando la tela del vestido de verano que llevaba y observando la manecilla de los segundos del reloj del pasillo.
A la hora señalada la puerta se abrió sola. Julia se armó de valor y entró.
Allí estaban todos, sentados alrededor de una larga mesa de trabajo. Saltaba a la vista que la Biblioteca era el máximo logro de quienquiera que hubiera reformado la granja de Murs. Habían vaciado la sala por completo, eliminado las tres plantas y dejado a la vista las vigas del techo, a unos nueve metros de altura. La luz de la mañana se filtraba por unas ventanas estrechas y alargadas. Las paredes estaban repletas de estanterías hasta lo más alto, lo cual no habría sido muy práctico de no ser por las plataformas de roble que flotaban como por arte de magia junto a las mismas, listas para subir a los interesados hasta el nivel que quisieran.
Se callaron en cuanto Julia entró. Los nueve rostros se volvieron para mirarla. Algunos tenían libros, carpetas y notas frente a ellos. Podría haberse tratado de la reunión del consejo de una empresa llamada Genios Raros Sueltos. Pouncy estaba en la cabecera de la mesa. Había un asiento libre al final.
Retiró la silla y se sentó, casi con recato. ¿Por qué no hablaban? Se limitaban a mirarla con toda la tranquilidad del mundo, como una junta de libertad condicional.
Julia había estado a la altura de las expectativas. Había llegado el momento de que ellos estuvieran a la altura de las de Julia, de que pusieran las cartas sobre la mesa y le enseñaran qué tenían. La suya sería la baza ganadora.
—Bien —dijo—. ¿Qué haremos?
—¿Qué te gustaría hacer? —repuso Gummidgy. Pues ya dirás, quiso decirle Julia. Eres la vidente. Era alta y esbelta como una modelo, aunque el rostro era demasiado enjuto y adusto como para ser guapa. Julia no sabía a qué etnia debía de pertenecer. ¿A la persa?
—Lo que toque, lo que venga después del nivel 250. Estoy preparada para el nivel 251.
—¿Qué te hace pensar que existe un nivel 251?
Julia entornó los ojos.
—¿Los 250 niveles previos?
—El nivel 251 no existe.
Julia miró a Pouncy, Failstaff y Asmodeus. Le devolvieron la mirada con tranquilidad. Asmo asintió.
—¿Cómo es posible que no exista?
—No hay nada después del nivel 250 —respondió Pouncy—. Sí, es posible crear hechizos nuevos. Lo hacemos a diario. Pero llegados a este punto ya tenemos todos los cimientos, todos los componentes básicos necesarios. El resto son meras permutaciones. A partir del nivel 250 lo único que se hace es reordenar los pares de bases de la hélice doble. Es la meseta de los niveles.
Julia se sentía ingrávida, como si flotase. No era una sensación desagradable, sino de liberación. Había llegado al final. Después de tantas pruebas arduas no era precisamente como para quedarse boquiabierto.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Eso es todo. Has superado todos los niveles.
Bien. Podría hacer muchas cosas con lo que había aprendido. Se le habían ocurrido varias ideas para desarrollar conjuros relacionados con temperaturas extremas, con estados extremos de la materia. Los plasmas, los condensados de Bose-Einstein y cosas así. Julia creía que nadie los había probado. Tal vez Pouncy le adelantara dinero para el equipo necesario.
—O sea, que aquí os dedicáis a ensayar permutaciones.
—No, no hacemos eso.
—Aunque hemos ensayado un montón de permutaciones —puntualizó Asmo—. En cuanto supimos que avanzar consistía en una serie indefinida de avances progresivos nos preguntamos si existiría una alternativa, una forma de romper el ciclo, de abordar la curva energética de manera no lineal.
—No lineal —repitió Julia lentamente—. Queréis dar con una singularidad mágica.
—¡Exacto! —Asmodeus sonrió de oreja a oreja a Pouncy, como diciéndole «¿lo ves? Te dije que lo pillaría»—. Una singularidad. Un avance tan radical que nos lleve a otro nivel en términos de energía, a energías exponencialmente mayores.
—Creemos que la magia puede dar mucho más de sí —dijo Pouncy—. Estamos perdiendo el tiempo en divisiones de ínfima categoría cuando existen fuentes de energía que podrían lanzarnos de cabeza a la primera división. Sólo necesitamos encontrar la fuente eléctrica adecuada.
—O sea, que lo que hacéis es buscar esa fuente eléctrica.
Se dio cuenta de que repetía sus palabras mientras trataba de asimilar lo que le decían. Así que la magia podría dar mucho más de sí. Qué curioso, la verdad es que casi se había sentido aliviada cuando le habían dicho que no había nada después del último nivel, que había llegado al final.
Durante los últimos cuatro años no había hecho otra cosa que dedicarse en cuerpo y alma al estudio de la magia y el resto de su ser, el que no era mágico, estaba un tanto abandonado. Vacío. No le habría importado rellenar esas lagunas en una alguna granja francesa con un puñado de buenos amigos. Las energías podrían esperar. O podrían haber esperado. Pero no así sus buenos amigos. Julia seguiría sus pasos porque los quería (era algo tan tierno de decir, incluso a sí misma, que no se lo decía a nadie, ni siquiera a sí misma). Eran su verdadera familia. ¡Con ellos hasta el fin del mundo!
—Sí, eso es lo que hacemos. —Pouncy se reclinó y entrelazó las manos en la nuca. Era temprano, pero se le veían manchas de sudor en las axilas—. A no ser que se te ocurra algo mejor.
Julia negó con la cabeza. Todos la observaban con atención.
—De acuerdo —dijo—. Enseñadme hasta dónde habéis llegado.
La suya sería la baza ganadora.