A la mañana siguiente Quentin estaba con Eliot en la proa; los dos reyes de Fillory se adentraban en lo desconocido, en el sol naciente, sin saber qué aparecería por el horizonte de manos de Dios o el Destino o la Magia. Aquello era real, la búsqueda auténtica.
Al principio costaba cambiar de planes de nuevo, seguir la corriente, pero, de repente, bajo el sol matutino, a bordo del Muntjac, avanzando a toda máquina, ya no costaba. Quentin se había perdido muchas cosas, pero ya no se perdería nada más. La Tierra era un sueño, no así Fillory, y la relegaría a la parte del cerebro que albergaba los sueños, esos sueños repletos de detalles diabólicos, inquietantes, que parecían durar una eternidad, con infinidad de giros inesperados que ni siquiera conducían a la muerte sino a un bochorno permanente. Fillory lo había acogido de nuevo. Bienvenido a la Búsqueda de las Siete Llaves. La aventura ha comenzado.
Como de costumbre, Bingle estaba en el castillo de proa, luchando con otro espadachín. Era Benedict, desnudo hasta la cintura, esbelto y moreno. Hizo una mueca al perder terreno pero luego, de manera increíble, hizo retroceder a Bingle y lo puso entre la espada y la pared. No apartaba la muñeca de la cintura, cual aventurero espadachín. Resonaba el chirrido del metal contra el metal, como el rechinar de unas tijeras gigantes.
Las espadas se quedaron entrecruzadas. Tablas. Se separaron y se dieron una palmada en el hombro entre risas mientras comentaban algún detalle técnico. Era como observar una versión alternativa en el tiempo de sí mismo, de una época en la que estaba en Fillory y sostenía la espada en alto durante más de dos minutos. Quentin miró a Benedict, quien le saludó y sonrió dejando entrever sus dientes blancos. Quentin le devolvió el saludo. Se cuadraron de nuevo.
Bingle había dado con un discípulo.
—Qué pasada de tíos. —No había oído a Poppy acercándosele por detrás. También observaba el enfrentamiento—. ¿Sabes hacer eso?
—¿Bromeas? —Poppy negó con la cabeza. No bromeaba—. Ojalá supiera. ¿Ves al tipo de la derecha, el mayor de los dos? Es el mejor espadachín de Fillory. Hicimos un concurso.
—Tengo la impresión de estar viendo una película. No puedo creerme que sea de verdad. ¡Joder! —Bingle ejecutó uno de sus movimientos más acrobáticos—. Oh, Dios mío. Creía que se caería del barco.
—Lo sé. Me iba a dar clases.
—Qué interesante. ¿Qué pasó?
—Volví al mundo real sin querer. Apenas tres días en la Tierra y aquí transcurrió un año.
—Bueno, ahora entiendo por qué querías volver. Es un lugar maravilloso. Siento habérmelo tomado a coña antes. Me equivocaba.
Quentin había pensado que Poppy se deprimiría a bordo del Muntjac. Al fin y al cabo, la habían raptado hasta aquel lugar, bien lejos de todo cuanto le importaba. De acuerdo con sus principios, era un ultraje en toda regla.
Todo eso era cierto y se había pasado un día ultrajada. Bueno, medio día. La tarde anterior había estado de morros, pero por la mañana se había presentado a desayunar con una actitud bien diferente y resuelta. El enfurruñamiento continuo no era lo suyo. Vale, de acuerdo, la habían transportado sin querer a un mundo mágico que hasta entonces creía ficticio. La situación no era la ideal, pero era la que tenía entre manos y lidiaría con ella. Poppy era dura de pelar.
—Anoche hablé con el otro durante la cena —dijo—. El joven. Benedict. Te admira.
—¿Benedict? ¿En serio?
—¿Has visto cómo se emocionaba cuando se ha dado cuenta de que le estabas mirando? Fíjate, se muere de ganas de impresionarte. Eres una figura paterna para él.
Quentin no se había percatado de eso. ¿Cómo era posible que Poppy sí lo hubiera hecho en apenas un día?
—Si quieres que te sea sincero, siempre he creído que me odiaba.
—Se llevó un chasco enorme cuando no te acompañó a la Tierra.
—Debes de bromear. ¿Y perderse todas las aventuras que hay aquí?
La mirada cándida de Poppy se desvió de la lucha entre espadachines para detenerse en Quentin.
—¿Qué te hace pensar que lo que te pasó en la Tierra no fue una aventura?
Quentin comenzó a responder pero se quedó con la boca abierta, sin mediar palabra. No sabía qué decir.
Tardaron otros cinco días en avistar tierra.
Quentin, Eliot, Josh y Poppy estaban desayunando en cubierta. Se trataba de una práctica que Eliot había instaurado: la tripulación preparaba la mesa en la toldilla con un mantel de un blanco cegador bien sujeto para que no saliese volando. Lo hacía fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. En una ocasión Quentin le vio allí solo en medio de un vendaval, masticando una tostada con mermelada empapada de rocío salino. Para Eliot era una cuestión de principios.
Pero hoy hacía buen día. El clima volvía a ser tropical. La luz del sol se reflejaba en la vajilla y el cielo era una cúpula azul perfecta. La comida, sin embargo, empezaba a ser bastante mala, la clase de cosas que no se echaban a perder que se sacaban del fondo de la despensa al final de una larga travesía marítima: tostadas duras y carne tan salada que había más sal que carne. Lo único que se conservaba bien era la mermelada. Quentin se la zampaba a cucharadas.
—Entonces, ¿la búsqueda consiste en esto? —preguntó—. ¿Navegar hacia el este hasta que encontremos algo?
—Salvo que se te ocurra algo mejor —repuso Eliot.
—No, pero recuérdame por qué lo conseguiremos de este modo.
—Porque las búsquedas siempre son así —respondió Eliot—. No entiendo la mecánica interna, pero parece que la lección básica es que las cosas no se pueden forzar a base de investigaciones. Es una pérdida de tiempo y energía. Quienes van por ahí llamando a las puertas y buscando pistas nunca encuentran esa cosa, el Grial o lo que sea. Se trata de tener la actitud correcta.
—¿Y cuál es la actitud correcta?
Eliot se encogió de hombros.
—Ni idea. Supongo que deberíamos tener fe.
—Nunca te tomé por alguien que se guiara por la fe —dijo Quentin.
—Yo tampoco, pero ha funcionado hasta el momento. Tenemos cinco de las siete llaves. Los resultados son indiscutibles.
—Lo son —convino Quentin—, pero eso no es lo mismo que tener fe.
—¿Por qué siempre quieres estropearlo todo?
—No estoy estropeando nada, sólo trato de comprenderlo.
—Si tuvieras fe no tendrías que comprender nada.
—¿Y por qué buscas las llaves, si puede saberse? —preguntó Poppy como si tal cosa—. O mejor dicho, ¿por qué las buscamos?
—Eso, ¿por qué las buscamos? —intervino Josh—. No me malinterpretes, seguro que las llaves molan y todo eso. ¿Puedo verlas?
—No lo sabemos —respondió Eliot—. Las Bestias Únicas quieren que las encontremos.
—Pero ¿qué haremos cuando las encontremos? —dijo Poppy.
—Supongo que nos lo dirán cuando las tengamos, o tal vez lo sepamos cuando las encontremos. O quizá nunca lo sepamos. Igual se quedan con las llaves, nos dan una palmadita en la espalda y nos mandan de vuelta a casa. No lo sé. Es mi primera búsqueda.
—Entonces, el viaje es la llegada y todo ese rollo, ¿no? —dijo Josh—. Lo odio. Yo soy de la vieja escuela, la llegada es la llegada.
—Por si sirve de algo, dijeron que el reino corría peligro —añadió Eliot—. Ahí queda la cosa. Tampoco es que el Grial fuera útil.
—Le dije a todo el mundo que Ningunolandia estaba para el arrastre, ¿no? —dijo Josh.
—¿Crees que tiene que ver con esto? —preguntó Quentin—. ¿Crees que las dos cosas están relacionadas?
—No. Bueno, tal vez. —Josh se frotó el mentón con el pulgar y el índice—. Pero ¿cómo?
—Ningunolandia está inservible —comenzó a enumerar Quentin—, Jollyby está muerto. El reino corre peligro. Las Siete Llaves de Oro. Un dragón que colecciona botones. Si hay un nexo de unión, no lo veo.
Quizá no quería verlo. Habría sido un nexo de unión de la hostia. Era como para pensárselo dos veces antes de intentar dar con el mismo.
Alguien gritó desde las jarcias que veía una isla.
* * *
La proa del barco crujió con suavidad sobre la húmeda arena blanca. Quentin saltó por encima de la proa en el momento justo en que el barco perdía impulso y se quedaba inmóvil y cayó sobre la arena fina con las botas secas. Se volvió hacia la embarcación, hizo una reverencia y recibió una salva de aplausos por parte de los pasajeros.
Cogió la amarra y tiró de la misma mientras Eliot, Josh, Poppy, Julia, Bingle y Benedict salían a gatas por ambos lados. No se oía nada. Resultaba extraño volver a pisar tierra firme.
—El peor equipo visitante de la historia —dijo Josh—. Ni una sola camiseta roja.
La isla les había parecido hermosa desde lejos. Los acantilados calcáreos se apartaban para dar paso a una pequeña bahía con una playa. Una hilera de árboles finos, inmóviles y verdes se elevaban contra el cielo azul de tal manera que parecían esculpidos en jade. Un paraíso vacacional.
Atardecía; habían tardado casi todo el día en avistar tierra. Permanecieron juntos en la orilla. La arena estaba tan limpia que parecía que la habían cribado. Quentin avanzó a duras penas hasta la parte más alta de la primera duna para ver qué había más allá. La duna era empinada y, poco antes de llegar arriba, se dejó caer en la pendiente y atisbó por encima de la duna. Se sentía como un niño en la playa. Más allá había otras dunas coronadas de maleza, luego un prado, luego una hilera de árboles y luego vete a saber qué más. Perfecto.
—Bien —dijo Quentin—, que comience la búsqueda.
Pero antes tenían que ocuparse de asuntos más mundanos. Quentin, Poppy y Josh habían estado en Venecia hacía tres días, pero la tripulación llevaba casi tres semanas sin pisar tierra. Formaron grupos de dos y de tres en la playa; algunos empujaron los laterales del Muntjac hasta el tranquilo mar verde. Después de que holgazanearan un rato, Eliot los reunió en la orilla para que fueran en grupos a buscar agua fresca, leña para el fuego y madera para vergas nuevas, montaran las tiendas, recogieran la fruta de la isla y cazaran animales de la zona.
—Estamos de suerte —dijo Eliot en cuanto todos tuvieron alguna tarea asignada—. ¿No creéis? Es una isla de primera.
—¡Es tan bonita! —exclamó Poppy—. ¿Estará habitada?
Eliot negó con la cabeza.
—No lo sé. Estamos a dos meses por mar del castillo de Whitespire. No conozco a nadie que haya llegado tan lejos. Tal vez seamos los primeros humanos en pisar la isla.
—Pues ahora que lo dices —comentó Quentin—, ¿quieres…?
—¿Qué?
—Ya lo sabes. Reclamarla. Para Fillory.
—¡Ah! —repuso Eliot—. Nunca lo hemos hecho, es un poco imperialista. No me parece de buen gusto.
—Pero ¿no has querido decirlo siempre?
—Pues claro —dijo Eliot—. De acuerdo. Siempre estamos a tiempo de devolverla. —Alzó la voz como cuando llamaba al orden durante las reuniones en el castillo de Whitespire—. Yo, el Alto Rey Eliot, por el presente acto reclamo esta isla para el glorioso Reino de Fillory. En lo sucesivo recibirá el nombre de —se calló unos instantes— ¡la nueva Hawaii!
Todos asintieron distraídamente.
—No es una isla tropical —apuntó Poppy—. La vegetación corresponde a una zona más templada.
—¿Qué tal entonces Isla Remota? —sugirió Quentin.
—Isla del Alivio. —Poppy se lo estaba tomando en serio—. Isla de Arena Blanca. ¡Isla Frondosa!
—Isla Calavera —dijo Josh—. No, un momento, ¡Isla Calavera Araña!
—Bien, Isla Sin Nombre —dijo Eliot—. Vamos. Averigüemos qué hay en la isla antes de ponerle nombre.
Pero para entonces faltaba poco para que anocheciera, así que echaron una mano trayendo ramas y hierba seca del prado. Con cinco magos expertos hacer un fuego a mano no resultaría complicado. Podrían haberlo hecho con arena aunque no habría olido tan bien.
El grupo de caza regresó henchido, cargando a hombros dos cabras montesas, y uno de los forrajeadores había visto una parcela de algo parecido a zanahorias que crecían silvestres junto al bosque y tenían pinta de ser comestibles. Se sentaron en círculos sobre la arena, de espaldas al aire frío del mar, con el calor del fuego en los rostros, y disfrutaron de la sensación de estar de nuevo en tierra firme con espacio de sobra para estirarse sin tocar a los demás. La playa estaba llena de huellas y, a medida que el sol se hundía en el horizonte, la luz dibujaba sombras con forma de araucaria en la arena. Estaban muy lejos de casa.
El sol poniente se ocultó tras una nube, iluminándola por dentro como un manto mientras que algunos rayos asomaban por los bordes. Cientos de estrellas extrañas aparecieron en el cielo oscurecido. Nadie quería regresar al Muntjac, no todavía, así que cuando la luz se desvaneció por completo los viajeros se envolvieron en mantas y se durmieron sobre la arena.
* * *
A la mañana siguiente parecían tener menos prisa que cuando llegaron a la isla. Sí, el reino corría peligro, pero ¿se trataba de un peligro inminente? Costaba imaginar un lugar que corriese menos peligro que la Isla Sin Nombre. Tenía cierto aire místico. Además, se suponía que la aventura vendría a su encuentro. No había que forzarla. Bastaba adoptar la actitud correcta. De momento saborearían con ilusión la llegada de ese momento y descansarían.
Hasta Julia se había relajado.
—Antes temía no regresar —dijo—, ahora temo qué nos pasará si seguimos adelante.
Treparon hasta la zona más elevada de los acantilados y desde allí vieron que el resto de la isla era bien verde, con montañas rocosas apiñadas en el interior. Los pájaros sobrevolaban los acantilados en bandadas; tenían plumas grises en el lomo y las alas, pero se movían de tal manera que, de repente, mostraban sus pechos color rosa al unísono. Quentin iba a llamarlos cacatúas de pecho rosado o algo parecido, pero Poppy le indicó que ya tenían nombre. Eran las cacatúas Galah. En Australia había muchas.
El cocinero era un pescador nato y sacó varios peces atigrados suculentos del oleaje, uno detrás de otro. Por la tarde Quentin observó a Benedict y a Bingle hacer esgrima con florines, en cuyas puntas clavaban tapones de corcho como medida de seguridad. Se pasó una hora entera recostado sobre los codos, mirando las olas. No tenían nada que ver con las olas heladas y puritanas de su juventud en la Costa Este, las cuales le habían quitado de la cabeza cualquier frivolidad como hacer surf o retozar. Las olas de la isla avanzaban con suavidad, cargadas de espuma, se alzaban durante unos instantes, verdes y ligeras bajo la luz del sol, y luego rompían con un sonido que recordaba al desgarro de una tela.
Meneó los dedos gordos del pie en la arena caliente y contempló los curiosos efectos ópticos que creaban los aludes de arena en miniatura. Se acostaron esa noche habiendo apenas explorado la pequeña parte de la isla que ya habían visto. Al día siguiente se adentrarían en el bosque e irían hasta las montañas.
Quentin se levantó temprano. Todavía no había salido el sol aunque al este se adivinaban los primeros rayos. Se preguntó qué pasaría allí, en el lejano oriente. Las normas eran distintas en Fillory. Por lo que a él respectaba, el mundo era plano y el sol se desplazaba sobre rieles.
Todo era gris: la arena, los árboles, el mar. Los rescoldos humeaban bajo las cenizas grises de las hogueras. Hacía calor. Parecía como si quienes dormían en la playa hubieran caído desde las alturas. Poppy había apartado las mantas de una patada y dormía con los brazos entrecruzados sobre el pecho, como un caballero en una tumba.
Habría vuelto a dormirse, pero las ganas de orinar le pudieron. Se levantó y corrió hasta lo alto de una duna y descendió hacia el otro lado. Por motivos higiénicos no le pareció lo bastante lejos, así que salvó otra duna y, llegados a ese punto, pensó que, ya puestos, podría ir hasta el campo y orinar allí.
Mientras descargaba en la hierba alta se sentía vulnerable, si bien la mañana era como una naturaleza muerta y habían tomado alguna que otra medida. Cualquiera que conociera bien los hechizos de proyección, es decir, casi nadie, habría advertido una finísima línea de energía mágica, de color azul pálido, tendida a lo largo del final del bosque como si fuera un cable trampa. La habían preparado el día anterior. No le haría daño a nadie que entrase en el bosque, al menos no de manera permanente, pero los magos sabrían que allí había alguien. No podrían caminar y, con un poco de suerte, estarían conscientes. Ya habían atrapado a un jabalí con ese método.
Hasta los insectos permanecían en silencio. Quentin estornudó (era alérgico a alguna planta autóctona) y se frotó los ojos. En el otro extremo del prado Quentin vio algo que se deslizó hacia el bosque. Habría estado allí, inmóvil, viéndole mear. Tuvo la impresión de que era grande, tal vez un jabalí.
Quentin se abrochó los pantalones (en Fillory no había cremalleras, no habían encontrado la manera de reproducirlas y era imposible explicar el concepto a los enanos) y atravesó el prado hasta el lugar donde había visto el animal. Se detuvo cerca de la línea azul y miró por entre los árboles. El bosque era tan espeso que todavía era de noche. De todos modos, vio la sombra de un par de patas retrocediendo hacia el interior.
¿Sería posible? Con cuidado, como si sorteara una valla electrificada, pasó una pierna por encima de la línea azul invisible, luego la otra y se internó en el bosque. Sabía a quién perseguía incluso antes de verlo con claridad.
—Eh, Ember —gritó—. ¡Ember! ¡Espera!
El dios le miró impertérrito por encima del hombro y siguió trotando.
—Oh, venga ya.
No se había visto al dios carnero en Fillory desde que los Brakebill ascendieran al trono. Parecía haberse recuperado por completo de la paliza que Martin Chatwin le había propinado. Incluso la pata trasera, inservible la última vez que Quentin lo había visto, volvía a estar en forma y cargaba con el peso del dios sin cojear.
Quentin tenía sentimientos encontrados respecto a Ember. No era el mismo que aparecía en los libros. Quentin todavía estaba enfadado porque Ember no les había salvado en el enfrentamiento contra Martin. Suponía que no era culpa de Ember, pero estaba enfadado de todos modos. ¿Qué clase de dios no estaba al mando de su propio mundo?
Pues uno con lana y cuernos. Quentin no le tenía tirria a Ember, pero no quería rendirse a sus pies del modo que el dios esperaba que todo el mundo hiciera. Si Ember fue tan grandioso habría salvado a Alice, y si no era tan grandioso Quentin no pensaba mostrarse servil. A los hechos se remitía.
Pero si Ember estaba allí significaba que iban por buen camino. Dentro de poco pasarían a la acción. No sabía con cuál se toparían, la mágica y hermosa o la aterradora y oscura. En cualquier caso, era un momento propicio para recibir algún que otro consejo divino. Orientación desde las alturas. Una columna de humo.
Ember condujo a Quentin colina arriba, hacia el interior de la isla. Quentin se estaba quedando sin respiración. Al cabo de unos cinco minutos Ember aminoró la marcha para que Quentin le diera alcance. Para cuando llegaron a la mitad de una colina el sol había comenzado a despuntar en el horizonte. Estaban lo bastante altos como para ver las copas de los árboles.
—Gracias —dijo Quentin respirando a duras penas—. Joder. —Se apoyó en el costado de Ember durante unos instantes antes de preguntarse si sería un gesto de excesiva confianza para el dios—. Hola, Ember. ¿Cómo te va?
—Hola, hijo mío.
La voz grave y resonante transportó de inmediato a Quentin a la caverna situada debajo de la tumba de Ember. No la había oído desde entonces y se puso tenso. No quería volver a aquel lugar por nada del mundo.
Mantendría un tono jovial.
—Me alegro de verte por aquí.
—No ha sido una casualidad. Las casualidades no existen.
Así era Ember. Nada de cháchara. El carnero comenzó a subir de nuevo. Quentin se preguntó si el dios sabía que a sus espaldas Quentin y los demás le llamaban Rambo. El menos considerado era Miembro.
—Supongo que no —repuso Quentin aunque no estaba seguro de estar del todo de acuerdo—. Entonces, ¿cómo has llegado hasta este lugar?
—Fillory es mi reino, hijo. Por lo tanto estoy aquí, allí y en todas partes.
—Ya. Pero ¿no podrías habernos traído hasta aquí mediante algún conjuro en vez de hacernos navegar tanto tiempo?
—Podría haberlo hecho, pero no lo hice.
Olvídalo. Quentin volvió la vista y observó el Muntjac fondeado. Visto así, cabía en una botella. También vio el campamento, las hogueras y las mantas. Pero no había tiempo para disfrutar del paisaje porque el carnero ascendía por la ladera rocosa a toda velocidad. El dios estaba preparado para esos esfuerzos, al fin y al cabo era un carnero. Quentin jadeó y se fijó en la lana dorada y mullida del ancho lomo de Ember y se preguntó si le llevaría. Seguramente no.
—Por cierto —prosiguió Quentin—, aprovechando que andas por aquí y eso, estaba pensando en las Siete Llaves. Si eres omnipresente y tal vez omnisciente, ¿por qué no vas a buscar las llaves tú mismo? ¿No son tan importantes para el reino? No creo que te llevara más de media hora, si acaso.
—La Magia Profunda está de por medio, hijo mío. Hasta los dioses deben rendirse ante la misma. Así son las cosas.
—Ah, claro. La Magia Profunda. Lo había olvidado.
La Magia Profunda siempre aparecía cuando a Ember no le apetecía hacer algo o había una laguna en la trama.
—No creo que lo comprendas, hijo mío. Los dioses no pueden hacerlo todo, algunas cosas quedan en manos de los hombres. Quien finaliza una búsqueda no se limita a encontrar algo. Se convierte en algo.
Quentin se detuvo, resoplando, con los brazos en jarras. El horizonte se había teñido de naranja por el este. Las estrellas estaban desapareciendo.
—¿En qué se convierte?
—En un héroe, Quentin. —El carnero prosiguió el camino, seguido de Quentin—. Fillory necesita dioses, reyes, reinas, y ya los tiene. Pero también necesita un héroe. Y necesita las Siete Llaves.
—Fillory tampoco pide tanto, ¿no?
—Fillory lo pide todo.
Con una acometida extraña pero poderosa, Ember se impulsó y salvó una cúpula rocosa que resultó ser la cima. Se volvió y observó a Quentin con sus curiosos ojos en forma de cacahuete. En teoría las ovejas habían evolucionado de ese modo para poder ver a los lobos por el rabillo del ojo. Una visión periférica mejorada, aunque el efecto resultaba desconcertante.
—Eso es mucho pedir.
—Fillory pide lo que necesita. ¿Y tú, Quentin? ¿Qué necesitas? ¿Qué pides?
La pregunta hizo que se parara en seco. Estaba acostumbrado a las preguntas pseudosocráticas y cargadas de regañinas de Ember, pero aquello era todo un tesoro: una buena pregunta. ¿Qué quería? Había querido regresar a Fillory y lo había logrado. Creía que quería volver al castillo de Whitespire, pero ya no estaba tan seguro. Había temido perder Fillory, pero había encontrado el camino de vuelta. Ahora quería encontrar las llaves. Quería acabar la búsqueda. Quería que su vida fuese importante y tuviese sentido. Y quería ayudar a Julia. Haría lo que fuese por ella, aunque no sabía cómo.
—Supongo que tienes razón —dijo Quentin—. Quiero ser un héroe.
Ember se dio la vuelta y contempló el sol naciente.
—Entonces se te presentará una oportunidad —dijo.
Quentin subió con dificultad hasta la cima rocosa y observó el amanecer junto a Ember. Se disponía a preguntarle por el sol, qué era y qué sucedía en los confines del mundo, si es que había confines en Fillory, pero cuando se volvió hacia el carnero se percató de que estaba solo en la cumbre. Ember había desaparecido.
Justo cuando la cosa comenzaba a ponerse interesante. Giró sobre sí mismo por completo, pero el carnero no estaba por ninguna parte. Se había esfumado sin dejar rastro. Vaya. Ahora que ya no estaba, Quentin casi que lo echaba de menos. Estar junto a una presencia divina, aunque fuera Ember, tenía algo de especial.
Se desperezó, en lo más alto de la isla, bajó de las rocas de un salto con cuidado y comenzó a descender rápidamente hacia la playa. Se moría de ganas de contarle a los demás lo que había pasado, aunque tenía la impresión de que se trataba de un sueño, un sueño medio despierto enmarañado de sábanas y almohadas y la luz del amanecer colándose por entre las cortinas corridas, la clase de sueño que suele recordarse por casualidad al cabo de unas horas, apenas durante unos segundos, poco antes de ir a dormir de nuevo. Se preguntó si alguien se habría levantado. Tal vez tenía tiempo de echar una cabezada.
Debería haberse dado cuenta de que algo había cambiado, pero se había distraído mientras ascendía la colina. Se había pasado todo el rato corriendo y hablando con un dios. Además, nunca había sido un observador atento de la flora y fauna. No se habría fijado en un haya espectacular ni en un olmo poco común porque no sabía en qué se diferenciaban.
Aun así, al cabo de unos minutos comenzó a preguntarse si estaba bajando por el mismo camino por el que había subido porque el terreno le parecía más rocoso de lo que recordaba. La proporción de piedras y plantas y de tierra y maleza no era la misma. No se preocupó demasiado porque, de haberse preocupado, tendría que haber subido a la cumbre de nuevo para encontrar el camino de vuelta correcto, y quería evitar eso a toda costa. Además, mantenía el sol a su derecha y así es como se hace en navegación, ¿no? Si la cosa se torcía mucho podría descender hasta la playa y atajar por la costa. Así el campamento no tendría pérdida. Todavía confiaba en llegar a tiempo para el desayuno.
Sin embargo, lo que no pudo pasar por alto, por mucho que lo intentara, era que las sombras ya no se acortaban, que es lo normal cuando sale el sol. Se estaban alargando. Lo cual significaba que el color naranjarojizo del horizonte no era del amanecer sino del atardecer.
Eso también indicaba que estaba en el lado equivocado de la isla, aunque era imposible. Lo más raro de todo es que no se dio cuenta de que le habían golpeado con una espada hasta que hubo sucedido.
Perdió el equilibrio de repente y sintió que el brazo izquierdo se le entumecía.
—¡Mierda! —exclamó.
Se tambaleó y colocó la mano derecha en el suelo frío para no caerse. Había un hombre detrás de él, un joven de rostro pálido con perilla. No podían zafarse el uno del otro. Una espada corta de hoja ancha se había quedado clavada en la clavícula de Quentin, y el joven trataba de arrancarla de un tirón.
La clavícula le había salvado la vida a Quentin. La mitad era de madera noble; los centauros la habían puesto para sustituir la parte que Martin Chatwin había arrancado a mordiscos. El joven de la espada, que no lo sabía, había elegido con muy mala fortuna ese lado cuando trató de rebanar en dos a Quentin por detrás.
—¡Hijo de puta! —exclamó Quentin. No se dirigía al joven en concreto, aunque tampoco sabía a quién.
Si hubiera pensado con claridad Quentin podría haber ganado la lucha a brazo partido por la espada, pero en ese momento lo único que quería era sacársela de encima. De hecho, los intereses de los hombres coincidían en ese sentido. Preso del miedo, Quentin alargó la mano del lado opuesto para sujetar la espada. Se cortó la palma. El joven hundió una bota en la espalda de Quentin y sacó la espada con un gruñido.
Se plantaron el uno frente al otro, jadeando. El silencio era extraño: las peleas reales no tenían banda sonora. El joven llevaba una armadura ligera y una especie de librea azul. Parecía que se lo tomaba como algo personal en aquel claro de la isla silenciosa, bajo la luz tenue del amanecer (atardecer). Se fulminaron con la mirada durante un segundo que fue como una eternidad mientras Quentin, como cualquiera que se haya enfrentado a una espada desarmado, amagaba a un lado y otro como si fuera un defensa y el joven de la espada tratara de sortearle para llegar a la canasta. Por si acaso perdía ese partido, Quentin susurró las primeras palabras de un conjuro, un conjuro en persa para provocar desmayos, que podía hacer con una mano, lo cual le fue de perlas porque todavía no sentía la izquierda…
De malas maneras, el joven no esperó a que acabara. Avanzó, dejando a Quentin sin ángulos, y luego se abalanzó sobre él con suma velocidad con la intención de clavarle la espada. Quentin se apartó cuanto pudo a la derecha, pero no lo bastante ya que la espada se le hundió en la carne. Era increíble que no hubiera logrado evitarlo porque en su interior estaba convencido de que lo evitaría, pero el metal le atravesó el costado izquierdo.
Se había contorsionado tanto que la espada le entró por detrás. Al principio la sensación fue extraña, una presencia dura y desconocida ocupando el espacio de su cuerpo, abriéndose paso hacia las costillas. Luego sintió una calidez casi agradable que dio paso a un calor abrasador, como si la espada no sólo estuviera afilada sino también al rojo vivo, recién sacada de la fragua.
—Ahhh… —farfulló Quentin, y respiró hondo con los dientes apretados, como si se hubiera cortado picando una cebolla.
Saltaba a la vista que el joven era un soldado, aunque Quentin nunca se había planteado qué significaba ese término. Era un mercenario eficiente y que no se andaba con rodeos. Carecía de la elegancia de Bingle. Era como un panadero, salvo que en lugar de hacer pan acumulaba cadáveres y quería que Quentin pasara a engrosar su lista de víctimas. Ni siquiera le costaba respirar. Sacó la espada de un tirón para hundirla de nuevo, pero esta vez apuntaría mejor. Había llegado la hora de los donuts. Quentin era incapaz de pensar.
—¡işik! —gritó y chasqueó los dedos.
Fue lo primero que se le ocurrió; no había conseguido olvidarlo desde lo del piso franco. Esta vez le salió bien: se produjo un destello luminoso entre ellos en el claro. Sobresaltado, el joven retrocedió un paso. Debió de pensar que Quentin le había hecho daño. No tardó mucho en darse cuenta de que estaba bien, pero Quentin tampoco tardó mucho en lanzar el hechizo para desmayos en persa.
El joven dejó caer la espada y se desplomó de bruces sobre la hierba. Quentin se quedó de pie, jadeando y con la mano en el costado. La camisa se le empapó de sangre. Por poco. Por muy poco. Había estado a punto de morir. El dolor resultaba insoportable, como una bengala encendida a primera hora de la tarde, un lucero vespertino. Sin mirar, ni tan siquiera habría sabido determinar si el dolor en realidad procedía de su cuerpo. Vomitó cuando ya no lo soportó más. Pescado agrio de la cena de anoche. Entonces el dolor se intensificó.
Se quitó la camisa con mucho cuidado, separándola de golpe de la herida, y arrancó una de las mangas. La enrolló hasta formar una bola y la usó para presionar contra la herida, y luego se ató como pudo el resto de la camisa a su alrededor para sostener aquel vendaje improvisado. Se pasó el siguiente minuto apretando los dientes para evitar desmayarse. El corazón le palpitaba como un gorrión atrapado. No dejaba de repetirse en voz baja la frase «control de daños». Por algún motivo le ayudaba.
Cuando se inspeccionó la herida de nuevo vio que sangraba mucho menos. No podía respirar hondo sin que la visión se le tornase gris de dolor. Trató de pensar qué había en esa zona. El dolor le indicaba que la espada había atravesado algún músculo, pero no había llegado a los pulmones. ¿Qué más había allí? Lo más probable es que simplemente se hubiera hundido en el costado.
Sintió que la adrenalina se apoderaba de su organismo, apagaba la bengala del dolor y le robaba el oxígeno. El dolor seguía presente pero había comenzado a vencerlo. Entonces cayó en la cuenta de qué era lo que sucedía. Lo vio con una claridad meridiana. Estaba en medio de una aventura, y esta vez era real. De ahí el dolor.
Se miró las manos. Volvía a sentir la izquierda. Cerró los puños. Tenía una muesca en la clavícula de madera, pero los daños no revestían peligro y podrían repararse con masilla a base de resinas. Negó con la cabeza. Todo estaba claro. Más o menos.
Observó al joven que roncaba boca abajo sobre la hierba. Recogió la espada y se encaminó hacia el lugar por el que había venido el atacante.
El castillo se dividía en tres partes: una torre del homenaje achaparrada con dos atalayas en los extremos, todas de piedra gris y rodeadas de árboles enormes. La distribución era visible desde la ladera rocosa en la que Quentin se encontraba. El castillo se había levantado sobre una zona poblada de hierba al pie de las colinas que dominaban una de las costas de la isla, por lo que quedaba oculto desde otros ángulos. No era de extrañar que no lo hubieran visto.
Quentin se deslizó con sigilo de roca en roca para que no le viera quienquiera que estuviera vigilando la ladera y luego descendió en zigzag hacia el castillo. No se topó con otros soldados. Tal vez había tenido mala suerte. No quería arriesgarse, por lo que bajó hasta el mar por un desfiladero rocoso. Se dirigiría al castillo desde la orilla.
La playa rocosa que discurría junto al mar era tan estrecha que costaba no mojarse. Las olas, pequeñas y veloces, la lamían con brío. Quentin ni tan siquiera pensaba en lo que estaba haciendo. Si tuviera que explicarle a alguien que se disponía a atacar él solito el castillo, en plan La jungla de cristal, le habría sido difícil justificarse. Habría dicho que estaba haciendo un reconocimiento del terreno, inspeccionando las defensas, pero eso sólo significaba que si se asustaba lo bastante saldría corriendo. En realidad estaba pensando que eso era a lo que Ember se había referido, lo que Ember le había dado. Su oportunidad. Allí había algo, algo relacionado con las llaves, Jollyby, Julia o todos ellos, y pensaba ir a buscarlo y llevárselo.
Entonces se detuvo. Había un bote de remos deteriorado en la pequeña playa de guijarros. Los remos estaban cuidadosamente colocados en el interior, como las alas entrecruzadas de una libélula. Estaba en buen estado. La amarra estaba atada a una rama crecida.
En ese momento Quentin se bloqueó mentalmente. Era como si ninguna fuerza del mundo pudiera obligarle a ir más allá del bote sin subirse al mismo. Se subiría y huiría. Remaría hasta el otro lado de la isla para ir al encuentro de sus amigos. La herida de espada le dificultaría el manejo de los remos, pero no se lo impediría. La repentina sensación de inercia era abrumadora. Nadie le acusaría de cobarde; es más, seguir adelante sería temerario, incluso egoísta.
Estaba tratando de liberar la amarra de la rama del árbol con la mano izquierda ya que no podía levantar el brazo derecho por encima de la cabeza cuando un rostro pálido apareció en el otro extremo de la playa. Otro soldado.
Los dos tardaron una eternidad en reaccionar. Quentin no creía posible que el soldado pudiera verle, pero si lo veía no tenía por qué presuponer que era un intruso. Sin embargo, aunque ya anochecía, ambos supuestos eran del todo improbables. Una ola pequeña y fría rompió a los pies de Quentin.
Si el hombre hubiera salido corriendo para dar la voz de alarma, todo se habría acabado. Pero no lo hizo. Se dirigió hacia Quentin a grandes zancadas y desenvainó una espada corta, idéntica a la que Quentin blandía. Todo el mundo quiere ser un héroe. Quentin supuso que su apariencia no imponía.
Pero las apariencias engañan. Quentin hundió en la arena la espada del primer soldado y se cuadró.
La cinética se le daba bien. Susurró rápido, reviviendo un seminario de Brakebills en el que no había pensado en al menos cinco años, tendió ambas manos con las palmas hacia arriba y las agitó en dirección al soldado como si espantara una bandada de palomas. Los guijarros negros de la orilla se elevaron al unísono como un arroyo oscuro, semejante a un enjambre de abejas molestas, y apedrearon al soldado en la cara y en el pecho con un golpeteo que sonaba como un camión descargando gravilla. Confundido, el soldado se dio la vuelta para correr, pero se cayó tras apenas dar unos pasos y los guijarros lo sepultaron.
Perfecto. De repente, el miedo desapareció, el dolor desapareció y la inercia desapareció. Quentin volvía a tener libertad de movimientos. Podría ir más allá del bote. Siempre había sido libre. Ojalá lo hubiera sabido.
Se acercó al soldado. Soplaba un viento cálido y húmedo de tierra. Quentin le retiró algunos guijarros de la cara: un rostro enjuto y quemado por el sol en el que el acné había causado estragos. Su historia había llegado a su fin por el momento. Quentin cogió la espada del soldado y la tiró lo más lejos posible hacia el mar. Rebotó un par de veces y se hundió.
Recogió una pequeña piedra plana y se la guardó en el bolsillo.
Un sendero estrecho y serpenteante atravesaba el bosque desde el final de la playa hasta la atalaya más cercana. La cuesta era empinada y la subió inclinado hacia delante, lo cual hizo que no sintiese tanto dolor en el costado herido. No temía nada salvo perder el impulso. Ensayó varios conjuros en voz baja sin llegar a pronunciarlos; sentía cómo la energía se acumulaba y luego se desvanecía.
La atalaya era redonda y estaba edificada en una pendiente, por lo que al subirla incluso la planta baja le quedaba por encima. Colocó la mano sobre los cimientos a la vista. Se preguntó quién la habría construido. Los ladrillos estaban fríos al tacto y parecían imperecederos. ¿Quién había dispuesto esos ladrillos rectangulares de manera tan elegante, formando un círculo perfecto? ¿Quién estaba dentro? ¿Bastaba que el destino o Ember o quienquiera que fuera hubiera interpuesto a unas personas en su camino a las que ahora haría daño o mataría? Al fin y al cabo, no podía pasarse la noche con gilipolleces inocuas. ¿Bastaba que dos de ellos hubieran intentado acabar con él, y que uno de ellos incluso le hubiera clavado la espada?
Basta de pensar. A veces tenía la impresión de pasarse el día pensando mientras que los demás actuaban. Ahora volvería las tornas para ver qué tal le sentaba.
Empleó cinco minutos en un ritual silencioso que, en teoría, servía para agudizar los sentidos, aunque no lo había probado desde la época universitaria, e incluso entonces nunca lo había hecho sobrio. Lo mejor sería que subiese volando y sorprendiese así a quienes estuvieran dentro. Volar era uno de los principales arcanos y si lo usaba no sabía si le quedarían fuerzas para luchar. Pero, por otro lado, era espectacular. No había nada que superara la sensación de volar con tu propia energía de hechicero, joder. ¡Yupi, yupi, cabronazos!
Se elevó bajo la luz del crepúsculo. Pasó volando junto a los ladrillos antiguos. No se oía nada. Sintió que el pecho se le debilitaba por el esfuerzo. La sensación no era de ingravidez, sino como si te transportasen por los hombros sin tocarte. Era como si un padre gigantesco alzase en volandas a su bebé. A ver, ¿qué niñito se ha portado bien?
Las piernas le colgaban mientras se elevaba por encima de las copas de los árboles. Ojalá le pudieran ver los demás. Ascendió hasta la parte más alta de la torre con los brazos extendidos; en una mano sostenía la espada robada y la otra despedía un resplandor violeta y crepitaba por la magia en la oscuridad. En el último momento flexionó una rodilla hacia el pecho tal y como hacen los superhéroes en los tebeos.
El hombre que estaba en el tejado apenas tuvo tiempo de dejar de agitar los brazos y estirar el cuello hacia atrás, sorprendido, con los ojos entrecerrados, antes de que Quentin alargase la mano en su dirección. Dos rayos añil oscuro salieron de sus dedos, impactaron en la frente del hombre y lo derribaron; los rayos salieron rebotados y la oscuridad los engulló. Quentin había tenido tiempo de mejorar el viejo conjuro del Misil Mágico de Penny, y le salía a la perfección, con efectos especiales resplandecientes y todo. La cabeza del hombre se inclinó hacia atrás y luego hacia delante, y luego quedó postrado a cuatro patas. Otro rayo, esta vez a las costillas, y acabó despatarrado de costado.
Tres a cero. Quentin aterrizó con suavidad en el tejado de piedra, circundado por una muralla baja. Volvió a darse cuenta de que no se oía nada. Allá arriba había un cañón negro y, junto al mismo, una pirámide de balas de cañón. Se sacó del bolsillo la piedra plana que había recogido en la playa. Desenvainó una daga que el hombre inconsciente llevaba en el cinturón (era su única arma) y comenzó a dibujar una runa en la misma. No era fácil, aunque en su interior visualizaba la runa con claridad y recordaba incluso la página del libro donde la había visto. Las líneas y los ángulos no tenían por qué ser exactos, pero la estructura sí. Con la topología no se jugaba.
Cuando hubo enlazado la última línea con la primera Quentin sintió la unión en las tripas. Había funcionado. El poder estaba encerrado en el interior. La piedra zumbaba y le daba saltitos en la mano como si tuviera vida propia.
Esperó durante unos instantes en lo alto de las escaleras. Una vez que hubiera arrojado la piedra no habría vuelta atrás, no podría regresar a la oscuridad. Sintió el viento cálido del océano bajo el cielo oscuro. El tiempo estaba empeorando y el mar estaba salpicado de olas grandes. La tormenta estaba al caer. De repente le preocupó qué le pasaría al soldado que había dejado en la playa. ¿Y si la marea subía? Quentin estaba seguro de que el agua le despertaría antes de que se ahogase.
Vio un fugaz resplandor blanco azulado por el rabillo del ojo. Había salido de la otra atalaya, al final de la torre del homenaje. Era como si alguien hubiera hecho una fotografía con flash en el interior. Escudriñó en la oscuridad. ¿Le habrían visto? ¿Se lo había imaginado? Transcurrió lo que le pareció una eternidad. Diez segundos. Veinte. Volvió a relajarse.
La otra torre se partió en dos. Algo caliente, brillante y blanco estalló dentro. La última planta saltó por los aires y varios fogonazos salieron por todas partes y prendieron fuego a las copas de los árboles de los alrededores. Multitud de piedras cayeron a la maleza. El tejado de la torre se desplomó sobre el suelo.
Justo entonces la silueta borrosa del Muntjac apareció en silencio en el mar. Era como un perro enorme al que no había visto en semanas que corría a su encuentro. Sus amigos habían llegado. La aventura era real.
Sonriendo como un loco Quentin arrojó la piedra escaleras abajo y se apartó.
Un estallido descomunal hizo que el suelo resonase como un tambor a medida que la piedra liberaba la energía que Quentin había encerrado en su interior. Salió polvo a raudales por entre las baldosas del suelo y una polvareda ascendió por las escaleras. Quentin se agachó de manera instintiva y durante unos instantes se preguntó si se habría propasado, pero la torre seguía en pie. Bajó corriendo por las escaleras mientras preparaba otro hechizo y la punta de la espada raspaba la pared. La habitación estaba a oscuras. Apenas veía dos hombres; uno de ellos estaba tumbado boca abajo debajo de una mesa rota y el otro trataba de ponerse en pie.
Quentin siguió corriendo. Entusiasmado, pensaba con lucidez. Mientras corría se sopló en la mano y la agitó para cargarse de energía para otro conjuro. Tendría que esperar porque apareció un tercer hombre subiendo a toda velocidad por las escaleras mientras se enfundaba los guantes a toda prisa. Quentin le hundió el puño en el pecho, lo cual podría haber funcionado o no, pero tenía la mano cargada como una pistola eléctrica y la descarga hizo que el soldado saliese despedido escaleras abajo.
Quentin saltó por encima del cuerpo quejumbroso y siguió corriendo hasta llegar a la plaza del castillo.
Tenía cuatro lados: la torre del homenaje a la izquierda, las atalayas en ambos extremos y el océano a la derecha. Había un pequeño obelisco en el centro. Al cabo de unos instantes Poppy apareció caminando por el otro lado de la plaza. Quentin no había caído en la cuenta de la pinta que debía de tener, descamisado y ensangrentado, hasta que vio la expresión con la que Poppy le miraba. La saludó con efusividad de modo que pareciese que no se estaba muriendo. Se disponía a correr a su encuentro cuando un palo cayó ruidosamente cerca de Quentin en los adoquines. Lo miró con curiosidad y, al ver que era una flecha, retrocedió asustado hasta salir del patio.
Poppy la vio al mismo tiempo que él. Corrió a ocultarse detrás del pedestal, donde cantó algo en polaco a toda velocidad tras lo cual apareció un trazador verde, semejante a un láser verde, que unió la flecha con el tejado del castillo. Poppy había trazado a la inversa la trayectoria de la flecha.
No era fácil desconcertarla. Igual era cosa de los australianos. Seguramente se había criado ahuyentando serpientes, dingos y vete a saber qué más. Nunca la había visto lanzar un conjuro y había sido increíble. Nunca había visto a nadie mover las manos tan rápido.
—Eh —le gritó con la espalda apoyada en el obelisco de piedra—. ¿Estás bien?
—¡Estoy bien!
—Eliot y Benedict están acabando en la torre —dijo.
—¡Voy a entrar! —dijo Quentin señalando la torre del homenaje.
—¡Espera! ¡No! Bingle también irá.
—¡Voy a entrar ya!
Quentin no oyó la réplica de Poppy. Se alegraba de verlos, y en especial, por extraño que parezca, a la buena de Poppy, pero las ansias le podían. Era su oportunidad. Si no les llevaba la delantera, si no llegaba antes que ellos, la habría desperdiciado y, aunque no quería ser egoísta, a ellos les daba igual que Quentin quisiera ser el héroe de esta aventura. Quentin le susurró varias palabras a la espada y la hundió dos veces en el suelo. Adquirió un brillo dorado. Poppy se estaba ocupando del extremo de la trayectoria verde de la flecha. El extremo se convirtió en una chispa que recorrió la trayectoria como un fusible encendido. Desapareció al otro lado del parapeto y se oyó un estruendo.
Quentin corrió hacia la puerta de la torre del homenaje. Era una sensación gloriosa. No sabía cómo sabía qué tenía que hacer, pero lo sabía. Tras haber dejado a los demás atrás, las últimas dudas se esfumaron.
Las puertas eran de vigas revestidas en hierro de treinta centímetros de grosor. Retrocedió un paso, alzó la espada por encima de la cabeza y golpeó las puertas. El conjuro que había empleado no le afectaba a él, pero sí a todo lo demás como si pesara media tonelada. La estructura vibró y la madera se agrietó y astilló. Más polvo. El estruendo resonó en la oscuridad. Otro golpe dividió la puerta en dos y un tercero le dejó libre el paso.
Entró a zancadas en el castillo sintiéndose tan poderoso que casi le dolía. Tenía energía a raudales. No sabía de dónde provenía; sentía el pecho más grande de lo normal, como una olla a presión a punto de estallar. Era una bomba andante. Había cinco hombres en el pasillo armados con espadas y lanzas. Una ráfaga de viento nació de las manos de Quentin y los derribó. Los cegó con un destello y los arrojó en volandas por el pasillo. ¡Todo era tan obvio!
Se volvió, puso la mano sobre los restos de la puerta que acababa de destrozar y comenzó a arder. Le pareció una buena idea, y muy espectacular, pero por si acaso pudiera causarle problemas más tarde endureció la piel con un hechizo para protegerla del fuego.
Estaba descubriendo, en cierto modo por primera vez, qué se sentía al ser un Rey Mago de verdad. ¿El gordo cabrón que había sido cuando holgazaneaba en el castillo de Whitespire, jugando con las espadas y emborrachándose todas las noches? Entonces no había sido un rey, y ahora sí que lo era. Capitán de todos los ejércitos. Era la culminación de todo cuanto había empezado el día que había entrado en aquel jardín helado de Brooklyn hacía ya tantos años. Por fin había encontrado el suyo. Tal vez lo único que le había hecho falta era el permiso de Ember. Hay que tener fe.
El ritual que había ejecutado para agudizar los sentidos funcionaba: percibía a las personas a través de las paredes, notaba la electricidad de sus cuerpos, igual que un tiburón. El tiempo, ese mecanismo aburrido que solía marcar un segundo detrás de otro, como piezas en una cintra transportadora, estalló en una melodía gloriosa. Estaba recuperando todo lo que había perdido y muchas más cosas. Poppy tenía razón, el viaje a la Tierra también había sido una aventura. No había sido una pérdida de tiempo, sino que le había preparado para lo que estaba viviendo en esos momentos. A partir de ahora siempre viviría así.
—Este sí que soy yo —susurró—. Este sí que soy yo.
Corrió escaleras arriba y por varias habitaciones grandiosas. Cuando se le acercaban soldados, les lanzaba objetos para derribarlos: sillas, mesas, urnas, cofres, cualquier cosa que pudiera arrojar con un conjuro. Los destellos los aturdían. Medio desganado, detuvo un hacha en pleno vuelo con la mano extendida e hizo que volviera por donde había venido. Respiraba hondo y agotaba el oxígeno de las habitaciones hasta que los presentes se ahogaban y se desmayaban con los labios azules y los ojos desorbitados. Al cabo de poco comenzaban a salir corriendo nada más verle.
Se sentía distinto, como si se hubiera convertido en un gigante. Los hechizos se sucedían uno tras otro, sin esfuerzo alguno. El enemigo estaba compuesto de humanos, hadas y algunos seres exóticos como uno animado a partir de la piedra, uno elemental de agua, un enano barbirrojo o una pantera charlatana. Daba igual, era un héroe que brindaría las mismas oportunidades a todos. Era un pozo surgente, una manguera de incendios. Ya casi no notaba la herida del costado. Tiró la espada bien lejos. A la mierda con las espadas. Los magos no necesitan espadas. Un mago sólo necesita lo que porta en su interior. Lo único que tenía que hacer era ser él mismo: el Rey Mago.
No sabía adónde se dirigía, iba de habitación en habitación, repasando el edificio. En dos ocasiones oyó los cañones del Muntjac retumbar a lo lejos. En otra abrió una puerta y se topó con Julia y Bingle obligando a recular a una multitud de soldados entre los restos de un salón repleto de mobiliario recargado. La espada mágica de Bingle parpadeaba frente a él, tan rápida y precisa como una máquina industrial, y sus filigranas resplandecientes dejaban estelas de neón hipnóticas en el aire. Parecía sumido en un estado de éxtasis marcial con la túnica empapada de sudor pero la cara relajada y los ojos casi cerrados.
Pero el verdadero peligro era Julia. Había convocado una especie de magia transformadora que Quentin desconocía o tal vez su parte no humana había salido al exterior durante los enfrentamientos. Apenas la reconocía. La piel le despedía un brillo fosforescente plateado y había crecido por lo menos quince centímetros. Luchaba sin armas. Se acercaba a los soldados hasta que alguno era lo bastante estúpido como para arrojarle una lanza, tras lo cual ella la cogía al vuelo como si se moviera a cámara lenta y comenzaba a darle de hostias al soldado en cuestión y a sus amigos con la misma. Poseía una fuerza inusitada y las hojas de metal le rebotaban en la piel.
No parecía necesitar ayuda. Quentin encontró las escaleras que conducían a la última planta. Abrió de una patada la primera puerta que vio y estuvo a punto de morir cuando una enorme bola de fuego le pasó volando por encima.
Se trataba de un hechizo de lo más poderoso. Alguien se había pasado mucho tiempo preparándolo y llenándolo de energía. Lo envolvió por completo y notó que las llamas le lamían la piel, helada gracias al conjuro para protegerse del fuego. El hechizo aguantó. Cuando el fuego se apagó le salía humo de las extremidades, pero estaban intactas.
Estaba en el umbral de una biblioteca a oscuras. Dentro, sentado junto a un escritorio con dos faroles encima, había un esqueleto ataviado con un elegante traje marrón. Tal vez no fuera un esqueleto, sino un hombre, pero estaba muerto. Tenía carne, pero se había encogido y era correosa.
En la biblioteca reinaba un gran silencio. Las estanterías humeaban y crepitaban sin hacer ruido a ambos lados de Quentin tras el paso de la bola de fuego. El cadáver le miró con unos ojos que parecían frutos secos pasados.
—¿No? —dijo finalmente. La voz zumbaba y resonaba como un altavoz reventado. Saltaba a la vista que las cuerdas vocales estaban en las últimas. Alguna fuerza sobrenatural lo mantenía con vida mucho después de que hubiera pasado la fecha de caducidad—. Bueno. Era mi único conjuro.
Quentin esperó. El rostro del cadáver era inescrutable. Los labios secos no le cubrían los dientes por completo. No resultaba agradable a la vista, pero a Quentin no le molestó. Que alguien le recordara por qué estaban luchando. Se preguntó si se habría adelantado demasiado a los demás. Daba igual, era cosa suya. Él lo había iniciado todo y había llegado la hora de la verdad, la gran lucha.
El cadáver se convulsionó y le lanzó una daga con un brazo esquelético parecido al de una marioneta. Quentin se agachó por puro instinto, pero había sido un mal lanzamiento. La daga salió disparada por la puerta abierta que estaba detrás de él y rebotó en las losas.
—De acuerdo —dijo—, ahora sí que se me han acabado los recursos.
Tal vez suspirara.
—¿Dónde está la llave? —preguntó Quentin—. Tienes una, ¿no? —Durante unos terribles instantes pensó que quizá no la tuviera.
—Ya no sé ni lo que hago —respondió el cadáver resollando. Empujó una cajita de madera hacia Quentin con una mano arrugada. La piel de los nudillos se había desgastado, como el cuero de los brazos de un sillón viejo—. Era de mi hija.
—¿Tu hija? —repitió Quentin—. ¿Y tú quién eres?
—¿No conoces la historia? —Volvió a suspirar con resignación. Quentin no sabía si el cadáver necesitaba respirar, pero todavía inhalaba y exhalaba por el pecho correoso como un fuelle—. Creía que todo el mundo estaba al corriente.
Como ya no se movía, Quentin se percató de que estaba bañado en sudor. Por la noche en la isla hacía frío.
—Un momento. No irás a decirme que eres el hombre del cuento de hadas Las siete llaves de oro.
—¿Ahora lo llaman un cuento de hadas? —musitó entre dientes. ¿Se estaba riendo?—. Supongo que es un poco tarde para poner pegas a ese tipo de detalles.
—No lo entiendo. Creía que eras uno de los buenos.
—No todos podemos ser héroes. ¿A quiénes se enfrentarían los héroes entonces? Es cuestión de números, pura matemática.
—Pero ¿no es esta la llave que te dio tu hija? —Quentin temía haber errado por completo—. Eso es lo que contaba la historia. La liberaste de la bruja y, aunque no te recordaba, te dio la llave.
—No era una bruja sino su madre. —Otra risita musitada. Para hablar se limitaba a mover la mandíbula inferior. Era como hablar con un presidente de animación por ordenador en un parque temático—. Las dejé para partir en busca de las Siete Llaves. Supongo que quería ser un héroe. Nunca me lo perdonaron. Cuando finalmente regresé mi hija no me reconocía. Su madre le había dicho que estaba muerto.
»La llave me mantuvo vivo. Tú te lo tomas bien. Es terrible vivir en un cuerpo muerto, no siento nada. Deberías ver cómo me miran los demás.
Quentin abrió la caja de madera. Había una llave de oro en el interior. Supuso que había pasado a formar parte del cuento de hadas. Se había colado en la obra. Entra el Rey Mago.
—¿Para qué sirve? —preguntó el cadáver—. Nunca llegué a saberlo.
—Yo tampoco lo sé. Lo siento.
Oyó pasos detrás de él. Quentin se arriesgó a volver la vista. Era Bingle. Por fin le había dado alcance.
—No lo sientas. Has pagado un precio por ello. —La vida había comenzado a abandonarle en cuanto había soltado la caja. Se desplomó hacia delante y la cabeza golpeó la mesa. Masculló sus últimas palabras sobre el escritorio de madera—. Igual que yo. Todavía no lo sabes.
No volvió a moverse.
Quentin cerró la caja. Oyó que Bingle se le acercaba. Contemplaron juntos la cabeza del cadáver, tan calva, moteada y llena de uniones como un globo terráqueo.
—Bien hecho —dijo Bingle.
—No creo haberlo matado —repuso Quentin—. Se ha muerto solo.
—Total. —Debía de haber oído a Josh diciendo algo parecido.
Los niveles de magia de Quentin volvieron a la normalidad rápidamente. Se sentía exhausto y débil. Tenía la vaga sensación de despedir un desagradable olor a pelo quemado. El conjuro para protegerse del fuego no era perfecto.
—Era el hombre del cuento de hadas —dijo Quentin—, pero su versión era diferente. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—El cocinero pescó un pez hablador. Nos indicó qué debíamos hacer. Llevaba una botella en el estómago con un mapa dentro. ¿Y a ti qué te pasó?
—Me topé con Ember.
Por el momento bastarían esas explicaciones. Regresaron por el pasillo hasta las escaleras. Bingle comprobaba todas las puertas y recovecos para evitar sorpresas de última hora.
Lo habían conseguido, habían encontrado otra llave. Sólo faltaba una. Quentin se había anotado un tanto. Encontraron a una dicharachera Poppy, emocionada por su primera aventura en Fillory («¡Lo hemos conseguido!») y a una Julia silenciosa y todavía fluorescente que recorría los pasillos. Quentin les mostró el trofeo y las abrazó, aunque en el caso de Julia fue un tanto incómodo ya que no le devolvió el abrazo y seguía midiendo más de lo normal después de adoptar otra forma para la batalla. Poppy tenía razón, lo habían conseguido y Quentin había estado al mando. Saboreó esa sensación de victoria, todos y cada uno de los detalles de la misma, para asegurarse de que no la olvidaría. Bingle sacó a la fuerza a un rezagado de detrás de las cortinas, pero ya había depuesto las armas. No le interesaba lo más mínimo morir por una causa perdida.
El Muntjac había atracado en el embarcadero y emergía de forma abrupta por encima de la plaza de piedra. La bahía debía de ser más profunda de lo que parecía. Alguien, tal vez Eliot, había conjurado varias luces flotantes redondas del tamaño de una pelota de baloncesto en el patio, confiriéndole una iluminación rosaamarillo suave y un ambiente de feria rural. El viento soplaba con más fuerza y las esferas flotantes temblaban y se agitaban mientras trataban de permanecer en el mismo sitio.
Eliot y Josh estaban de pie en el embarcadero con la reconfortante mole del Muntjac a sus espaldas. ¿Por qué se quedaban allí? El subidón se le había pasado y Quentin notaba que las rodillas le flaqueaban. Ser un héroe era agotador. Se sentía vacío, como una piel lánguida de sí mismo. El costado volvía a dolerle. La idea de tumbarse en la cómoda litera de a bordo era más que tentadora. Ahora que ya tenían la llave podrían acurrucarse en la cama y la gran bestia le acogería en sus brazos. Cansado, les saludó con la mano. Hablarían largo y tendido, explicarían lo sucedido, se felicitarían, pero en esos momentos lo único que le apetecía era regresar a bordo del barco.
Eliot y Josh no le devolvieron el saludo. Observaban con seriedad algo en el embarcadero. Josh dijo algo, pero el viento se llevó sus palabras hacia al océano negro. Ambos esperaban a que Quentin viese a Benedict tumbado sobre la madera húmeda y áspera.
Una flecha le atravesaba la garganta. Estaba muerto. Apenas había bajado del barco. Estaba hecho un ovillo y tenía la cara ennegrecida. No había muerto de inmediato. Había tirado de la flecha durante unos instantes antes de morir ahogado en su propia sangre.