18

La casa de Bed-Stuy fue el primer piso franco de Julia y supuso el final de Stanford. Ya no iría a la universidad. Les había roto el corazón a sus padres por segunda y última vez. Le dolía pensar en ello, por lo que lo evitaba a toda costa.

Podría haberse negado, por supuesto. Podría haber terminado de marcar el número del servicio de taxis, haberle dado la espalda al hombre con el sombrero de copa baja y haber esperado hasta que llegase el taxi, haberse subido a él y haberle repetido su dirección al montañés guatemalteco al volante para que se la llevase rápidamente bien lejos de aquel lugar. Podría haberse negado, pero no lo hizo. Lo deseó entonces y lo volvería a desear en repetidas ocasiones en años venideros.

No podía marcharse sin más porque el sueño, el sueño de la magia, no estaba muerto. Lo había intentado eliminar a base de trabajo, drogas, terapia, familia y el foro Free Trader, pero no lo había conseguido. Era más fuerte que ella.

El joven de aspecto estudioso que esa noche se ocupaba de la puerta del piso franco de Bed-Stuy se llamaba Jared. Tenía unos treinta años, barba incipiente, no era alto, sonreía con alegría y lucía unas gafas negras pesadas. Llevaba nueve años cursando un doctorado en lingüística en la Universidad de Nueva York. Se dedicaba a la magia por las noches y los fines de semana.

No todos eran así, académicos raros y tal. Era un grupo sorprendentemente heterogéneo. Había un prodigio de doce años que vivía en el barrio y una viuda de sesenta y cinco años que los fines de semana venía en un BMW todoterreno desde el condado de Westchester. En total había unas veinticinco personas: físicos, recepcionistas, fontaneros, músicos, universitarios, inversores y pirados marginados por la sociedad. Y ahora Julia se había sumado al grupo.

Algunos iban una vez al mes para probar los conjuros y otros llegaban cada mañana a las seis y se quedaban hasta las diez de la noche o incluso se quedaban a dormir allí, si bien según las normas de la casa aquello debía evitarse en la medida de lo posible. Algunos tenían vidas normales, profesión, familia y no eran excéntricos ni tenían problemas físicos. Pero hacer magia junto al resto exigía ciertos malabarismos por su parte, y en ocasiones perdían el equilibrio y se caían en un suelo bien duro. Si se levantaban de nuevo lo hacían cojeando. Todos se caían tarde o temprano.

Cuando la magia entraba en tu vida, cuando vivías la doble vida de un mago clandestino, pagabas un precio innegable: la vida secreta te tentaba en todo momento. Tu parte de mago, ese doppelgänger chiflado, te acompañaba a todas partes, te tiraba de la manga, te susurraba en silencio que tu vida real era un fracaso, una farsa poco digna y falsa que, de todos modos, nadie se la tragaba. Tu yo verdadero, el que importaba, era el otro, el que agitaba las manos en el aire y salmodiaba en un dialecto eslavo muerto en un sofá desvencijado en la casa con tablones de madera de Throop Avenue.

Julia siguió trabajando, pero iba a la casa casi todas las noches y todo el día los fines de semana. Había recuperado la ilusión y esta vez parecía que no la perdería. Iría a por todas. Dejó de participar en el foro de FTB. Los miembros podían esperar. Estaban acostumbrados a que otros foreros desapareciesen del mapa de manera inesperada durante meses o incluso años. En la comunidad de los trastornos crónicos del estado de ánimo entraba dentro de lo normal.

En cuanto a sus padres… Julia se aisló de ellos. Sabía lo que se traía entre manos y sabía lo mucho que les dolería verla obsesionarse de nuevo, adelgazar, dejar de bañarse y todo lo demás, pero lo hizo de todos modos. No le quedaba más remedio. Era una adicción. Pensar en las consecuencias que tendría para su familia, pensar seriamente en ello la habría matado de remordimiento, así que no lo hacía. La primera mañana que se dio cuenta de que se pasaba el pulgar distraída, casi sensualmente, por el brazo a la mesa del desayuno, dejando una línea roja en la piel, o mejor dicho, cuando vio que su madre se percataba de ello, ninguna de las dos dijo nada. Pero esa mañana vio morir una parte de su madre y Julia no tomó ninguna medida heroica para resucitarla.

Julia sabía que ella también había podido morir esa mañana. De hecho, había estado a punto de morir. Pero si dejas que se te aferre una mujer que se está ahogando, te arrastrará al fondo, ¿y de qué serviría eso? En cualquier caso, eso es lo que Julia se decía a sí misma. Tienes que mirarla a los ojos, apartarle la mano de tu brazo y observar cómo se hunde en las profundidades verdes hasta morir ahogada. O eso o morían las dos. ¿De qué serviría?

Su hermana lo sabía. Se le notaba la decepción en los ojos marrones astutos, que luego se transformaba en algo claro, calmo y protector. Era bastante joven, tendría tiempo de evitar los restos del naufragio y seguir adelante. Dejó a Julia en paz, la hermana de los secretos misteriosos. Una chica lista. Había hecho un trato sensato. Julia también.

¿Qué obtuvo Julia a cambio del trato? Cuando subastabas tu familia, tu corazón, tu vida y tu futuro, ¿cuánto te embolsabas? ¿Qué te llevabas a cambio?

Pues mucho. Para empezar, un pasadón de conocimientos oscuros, ni más ni menos, joder.

Aquel primer día la pusieron a prueba. Nada más entrar en la casa (Jared puso en marcha el cronómetro del iPhone cuando la vio cruzar el umbral) tenía quince minutos para aprender y ejecutar el hechizo del destello que Quentin había lanzado en el piso franco de Winston, o tendría que marcharse y no podría regresar en un mes. Lo llamaban, sin ninguna imaginación, el Primer Destello. Lo podría probar en otro piso franco ya que no compartían la información entre sí, pero sólo había dos en Nueva York, por lo que si quería que su magia valiese en los cinco municipios tendría que ir a por todas o largarse a casa.

A pesar de estar cansada, Julia lo hizo en ocho minutos. Si le hubiera quedado un poco de tono muscular después de la etapa de bruja del arco iris habría acabado antes.

Desconocían el conjuro del arco iris, así que imprimió la imagen escaneada que se había bajado de Internet, hacía ya dos años, y la llevó a la casa. Jared el lingüista, con gran pompa y ceremonia, la introdujo en una funda de plástico transparente, la perforó en tres puntos y la colocó en una carpeta de anillas manoseada en la que guardaban la lista de conjuros del club. Una carpeta de anillas, eso es lo que tenían a modo de libro de conjuros.

La llamaban la Carpeta de Conjuros. Ese indicio debería haberle bastado a Julia.

De todos modos, le sirvió para aumentar de manera considerable sus conocimientos de magia, lo cual le produjo una alegría indescriptible. Bajo la tutela de Jared, o quienquiera que fuera el mago con más experiencia de la casa, Julia estudió el libro. Aprendió a unir cosas. Aprendió a encender un fuego desde lejos. Aprendió un hechizo para adivinar de qué lado caería una moneda, otro para evitar que los clavos se herrumbrasen y otro para eliminar la carga magnética de un imán. Competían los unos con los otros para ver cuántas tareas cotidianas podían hacer gracias a la magia: abrir tarros, atarse los zapatos y abotonarse.

Era un poco aleatorio y de poca entidad, pero por algo se empezaba. Clavo a clavo, imán a imán, comenzó a conseguir que el mundo se ajustase a sus especificaciones. La magia era lo que sucedía cuando la mente se topaba con el mundo y, para variar, era la mente la que salía vencedora.

Había otra carpeta con ejercicios de manos en estado lamentable, seguramente porque más de uno la habría arrojado contra el suelo en señal de frustración, y Julia puso en práctica esos ejercicios. Pronto hubo memorizado todo el libro y practicaba a todas horas: en la ducha, debajo de la mesa a la hora de la comida, debajo del escritorio en el trabajo, por la noche en la cama. Y se tomó en serio las lenguas. La magia no sólo era cuestión de números.

A medida que aprendía conjuros subía de nivel. Sí, de nivel, ese era el término que empleaban. La endeblez del sistema de niveles, tomado al cien por cien de Dragones y Mazmorras (que seguramente lo había tomado de la masonería), era innegable, pero preservaba el orden y las jerarquías bien definidas, que a Julia le gustaban cada vez más a medida que subía de nivel. Comenzó a tatuarse en la espalda. Dejó mucho espacio porque estaba aprendiendo muy rápido.

Tardó un mes en darse cuenta de que aprendía más rápido que las demás personas que acudían a la casa con regularidad, y otros tres meses en percatarse de que la diferencia era más que notable. Para entonces ya tenía siete estrellas, las mismas que Jared, y él llevaba tres años allí. En Brakebills Julia habría sido una aprendiz del montón, pero no estaba en Brakebills, sino en el piso franco, y destacaba por encima de los demás, a quienes no parecía interesarles el aspecto teórico de la magia. Se aprendían los conjuros de memoria pero no estudiaban las pautas básicas subyacentes. Sólo algunos analizaban los elementos lingüísticos, las gramáticas y las etimologías. Preferían memorizar las sílabas y los gestos y olvidar el resto.

Se equivocaban. Minaba la fuerza de sus conjuros, lo cual significaba que cada vez que comenzaban uno tenían que partir de cero. No veían las conexiones entre los mismos. Y nada de inventarse hechizos, algo que a Julia le atraía sobremanera. Junto con Jared formó un grupo de trabajo dedicado a las lenguas antiguas. Sólo había cuatro miembros más y la mayoría participaba porque Julia estaba buena. Los sacó a patadas en cuanto vio que no hacían los deberes.

En cuanto a los ejercicios de manos, se esforzó el doble porque sabía que no se le daban demasiado bien. Nadie le seguía el ritmo, ni siquiera Jared. No eran masocas como ella.

Aunque odiaba Brakebills con todo su ser, con una especie de fuego interno que avivaba constantemente, entendía por qué eran tan elitistas. Por el piso franco de Throop Avenue pasaba mucha gentuza.

Julia había tenido una vena competitiva implacable. En el pasado le había puesto freno. Ahora cambió de estrategia. Sin que nadie la controlara, la alimentó y la dejó florecer. Del mismo modo que en Brakebills la habían humillado, Julia humillaría a quien no pudiese estar a su altura. La magia no era un concurso de popularidad. Throop Avenue sería su Brakebills particular. Cualquier visitante que fuese al piso franco de Throop Avenue con un nivel igual o inferior al de Julia tendría que ponerse las pilas. Le darían un toque a la más mínima gilipollada.

Daba igual si eras negro o blanco o si estabas cansado o enfermo o si tenías doce años. Era increíble la cantidad de magos que subían de nivel con trucos falsos. Eso enfurecía a Julia. ¿Quién les otorgaba las estrellas? A esos pisos francos les bastaba un empujoncito para venirse abajo como un castillo de naipes. Era desalentador. Por fin había encontrado una especie de escuela de magia y resultaba que vomitaba impostores y tramposos por todas partes.

Gracias a la actitud de Julia, el piso franco de Throop Avenue comenzó a ganar cierta reputación. Ya no llegaban tantos mirones, y los pocos que lo hacían quedaban bonitos. Físicamente hablando. A los fantasmas no les gusta que pongan en evidencia sus fantasmadas, y había un solapamiento del diagrama de Venn bastante considerable entre las personas metidas en la magia y las amantes de las artes marciales.

Pero, vamos a ver, ¿dónde creías que estabas, so joputa? ¿En Connecticut? Estás en un piso franco mágico en Bed-Stuy, municipio de Brooklyn. Había un solapamiento del diagrama de Venn bastante considerable entre las personas que vivían en Bed-Stuy y las personas que tenían armas, joder. Idiota. Bienvenido a la ciudad de los petardos.

De todos modos, a pesar de que la cruzada de Julia por el rigor mágico mejorara un poco la situación, había un problema en el piso franco de Bed-Stuy que no era otro que la carpeta de anillas. La Carpeta de Conjuros. De vez en cuando llegaba alguien que se tomaba las cosas en serio y aprendía un conjuro que no estaba en el libro y, si ese era el caso y el libro contenía un conjuro que el visitante desconocía, se realizaba un intercambio y el libro aumentaba de tamaño.

Pero esas transacciones eran escasas. Julia necesitaba ir más deprisa. No tenía sentido: ¿de dónde habían salido todos esos hechizos? ¿Cuál era el origen? Nadie lo sabía. En los pisos francos había mucho movimiento y la memoria institucional brillaba por su ausencia. Julia cada vez estaba más convencida de que alguien operaba a un nivel superior que el suyo, y quería saber quién, dónde y cómo, ya de ya.

Así que Julia volvió las tornas. Pasó a ser una visitante. Había conservado el Civic de la época de Chesterton, dejó el trabajo de resolución de problemas en las redes y comenzó a darle caña al coche, a veces con Jared al volante. No era fácil encontrar los pisos francos porque ocultaban las ubicaciones al mundo en general y también entre sí ya que solían entrar en guerra con resultados catastróficos. Pero a veces era posible sonsacarle la dirección a un visitante simpático. Julia tenía el don de la persuasión. Si todo lo demás fallaba, siempre le quedaba el truco de la paja en el baño, que ponía en práctica con mano de hierro.

Algunos pisos francos eran mayores que otros, y algunos eran lo bastante grandes y seguros como para permitirse cierta popularidad, al menos en el mundillo en cuestión, ya que creían que nadie se atrevería a joderles la vida. La carpeta que le entregaron en un viejo edificio reutilizado de un banco en Buffalo era tan grande que cayó de rodillas y rompió a llorar. Se quedó una semana allí, subiendo terabytes y terabytes de conocimientos de magia a su cerebro sediento de información.

Ese verano vagó hasta Canadá, al norte, Chicago, al oeste, Tennessee y Louisiana, al sur, y Cayo Hueso, un viaje extenuante, sudando en el coche, que tuvo como recompensa un decepcionante libro de conjuros de doce páginas en un bungaló lleno de gatos al lado de la Casa de Hemingway. Fue su etapa errante. Dormía en camas libres, en moteles y en el Civic. Cuando el Civic pasó a mejor vida se dedicó a hacerle el puente a los coches de la calle. Conoció a muchas personas y a personas que no eran personas. Las casas más rurales en ocasiones tenían como anfitriones a demonios y hadas menores, espíritus y seres elementales de la zona que se vendían al sistema a cambio de vete a saber qué bienes y servicios. Esos seres resultaban un tanto románticos; parecían encarnar la mismísima promesa de la magia, que no era otra que transportarla a un mundo mejor que aquel en el que había nacido. En el momento en que entrabas en una habitación y el tipo que jugaba al billar tenía un par de alas de cuero rojas en la espalda y la chica que estaba fumando en el balcón tenía ojos de fuego dorado líquido, en ese momento saltaba a la vista que la tristeza, el aburrimiento o la soledad no volverían a formar parte de tu vida.

Pero Julia llegó al fondo de estas cuestiones en un santiamén, por lo que solía encontrarse con personas tan desesperadas y confundidas como ella. Así es como se lio con Warren y esa fue la lección que aprendió.

En cualquier caso, tenía la espalda repleta de estrellas de siete puntas. Se tuvo que poner la de 50 puntos en la nuca para ahorrar sitio. No era lo convencional, pero las convenciones existían para facilitarle las cosas a los impostores y a los tramposos. Había que saltarse las convenciones para dejar paso a personas como Julia.

Pero Julia estaba perdiendo fuelle. Era un tren de carga de pedagogía mágica que necesitaba información nueva para avanzar, pero el combustible escaseaba y era de mala calidad. Cada vez que entraba en un piso franco lo hacía entusiasmada, pero la realidad acababa enseguida con sus esperanzas. La cosa iba así: abría la puerta, dejaba que los hombres se la comiesen con los ojos, alardeaba de sus estrellas, intimidaba a quien estuviera al cargo para que le enseñara la carpeta, la hojeaba con desánimo con la remota esperanza de encontrar algo que no supiera, pero no encontraba nada, tras lo cual arrojaba la carpeta al suelo, se marchaba y dejaba que Jared se disculpara.

Sabía que su conducta dejaba mucho que desear. Lo hacía porque estaba enfadada y porque no estaba a gusto consigo misma. Cuanto más a disgusto estaba, más la tomaba con los demás, y cuanto más la tomaba con los demás, más a disgusto estaba. He aquí la prueba, señor Hofstadter: soy un bucle extraño.

Podría haberse largado a la Costa Oeste o a la frontera mexicana, pero ya se imaginaba lo que encontraría. En el mundo al revés que era la movida clandestina mágica las perspectivas estaban cambiadas: cuanto más de cerca se observaban las cosas, más pequeñas parecían. Los objetos que se veían por el retrovisor estaban más lejos de lo que parecía. Dicho de otro modo: ¿Cuántas veces adivinaría de qué lado caerían las monedas? ¿Cuántos clavos podría proteger del óxido? El mundo no necesitaba más imanes desmagnetizados. Aquella era una magia de tres al cuarto. Había sintonizado con un coro invisible que cantaba melodías de concurso. Había dado toda su vida como depósito a cambio de aquello, y tenía la impresión de que le habían tomado el pelo.

Después de todo por lo que había pasado, después de todo lo que había sacrificado, ya no lo soportaba más. Se preguntó si Jared le estaría escondiendo algo, si sabía algo que ella desconocía, pero estaba convencida de que no era el caso. Para asegurarse, recurrió a la opción nuclear. Nada. Cero patatero. Vaya, vaya.

Para ser sinceros, había empleado la opción nuclear en varias ocasiones durante los viajes y comenzaba a sentirse como una especie de desecho nuclear, irradiada y tóxica. No le gustaba pensar en ello. Ni siquiera se lo decía a sí misma: «nuclear» era una palabra en clave y nunca quiso descifrar esos recuerdos codificados. Había hecho lo que tenía que hacer, y punto. Ya ni siquiera fantaseaba con el amor verdadero. No le entraba en la cabeza que ella y el amor pudieran estar en el mismo mundo. Lo había intercambiado por la magia.

Pero el invierno nuclear se acercaba y la magia no la mantendría caliente. Comenzaba a hacer frío, caía nieve contaminada y la tierra volvía a estar sedienta, sedienta de un bálsamo. El perro negro estaba al acecho. Julia sintió de nuevo la oscuridad.

La oscuridad habría sido un alivio, la oscuridad habría sido un trabajo de campo comparado con lo que le esperaba, la desesperación pura y dura. La desesperación era incolora. A Julia le habría gustado que fuese oscura, de una negrura suave aterciopelada en la que pudiera acurrucarse y quedarse dormida, pero era mucho peor que eso. Era como la diferencia entre cero y el conjunto vacío, el que no contiene nada, ni siquiera el cero. Ese era el atavío de la desdicha. «Todas estas cosas parecen sonreír / comparadas conmigo / pues yo soy su epitafio».

Llegó diciembre y los días se acortaron. La nieve amortiguaba el tráfico en Throop Avenue. Entonces, un día, el de santa Lucía, el mismo que el del poema de Donne, ocurrió. Y ocurrió como en las películas del oeste: una desconocida llegó a la ciudad.

La desconocida no estaba mal con su pinta de pertenecer a alguna universidad prestigiosa. Tenía unos veintinueve años, llevaba un vestido negro y el pelo negro recogido y sujeto con palillos. Cara redonda, gafas de empollona y expresión dura: seguramente habían abusado de ella, pero debía de hacer mucho tiempo de eso. De acuerdo con el protocolo de Throop Avenue, en cuanto llegase a la puerta la mandamás saldría a su encuentro, y la mandamás no era otra que Julia.

Bien. La universitaria se quitó la chaqueta y se desabotonó los puños. Tenía los brazos repletos de estrellas hasta los hombros. Los extendió hacia los lados, como nuestro salvador, para mostrar sendos tatuajes de 100 puntos en las muñecas. La habitación enmudeció. Julia le enseñó sus estrellas a la universitaria, quien le pidió que demostrase su valía.

Nunca le había pasado eso, pero sabía de qué iba el rollo. Tendría que poner en práctica todos los conjuros que conocía para satisfacer la petición de la universitaria. Paso a paso, nivel a nivel, monedas, clavos, fuegos e imanes, desde el primer nivel hasta el septuagésimo séptimo, que era hasta donde había llegado Julia. Tardó cuatro horas, mientras el sol se ponía y los estudiantes diurnos y los trabajadores de media jornada regresaban a casa.

Por supuesto, disfrutaba como una niña. Sólo metió la pata un par de veces, en el nivel quincuagésimo, pero los estatutos le permitían varias repeticiones, y así consiguió superar todos los niveles, temblando pero con expresión resuelta. Después de lo cual la universitaria asintió con frialdad, se bajó las mangas, se puso la chaqueta y se marchó.

Julia tuvo que tragarse el orgullo para no salir corriendo tras de ella gritándole: «¡Llévame contigo, desconocida!». Se imaginaba quién debía de ser. Era una de los Otros, los que usaban la magia real, la que molaba de veras. La universitaria había estado en contacto con la fuente de los conjuros. Julia había sabido que estaban ahí fuera por el modo en que trastocaban el universo, igual que un planeta oscuro, y había estado en lo cierto. Por fin se habían dejado ver y la habían puesto a prueba.

Al igual que Brakebills, no había dado la talla. Seguramente tenía un defecto que no veía pero que los demás percibían con facilidad.

Cuando llegó a casa se dio cuenta de que tenía una tarjeta en el bolsillo. No tenía nada escrito, pero un complejo hechizo de desbloqueo reveló un mensaje impreso en eslavo antiguo: «Quémala». Julia quemó la tarjeta en un cenicero y para ello no empleó un conjuro de fuego sencillo, sino el del nivel cuadragésimo primero, que en esencia hacía lo mismo pero en la posición decimocuarta y en eslavo antiguo.

La llama despidió tonos violetas y naranjas de forma rítmica. Esos destellos eran en código Morse. Una vez descifrado indicaba un par de coordenadas de GPS que correspondían a un villorrio al sur de Francia. La aldea se llamaba Murs. Todo aquello era idéntico al foro de Free Trader Beowulf.

Por fin habían llamado a Julia. La notificación había llegado y esta vez acudiría. Había hecho su apuesta hacía ya mucho tiempo y, finalmente, parecía que recogería los frutos.

¿Cómo se lo explicaría a sus padres, a quienes cabría pensar que ya todo les daba igual? Julia tenía veintidós años, ¿cuántas veces les rompería el corazón? Aunque temía la conversación, salió mucho mejor de lo esperado. Ocultó muchos detalles a sus padres, pero fue incapaz de ocultarles que, por primera vez, era optimista. Creía que se le había presentado una ocasión única para ser feliz y no pensaba desperdiciarla. Hacía años que no se sentía así. Sus padres lo comprendieron y no se enfadaron. Su decisión les hizo felices y la dejaron marchar.

Hablando de lo cual, Julia le dio calabazas al estudioso de Jared. Llámame cuando termines la tesis, sombrero de copa.

Un hermoso día de abril Julia subió al avión, sin ninguna de sus posesiones terrenales, y voló rumbo a Marsella, a orillas del Mediterráneo, de un azul deslumbrante. Se sentía tan libre y liviana que habría podido volar hasta allí ella sola.

Alquiló un Peugeot que no devolvería y condujo hacia el norte durante una hora, topándose con la glorieta de turno cada cien metros, giró a la derecha en Cavaillon y se perdió ochenta veces cerca de Gordes, un village perché espectacular que colgaba de forma vertiginosa del macizo del Luberon como si lo hubieran fijado allí con una llana. A las tres de la tarde llegó a Murs, un pueblecito casi muerto, en el corazón de la fotogénica Provenza.

Y hete aquí que era un auténtico paraíso sin apenas turistas, un grupo de casas antiguas edificadas con piedras decoloradas por el sol procedentes del sur de Francia que emitían una luz extraña. Había una iglesia, un castillo y un hotel. Las calles eran medievales y sumamente estrechas. Julia aparcó en la plaza del pueblo y observó el desolador monumento conmemorativo de la Primera Guerra Mundial. La mitad de los muertos tenían el mismo apellido.

Las coordenadas del GPS indicaban un lugar que estaba a unos diez minutos del pueblo. Correspondían a una granja que flotaba sobre un mar de heno y campos de lavanda. Tenía contraventanas de un azul celeste y una entrada de gravilla blanca en la que dejó el Peugeot arañado. Un hombre acicalado y de aspecto sano apenas un poco mayor que Julia abrió la puerta. Era guapo, aunque tuvo la impresión de que no siempre habría tenido ese aspecto sano, de que en algún momento habría perdido mucho peso. Ese cambio le había dejado unas arrugas de lo más interesantes en la cara.

—Hola, Circe —dijo—. Soy Pouncy Silverkitten. Bienvenida a casa.