—Thomas estará muy desilusionado —dijo Poppy—. Se lo perdió todo.
Se sentó con aire sombrío en el pañol de velas de la cubierta del Muntjac, envuelta en una manta de marinero. La sal del mar le había aplanado el pelo rizado. Había intentado alejarse a nado para volver a la Tierra, al dormitorio del pequeño Thomas, pero cuando se dio cuenta de que era imposible regresó a la cama y la ayudaron a subir a la misma a la espera del rescate. Era una buena nadadora, lo cual hasta cierto punto tenía poco de sorprendente.
La cama, aunque fuera de buena calidad y tuviera bastante madera maciza ya que los padres de Thomas no reparaban en gastos, era una balsa más bien mediocre que comenzó a inclinarse hacia abajo en cuanto la ropa de cama y el colchón se empaparon y perdieron su flotabilidad. Josh se sentó con las piernas entrecruzadas, enfurruñado y resignado, como un Buda dispuesto a hundirse con el barco, mientras la cama se anegaba y el agua fría del mar le lamía las rodillas.
Pero el Muntjac ya estaba a la vista, surcando las olas en su dirección un tanto ladeado por la fuerza del viento. Las velas (las velas de Quentin, con el carnero azul claro de Fillory) se elevaban con curvas tirantes y orgullosas. El poderío, el color, la solidez y la realidad de las mismas eran casi demasiado emocionantes. Un minúsculo marinero señalaba hacia ellos.
Quentin siempre había sabido que el Muntjac acudiría al rescate. Tenía la sensación de no haberlo visto en años. Habían venido a buscarlo para llevarlo a casa.
Mientras se aproximaba se planteó algo preocupante: ¿Y si habían pasado varios siglos, y si Eliot y Jane estaban muertos y el Muntjac era el último superviviente de la era Brakebills y en la corte sólo hubiera desconocidos? Pero no, vio a Bingle a bordo del barco, con el mismo aspecto de siempre, dispuesto a cargar con su cuerpo real hasta cubierta para volver a protegerlo.
Mientras se secaban, abrazaban, presentaban, se ponían ropa seca y tomaban té caliente, Quentin se dio cuenta de que algunas cosas sí habían cambiado en el Muntjac. El barco se veía más viejo. No estaba en mal estado, pero sí avejentado. El brillo y lustre de antaño de la cubierta había dado paso al mate actual. Las cuerdas, brillantes y rugosas en el pasado, habían perdido color y cuerpo por el uso continuado.
Además, Quentin ya no estaba al mando del Muntjac, sino Eliot.
—¡Pero dónde te habías metido! —exclamó después de abrazarle—. Vaya, vaya, vaya. Empezaba a pensar que te habías muerto.
—He estado en la Tierra. ¿Cuánto tiempo hemos estado fuera?
—Un año y un día.
—Santo cielo. Para nosotros sólo han sido tres días.
—Ahora soy dos años mayor que tú. ¿Qué te parece? ¿Qué tal por la Tierra?
—Lo mismo de siempre. Nada que ver con Fillory.
—¿Me has traído algo?
—Una cama. A Josh. A Poppy, una australiana. No tuve mucho tiempo. Y ya sabes que no es fácil encontrar cosas que te gusten.
Quentin seguía estando eufórico, pero la adrenalina comenzaba a perder fuelle y notaba el cansancio y el desfase horario. Hacía apenas veinte minutos era medianoche, el final de una larga y ardua fiesta de borrachos, y ahora era la tarde de nuevo. Bajaron al camarote de Quentin, que ahora era el de Eliot, donde se terminó de secar, se cambió de ropa y maldijo a Ember por no haber bendecido Fillory con el milagro de los granos de café.
Se tumbó en la cama de Eliot, observó el techo de madera bajo y le contó a Eliot todo lo sucedido. Le explicó lo de volver a Brakebills, lo de los pisos francos de Julia y lo de que Josh había vendido el botón. Le contó que Ningunolandia estaba en ruinas, lo del dragón y lo de la casa de los Chatwin.
Eliot se sentó al pie de la cama. Cuando Quentin terminó, Eliot lo miró durante un largo minuto mientras se daba golpecitos en el labio superior con la yema del índice.
—Vaya —dijo finalmente—, qué interesante.
Sí, lo era, aunque el interés personal de Quentin empezaba a flaquear. Estaba rendido y sabía que se dormiría en un abrir y cerrar de ojos. Volver a Fillory suponía una dosis de comodidad inimaginable, una almohada inflable de alivio como las que usaban los dobles para tirarse desde las alturas sin hacerse daño, y se hundió en la misma.
Aunque, puestos a pedir, cambiaría una cosa: ya no le apetecía estar en el barco. Tenía ganas de ir a casa, pero no a Fillory en general, sino a su habitación en el castillo de Whitespire, con su techo alto, la cama grande y la tranquilidad acogedora. Quentin no se tenía por intérprete de señales y milagros, pero la lección de la llave de oro resultaba obvia: si has ganado, deja de jugar. Quédate donde estés, en el castillo, y estarás a salvo. No tienes que hacer nada más.
—Eliot —dijo—. ¿Dónde estamos?
—Al este, muy al este. Salimos de la Isla de Después hace dos semanas.
—Oh, no.
—Estamos en el horizonte.
—No, no, no. —Quentin cerró los ojos—. No es posible. —Quería que fuese de noche, pero la implacable luz amarillenta del sol del atardecer continuaba filtrándose por la ventana del camarote de Eliot—. Vale, es posible. Pero ahora regresaremos, ¿no? Nos has encontrado. Misión cumplida. Fin.
—Volveremos, pero antes debemos hacer una cosa.
—Eliot, basta. Lo digo en serio. Haz que el barco dé la vuelta. No pienso marcharme de Fillory nunca jamás.
—Sólo es una cosa. Te gustará.
—Lo dudo mucho.
Eliot sonrió de oreja a oreja.
—Oh, te encantará —afirmó—. Es una aventura.
* * *
Increíble. Él, el mismísimo Quentin, no había dado una desde que había salido de la Isla Exterior.
Supo la verdad durante un festín bajo cubierta esa misma noche. Para entonces Quentin ya había aceptado que cuando se navega por el espacio interdimensional algunos días llegaban a durar treinta y seis horas y no había nada que hacer al respecto, salvo esperar a que pasaran. Los recién llegados comieron como descosidos. El agotamiento había dado paso a un hambre voraz. La noche anterior apenas habían probado bocado. Julia era la única que picoteaba con desgana la comida, como si su cuerpo fuera una mascota a la que no quería y a la que debía alimentar a la fuerza.
—Sabía que pasaba algo —dijo Eliot mientras abría un cangrejo carmesí gigantesco de aspecto letal. Como Julia, daba la impresión de que nunca comía, pero siempre se servía cantidades ingentes, lo cual no le ayudaba a adelgazar, claro está—. Para empezar, dos días después de que os marcharais de Whitespire alguien trató de asesinarme en el baño.
—¿En serio? —dijo Josh con la boca llena—. ¿Y eso te sirvió de aviso?
Josh no tardó mucho en adaptarse a la vida en el Muntjac. Lo suyo no era estar incómodo. Se dirigía a Eliot como si no hubieran pasado dos años.
—Qué horror —dijo Quentin—. Santo cielo.
—Y que lo digas. Estaba disfrutando del baño una noche, inocente como un recién nacido, y uno de los chicos de las toallas se me acercó con sigilo por detrás con un enorme cuchillo curvo en la mano. Trató de rebanarme el pescuezo.
»No entraré en detalles —Eliot siempre decía lo mismo justo antes de contar hasta el último detalle—, pero le tiré del brazo y se cayó al agua. Nunca había destacado como chico de las toallas. Tal vez creía que estaba destinado a otras cosas, aunque asesinar tampoco era su fuerte, os lo aseguro. Me puso el cuchillo en el cuello, pero lejos de la arteria, y no se había preparado bien. Así que se cayó, y yo salí del agua y la helé.
—¿El hechizo de Dixon?
Eliot asintió.
—No fue ninguna tragedia. Estaba a punto de salir del agua de todos modos. Había echado tantas sales de baño que no sabía si funcionaría, pero se heló de inmediato. Parecía Han Solo congelado en carbonita. El parecido resultaba bastante sorprendente, la verdad.
—Tú y los chicos de las toallas —dijo Josh—. Pero si te pido un harén me vienes con rollos de moralidad y derechos humanos.
—Bueno, evité que te apuñalaran, ¿no?
Eliot no se ponía moreno, era demasiado pálido, pero el sol y el viento habían dado un poco de vida a su inmaculada lividez, y tenía una barba incipiente de marinero. Se había deshecho de la afectación real que dominaba su imagen pública en Whitespire, se daba menos aires. Se dirigía a la tripulación con familiaridad y don de mando, incluso a personas como Bingle a quienes no conocía antes de que el barco zarpara y a quienes, según Quentin, no se suponía que debía conocer. Pero ahora las conocía mejor que Quentin. Llevaban juntos un año en alta mar.
—Lo saqué, por supuesto. No me atreví a ahogarlo. Pero no soltó prenda. Ver para creer. Era una especie de fanático. O tal vez un lunático. Es lo mismo. Varios generales querían torturarlo. Creo que Janet también lo habría hecho, pero yo no podía, aunque tampoco podía dejarle marchar. Ahora está en la cárcel.
»Estaba trastornado, pero supongo que no se llega a ser un Alto Rey hasta que intentan asesinarte en el baño. Por cierto, si alguna vez lo logran, dejadme allí y que alguien pinte un cuadro. Como Marat.
»Quería dejar correr el asunto, pero me era imposible. No sabía qué me lo impedía. Fillory, supongo. En cualquier caso, fue entonces cuando comenzaron los milagros.
»Todo el mundo los llamaba así y no se me ocurrió otro nombre mejor. Al principio eran como sensaciones. Mirabas algo, una alfombra o un cuenco con fruta, y los colores parecían cambiar. Eran más brillantes e intensos. De repente, sin motivo aparente, sentías punzadas de dolor, entusiasmo o amor. A algunos barones les daban unas lloreras muy poco viriles.
»Era como estar drogado, pero no había tomado nada. Una noche estaba tumbado en el dormitorio y comencé a oler una especia detrás de otra. Canela, jazmín, cardamomo y otro aroma delicioso que no reconocía. Los cuadros cambiaban cuando pasaba a su lado. Sólo el fondo. Las nubes se movían o el cielo pasaba del día a la noche.
»Al principio creí que estaba enloqueciendo y justo entonces apareció el árbol. Un árbolreloj creció en el centro de la sala del trono y atravesó la alfombra, a pleno día. Lo hizo de una tirada, todo seguido, mientras la corte al completo observaba. Y se quedó allí plantado, en silencio, como una especie de alucinación, haciendo tic tac y balanceándose un poco tras el impulso de haber crecido tan rápido. Era como si dijera, «Bueno, aquí estoy. Soy yo. ¿Qué pensáis hacer?».
»Entonces me di cuenta de que no había enloquecido. Era Fillory.
»No tengo problema en admitir que todo aquello me resultó un poco irritante. Me estaban convocando y no me apetecía ir. Entiendo que os interesen cosas del estilo, las búsquedas, el rey Arturo y todo eso. No os lo toméis a mal, pero siempre me han parecido un tanto infantiles. Agotadoras y nada elegantes, ya sabéis a qué me refiero. No hacía falta que me convocaran para sentirme especial porque ya me sentía especial. Soy inteligente, rico y de buen ver. Era completamente feliz fundiéndome átomo a átomo con el lujo que me rodeaba.
—Bien dicho —comentó Quentin. Eliot debía de haber ensayado esa representación.
—Bueno, y entonces la maldita Liebre Vidente cruzó como un rayo la sala durante la reunión de las tardes. Derramó el servicio de whisky y asustó de muerte a uno de mis protegidos más sensibles. Todos tenemos un límite. A la mañana siguiente pedí que me trajeran la armadura, ensillé un caballo y cabalgué solo hacia Queenswood. Ya no voy solo a ninguna parte, pero estas cosas tienen su protocolo y supongo que ni siquiera el Alto Rey se salva.
—Queenswood —repitió Quentin—, no me digas.
—Pues sí. —Eliot se acabó el vino y un joven larguirucho con la cabeza rapada le rellenó la copa sin que se lo pidiese—. Volví a ese prado ridículo que decías, el redondo. Tenías razón. Al fin y al cabo, era nuestra aventura.
—Tenía razón. —Quentin estaba abatido. Se miró las manos—. No me lo puedo creer, ¡tenía razón!
Si no hubiera estado tan cansado, y un poco borracho, no se lo habría tomado de esa forma, pero lo cierto era que se sentía… ¿cómo decirlo? Creía que había aprendido una lección importante sobre el mundo y ahora se daba cuenta de que tal vez había aprendido la lección equivocada. Le habían ofrecido la aventura correcta y le había dado la espalda. Si ser un héroe consistía en reconocer las pistas, Quentin no había dado una. Es más, se había pasado tres días dando vueltas en la Tierra para nada, y casi se había quedado atrapado allí para siempre, mientras que Eliot había iniciado una búsqueda real.
—Es cierto —dijo Eliot—. Desde un punto de vista histórico y estadístico, incluso desde cualquier punto de vista, casi nunca tienes razón. Un mono que tomara decisiones de suma importancia basadas en el horóscopo del periódico acertaría más que tú. Pero en este caso tenías razón. No lo eches a perder.
—Se suponía que tenía que ir yo, no tú.
—Tenías que haber ido cuando se te presentó la oportunidad.
—¡Me dijiste que no lo hiciera!
—Fue Janet quien te dijo eso. No sé por qué le hiciste caso. Pero te entiendo. —Eliot le puso la mano en el brazo—. Te entiendo. No tenía elección. Quienquiera que se encargue de las búsquedas tiene un sentido del humor de lo más peculiar.
»En cualquier caso, partí. Aquella mañana, mientras salía, sentí algo especial. El aire fresco, el sol en la armadura, un caballero espoleando al caballo en la llanura. Ojalá hubieras estado a mi lado.
»Aunque te habría resultado difícil superar mi atuendo. La armadura, especialmente diseñada para ese día, había sido repujada y damasquinada hasta el último milímetro. No te mentiré, Quentin, me quedaba de fábula.
Quentin se preguntó qué habría estado haciendo en ese momento. Al menos se habría bebido una Coca-Cola. Algo es algo. Ahora mismo estaba agotado y se tomaría una si pudiera.
—Tardé tres días en encontrar el prado de los cojones, pero al final di con él. La Liebre Vidente estaba allí, por supuesto, esperándome bajo las ramas de aquel árbol gigantesco, que se agitaba con un viento invisible.
—Intangible —corrigió Poppy con un hilo de voz—. El viento es intangible.
Poppy seguía siendo la misma de siempre. Bien.
—La liebre no estaba sola. El pájaro estaba allí, y también el varano, el Tritón Total, el Lobo Amable y el Escarabajo Paralelo, dispuestos en forma geométrica. Es tan aburrido que no sabría explicarlo. Todos ellos, todas las Bestias Únicas, el cónclave al completo. Bueno, salvo las dos especies acuáticas. La Bestia Rastreadora te manda recuerdos. Por algún motivo le caes bien, y eso que le disparaste.
»Bueno, cuando los vi todos juntos, en dos hileras ordenadas, con los pequeños delante, como si posaran para una fotografía de la clase, supe que había llegado el momento de la verdad. Fue el tritón el que habló. Anunció que el reino corría peligro y que sólo yo podía salvarlo recuperando las Siete Llaves de Oro de Fillory. Le pregunté por qué, para qué servían, qué abrían. No supo o no quiso responderme. Dijo que lo sabría a su debido tiempo.
»Negocié un poco, claro está. Por ejemplo, quería saber cuán rápido debía recuperar las llaves. Suponía que bastaría con encontrar una cada tantos años y así no me quedaría sin vacaciones. De ser así, era algo que incluso me apetecía. Es mucho mejor viajar cuando tienes un asunto importante entre manos. Pero, al parecer, era una cuestión apremiante. Insistieron al respecto.
»Me entregaron una Anilla de Oro que se suponía que iba con las llaves y me marché. ¿Acaso tenía elección? Cuando regresé a Whitespire, todo el mundo estaba furioso. Se estaban produciendo toda clase de portentos por el reino. La tormenta se había extendido… comenzaron a aparecer árbolesreloj por doquier. ¿Recuerdas la catarata de las Ruinas Rojas, la que sube? Pues comenzó a bajar, como las cataratas normales. Eso fue la gota que colmó el vaso.
»Entonces el Muntjac atracó y me comunicaron que Julia y tú habíais desaparecido.
De manera heroica Eliot tomó el mando del Muntjac. Se pasó un día reparándolo y aprovisionándolo mientras el reino bullía de animación e inquietud. ¡El Alto Rey Eliot emprendería una búsqueda! Fue todo un exitazo de relaciones públicas. El puerto se llenó de voluntarios dispuestos a colaborar en la búsqueda de las Siete Llaves. Los enanos enviaron un montón de llaves mágicas que tenían guardadas en un sótano por si acaso servían, pero la mayoría resultaron ser inútiles.
Sin embargo, una de ellas encajó en la anilla. Faltaban seis. Aunque fuera en contadas ocasiones, a veces los enanos cumplían.
Eliot dejó a Janet a cargo del castillo. Le supo mal hacerle asumir más responsabilidades de las que ya tenía, pero lo cierto es que ella se relamió de gusto. Para cuando regresaran, Janet seguramente habría instaurado una dictadura fascista. Eliot partió entonces.
No tenía ni idea de cuál era la ruta a seguir, pero había leído lo bastante como para saber que un estado de relativa ignorancia no tenía por qué ser un impedimento para emprender una búsqueda. Se trataba de algo que un caballero imperturbable aceptaba con los ojos cerrados. Había que adentrarse en los páramos al azar y si el estado mental, o tal vez el espiritual, era el adecuado, entonces la aventura se presentaría por sí sola siguiendo el curso natural de los acontecimientos. Era una especie de asociación libre, no había respuestas equivocadas. Funcionaba siempre y cuando no se intentase con demasiada vehemencia.
Eliot no caería en esa tentación. El Muntjac navegó veloz con el viento húmedo y cálido, pasó por la Isla Exterior, la de Después, salió de Fillory y del mundo conocido.
Permanecieron en silencio. Durante unos instantes sólo se oyó el crujido de las maderas y cuerdas del barco y, por primera vez, Quentin cayó en la cuenta de lo muy lejos que estaban de Fillory. Trató de imaginarse cómo los vería alguien desde las alturas: un barquito iluminado perdido en la inmensidad de un océano oscuro e inexplorado.
Eliot observó el techo. Buscaba torpemente las palabras adecuadas. Toda una novedad a ojos de Quentin.
—No te lo habrías creído, Q. —dijo por fin con expresión maravillada—, de veras que no. Hemos estado en el Océano Oriental. Qué tierras. Algunas de las islas… no sé por dónde empezar.
—Cuéntale lo del tren —dijo el joven con la cabeza rapada. Quentin lo reconoció de inmediato. Era Benedict, pero con músculos fibrosos y dientes de un blanco cegador. El flequillo y la actitud hosca habían desaparecido. Miraba a Eliot con un respeto que Quentin no había advertido antes.
—Sí, el tren. Al principio pensamos que se trataba de una serpiente marina. Apenas tuvimos tiempo de virar para evitarlo. Era un tren, uno de esos trenes de carga con un millón de vagones cisterna o de mercancías, salvo que este no tenía fin. Salió a la superficie, con el agua chorreando por los laterales de los vagones, avanzó retumbando a nuestro lado durante varios kilómetros y volvió a sumergirse en el mar.
—¿Así como si nada?
—Así como si nada. Bingle se subió al tren, pero no logró abrir ninguno de los vagones. También encontramos un castillo flotando en el océano. Al principio lo oímos a lo lejos, las campanas resonaban en mitad de la noche. A la mañana siguiente nos topamos con él. Era un castillo de piedra que iba sobre una flota de barcazas que gemían. No había nadie en el interior, sólo las campanas en una de las torres que tañían con el movimiento de las olas.
»A ver, ¿qué más? Había una isla en la que nadie podía mentir. Madre mía, que sensación más rara. Sacamos a relucir un montón de trapos sucios, os lo aseguro.
En el rostro de los tripulantes presentes se dibujaron sonrisas de arrepentimiento.
»En otra isla las personas eran olas, olas del océano, no sabría explicarlo de otra manera. En otro lugar el océano caía hacia una sima insondable y apenas había un puente pequeño para salvarla. Un puente de agua sobre el que tuvimos que navegar.
—Como un acueducto —puntualizó Benedict.
—Como un acueducto. Qué extraño era todo. Creo que aquí la magia se multiplica, se vuelve más poderosa y crea toda suerte de sitios imposibles. Nos pasamos una semana atrapados en la zona de las calmas ecuatoriales. No soplaba viento y el océano estaba como un plato, y también había un mar de los Sargazos, un remolino enorme de restos de naufragios en medio del océano. Había personas que vivían allí, rebuscando entre los desechos. Todo lo que la gente olvida acaba allí algún día, decían. Juguetes, mesas, casas enteras. Las personas también acaban allí, olvidadas.
»Estuvimos a punto de quedarnos atrapados, pero el Muntjac sacó una hilera de remos para ayudarnos a salir. ¿No es cierto, viejo amigo? —Eliot dio un golpecito afectuoso en el mamparo—. Era posible llevarse cosas del mar de los Sargazos, pero había que dejar algo a cambio. Ese era el trato. Bingle se encaprichó de una espada mágica. Muéstrasela, Bingle.
Bingle, sentado al otro extremo de la mesa, se levantó y desenvainó la mitad de la espada con expresión tímida. Era estrecha y reluciente, con grabados plateados circulares que despedían un brillo blanco.
—No quiere decir qué dejó a cambio. ¿Qué dejaste, Bing?
Bingle sonrió, se tocó la nariz y no respondió.
Quentin estaba fatigado. Se había despertado en Venecia, había pasado el día en Inglaterra y medio día más en Fillory. Ya se había emborrachado y despabilado una vez, y ahora estaba emborrachándose de nuevo sentado en un banco astillado de la cocina del Muntjac. Seguramente a Eliot le habría gustado dar un paseo por la Tierra, pensó, donde el vino y el café eran mejores. Quién sabe, tal vez no habría salido bien si hubiera sido al revés. Quizá no lo habría conseguido y se habría quedado atrapado en el mar de los Sargazos. Y a lo mejor Eliot no habría encontrado a Josh, no habría visto al dragón y no habría jugado con Thomas. Era posible que Eliot hubiera fracasado donde Quentin había triunfado, y viceversa. Tal vez todo había sucedido de la única manera posible. No se tenía la búsqueda que se quería, sino la que se podía completar.
Eso era lo más duro, aceptar que no se elegía el camino a seguir. Salvo que en su caso sí que había elegido.
—No nos tengas en suspense —dijo—. ¿Encontraste las llaves?
Eliot asintió.
—Encontramos varias. Siempre después de una batalla o de un acertijo. Una llave estaba en el corazón de una bestia gigante que parecía una langosta. Otra en una playa con millones de llaves, y tuvimos que repasarlas todas hasta dar con la correcta. Seguramente había un truco para ir más rápido, pero a nadie se le ocurrió, así que optamos por la fuerza bruta: hicimos turnos las veinticuatro horas del día probando todas y cada una de las llaves en la anilla. Tardamos dos semanas en dar con la que encajaba.
»Siento ser directo, pero recordad que llevamos un año metidos de lleno en la búsqueda y, sinceramente, estamos agotados. Así que resumiendo: tenemos cinco de las siete llaves. La que nos dieron los enanos y otras cuatro que hemos encontrado. ¿Tenéis una de ellas? ¿La de la Isla de Después?
—No —respondió Quentin—. Julia y yo la dejamos allí cuando cruzamos la puerta. ¿No la cogió nadie? —Quentin miró a Bingle y luego a Benedict, pero no le devolvieron la mirada—. ¿No? Pues nosotros tampoco la tenemos.
—Maldita sea —dijo Eliot—. Lo que me temía.
—Pero ¿qué pasó? No pudo desaparecer así como así. Tiene que estar en la Isla de Después.
—No está —dijo Benedict—. La buscamos por todas partes.
—Bueno, pues tendremos que proseguir con la búsqueda. —Eliot suspiró y alzó la copa para que se la rellenaran—. Parece que, después de todo, vais a vivir alguna que otra aventura.