Durante el transcurso de lo que sucedió a continuación, cuando un vaporetto estuvo a punto de pasarle por encima mientras nadaba hacia la orilla y luego subía a duras penas por una escalera de piedra que salía del agua (el Gran Canal estaba provisto de varias salidas para quienes se cayeran o arrojaran al mismo) y se arrastraba hasta el palazzo de Josh a solas (Josh se las vio y deseó para arrebatar a Poppy de las garras de los carabinieri, que habían llegado poco después de que Quentin saltara), Quentin no dejó de pensar en la única información útil que le había proporcionado el dragón: era posible regresar a Fillory. No recuperarían el botón, pero daba igual porque existía otro camino de vuelta. Sólo tenían que descifrar las palabras del dragón.
Caviló al respecto mientras se quitaba la sal, el gasóleo, las partículas de metal pesado y otras porquerías en una ducha de media hora con el agua bien caliente y a toda presión, y luego se lavó las manos tres veces, se secó y tiró la ropa a la basura, sus queridos ropajes de Fillory se habían echado a perder, y se metió en la cama. La primera puerta, había dicho el dragón. La primera puerta. La primera puerta. ¿A qué se refería?
También tenía otras cosas en las que pensar. Aquella breve conversación estaba repleta de información. Los dioses antiguos volverían. Algo sobre un héroe. Todo ello era de suma importancia. Pero la clave estaba en la primera puerta. Lo haría, seguiría las pistas, los sacaría a todos de allí y los llevaría de vuelta a su reino. Sería un héroe, joder, le daba igual lo que hubiera dicho el dragón. Perdería todo cuanto tenía con tal de conseguirlo.
Poppy le despertó a la mañana siguiente a las siete. Para ella era como el día de Reyes. No cabía en sí de la emoción. Ni siquiera estaba celosa. Ya se había tomado tres cappuccinos y le había traído uno. Vaya con los australianos. Creía que en cualquier momento Poppy comenzaría a saltar en la cama.
Repasaron todas las posibilidades mientras desayunaban.
—La primera puerta —dijo Josh—. Sería la puerta primaria, algo así como Stonehenge.
—Stonehenge es un calendario —repuso Poppy—, no una puerta.
Durante la orientación general a Poppy se le había mencionado de pasada la existencia de Fillory. Como de costumbre, Poppy ni se había inmutado. Sólo le interesaba desde un punto de vista intelectual. Asimilaba la información, pero no la trastocaba como había sucedido con Quentin.
—Tal vez sea un sistema de apertura retardada como los que se usan en las cámaras de seguridad.
—¡Tíos! —exclamó Quentin— ¡Olvidaos de Stonehenge! Tiene que estar en Venecia, igual es un paso de salida al mar.
—Venecia es un puerto. Es como una puerta, un portal. Toda la ciudad es una puerta.
—Sí, pero ¿la primera?
—O se trata de una puerta metafórica —dijo Poppy—. La Biblia o algo. Como en las novelas de Dan Brown.
—Apuesto lo que sea a que tiene que ver con las pirámides —vaticinó Josh.
—Se refiere a la casa de Chatwin —aseguró Julia.
Todos se callaron.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Poppy.
—A la casa de su tía en Cornualles, donde descubrieron Fillory. Esa fue la primera puerta.
Que alguien fuera más rápido que Poppy era todo un acontecimiento digno de celebración.
—Pero ¿cómo lo sabes? —preguntó Poppy.
—Lo sé —respondió Julia. Quentin esperaba que no dijera lo que estaba a punto de decir, pero lo dijo de todas maneras—. Lo siento.
—¿A qué te refieres con lo de «lo siento»? —quiso saber Poppy.
—¿Y a ti qué más te da? —repuso Julia.
—Tengo curiosidad.
Quentin intervino. Estaba claro que Poppy le caía mal a Julia, y no lo disimulaba.
—Tiene sentido. ¿Cómo llegaron las primeras personas a Fillory? Por la casa de Chatwin, por el reloj del pasillo posterior.
—No sé —dijo Josh. Se frotó el mentón regordete poblado de una barba incipiente—. Creía que no se podía entrar dos veces por el mismo sitio. Además, Martin Chatwin era un niño pequeño. Él pasó bien, pero yo no paso por la puerta de un reloj de pared ni en sueños. Ni tú tampoco.
—Vale —dijo Quentin—, es verdad, pero…
—Y se trataba de una invitación personal para los Chatwin —prosiguió Josh—. Esos niños tenían algo de excepcional y Ember los llamó para que se valiesen de sus cualidades personales excepcionales para arreglar desaguisados en Fillory.
—Todos tenemos cualidades personales —dijo Quentin—. Creo que deberíamos ir, es la mejor pista.
—Me apunto —dijo Julia.
—¡A viajar se ha dicho! —exclamó Josh cambiando de parecer en un abrir y cerrar de ojos.
—Perfecto. —Tomar decisiones era bueno, independientemente de los motivos. Ponerse en marcha de nuevo era bueno—. Saldremos mañana por la mañana, salvo que a alguien se le ocurra antes una idea mejor.
Cada vez era más obvio que a Poppy le costaba contener la risa.
—¡Lo siento! —dijo—. Lo siento de veras. Es que… sé que es real, bueno, supongo que es real, pero ¿os dais cuenta de que es una cosa para niños? ¿Lo de Fillory? ¡Es como si os preocupara ir a Candy Land! O, no sé, a Pitufolandia.
Julia se levantó y se marchó. Ni siquiera se enfadó. Se tomaba Fillory en serio y no le interesaban, e incluso exasperaban, quienes no lo hacían. No se había percatado hasta ese momento, pero a veces Julia era bastante antipática cuando se lo proponía.
—¿Crees que Candy Land existe? —preguntó Josh—. Porque pasaría de Fillory en menos de lo que canta un gallo por esa mierda. Chocolate Swamp y todo eso. ¿Y habéis visto a la princesa Frostine?
—Tal vez no te parezca real —dijo Quentin forzadamente—, pero para nosotros sí que lo es. O al menos para mí. Es donde vivo. Es mi hogar.
—¡Lo sé, lo sé! Lo siento de veras. —Poppy se secó los ojos—. Lo siento. Tal vez haya que verlo para creerlo.
—Tal vez.
Pero, pensó Quentin, seguramente nunca lo verás.
* * *
Al día siguiente partieron hacia Cornualles.
Allí estaba la casa de los Chatwin: la casa en la que en 1917 los niños se quedaron con su tía Maude, conocieron a Christopher Plover y encontraron el camino a Fillory, donde comenzó una historia magnífica y desdichada. Era increíble que la casa todavía existiera, que hubiera resistido todos esos años, y que pudiera visitarse de nuevo.
Pero lo más increíble era que nunca hubiera estado allí. La casa no estaba abierta al público, pero su paradero era un secreto a voces. No la habían demolido. Nadie podría impedirles el paso, salvo los propietarios actuales y la policía local. Había llegado el momento de que entrara en la casa, aunque sólo fuera para presentar sus respetos al lugar que básicamente fuera el origen y nacimiento de la mitología filoriana.
En cuanto a cómo llegar allí, Josh juró y perjuró que últimamente había abierto varios portales y que estaba convencido de que encontraría uno que diese a Cornualles. Quentin le preguntó a Josh dónde creía que estaba Cornualles e, inmediatamente, lo reformuló y le dijo que le daría cien dólares si sabía si Cornualles estaba en Inglaterra, Irlanda o Escocia. Josh supuso que había gato encerrado y dijo que estaba en Canadá.
Pero cuando Quentin sacó un mapa para mostrarle su ubicación, en el extremo suroccidental de Inglaterra, Josh redobló la ristra de juramentos («¡joder, está ahí mismo, en Europa!») y se enzarzó en una compleja disquisición sobre las líneas de fuerza magnética y los campos astrales. Quentin tendría que dejar de infravalorar a Josh.
Poppy dijo que también quería ir a Cornualles.
—Nunca he estado allí —anunció— y siempre he querido conocer a un hablante nativo.
—¿Del inglés? —dijo Josh—. Porque, bueno, podría presentarte a alguno.
—Del córnico, idiota. Es una lengua britónica, es decir, autóctona de Gran Bretaña, como el galés y el bretón. Y el picto. Antes de que los anglosajones y los normandos lo contaminaran todo. Esas lenguas antiguas son muy poderosas. El córnico desapareció hace un par de siglos, pero ahora mismo hay un resurgimiento importante. ¿Adónde vamos exactamente?
Seguían sentados a la mesa del desayuno que había acabado convirtiéndose en la del almuerzo. Las tazas de espresso y las montañas tambaleantes de platos y vajilla de plata se habían trasladado al suelo para hacer hueco al atlas gigantesco que Josh había traído de la biblioteca junto con los libros sobre Fillory y la biografía de Christopher Plover.
—Se llama Fowey —dijo Quentin—. Está en la costa sur.
Poppy indicó un lugar en el mapa.
—Entraríamos por Penzance. Está a dos horas de allí como mucho.
—¿Penzance? —repitió Josh—. ¿Como en los piratas del mismo nombre? ¿Desde cuándo es un lugar real?
—A ver, me gustaría decir algo al respecto —dijo Poppy. Apartó el atlas y se recostó en la silla—. Si me dais la palabra unos instantes, claro. Sí, Penzance es un lugar real. Es una ciudad. Está en Cornualles. Y es real porque existe en el planeta Tierra. Estáis tan obsesionados con otros mundos, estáis tan convencidos de que este es una porquería y el resto es una maravilla que nunca os habéis fijado en qué pasa aquí. ¡Penzance es tan real como Tintagel!
—¿No vivió ahí el rey Arturo? —preguntó Quentin con un hilo de voz.
—El rey Arturo vivió en Camelot, pero en teoría fue concebido en Tintagel. Es un castillo en Cornualles.
—A la mierda —dijo Josh—. Poppy tiene razón, vayamos allí.
Era increíble. Quentin nunca había conocido a un mago como Poppy. ¿Cómo era posible que alguien tan poco imaginativo, tan poco interesado en algo que no fuera la realidad más prosaica, hiciera magia?
—Sí, claro —dijo Quentin—, pero resulta que el rey Arturo seguramente no fue concebido en Tintagel porque seguramente no existió. Y si existió seguramente fue un señor de la guerra picto que se pasó la vida asesinando y torturando a personas y violando a las viudas. Seguramente fue víctima de la peste a los treinta y dos años. Ese es el problemilla que tengo con este mundo, por si te interesa. Estoy convencido de que cuando has dicho que el rey Arturo es «real» no te referías al rey Arturo de los libros, al bueno del rey Arturo.
»Mientras que en Fillory, y puedes reírte cuanto quieras, Poppy, pero es cierto, existen reyes reales. Soy uno de ellos. Además, hay unicornios, pegasos, elfos, enanos y todo eso.
Podría haber añadido que en Fillory había cosas muy peligrosas que no existían en la Tierra, pero no habría servido para reforzar su argumento.
—No hay elfos —puntualizó Julia.
—¡Da igual! ¡Eso es lo de menos! Podría fingir que no tengo elección y pasarme aquí el resto de mis días. Hasta podría vivir en Tintagel. Pero tengo elección y vida sólo hay una así que, si os parece bien, pienso pasármela en Fillory, en mi castillo, relajándome con los enanos y durmiendo sobre plumas de pegaso.
—Porque es lo más fácil —dijo Poppy—. ¿Y por qué no hacer lo más fácil de todo? ¿No es eso siempre lo mejor?
—Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no?
Quentin no sabía por qué Poppy le incordiaba tanto y de manera tan eficaz y precisa. Tampoco sabía por qué en esos momentos hablaba como Benedict.
—Ya basta —dijo Josh—. Dejadlo correr. Tú vives aquí. Tú, en Fillory. Todos contentos.
—Claro —terció Poppy con mofa.
Joder, pensó Quentin. Es igual que Janet.
Dos horas más tarde se reunieron en la estrecha calle situada detrás del palazzo. El edificio estaba demasiado protegido como para conjurar un portal en el interior.
—Me pareció que allí sería un buen lugar. —Josh observó la calle con aire dubitativo—. Es uno de esos callejones venecianos que nadie pisa.
A nadie se le ocurrió nada mejor. Quentin estaba incómodo, era como si estuvieran buscando un lugar para pincharse o echar un polvo al aire libre. Josh les condujo veinte metros más allá por la calle, que no era mucho mayor que un callejón, y luego giró a la izquierda a un hueco que había entre los edificios. Apenas cabían dos personas la una junto a la otra. Al final del callejón se veía un resplandor de luz y agua, el Gran Canal. No había nadie, pero Josh se equivocaba al decir que nunca lo pisaba nadie porque no hacía mucho alguien había meado allí.
Quentin recordó que a finales de verano solía usar un portal para regresar a Brakebills. Normalmente le enviaban a un callejón local elegido al azar y ubicaban el portal al final del mismo. Sintió una punzada de nostalgia por una época en la que no sabía tanto como ahora.
—A ver cuánto recuerdo…
Josh extrajo un trozo de papel arrugado del bolsillo en el que había garabateado varias columnas de coordinadas y vectores. Poppy, que era más alta que él, lo observó por encima del hombro.
—Veamos, no es directo —dijo—, pero hay un cruce que podemos tomar en el Canal de la Mancha.
—¿Por qué no vamos por Belfast? —preguntó Poppy—. Es lo que hace todo el mundo. Luego sólo tendríamos que volver sobre nuestros pasos hacia el sur. Según la geometría astral es el camino más corto.
—No, no. —Josh miró el papel entrecerrando los ojos—. Este método es más elegante, ya lo veréis.
—Sólo digo que si nos pasamos el cruce habría que nadar un buen trecho hasta Guernsey…
Josh se guardó el papel en el bolsillo y adoptó la postura para lanzar el conjuro. Pronunció las palabras en voz baja y con claridad, sin apresurarse. Con una confianza inusual, realizó varios movimientos simétricos con los brazos, cambiando los dedos de posición rápidamente. Entonces se puso recto, flexionó las rodillas y entrelazó los dedos con firmeza en el aire, como si se dispusiera a abrir una puerta de garaje más pesada de lo normal.
Salieron chispas disparadas. Poppy gritó de sorpresa y retrocedió a toda prisa. Josh se irguió y empujó hacia las alturas. La realidad se agrietó, y esa grieta se ensanchó poco a poco hasta revelar otro lugar con un pasto verde y una luz más blanca y brillante. Cuando el portal estaba a medio abrir, Josh se paró para sacudirse las manos, que humeaban. Perfiló con los dedos la parte superior del umbral y luego los laterales. Uno de ellos no era muy recto y, sin querer, cortó un trozo de la pared del callejón. Volvió a agacharse y lo terminó por la parte inferior.
Mientras tanto, Quentin no dejaba de observar la entrada del callejón. Oía voces pero no pasaba nadie. Josh se detuvo para echar un vistazo a su obra. En aquella tarde veneciana había creado un rectángulo de mediodía inglés luminoso en alta definición. Josh se metió un trozo de manga en el puño y borró el último trozo de Venecia.
—¿Qué tal? —dijo—. Bastante bien, ¿no? Tenía los pantalones repletos de agujeritos por culpa de las chispas.
Todos reconocieron que estaba bastante bien.
Uno a uno, con mucho tiento, atravesaron el portal. La zona inferior del umbral no estaba alineada con respecto al pavimento y si no se tenía cuidado era posible romperse los dedos del pie con el borde. Pero la conexión era firme y no se notaba nada al pasar. Satisfecho, Quentin consideró que se trataba de un trabajo de excelente factura a años luz de los portales rudimentarios que habían empleado entre los pisos francos.
Al final se saltaron Penzance y Belfast: Josh los condujo hasta un parque público que no estaba muy lejos del centro de Fowey. Esa precisión no habría resultado posible años atrás, pero Google Street View era una bendición para el arte de crear portales de larga distancia. Josh fue el último en atravesarlo, tras lo cual lo borró.
Quentin nunca había visto ningún lugar que pareciera tan inglés como Fowey, o tan de Cornualles, no estaba seguro de cuál era la diferencia. Poppy la sabría. En cualquier caso, era una ciudad pequeña en la desembocadura de un río que también se llamaba Fowey, y parecía sacado de una ilustración de Beatrix Potter. Comparado con el ambiente veraniego y cargado de Venecia, el aire estaba fresco y limpio. Las calles eran estrechas, serpenteantes y empinadas. La asombrosa cantidad de jardineras florales de las casas casi ocultaban el sol.
En la pequeña oficina de información ubicada en el centro de la ciudad averiguaron que había lugares ficticios por doquier, salvo los relacionados con Christopher Plover. Manderley, de Rebeca, estaba en las inmediaciones, al igual que Toad Hall, de El viento en los sauces. La casa de Plover se encontraba a varios kilómetros del centro. Ahora era propiedad del National Trust; era enorme y algunos días abría a los turistas. La casa de los Chatwin era de propiedad privada y, aunque no aparecía en los mapas, no estaría muy lejos. Según la leyenda, y todas las biografías, lindaba con la propiedad de Plover.
Se sentaron en un banco bajo el tenue sol inglés, una especie de mantequilla clarificada, mientras Poppy iba a alquilar un coche ya que era la única que llevaba documentación en regla y tarjetas de crédito (cuando Julia dijo que podría haber robado un coche con facilidad Poppy la miró muda de horror). Regresó en un Jaguar plateado. ¿Quién iba a decir que encontraríamos un coche así en Pitufolandia?, preguntó. Almorzaron en un pub y comenzaron la ruta.
Era la primera vez que Quentin pisaba Inglaterra, y estaba asombrado. En cuanto llegaron subieron la cuesta de la costa y salieron de la ciudad, llegaron a unos pastos irregulares y frondosos salpicados de ovejas, unidos entre sí con setos oscuros. Quentin pensó que no había visto ningún lugar en la Tierra que se pareciera tanto a Fillory, ni siquiera Venecia. ¿Por qué no se lo habían dicho? Claro que se lo habían dicho pero no les había creído. Poppy, en el asiento del conductor, le sonreía por el retrovisor como diciendo, «¿lo ves?».
Tal vez tuviera razón y hubiera infravalorado este mundo. Mientras conducían zumbando por las estrechas carreteras y los caminos umbríos de la campiña de Cornualles, los cuatro podrían haber sido personas normales. ¿Habrían sido menos felices por ello? Incluso sin la magia tenían la hierba, la tranquilidad de los pastos, el sol resplandeciendo por entre las ramas y el consuelo de un coche lujoso que pagaba otra persona. ¿Qué gilipollas no sería feliz así? Por primera vez en la vida, Quentin se planteó que podría ser feliz de veras sin Fillory.
Era el lugar más cercano a Fillory en la Tierra. Se estaban aproximando a la casa de los Chatwin. Hasta los nombres parecían filorianos: Tywardreath, castillo de Dore, Lostwithiel. Era como si el paisaje verde de Fillory estuviera oculto justo detrás del que estaban viendo y lo atravesase hasta asomarse al otro lado.
Cornualles le sentaba bien a Julia. Estaba alegre. Era la única que poseía el don de no marearse leyendo en el coche por lo que aprovechó aquel trayecto para hojear los libros sobre Fillory, marcar algunos fragmentos y leer otros en voz alta. Había recopilado una lista de todos los métodos que los niños habían empleado para pasar, una especie de guía práctica del viajero para dejar este mundo atrás.
—En The World in the Walls Martin entra por el reloj de pared, al igual que Fiona. En el segundo, Rupert entra por la escuela, lo cual no nos sirve de nada, y creo que Helen también, pero no lo encuentro. En The Flying Forest entran trepando por un árbol. Tal vez sea la mejor opción.
—No tendríamos que entrar en la casa sin permiso —añadió Quentin—, y cabríamos todos.
—Exacto. En The Secret Sea usan una bicicleta mágica. A lo mejor la encontraríamos en un garaje o cobertizo con trastos viejos.
—Supongo que imaginarás que los admiradores habrán repasado este sitio hace años —dijo Josh—. No creo que seamos los primeros a quienes se les ocurra esto.
—En The Wandering Dune Helen y Jane pintan en un prado cercano. Tal vez sea una probabilidad remota, pero si hace falta podríamos volver a Fowey para comprar material para pintar. Y eso es todo.
—No del todo. —Lo siento, pero nadie sabía tanto sobre Fillory como Quentin, ni siquiera Julia—. Martin regresa al final de The Flying Forest, aunque Plover no dice cómo. Y has olvidado un libro, Los magos, que es donde Jane cuenta que volvió a Fillory para buscar a Martin. Usó uno de los botones mágicos que Helen había arrojado al pozo. Tal vez haya más botones en el pozo.
Julia se volvió.
—¿Cómo lo sabes?
—Conocí a Jane Chatwin en Fillory. Me estaba recuperando después de luchar contra Martin, justo después de que Alice muriera.
Se produjo un silencio espectral en el coche que rompió uno de los intermitentes mientras Poppy tomaba un desvío. Julia observó a Quentin con mirada inexpresiva.
—A veces olvido lo mucho que has vivido —dijo finalmente y se volvió hacia delante.
Apenas tardaron cuarenta y cinco minutos en encontrar la casa de Plover, también llamada Casa de Darras. Es probable que antes se encontrara en lo más profundo de la campiña, pero ahora se podía llegar desde una carretera de dos carriles en buen estado. Poppy aparcó en el otro lado. No había arcén y el Jaguar se quedó parado en un ángulo peligroso.
Salieron del coche y caminaron tambaleándose por la carretera. No había tráfico. Eran las tres y media de la tarde. Una pared de piedra enorme delimitaba el jardín y la puerta enmarcaba, con una perfección cuasi arquitectónica, la vista de una casa solariega señorial de estilo georgiano al final de unos jardines bien cuidados. La Casa de Darras era una de esas casas inglesas rectangulares de piedra gris que seguramente se ajustaba a alguna teoría descabellada del siglo XVIII sobre la simetría, las perspectivas ideales y las proporciones perfectas.
Quentin sabía que Plover había sido rico. Había ganado una fortuna en América vendiendo artículos de confección antes de regresar a Cornualles y escribir las novelas sobre Fillory. Era espectacular. Más que una casa era un acantilado con ventanas.
—¡Caray! —exclamó Josh.
—Y que lo digas —comentó Poppy.
—Cuesta imaginarse a alguien viviendo aquí solo —dijo Quentin.
—Seguramente tenía criados.
—¿Era gay?
—Cien por cien, tío —dijo Josh.
Había un letrero en la puerta que rezaba CASA DARRAS/GRANJA PLOVER y que indicaba el horario para las visitas guiadas y el precio de la entrada. Una placa azul ofrecía una breve biografía de Plover. Era jueves y la casa estaba abierta. Un pájaro negro enorme hizo ruido de arcadas en la maleza.
—¿Entramos? —preguntó Poppy.
Quentin había pensado que tal vez se toparían con algo valioso en la casa, pero ahora que habían llegado allí la casa no le decía nada. Plover nunca había ido a Fillory. Había escrito los libros, nada más. La magia estaba en otra parte.
—No —dijo—, no creo.
Nadie discrepó. Podrían regresar al día siguiente, si es que seguían en la Tierra.
Volvieron a cruzar la carretera y desplegaron el mapa en el capó del coche. La ubicación exacta de la casa en la que se habían quedado los Chatwin cerca de Fowey era pura conjetura, aunque no descabellada. Sólo podía estar en un número determinado de lugares. Los libros de Plover estaban repletos de descripciones en las que los niños, solos o en grupo, corrían o iban en bicicleta desde la casa de tía Maude hasta la de su querido «tío». Christopher. Plover había incluso hecho construir una puerta para niños en la pared que separaba las propiedades para que pasaran por allí.
Habían traído dos biografías sobre Plover, una hagiografía de los años cincuenta autorizada por la familia y un contundente libro de denuncia psicoanalítico de comienzos de los noventa que diseccionaba la compleja y «problemática» sexualidad de Plover, tal y como demostraban las novelas sobre Fillory en términos simbólicos. Hicieron caso de la segunda porque la geografía era más acertada.
Sabían que la casa de los Chatwin estaba en Darrowby Lane, lo cual era útil, si bien la señalización era incluso peor que en Venecia. Por suerte, a Poppy se le daba bien orientarse en aquel contexto rural. Al principio creyeron que empleaba algún tipo de magia compleja para la geografía, pero Josh se percató de que llevaba un iPhone en el regazo.
—Sí, pero usé magia para liberarlo —dijo.
Atardecía y habían recorrido lo que parecía una infinidad de carreteras secundarias sin ningún tipo de señalización y, mientras la luz se tornaba azulada, escogieron una propiedad situada en un camino estrecho que no se llamaba Darrowby ni por asomo pero que creyeron que daba por la parte de atrás a la finca de Plover.
No había pared ni puerta, sólo un camino de gravilla que se abría paso por entre los árboles de finales de verano. Junto al mismo había un poste de piedra del que colgaba un cartel que ponía PROHIBIDO EL PASO. Desde allí no se veía la casa.
En voz baja, Julia leyó el fragmento correspondiente de The World in the Walls:
La casa era grandiosa. Contaba con tres plantas, una fachada de ladrillo y piedra, ventanas enormes y un sinfín de chimeneas, asientos junto a la ventana, escaleras de servicio y otras ventajas que no figuraban en la casa de Londres. Entre ellas, los jardines que rodeaban la casa, repletos de largos caminos rectos, senderos de gravilla blanca y áreas de césped verde oscuro.
No hacía mucho, Quentin seguramente habría sido capaz de recitar ese fragmento de memoria.
Quentin permaneció sentado en el coche y miró hacia el otro lado del camino. Aunque aquel sitio no tenía un letrero que indicara «portal a otro mundo», resultaba idóneo. Se imaginó a los Chatwin llegando allí por primera vez, los cinco apretujados en el asiento trasero de algún prototipo de automóvil negro y ruidoso que, más que un coche, parecería un vagón con un innegable ADN de locomotora, con el equipaje sujeto en el maletero con bramante y correas de cuero victorianas. Irían sumidos en un silencio fúnebre, resignados al exilio de Londres. La menor, Jane, de cinco años, la futura Mujer Observadora, descansaría en el regazo de su hermana mayor como si fuera una tumbona, perdida en la neblina de la añoranza de sus padres, quienes estaban, respectivamente, luchando en la Primera Guerra Mundial y delirando en una residencia geriátrica de lujo. Martin (que acabaría siendo el monstruo que mataría a Alice) mantendría la compostura para dar ejemplo a los pequeños, con una expresión adusta de determinación preadolescente.
Eran tan jóvenes, inocentes y optimistas, y habían encontrado algo más maravilloso que sus propios sueños que, sin embargo, los había destruido.
—¿Qué te parece? —preguntó—. ¿Julia?
—Es aquí.
—Bien. Voy a entrar. Vigilad.
—Te acompaño —dijo Poppy.
—No —repuso Quentin—. Quiero ir solo.
Por sorprendente que fuera, le hizo caso y se quedó allí.
En teoría, volverse invisible era una idea sencilla, pero a la hora de la verdad era mucho más difícil de lo que parecía. Era factible, pero se necesitaban años de autoborrado meticuloso, y, una vez logrado, era casi imposible volver atrás y saber con seguridad que se había recuperado con precisión la forma visible. Acabas pareciendo un retrato de ti mismo. La mejor técnica que Quentin conocía era la homocromía de los animales. Si estabas cerca de unas hojas, tenías un aspecto frondoso. Si no te movías ni saltabas, pasabas inadvertido a los ojos de un observador. Era lo normal, sobre todo si no había mucha luz. Cerró la puerta del coche en silencio. Notó que los demás le miraban mientras cruzaba el camino.
En la parte superior del poste de piedra había varios botones. También estaban diseminados por la hierba. Grandes, pequeños, de nácar y de carey. Debía de ser un ritual de los admiradores. Venían y dejaban botones del mismo modo que ponían porros en la tumba de Jim Morrison.
De todos modos, los tocó uno a uno para asegurarse de que no eran auténticos.
El hechizo de camuflaje era de lo más rudimentario. Recogió una hoja de roble grande, arrancó un trozo de corteza de un árbol y una hoja de hierba del suelo y cogió un guijarro de granito del borde del camino. Susurró un cántico en francés, escupió sobre los objetos y se los guardó en el bolsillo. La vida del brujo moderno era de lo más glamurosa.
Siguió adentrándose. Se mantuvo alejado del camino de gravilla y se abrió paso por entre los árboles durante cinco minutos hasta que llegaron a su fin, y entonces vio la casa de la tía Maude Chatwin.
Era como viajar al pasado. El poco prometedor camino de entrada no era más que una finta, un engaño. Era una casa grandiosa; le habría parecido opulenta y magnífica si no acabara de estar en la de Plover. A medida que se acercaba, el camino de gravilla iba tomando forma hasta convertirse en un auténtico camino de entrada que se dividía en dos y trazaba un círculo con una modesta pero eficaz fuente justo en el medio. Tres hileras de ventanas altas adornaban la fachada y el tejado de pizarra gris estaba repleto de chimeneas y hastiales.
Quentin no sabía qué encontraría. Una ruina, quizás, o puede que una horrorosa fachada modernista. Pero la casa de los Chatwin estaba bien equipada y reformada con gusto y parecía que el césped lo habían recortado esa misma mañana. Todo estaba como Quentin quería, salvo por un detalle. No estaba vacía.
El césped impoluto estaba lleno de coches lujosos. A su lado, el Jaguar de alquiler resultaba de lo más modesto. Una luz amarilla emergía de la planta baja hasta fundirse con la del crepúsculo apacible, seguida de una buena selección de la primera etapa de los Rolling Stones a un volumen aceptable. Los propietarios de la casa estaban celebrando una fiesta.
Quentin se quedó quieto, observando el interior desde fuera, mientras un pequeño grupo de mosquitos comenzaba a zumbar por encima de su cabeza. Le parecía un sacrilegio; le hubiera gustado irrumpir allí y echar a todo el mundo, como cuando Jesucristo expulsó a los prestamistas del templo. La casa era la zona cero de la principal fantasía del siglo XX, el lugar en que la Tierra y Fillory se habían besado por primera vez como dos bolas de billar cósmicas. Se oyó un grito por encima del parloteo y una mujer chilló y luego rompió a reír sin poder parar.
Pero, mirándolo desde el lado positivo, se trataba de un golpe de suerte táctico. Era una fiesta con mucha gente y podrían mezclarse sin llamar la atención, sobre todo las chicas. No entrarían a hurtadillas sino por la puerta principal. Le echarían mucha cara a la situación. Cuando hubieran despejado cualquier posible sospecha subirían a la planta superior para ver qué había. Regresó al coche para buscar a los demás.
Aparcaron en el césped. Nadie tendría por qué fijarse en ellos por cuestiones de vestimenta. Quentin había comprado ropa de calidad en Venecia con la tarjeta de fondos infinitos de Josh.
—Si alguien pregunta, decid que os ha traído John.
—Muy buena. Tío, ¿piensas…? —Josh señaló el aspecto de Quentin.
Ah, claro. Sería mejor no presentarse como una montaña de mantillo. Rompió el conjuro de camuflaje. Quentin cerró los ojos durante unos instantes mientras cruzaba el umbral. Pensó en la pequeña Jane Chatwin, quien todavía seguía viva y coleando en alguna parte. Tal vez también estuviera en la fiesta.
Josh fue directo al bar.
—¡Tío! —susurró Quentin—. ¡Cumple con la misión!
—No te preocupes, pienso tomarme mi personaje muy en serio.
Aunque la fiesta se celebrase en un lugar tan especial como la casa de Maude Chatwin, la fiesta en sí era como cualquier otra fiesta. Había gente guapa y gente no tan guapa, había gente borracha y gente no tan borracha y había personas a las que les daba igual lo que pensaran de ellas mientras que había otras en los rincones, temerosas de abrir la boca para que nadie les mirara directamente.
A pesar de las precauciones, Josh reveló de forma llamativa que era americano al pedirle una cerveza al camarero. Se tuvo que conformar con un Pimm’s Cup, que bebió con expresión de decepción y desconcierto. Tanto Josh como Poppy caían simpáticos a los demás invitados con una facilidad y soltura sobrecogedoras para Quentin. Las personas sociables de verdad no dejaban de asombrarle. Sus cerebros eran como un pozo sin fondo de información que comunicaban sin esfuerzo alguno. Quentin no había logrado comprenderlo del todo. Por defecto, al ser un americano sin pareja entre desconocidos ingleses, se sentía incómodo. Se esforzó por adherirse a grupos pequeños y asentir con educación a personas que ni siquiera le hablaban directamente.
Julia encontró una pared en la que apoyarse, dándose cierto aire misterioso. Sólo un hombre se atrevió a abordarla, un tipo alto con una barba a medio crecer, y Julia lo mandó a freír espárragos con tal ímpetu que el pobre tuvo que irse a lamerse las heridas con un sándwich de pepino. Al cabo de media hora de aquella farsa, Quentin pensó en acercarse lentamente a las escaleras, no a las principales, sino a unas más modestas y prácticas situadas en la parte posterior de la casa. Miró a los demás, uno a uno, haciéndoles un gesto con la cabeza. Usarían la excusa del baño. Sí, para los cuatro. Una pena que no llevaran drogas, eso habría sido más creíble.
La escalera daba un giro brusco hasta la segunda planta, un laberinto oscuro y en silencio de paredes blancas y parqué. El ruido y el tintineo de la fiesta resultaba audible, pero como un oleaje lejano. Había varios niños arriba, armando jaleo por los pasillos y entrando y saliendo de las habitaciones riéndose como posesos, jugando a un juego sin reglas, dejándose caer sobre los abrigos cuando estaban cansados, la clase de amigos a la fuerza que se produce al margen de las fiestas de adultos.
The World in the Walls no era un manual con instrucciones y era muy vago sobre la ubicación exacta del famoso reloj de pared. «En uno de los pasillos posteriores de una de las plantas superiores» era lo único que Plover decía al respecto. Tal vez habría sido mejor dividirse en grupos, salvo que así habrían incumplido lo que enseñaban todas las películas. Quentin habría temido que todos se largasen a Fillory sin él, dejándole atrás, en el mundo real, como el último participante en el juego de las sardinas.
Quienquiera que viviera en la casa no usaba la última planta ya que estaba sin reformar. Otro golpe de suerte. Ni siquiera habían terminado el suelo. El barniz se había desgastado y en las paredes había varias capas de papel pintado. Los techos eran bajos. Las habitaciones estaban llenas de muebles desvencijados y que no pegaban cubiertos con sábanas. Cuanto mayor era el silencio, más se notaba la presencia de Fillory. La percibía en las sombras, debajo de las camas, detrás del papel pintado, por el rabillo del ojo, en todas partes. En menos de diez minutos volverían a estar a bordo del Muntjac.
Aquel era el sitio en el que los niños jugaban, donde Martin desapareció, donde Jane observaba, donde comenzó la terrible fantasía. Y en el pasillo, el pasillo posterior, tal y como la profecía había vaticinado, se encontraba el reloj de pared.
Era un reloj descomunal con una enorme esfera de latón alrededor de la cual giraban cuatro esferas más pequeñas que indicaban los meses, las fases de la luna, los signos del zodíaco y vete a saber qué más, todo ello enmarcado en madera oscura sin tallar. El mecanismo debía de haber sido la hostia de completo, el equivalente a un superordenador del siglo XVIII. Según el libro, la madera era del árbol del ocaso filoriano, cuyas hojas se tornaban de un color naranja intenso cada día al atardecer. El árbol perdía las hojas durante la noche y, al amanecer, le brotaban hojas nuevas de color verde.
Quentin, Julia, Josh y Poppy rodearon el reloj. Era como si estuvieran reconstruyendo un libro sobre Fillory… no, estaban escribiendo un libro nuevo entre todos. El péndulo no se movía. Quentin se preguntó si la conexión seguiría funcionando o si se habría roto después del paso de los niños. No sentía nada. Pero tenía que funcionar, haría que funcionase. Joder, volvería a Fillory aunque tuviera que meterse a la fuerza en cada armario de la casa.
Le costaría pasar por el reloj. Tendría que vaciarse los pulmones de aire y entrar retorciéndose de lado. No es como había planeado su triunfal regreso a Fillory, pero en aquellos momentos haría lo que fuese con tal de que funcionase.
—Quentin —dijo Josh.
—¿Sí?
—Quentin, mírame.
Se obligó a apartar la mirada del reloj. Vio que Josh le miraba con una gravedad desconocida en él. Era una gravedad del todo nueva en Josh.
—Sabes que no iré, ¿no?
Quentin lo sabía, pero con tanto entusiasmo lo había olvidado. Las cosas habían cambiado. Ya no eran niños. Josh formaba parte de otra historia.
—Sí —respondió Quentin—, supongo que lo sé. Gracias por venir tan lejos. ¿Qué hay de ti, Poppy? Es una oportunidad única.
—Gracias por preguntármelo. —Parecía sincera. Se llevó una mano al pecho—, pero mi vida está aquí, no puedo ir a Fillory.
Quentin miró a Julia, que se había quitado las gafas de sol en deferencia a la oscuridad de la planta. Sólo tú y yo, jovencita. Dieron un paso adelante juntos. Quentin se arrodilló. El rugido de la huida inminente le reverberaba en los oídos.
En cuanto se hubo acercado lo suficiente supo que no saldría bien. El reloj no sólo no funcionaba sino que además era demasiado sólido. El reloj era lo que era y nada más, una masa normal y corriente de madera y metal. Giró el pomo, abrió la vitrina y observó el péndulo, el carillón y el resto del mecanismo de latón, colgando allí impotentes. El entusiasmo le había abandonado.
Estaba muy oscuro. Alargó la mano y dio unos golpecitos con los nudillos en la parte posterior de la vitrina. Nada. Cerró los ojos.
—Maldita sea —dijo.
Daba igual. No era la única opción. Podían trepar por los árboles. Aunque en aquel momento no había nada que le apeteciera menos en el mundo que trepar por los árboles.
—Así no se hace.
Todos volvieron la cabeza al unísono. Era la voz de un niño. Les observaba, en pijama, desde el fondo del pasillo. Tendría unos ocho años.
—¿Qué estoy haciendo mal? —preguntó Quentin.
—Primero tienes que ponerlo en marcha —dijo el niño—. Sale en el libro. Pero ya no funciona, lo he intentado.
El niño tenía los ojos azules y el pelo castaño alborotado. Era el chavalín inglés por antonomasia, incluso en los típicos problemas para pronunciar las «l» y las «r». Podrían haberlo clonado de uno de los cortaúñas de Christopher Robin.
—Mamá dice que lo enviará al relojero para que lo arreglen, pero nunca lo hace. También he trepado por los árboles. Y pinté un cuadro. Muchos cuadros. ¿Queréis verlos?
Todos se quedaron mirándole. Al ver que no le rechazaban se les acercó descalzo. Tenía ese aire de serenidad vivaracha propio de algunos niños ingleses. Bastaba mirarle para darse cuenta de que se las traía.
—Una vez incluso le pedí a mamá que me llevara en un carro viejo que encontramos en el garaje —dijo—. No es lo mismo que una bicicleta, pero tenía que intentarlo.
—Entiendo —replicó Quentin—. Comprendo que quisieras hacer una cosa así.
—Pero podemos seguir buscando —dijo—. Me gusta. Me llamo Thomas.
Le tendió la mano a Quentin para que se la estrechara, como si fuera un pequeño embajador alienígena. Pobrecito. No tenía la culpa. Seguramente sus padres lo habían desatendido tanto que obligaba a los invitados a prestarle atención. A Quentin le recordó a la lejana Eleanor, la niñita de la Isla Exterior.
Lo peor de todo es que Quentin le seguiría el juego, y no por motivos loables. Tomó la mano que le tendía. No es que sólo se compadeciera de Thomas sino que además era un aliado de lo más valioso. Los adultos nunca entraban en Fillory solos, al menos no sin el botón mágico. Siempre eran los niños. Quentin sabía que necesitaba un guía que le hiciera de cebo. Tal vez si dejaba que el pequeño Thomas fuese delante de él, como un sabueso por los páramos, darían con un portal o dos. Usaría a Thomas de carnada.
—Necesito un trago —dijo Quentin a Josh mientras Thomas se lo llevaba de allí. Al pasar junto a Poppy, Quentin le sujetó la mano con fuerza. El tren de la tristeza estaba a punto de partir y Quentin no viajaría solo.
Sin que apenas Quentin y Poppy le preguntaran al respecto, Thomas les contó que sus padres habían comprado la casa de los Chatwin hacía un par de años a los hijos de Fiona Chatwin. Thomas y sus padres eran, por un vínculo que Quentin no acababa de entender, parientes lejanos de Plover. Quizás ese fuera el origen del dinero. Thomas se alegró lo indecible cuando se enteró de la noticia. ¡Anda que no estaban celosos sus compañeros del colegio! Por supuesto ahora tenía nuevos amigos porque antes había estado en Londres y ahora estaba en Cornualles. Los amigos de aquí le caían mejor y sólo echaba de menos Londres cuando pensaba en la exposición «La vida en la selva tropical» del zoo. ¿Había Quentin ido al zoo de Londres? Si pudiera elegir, ¿preferiría ser un león asiático o un tigre de Sumatra? ¿Y sabía que había un mono que se llamaba tití rojo? Aunque sonara raro era un nombre real. ¿Y estaba de acuerdo en que, en ciertas circunstancias extremas, el asesinato de niños era del todo justificable desde un punto de vista ético?
Recorrieron la casa a remolque de la locomotora cisterna que era Thomas. Como trío, inspeccionaron hasta el último recoveco de la planta superior, incluyendo armarios y desvanes. Repasaron siete u ocho veces el enorme prado situado detrás de la casa, prestando especial atención a las madrigueras de roedores, los árboles que daban miedo y las arboledas lo bastante grandes como para que se infiltrara un ser humano. Mientras tanto, Josh hacía acopio de provisiones y le pasaba un gintonic a Quentin cada vez que se cruzaban, como un espectador que entrega un Gatorade a un maratonista.
Podría haber sido peor. La vista desde la terraza posterior era incluso mejor que la frontal. Era como si hubiesen arrancado a la fuerza una finca inglesa ordenada de la campiña más agreste de Cornualles, incluyendo una piscina de aguas mansas que, gracias al ingenio de algún paisajista, no había caído en el anacronismo más absoluto. Más allá, un paisaje de colinas verdes, campos de heno en barbecho y aldeas que se difuminaba lentamente en la luz viscosa del dorado atardecer inglés.
A Thomas le encantaba que le hicieran caso. Quentin reconoció que Poppy era buena persona. Le daba igual cómo acabaría todo aquello, pero se lo tomaba en serio y colaboraba. Era de las que se apuntaba a un bombardeo. Además, se le daba mejor que a Quentin, acostumbrada como estaba a lidiar con niños durante sus muchas horas de canguro.
Como era de imaginar, acabaron en el dormitorio de Thomas. A las diez y media ni siquiera Thomas, a pesar de sus inmensas ganas de disfrutar de la vida, tenía ganas de seguir buscando el camino a Fillory. Se sentaron o se despatarraron en la alfombra de hilo con los colores del arco iris de la habitación de Thomas. Era un dormitorio grande, un pequeño reino para Thomas. Incluso tenía una cama extra en forma de cohete espacial, como si fuera una especie de broma cruel por el hecho de que Thomas era hijo único y sus amigos no se quedaban a pasar la noche. Josh y Julia fueron a su encuentro. La fiesta prosiguió hasta bien entrada la noche y, del mero cóctel que había sido hasta entonces, degeneró en una fiesta como mandan los cánones.
Tendrían que marcharse. Llegados a aquel punto, Thomas pasó de acosador a acosado. Tal vez Josh estuviera en lo cierto y debieran probar en Stonehenge, pero antes agotarían hasta la última de las posibilidades en casa de los Chatwin.
Decidieron probar otros juegos. Echaron varias partidas de cartas emparejando animales y al tres en raya. Luego pasaron a juegos de mesa como el Cluedo, el Monopoly y el Mouse Trap hasta que Thomas estuvo demasiado cansado y ellos demasiado borrachos como para seguir las normas. Rebuscaron en el armario de juguetes de Thomas, y por lo tanto retrocedieron en su infancia, buscando juegos tan sencillos que apenas podían considerarse juegos ya que carecían de elementos de estrategia: Serpientes y Escaleras, ¡Hi Ho! Cherry-O y, finalmente, High C’s, un sencillo juego del alfabeto cuyo principal objetivo era ganar el argumento previo al juego para ver cuál de los jugadores hacía de delfín. Después de eso todo era cuestión de azar y peces de colores.
Quentin tomó un trago de gintonic caliente e insípido. Sabía a derrota. Así era como el sueño llegaba a su fin, en una sucesión de piezas de plástico de juegos de mesa de colores básicos, un par de plantas por encima de una fiesta para olvidar. Seguirían buscando, llamarían a todas las primeras puertas que recordasen, pero por primera vez, tumbado de cualquier manera en la cama para invitados, con las piernas largas estiradas y la espalda recostada en el cabecero del cohete espacial de Thomas, Quentin se planteó en serio la posibilidad de que quizá nunca regresara a su reino. De todos modos, seguramente habían pasado cientos de años en Fillory. Las ruinas del castillo de Whitespire se estarían desintegrando bajo la lluvia, cual piedras blancas que se ablandaban como terrones de azúcar bajo el musgo, junto a una bahía ya sin nombre. Las tumbas del rey Eliot y la reina Janet estarían recubiertas de hiedra. Tal vez se convirtiese en una leyenda, Quentin, el Rey Desaparecido. El que fuera y sería rey, como el rey Arturo. Salvo que, a diferencia del rey Arturo, Quentin no regresaría de Ávalon. El que fuera rey a secas.
Bueno, al menos era el mejor lugar para poner fin a la aventura, en la casa de los Chatwin, donde todo había comenzado. La primera puerta. Lo más divertido de todo era que, aunque había tocado fondo, no se sentía tan mal. Estaba con sus amigos, al menos algunos de ellos. Tenían el dinero de Josh. Todavía les quedaba la magia, el alcohol, el sexo y la comida. Lo tenían todo. Recordó Venecia y el paisaje verde de Cornualles por el que acababan de pasar. Este mundo tenía muchas más cosas de las que jamás había imaginado. ¿De qué coño iba a quejarse?
La respuesta estaba clara, a la mierda con todo. Un día tendría una casa como esa y un hijo como Thomas, que se dormía enseguida con las luces encendidas y los brazos estirados por encima de la cabeza, como un corredor de maratón llegando a la meta en sueños. Él y una hermosa señora Quentin con mucho talento (¿Quién? Poppy no, desde luego) se casarían y Fillory se desvanecería como el sueño que en el fondo era. Qué más daba si no era rey. Lo había disfrutado durante una época, pero la vida real estaba en este mundo y la aprovecharía al máximo como el que más. ¿Qué clase de héroe era si ni siquiera era capaz de eso?
Julia le propinó una patada en el pie. Por una especie de acuerdo tácito estaban resueltos a acabar el juego de High C’s, y era su turno. Giró la rueda y avanzó dos olas. Josh, que jugaba de ballena, llevaba la delantera, pero Julia (el calamar) se le estaba acercando, dejando que Poppy (el pez) y Quentin (la medusa) se peleasen por el tercer puesto.
Josh dio vueltas a la rueda. Cayó en la casilla de la imitación. Emitió varios graznidos.
—Gaviota —dijeron todos al unísono como un grupo de gansos. Josh giró de nuevo la rueda. Julia eructó.
Quentin se desplomó sobre las almohadas suaves y de olor agradable. Desde allí veía con claridad que Poppy llevaba tanga. La cama no era del todo estable. Las bebidas le estaban pasando factura. No tenía claro si las vueltas acabarían desapareciendo o si cobrarían fuerza y se vengarían de él por sus muchas transgresiones. Bueno, el tiempo diría.
Josh graznó de nuevo.
—Ya basta —dijo Quentin.
Los graznidos se repitieron.
—¡Gaviota! ¡He dicho gaviota!
La luz le dolía en los ojos. El cuarto de Thomas estaba demasiado iluminado. Ya había bebido bastante. Se irguió.
—Lo sé, tío —repuso Josh—, ya te he oído.
Otro graznido.
Los graznidos y las vueltas no se detuvieron. La cama se estaba moviendo, aunque más que dar vueltas se balanceaba con suavidad. Se quedaron paralizados.
Poppy fue la primera en reaccionar.
—Ni hablar. —Saltó de la cama y cayó al agua—. ¡Maldita sea! ¡No, joder, no!
El sol les calentaba desde lo alto. Un albatros curioso volaba en círculos por encima de ellos.
Quentin se levantó de un salto en la cama.
—¡Oh, Dios mío! Lo hemos conseguido. ¡Lo hemos conseguido!
Habían pasado al otro lado. No era el final, todo estaba a punto de comenzar de nuevo. Extendió los brazos hacia la luz del día y dejó que el sol le diese de lleno en el rostro. Se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Julia miraba en derredor y sollozaba como si el corazón estuviera a punto de partírsele. Estaban de vuelta. El sueño volvía a ser real. Iban a la deriva por los mares de Fillory.