¡Oh, el regreso de la hija pródiga! ¡Con qué gozo recibieron de vuelta a Julia en el hogar familiar! Los rostros borrosos y radiantes de sus padres, como un par de faros enfocados hacia ella bajo la lluvia, mientras se presentaba ante ellos como una granujilla reformada. Los había decepcionado tantas veces, y de tantas maneras distintas, que ya no albergaban esperanza alguna. Habían sufrido lo indecible.
Allí estaba, de vuelta de Chesterton, desolada, lista para integrarse de nuevo en la familia, y la dejaron. Sí, la dejaron. La aceptaron con una dulzura de la que ella carecía, y no era para menos. Los restos del buen barco de Julia, que había partido de Brooklyn con el impagable cargamento de Su Amor, estaban listos para ser sacados del Acantilado de la Vida, para ser rescatados y reflotados, y eso hicieron. La aceptaron sin reproche alguno.
Había llegado el momento del duelo interno de Julia, y la dejaron, lo cual fue otro regalo. Lloró por su vida perdida y lloró por la maga que nunca sería. Enterró a esa poderosa hechicera con todos los honores. Y con el dolor, sin quererlo, llegó su preciado primo fantasmal, el alivio. Se había esforzado durante tanto tiempo en ser algo que el mundo no quería que fuese… Ahora podía tirar la toalla. El mundo había ganado. Se entregó a los abrazos de la familia y los agradeció. ¿Qué tenía de especial la magia comparada con el amor? En serio, ¿qué?
Oh, ¡los timoratos preludios de su hermana, la humanista! Ya estaba acabando el instituto y había comenzado a rellenar las solicitudes para la universidad. Julia recuperó las suyas y las dos trabajaron juntas, codo con codo, en la mesa de la cocina, aconsejándose mutuamente; su hermana la ayudó con el trabajo y Julia le hizo aprender cálculo básico a la fuerza. Volvían a formar un equipo. Julia había olvidado la vida en familia. Había olvidado lo bien que le sentaba y lo mucho que la necesitaba.
De las siete universidades que la habían aceptado, toda una proeza, sólo le serviría la de Stanford, pero ya le iba bien. Había varias lagunas en el curriculum, pero si se ladeaba la cabeza y se entrecerraban los ojos la investigación sobre la magia podría interpretarse como una especie de proyecto etnográfico independiente. Iría a la soleada California, justo lo que necesitaba. Diversión y sol. Coger un poco de color. Ahorraría durante un año y se matricularía en otoño. Tema zanjado.
Julia se había dado por vencida. Lo dejaba. Se lavaba las manos de los reinos invisibles que se habían lavado las manos de ella. Arrancaría una página del sacro libro de los socialistas utópicos pederastas sobre los que había escrito para el señor Karras: cuando tu querida y santa comunidad se desmorona hay que armarse de valor y ponerse a hacer otra cosa.
Julia cogería una página de John Donne. ¿Acaso no había, al final del poema, corrido hasta la Cabra (una nota al pie de página le indicaba que era una referencia a la constelación de Capricornio) para encontrar al Nuevo Amor? ¿O era lujuria? O tal vez ya era demasiado tarde para él. Quizá se tratase de otra persona. El poema era ininteligible, joder. Bueno, el final era feliz, eso estaba claro. Más o menos.
Había días que lo pasaba mal, eso era innegable, sobre todo cuando el perro negro de la depresión daba con ella, la aplastaba con su peso y le echaba su aliento acre en la cara. Esos días llamaba para decir que estaba enferma a la tienda de informática donde trabajaba como experta en redes. Esos días bajaba las persianas y se quedaba a oscuras doce, veinticuatro o setenta y dos horas, lo que hiciese falta para que aquel perro negro regresara a su morada.
Ahora sabía que no podría volver. El reino mágico le había cerrado las puertas. Pero a veces le costaba seguir con su vida.
Siempre acababa encontrando una salida, esta vez con la ayuda de una nueva y genial psiquiatra de mirada felina y los geniales 450 miligramos diarios de Wellbutrin y los 30 miligramos de Lexapro, y el nuevo y genial grupo de ayuda online para depresivos.
De hecho, el grupo de apoyo era genial de veras. Era especial. Lo había fundado una mujer que había triunfado en Apple, luego en Microsoft y después en Google. Destacaba sobremanera en esas empresas durante cuatro o cinco años y acumulaba paquetes de opción de compra de acciones antes de que una depresión clínica la derribara del firmamento empresarial. Para cuando Google se hubo hartado de ella, tenía cuarenta y cuatro años y estaba forrada. Se jubiló joven y fundó Free Trader Beowulf.
Había que tener cuarenta años y ser un viciado de los juegos de rol de papel y boli para pillar la referencia del nombre, pero era adecuado. Búscalo en Google. FTB era un grupo de apoyo online para depresivos, pero no para los depresivos de toda la vida, qué va.
Para que te dejaran formar parte del grupo primero tenías que enseñarles tus recetas. Querían credenciales de las buenas. Un grupo tan exigente no quería oír tus lamentos, ni leer tus poemas (lo siento, Jack) ni mirar tus tenebrosas acuarelas. No eran unos blandengues. Si estabas deprimido querían ver la parte más dura, un diagnóstico de un psiquiatra y acción neuronal a tope. Y si te iba la penetración doble neuroquímica, como a Julia, pues mejor.
Si superabas esa parte te enviaban un vídeo de invitación. El vídeo no valía nada, era una especie de pista falsa, un montón de tópicos alternativos en boca de un actor hippie. Pero si mirabas bien encontrabas la verdadera pista: un fotograma que parecía ruido blanco pero que contenía datos. Los píxeles en blanco y negro representaban unos y ceros los cuales, una vez unidos, formaban un archivo sonoro en el que una persona mencionaba el número de teléfono de un Sistema de Boletines Electrónicos a la vieja usanza. Si llamabas, se te presentaban una serie de problemas matemáticos complejos que, caso de resolverlos en seis horas o menos, te proporcionaba una secuencia de números que resultaban ser números de Ulam, y Ulam era la contraseña para el sitio web y la dirección IP que te daban si superabas el test, en donde había un juego Flash que no tenía sentido alguno salvo que supieras pensar en cuatro dimensiones espaciales, pero si sabías te facilitaban un par de coordenadas GPS en Dakota del Sur en donde había un escondite para los amantes de hallazgos por GPS en el que se encontraba un puzle de madera en tres dimensiones infinitamente complicado, dentro del cual había, etcétera, etcétera, etcétera.
Diversión a la americana, nada más y nada menos. Una jubilada de cuarenta y cuatro años sin hijos, con depresión clínica, con un coeficiente intelectual de genio, podrida de dinero y con demasiado tiempo. Era detestable, pero nadie obligaba a Julia y a ella también le sobraba el tiempo. Tardó tres semanas en superar la carrera de obstáculos intelectuales (cuánto le hubiera gustado ver a Quentin intentarlo) pero al final de todo encontró, tras gastarse un montón de monedas, una burbuja de plástico en la máquina de juguetes que se cogían con una garra móvil en una vieja sala recreativa de Jersey Shore. Dentro de la burbuja había un lápiz de memoria. El lápiz contenía la invitación real. Nada de trucos esta vez. Había entrado.
Free Trader Beowulf tenía catorce miembros y Julia se convirtió en la decimoquinta. Apenas era un foro, pero desde que Julia pasara dos horas en Brakebills hacía cuatro años nunca se había sentido tan como en casa. Los miembros de FTB la entendían. No tenía que explicarse. Comprendían su humor macabro y las referencias a Gödel, Escher y Bach, sus ataques de ira y los largos silencios. Ella pilló enseguida sus bromas privadas y misteriosas y los chistes recurrentes. Siempre se había sentido como la última superviviente de una tribu perdida del Amazonas, hablando un dialecto en extinción, pero, ahora, por fin, había dado con su grupo étnico. Era un grupo de depresivos sabihondos, pero le parecían humanos. O tal vez no fueran humanos, pero, fueran lo que fuesen, Julia se identificaba con ellos.
En FTB se desaconsejaban las referencias a la vida real. No se usaban nombres de verdad. En la mayoría de los casos, Julia apenas intuía dónde vivían los demás miembros o qué hacían para ganarse la vida, si estaban casados o incluso si eran hombres o mujeres. Al parecer nunca se habían conocido. FTB no era un lugar para ligotear. Revelar la identidad real de otro miembro era una ofensa que se castigaba con la expulsión, aunque nunca se había dado tal caso. Bienvenidos a Facebook a la inversa: una red antisocial.
Durante la primavera Julia fue más feliz que nunca desde que renunciara a su antigua existencia. Se pasaba el día de cháchara en el foro. Aquel grupo invisible metía cuchara y bromeaba sobre sus proyectos. Julia escribía mientras desayunaba. Escribía mientras caminaba por la calle. Lo último que veía antes de dormirse era la aplicación Free Trader en su móvil de última generación junto a la almohada, y era lo primero que veía cuando se despertaba por la mañana. Se abrió con ellos como nunca lo había hecho: nada de ironías, reservas o remordimientos. Abrió su corazón a los miembros del foro, quienes lo tomaron, lo limpiaron, lo sanaron y se lo devolvieron lozano y rebosante de energía y sangre.
Nunca mencionó Brakebills, habría resultado inaceptable incluso para FTB, pero descubrió aliviada que tampoco lo necesitaba. Si algo andaba mal, los detalles no importaban. A ellos les bastaba saber que en el mundo de Julia había un vacío enorme, cosa que comprendían a la perfección porque les sucedía otro tanto. Los pormenores eran lo de menos. A Julia no le habría sorprendido que otros miembros del foro hubieran estado en Brakebills, pero no llegó a preguntarlo.
Todos los miembros le caían bien, pero, como suele ser habitual, conectó mejor con algunos de ellos: una pequeña camarilla, un círculo dentro del círculo que formaban tres miembros y ella. Failstaff, un miembro cuyas referencias culturales indicaban que era tres o cuatro décadas mayor que Julia; Pouncy Silverkitten, cuyo sarcasmo descarnado era casi intolerable pero que, sin embargo, elegía sus blancos con suma humanidad; y Asmodeus, quien comprendía a la perfección los sentimientos de Julia, y cuyo conocimiento de la física teórica era tan extraordinario que parecía escribir desde otro planeta.
El apodo que Julia usaba era ViciousCirce. Los tres ya formaban un trío mucho antes de que Julia se incorporara al foro, pero la aceptaron como una más del grupo y sus conversaciones interminables pasaron a ser a cuatro bandas.
En FTB no se prohibían los hilos de discusión privados siempre y cuando todos los miembros estuvieran de acuerdo, y de vez en cuando Asmo, Pouncy, Failstaff y Julia se recluían en su mundo abstracto. En esos hilos privados aparecían más detalles sobre sus vidas, aunque seguía considerándose de mal gusto revelar su verdadero paradero. Mantener la identidad oculta formaba parte del juego, así como elaborar complejas biografías ficticias y currículos para los demás miembros. Julia ideó un perfil de asesino en serie, que incluía un esbozo policial, para cada uno de ellos.
Otro juego con el que disfrutaban era Series. Era bien sencillo: alguien enumeraba tres palabras, o tres números, o nombres, moléculas, formas o lo que fuera. Eran los tres primeros términos de la serie. A continuación había que averiguar cuál sería el siguiente término de la serie y qué principio lo generaba. Las series debían de ser sumamente difíciles pero con una única solución teórica posible, es decir, sólo un principio podía extrapolarse a los otros tres ejemplos. En cuanto alguien daba con la solución, el segundo premio era para el miembro que supiese repetir las series diez veces.
El FTB se adueñó de su vida y Julia lo permitió. A veces no estaba conectada y era como si FTB siguiera en marcha en su interior; había pasado tanto tiempo con esas personalidades invisibles que habían parido pequeños clones en su cerebro, versiones piratas de Asmo, Pouncy y Failstaff y todos los demás, que permanecían encendidas en el hardware de Julia. No estaba loca (¡que no!), no era más que un juego con el que se entretenía. Era algo raro, pero, bueno, todo vale para salir adelante, ¿no? Y todo lo demás iba sobre ruedas. Había subido de peso, había dejado de rascarse y casi nunca se mordía las cutículas. Hacía muchísimo que no pronunciaba el conjuro del arco iris. Estaba obsesionada, lo sabía, pero era la clase de persona que necesitaba obsesionarse con algo, y la verdad es que las cosas podían haberle ido mucho peor. No habría sido la primera vez.
Pensó que lo mejor sería dejar que la fiebre siguiese su curso. Acabaría remitiendo y la paciente se despertaría sudorosa pero lúcida, y los sueños fruto de la fiebre acabarían esfumándose. Iría a Stanford en otoño, comenzaría una nueva vida y tendría amigos de carne y hueso. Haría borrón y cuenta nueva.
Pero primero le daría un poco de vida y por eso, un fin de semana de marzo por la tarde, Julia fue paseando por Prospect Heights hasta Bed-Stuy. Se había convertido en una caminante de fábula porque necesitaba ejercitarse y, además, el sol le sentaba bien y le alegraba la existencia. Se llevaba los miembros del foro consigo, no sólo como criaturas espectrales en su interior, sino como seres reales en el móvil, para el cual Failstaff había ingeniado una aplicación de lo más útil (para el Android, nada de iPhones. Los foreros eran amantes del código abierto). Avanzaba protegida por la armadura invisible de sus compañeros virtuales.
Julia caminaba mientras escribía. Se había vuelto una experta al respecto ya que incluso empleaba la visión periférica para evitar las bocas de incendios, las cacas de perro y a los otros transeúntes. A Julia le daba lo mismo parecer un bicho raro. Gracias a la función que convertía el texto en audio, Julia medio escuchaba a Pouncy y Asmodeus discurrir sobre la validez de la teoría de la conciencia del bucle extraño de Hofstadter derivada de los números de Gödel, o algo así.
La otra parte de su conciencia, tuviera que ver con Hofstadter o no, se dedicaba a observar las puertas de las casas por las que pasaba. En concreto, analizaba el modo en que se dividían en paneles cuadrados o rectangulares de distinto tamaño. No se trataba de una actividad de sumo interés; de hecho, le habría costado explicar por qué lo hacía. Las puertas le recordaban a una partida reciente del juego Series.
Pouncy había planteado un puzle geométrico, presentado con gran meticulosidad en caracteres ASCII, que consistía en formas cuadradas sencillas en una cuadrícula. Resultó que, como Failstaff dedujo, las formas eran estadios sucesivos de un sencillo autómata celular, tan sencillo que, una vez comprendida la idea general, era fácil resolver el resto. Bueno, al menos lo era para Failstaff.
Lo más divertido de todo era que Julia creía ver secuencias de la serie en las distintas formas de las puertas por las que pasaba. Tenía la sensación de que si seguía caminando acabaría encontrando la siguiente pauta.
Era un ejercicio mental de lo más tonto. A veces la pauta estaba en la madera, a veces en el cristal, otras en una puerta de hierro forjado. En una ocasión la vio en un bloque de cemento ligero de una ventana tapiada, lo cual equivalía a hacer trampa, pero era sorprendente con cuánta frecuencia veía aquella pauta. Julia se impuso una serie de normas: dejaría de caminar si no encontraba la pauta en una manzana, luego tendría que estar en la misma manzana y en el mismo lado de la calle, etcétera, pero siempre acababa encontrando la pauta a tiempo. No sabía si se trataba de un hallazgo importante, pero no podía dejarlo. Se imaginaba el sarcasmo con el que Pouncy la machacaría si contase a los demás qué estaba haciendo. Sería antológico.
Todo estaba saliendo a pedir de boca. La única diferencia entre los autómatas celulares de Pouncy y las pautas que Julia veía era que las suyas iban al revés; las normas se aplicaban a la inversa de modo que la serie retornaba al estadio inicial. Ese era otro motivo por el que seguía caminando: la serie era finita. Acabaría en breve. En una ocasión perdió el rastro en una manzana, pero se dio cuenta de que había transformado la información y, en cuanto lo hubo hecho, vio una vieja puerta de madera con paneles, tres de ellos de un color más claro, lo cual bastaba para dar con la configuración correcta. Una especie de quimera la guiaba hacia las peligrosas marismas de Bed-Stuy, hacia un estado hipnagógico y onírico.
A un reducto alerta del cerebro de Julia no le entusiasmaba adentrarse tanto en Bed-Stuy. Las casas adosadas comenzaban a dar paso a solares sin edificar, desguaces y apartamentos que la recesión había dejado a medio acabar. Faltaba una hora para el anochecer y ya no podía engañarse diciéndose que algunas casas estaban entabladas porque las estaban reformando ya que, en realidad, eran casas donde se vendían drogas. No tardaría mucho en encontrar la casa que correspondía a la configuración inicial de Pouncy, y entonces la serie habría llegado a su final, es decir, a su principio, y podría dar la vuelta y regresar a Park Slope.
Dicho y hecho. Dio con ella justo después de Throop Avenue. No era una casa bonita, pero tampoco se vendían drogas. Era una casa de tablones de madera de dos plantas de color verde lima con una vieja antena de cuernos en lo más alto y varios cubos de basura de aluminio en el patio de cemento agrietado. La puerta de entrada tenía ocho hojas de cristal. La hoja superior izquierda se había roto y estaba cubierta con un trozo de plástico, lo cual completaba la serie.
Ya estaba. Se había acabado. Ver la pauta final, el estadio inicial, liberó a Julia del conjuro. La lógica onírica se había agotado. Miró en derredor como una sonámbula que acabara de despertarse, preguntándose dónde coño estaba. Una voz informatizada seguía parloteándole en el oído sobre Hofstadter. De repente, se sintió agotada. Debía de haber caminado varios kilómetros y el sol se estaba poniendo. Se sentó en el porche.
Necesitaba que la llevaran de vuelta a casa. Un taxi le saldría caro, pero peor sería que la atracaran y/o agredieran. Además, estaba muerta y caería redonda si daba otro paso. Apagó la aplicación del FTB, se quitó los auriculares y las voces desaparecieron. Silencio. La realidad.
Oyó que se abría la puerta. Se puso de pie y sostuvo en alto una mano a modo de disculpa. Suponía que la explicación de los autómatas celulares no colaría como excusa por haber entrado sin permiso en una casucha verde lima en Throop Avenue.
Pero el hombre que acababa de abrir la puerta no la estaba echando. Era un tipo blanco de unos treinta años con aspecto de estudioso vestido con una chaqueta deportiva prehistórica, vaqueros y un sombrero de copa baja.
El hombre la miraba como si la evaluase. Detrás de él vio más personas en la casa, sentadas y de pie, hablando y con expresión deprimida, y haciendo cosas con las manos aunque no tenían nada en las mismas. Una luz verde resplandeció durante unos instantes en el umbral, como si estuvieran soldando en el interior. Alguien se rio con ironía. Aquel lugar apestaba tanto a magia que apenas se podía respirar.
Julia se puso en cuclillas en la acera, como una niña pequeña, se llevó las manos a la cabeza y rompió a llorar y a reír al mismo tiempo. Tenía la sensación de que se desmayaría, vomitaría o enloquecería. Había intentado alejarse del desastre, de veras que lo había intentado con todas sus fuerzas. Había roto la varita, se había deshecho del libro y había renunciado a la magia para siempre. Había seguido con su vida y no había dejado sus datos de contacto a nadie. Pero no había bastado. La magia había ido a su encuentro. No había corrido lo bastante lejos ni lo bastante deprisa ni se había ocultado lo suficiente, y el desastre la había perseguido hasta dar con ella. No pensaba dejar que se marchase.
Todo estaba a punto de comenzar de nuevo.