Quentin notaba en la frente la madera fría de la mesa de comedor de Josh. Volvería a erguirse al cabo de unos segundos. Eso es lo que su cerebro tardaría en regresar al estadio anterior en el que creía que los problemas se habían acabado. Hasta entonces Quentin seguiría disfrutando de la fría solidez de la madera. Se dejó embargar por la desesperación. El botón había desaparecido. Se planteó golpearse la cabeza varias veces, pero habría sido un poco exagerado.
Se dio cuenta de lo muy tranquila que se había tornado la ciudad. Al anochecer las calles y los canales se vaciaban. Como si esa noche Venecia hubiese decidido dejar de formar parte de ese milenio y hubiese retomado su antigua apariencia medieval.
De acuerdo. Se irguió. La sangre volvió a fluirle por el rostro. A ponerse las pilas.
—Bien. Vendiste el botón.
—Oye, seguramente tenías otro plan —repuso Josh—. A ver, no me creo que planearas toparte conmigo por casualidad en Venecia para pedirme el botón. Eso no es un plan ni nada.
—Exacto —reconoció Quentin—, no es un plan. El plan consistía en que no me echaran de Fillory pero ya es demasiado tarde, así que estoy ideando otro plan. ¿A quién coño le vendiste el botón?
—Eso sí que fue una aventura. —Josh comenzó a contarle lo sucedido, sin reprocharse nada. Si Quentin había seguido adelante él también podría hacerlo, y se trataba de una historia mucho más divertida que su estancia en Ningunolandia—. Me di cuenta de que el botón ya no me interesaba, ni tampoco Ningunolandia, Fillory y todo ese rollo. Si iba a echar un polvo, y de eso estaba seguro, sería aquí en el mundo real. Comencé a investigar qué haría en la Tierra y descubrí la movida clandestina. Los pisos francos y todo eso. ¿Te has enterado?
—Julia me ha puesto al día.
—Siempre había sabido que había brujas y magos inconformistas ahí fuera, pero esto va en serio, tío. No tenía ni idea. Hay montones. Muchos se pasan por Venecia por el rollo de que es antigua y piensan que es mágica. Se imaginan que pillarán algo. Da un poco de pena, la verdad. Algunos son la hostia, han averiguado muchas de las cosas que sabemos e incluso las que no, pero la mayoría no tiene ni idea de nada y están desesperados. Son capaces de cualquier cosa.
»Hay que andarse con ojo con los desesperados. No son lo que se dice peligrosos, pero atraen a los carroñeros. Hadas y demonios y todo eso. Chacales de los cojones. Entonces es cuando llegan los problemas. Los depredadores no se meten con nosotros porque somos duros de pelar, pero esos cabroncetes, los magos disidentes, están sedientos de poder y harán lo que sea para conseguirlo. He oído decir que han conseguido tratos terribles.
»Pero ¿sabes qué? Me caen bien. Nunca llegué a encajar en Brakebills. Todo el rollito hipócrita de Oxford, con las catas de vino, los disfraces y todo eso, pegaba más contigo y con Eliot. Y, y Janet. —Estuvo a punto de mencionar a Alice, pero lo evitó en el último segundo—. Estaba bien, no me malinterpretes, pero no va conmigo.
»Me llevo mejor con la gente de la movida clandestina. En Brakebills era el hazmerreír de todos, pero aquí soy un tipo importante. Supongo que me harté de ser un don nadie. No me apreciaba nadie, ni siquiera tú, Quentin. Pero aquí soy el rey del mambo.
Quentin podría haberlo negado pero le era imposible. Era cierto. Josh caía bien a todo el mundo si bien nadie le tomaba en serio. Había llegado a pensar que era porque Josh no quería que le tomaran en serio, pero nada distaba más de la verdad. Todo el mundo quería ser el héroe de su propia historia. Nadie quería ser el graciosillo. Josh lo había sido desde que Quentin lo conocía. No era de extrañar que les hubiera hecho pasar un mal rato en aquella habitación con el cuenco.
—¿Por eso vendiste el botón? ¿Porque creías que no te tomábamos en serio?
Josh estaba herido.
—Vendí el botón porque me ofrecieron un huevo de pasta, pero ¿habría sido un mal motivo? Oye, estaba enfadado. Aquí me respetan. Desconocía esa sensación. Soy el puente entre los dos mundos. Hay cosas que no pueden conseguirse aquí y sé cómo encontrarlas, y viceversa. A mí acuden personas de ambos mundos con problemas.
»Es una pasada. La movida clandestina tiene cosas que nunca habríamos conseguido, y ni siquiera lo saben. Hacen unos trueques de pena, pero a veces aparecen objetos legendarios y ni siquiera los reconocen. Una vez encontré una esfera Cherenkov. Nadie sabía qué era y tuve que enseñarles a sostenerla.
—¿Qué me dices del botón? ¿Lo vendiste en uno de esos trueques?
—¡Ajá! Estabas tardando en preguntarlo —dijo sin inmutarse—. Fue una transacción más especial. Algo excepcional con un cliente pudiente.
—Sí, claro. Tal vez podrías ponerme en contacto con ese cliente pudiente, quizá también quiera hacer una transacción especial conmigo.
—No perderías nada por intentarlo, pero no me haría muchas ilusiones —sonreía como un poseso. Se moría por contar el secreto.
—Desembucha.
—¡Vale! —Josh levantó las manos como para situar la acción—. Tras regresar de Ningunolandia me voy a dar un garbeo por Nueva York, contento de tener todavía todas las extremidades, y entonces un tipo me llama al móvil y me dice que me reúna con él al día siguiente en Venecia. Quiere hablar de negocios, se trata de algo confidencial, todos esos rollos. Vale, le digo, pero ando algo falto de pasta y no sé cómo montármelo. Mientras hablo por el móvil voy caminando por la acera, y justo entonces un Bentley se detiene a mi lado y se abre la puerta. Como el idiota que soy, entro y nos dirigimos a LaGuardia, donde espera un reactor privado. A ver, ¿cómo sabía dónde estaba yo? ¿Cómo sabía que no tenía algo importante entre manos?
—Claro, ¿por qué iba a saberlo? —Cuesta abandonar las costumbres de toda la vida. De todos modos, Josh no pilló la ironía.
—Pues bueno, se suponía que tenía que reunirme con el tipo en tal muelle a tal hora, y es lo que hago, aunque el día en que las benditas señales verdes y blancas norteamericanas lleguen a este continente lo celebraré a lo grande, joder. Un tipo llega al muelle en una embarcación que te cagas, no en la típica lanchilla veneciana de tres al cuarto. Es una pasada, como una especie de cuchillo de madera gigante. Ni se oye. Se desliza hasta el muelle y el tipo sale de un salto. Ni siquiera la amarra; la lancha le espera.
»Y es un enano. Una persona bajita… lo siento, una persona bajita, pero una persona bajita de primera. Viste tan bien que ni siquiera parece una persona bajita. Proviene de una antigua familia veneciana, un marqués de no sé qué y no sé cuántos. Tarda una hora en decir su nombre.
»Pero luego todo fue más rápido. Dice que representa a alguien que quiere comprar el botón. No sé cómo saben que tengo el botón y le pregunto de quién se trata. Se limita a decir que no puede revelarlo. Le digo cuánto me pagará y él dice que cien millones de dólares. Y yo le digo que doscientos. Cincuenta. Doscientos cincuenta millones.
»¡Toma ya! Sólo quiero saber quién es el comprador, es normal, ¿no? A ver, ¿quién desperdició la infancia tragándose millones de horas de televisión? Para mí es como una costumbre arraigada, joder.
»Entonces el enano saca un sobre y dentro hay un cheque por valor de doscientos cincuenta millones. Es como si hubiera sabido lo que iba a pedir. Y me quedo como si tal cosa. Y el tipo me dice que me acerque con sus deditos regordetes. Creía que me susurraría algo al oído, así que me paro y me inclino, y me dice que no y me indica que me acerque al final del muelle y luego señala el agua. Y entonces veo una cara.
»Asciende hasta la superficie. Es enorme… es como si un camión fuera a embestirme. Casi me cago en los pantalones.
—¿Qué era?
—Un dragón. ¡En el Gran Canal vive un dragón! Ese era el comprador del anillo.
Quentin sabía de la existencia de los dragones. No había muchos y vivían en ríos. Un río por dragón. Eran muy territoriales. Casi nunca salían ni hablaban con nadie. No hacían casi nada, se pasaban la vida en un olvido fluvial secreto. Menos uno de ellos, que al parecer se había despertado el tiempo suficiente como para hablar con un pequeño aristócrata. Y se había esforzado para enseñarle la cara a Josh y comprar el botón mágico por doscientos cincuenta millones de dólares.
—Vamos al banco, comprobamos que el cheque no es falso y volvemos al muelle. Saco el botón y se lo doy al tipo, que se ha puesto un guante blanco al estilo Michael Jackson. Mira el botón con una lupa de joyero, se dirige al final del muelle y lo tira al agua como si tal cosa. Luego sube a la lancha y se larga.
—Increíble —dijo Quentin. Costaba enfadarse por lo sucedido, aunque no era del todo imposible.
—Todavía no me creo que un dragón nos haya comprado el botón —exclamó Josh—. ¡Sabe quiénes somos! O al menos sabe quién soy. Seguro que nadie sabía que hay un dragón en el Gran Canal. A ver, es de agua salada, lo sabías, ¿no? No es un río, sino un estuario con mareas o como se llame. ¡Seguro que nadie sabe que hay dragones de agua salada!
—Josh, ¿cómo podría ponerme en contacto con el dragón?
Se quedó parado.
—Pues ni idea. Creo que no puedes.
—Tú lo hiciste.
—Lo hizo él.
—Bueno, ¿cómo lo intentarías?
Josh suspiró exasperado.
—De acuerdo, conozco a una chica que sabe mucho de dragones. Supongo que podría preguntárselo.
—Vale, perfecto. Oye, lo haremos así. —Quentin hizo un esfuerzo indecible para mirar a Josh de hito en hito—. Con todo el respeto del mundo por el hecho de que aquí seas el rey del mambo, pero Julia y yo somos el rey y la reina de Fillory y queremos volver allí. A efectos prácticos, estamos metidos en una búsqueda de los cojones. Tú también estás en el ajo y te voy a suplir. Tenemos que regresar a Fillory y no sabemos cómo. Ese es el problema.
Josh se lo pensó.
—Pues es un problema bien gordo.
—Sí, y tú eres quien todo lo arregla, ¿no? En marcha, entonces.
* * *
Lo de Josh tenía mérito: tal vez echara por tierra la única oportunidad de volver al reino mágico y secreto donde Quentin era rey, pero lo cierto es que se había comprado un palacio de primera. Era una grotesca y espléndida montaña de mármol del siglo XV. La fachada que daba al canal era blanca, con un pequeño muelle impoluto delante. La decoración interior era puro enlucido barroco. De las paredes, a modo de liquen, colgaban viejos óleos. Sin saberlo, con la compra de la casa Josh había adquirido un canaletto menor.
Era un palacio en toda regla y seguramente habría costado lo suyo adecentarlo. Josh había renovado las cañerías y el cableado, había diseñado una cocina tipo restaurante y había hecho obras subacuáticas para apuntalar los cimientos y evitar que el palacio se desmoronase en el canal. Se había esmerado tanto en los cambios que sólo se notaban al abrir el agua de la ducha.
Apenas le había costado veinticinco millones de dólares, más diez millones para las reformas. No es que Quentin fuera un genio de las matemáticas ni nada, pero se imaginaba que a Josh todavía le quedarían unos ahorrillos considerables. Sin duda alguna le servirían de solaz durante sus años de gloria.
Todo ello indicaba que Josh tenía una faceta resuelta y eficaz que se merecía todos los respetos, aunque por motivos personales solía esforzarse por mantenerla oculta. Quentin acababa de darse cuenta de que Josh había cambiado. Se le veía más seguro. Caminaba de otra manera. Había adelgazado en Ningunolandia y había mantenido el tipo. La gente cambia. El tiempo no se detenía mientras Quentin se pasaba el día holgazaneando en Fillory.
Tenía cosas que aprender de Josh. Se lo estaba pasando en grande. Hacía lo que le daba la gana y se divertía. Había pasado por lo mismo que Quentin: había perdido a la chica que amaba y había estado a punto de morir, pero no se dedicaba a lamentarse y a filosofar al respecto. Se recuperó y se hizo con un palazzo.
Quentin durmió como un tronco hasta el mediodía siguiente, tras lo cual desayunó en el comedor. (Josh estaba orgulloso de la mesa que había preparado: «Aquí se usan cucharas para la mermelada. Increíble, ¿no? ¡Cucharillas! ¡Dignas de un rey!»). Luego apareció Julia, que no se quitó las gafas de sol y se limitó a comer, directamente del bote, una crema para untar de levadura y vegetales, lo cual era una prueba indudable de su cada vez más deteriorada humanidad.
También vino Poppy, la amiga de Josh que se suponía que sabía mucho sobre dragones. Era como un fideo, alta y delgada, con unos ojos azules enormes y el pelo rubio rizado. Poppy había estado en Brakebills, pero sólo como becaria investigadora de posgrado. Había aprendido magia en una universidad de Australia, que era de donde procedía.
Quentin creía que los australianos eran divertidos y tranquilos, y si eso era cierto entendía por qué Poppy se había largado de Australia. Era aguda y despierta, con una vocecita que destilaba seguridad. Se mostraba especialmente segura cuando hablaba de los errores de los demás. No es que fuera una sabelotodo, no parecía una cuestión de ego. Tan solo daba por supuesto que todo el mundo compartía su deseo de hablar sin trabas de cualquier tema, y esperaba que los demás hicieran lo mismo con ella. Al parecer en Esquith, la escuela de magia de Tasmania, había sido la estrella académica de su curso. Eso lo había dicho Josh, pero Poppy no le había contradicho, con lo cual tenía que ser cierto o, de lo contrario, habría ido en contra de su naturaleza.
Poppy era una académica convencida, pero no vivía encerrada en una torre de marfil. Vivía en el mundo real. Le iba el trabajo de campo, en concreto los dragones.
Quentin supuso que se debía al interés general de los australianos por los animales peligrosos. De los cocodrilos de agua salada y las medusas avispas de mar a los dragones apenas había un saltito de nada. Poppy sabía todo cuanto era posible saber sobre los dragones sin haberlos visto jamás. Había seguido pistas por todo el mundo y ahora estaba siguiendo otra. Josh había tanteado el terreno en busca de entendidos en la materia y se alegró de que la mayor experta estuviera tan buena como Poppy. Llevaba tres semanas allí y a Josh no se le habían hecho pesadas.
La presentó como su amiga, pero conociendo a Josh y dado que Poppy era indudablemente atractiva, a Quentin no le pareció improbable que Josh quisiera acostarse con ella o que ya lo hubiera hecho. Josh había cambiado, y mucho, pero seguía siendo Josh.
Para ser francos, a ratos Poppy sacaba de quicio a Quentin, pero ella les sería muy útil. Josh todavía tenía que contarle todo lo sucedido con el dragón en el Gran Canal. Josh le dijo a Quentin que lo había dosificado para así intentar prolongar la visita de Poppy. Pero había llegado el momento de la verdad. La necesitaban. Huelga decir que Poppy estaba más contenta que unas Pascuas. Estuvo a punto de desorbitar sus ya de por sí enormes ojos azules.
—Vale, vale —dijo a toda prisa—. Casi todos los dragones conocen un lugar en el río al que se puede saltar para que se den cuenta. Controlan ese lugar por si alguien que valga la pena quiere hablar con ellos. Si quieren hablar contigo te llevarán a su morada. Pero el proceso no está nada claro. Hay muchas leyendas urbanas al respecto. Muchas personas aseguran haber hablado con dragones, pero es difícil comprobarlo. Se dice que el dragón del Támesis escribió casi todos los temas de Pink Floyd. Al menos después de que Syd Barrett dejara el grupo. Pero no puede demostrarse.
»En teoría hay que abordarles en el primer puente río arriba desde el mar, en este caso el de la Accademia. ¿No habéis oído hablar de todo esto? No me lo puedo creer. Id a medianoche. Id hasta el centro del puente. Llevad un ejemplar del periódico de hoy y un buen filete. Id bien vestidos. Eso es todo.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Luego tenéis que lanzaros al agua. Así es la tradición. Nadie sabe si sirve de algo. Hay muy poca información y no es precisamente fiable.
Y luego hay que lanzarse al agua. Eso era todo.
—Pero ¿funciona? —preguntó Quentin.
—¡Pues claro! —Poppy asintió con energía—. Algunos dragones son más dicharacheros que otros. El encargado del discurso de despedida de la escuela de magia de Calcuta intenta contactar con el dragón del Ganges todos los años, y funciona la mitad de las veces.
»Pero se trata de un dragón en el Gran Canal. Una auténtica novedad. Empezaba a pensar que erais una panda de pringados. —Repasó a Josh con la mirada.
—¿Empezabas? —preguntó Quentin.
—Entonces, ¿cuándo lo hacemos?
—Esta noche. Pero hazme un favor y no se lo cuentes a nadie todavía.
Poppy frunció el ceño de un modo que le sentaba bien.
—¿Por qué no?
—Danos una semana —repuso Quentin—, es lo único que pedimos. El dragón no se va a ir a ninguna parte y necesitamos abordarlo con tranquilidad. Si corre la voz, el puente estará abarrotado.
Poppy caviló al respecto durante unos instantes.
—De acuerdo —prometió.
El modo en que lo dijo hizo que Quentin pensara que mantendría su palabra.
Recobró los ánimos de inmediato y se concentró en la tostada y la crema de untar. Aunque era delgada, comió más que Josh y seguramente lo quemó todo en el horno interior que la mantenía siempre tan activa y entusiasmada.
Tenían el resto del día libre. La vida en el Palazzo Josh era jauja (anteriormente se llamaba Palazzo Barberino, en honor al clan del siglo XVI que lo construyó y acabó vendiéndoselo a un multimillonario de las nuevas tecnologías, quien nunca llegó a pisarlo y se ventiló los millones en los esquemas Ponzi y en un viaje a la estación espacial internacional, tras lo cual se lo vendió a Josh). Se sintió desleal al pensar en ello, desleal a Fillory, pero no le costaría acostumbrarse a esa vida repleta de comodidades. Era perfectamente posible pasarse la mañana en la cama leyendo y observando la luz veneciana avanzar lentamente por una alfombra oriental tan recargada de motivos geométricos que parecía resplandecer en el suelo. También se podía deambular por Venecia; los encantos estructurales y los titánicos puntos de unión que evitaban que la ciudad se hundiese en la laguna eran de obligada visita para cualquier turista.
El traguito a última hora de la tarde también era una maravilla. Toda aquella conjunción de elementos hacía que Quentin olvidase durante unos instantes que otrora había sido rey de un mundo mágico y sobrenatural.
Julia no se sentía así. Sorbía lentamente las bebidas junto al piano nobile mientras admiraba el paisaje urbano por encima del muro de piedra. Observaban juntos el tráfico del canal, en mayor parte compuesto de turistas a bordo de embarcaciones desde las que les miraban y se preguntaban quiénes eran y si serían famosos.
—Te gusta estar aquí —comentó Julia.
—Es increíble. Nunca había estado en Italia. No tenía ni idea de que fuera así.
—Viví en Francia una temporada —dijo Julia.
—¿En serio? ¿Cuándo fue eso?
—Hace mucho tiempo.
—¿Ahí es donde aprendiste a robar coches?
—No. —Aunque había sacado el tema no parecía tener ganas de hablar al respecto—. Aquí se está bien —reconoció.
—¿Quieres quedarte? —preguntó Quentin—. ¿Todavía quieres volver a Fillory?
Julia dejó el vaso sobre el parapeto de mármol. Más whisky solo. Sintió una punzada en la mandíbula.
—Tengo que regresar, no puedo quedarme aquí. —Antes lo había dicho con ira y desesperación, pero ahora el tono era apesadumbrado—. Debo ponerme en marcha. ¿Vienes conmigo?
A Quentin se le partió el alma al escuchar que Julia le pedía algo. Necesitaba su ayuda. El que la gente le necesitara era una sensación nueva. Empezaba a gustarle.
—Por supuesto que sí. —Era lo que ella le había dicho cuando Quentin le pidió que le acompañase a la Isla Exterior.
Julia asintió sin dejar de observar el paisaje.
—Gracias.
Esa noche, cinco minutos antes de medianoche, Quentin recordaba esa conversación y trataba de aferrarse a ese sentimiento mientras merodeaba por el Ponte dell’Accademia con ejemplares de Il Gazzettino y del International Herald Tribune y un filete enorme y caro, esforzándose por no aparentar que se arrojaría al Gran Canal.
Después del calor sofocante del día, la brisa nocturna resultaba casi glacial. Desde el punto de vista de alguien que estaba a punto de sumergirse en las mismas, las aguas verdosas del Gran Canal resultaban tan tentadoras como unas de escorrentía heladas. También daban la impresión de estar más lejos que desde la orilla. Y también parecían estar limpias, lo cual Quentin sabía que no era cierto.
Pero allá abajo había un botón y un dragón. Todo parecía irreal. Casi sospechaba que Josh había perdido el botón en un sofá y se había inventado lo del dragón porque resultaba menos vergonzoso.
—Las vas a pasar canutas, colega —dijo Josh—. No creo que te lo pases teta.
—No me digas. —Había confiado en que Josh se ofreciese a hacerlo o a acompañarle, pero ni por asomo era el caso.
—Te acostumbrarás —dijo Poppy mientras se abrazaba a sí misma.
—¿Y tú por qué has venido? —quiso saber Quentin.
—Por el bien de la ciencia. Además, quiero comprobar si de veras tienes agallas.
Poppy tenía ese tic, decir la verdad cuando muchos otros mentirían. Era admirable o una falta de tacto por su parte, según se mire.
Quentin respiró hondo varias veces y se apoyó en la valla de madera astillada, la cual todavía conservaba el calor del sol. Tenía que recordar lo que estaba en juego. Julia no vacilaría. Saltaría la valla como una auténtica profesional. Había pedido que no le dijeran que irían esta noche y habían salido a hurtadillas cuando se había acostado o, de lo contrario, habría insistido en acompañarles.
—Casi nunca comen personas —dijo Poppy—. Vamos, unas dos veces al siglo. Eso sí lo sabemos.
Quentin no replicó.
—¿Cuán profundo crees que es? —preguntó Josh. Dio una chupada al cigarrillo. De los tres era el que estaba más nervioso.
—Unos seis metros —respondió Quentin—. Lo he leído en Internet.
—Joder. Bueno, pues no te tires de cabeza.
—Si me parto el pescuezo y me quedo paralizado, dejad que me ahogue.
—Dos minutos —anunció Poppy. Un vaporetto vacío pasó por debajo del puente, fuera de servicio y con las luces apagadas, salvo la del puente de mando. El noventa por ciento del agua seguramente estaba compuesta de E. coli y el diez por ciento restante de gasóleo. No estaba pensada para nadar.
Alguien había tallado lo que parecía un dragón estilizado, o una «s» fantasiosa, en la madera del vértice del puente.
—¿Te vas a quitar la ropa? —preguntó Josh.
—Ni te imaginas cuánto llevo esperando a que me lo preguntes.
—En serio, ¿te la quitarás?
—No.
Poppy lo dijo al mismo tiempo que Quentin.
—En serio —añadió.
El grupo permaneció en silencio. A lo lejos se oyó ruido de cristales rotos. Una botella contra una pared. Quentin se preguntó si de verdad se lanzaría al agua. Tal vez pudiera dejar una nota. Un mensaje en una botella. Llámame.
—Oye, ¿recuerdas cuando el enano te llamó al móvil? —preguntó—. ¿Tienes el número? A lo mejor podríamos…
—Era privado.
—¡La hora! —exclamó Poppy.
—¡Maldita sea!
No te lo pienses dos veces, se dijo. Retrocedió hasta el centro del puente, estrujó los periódicos y la bolsa con el filete con una mano, corrió hasta la valla y saltó por encima de lado. Le sorprendió la agilidad con la que lo había hecho. Tal vez fuera la adrenalina. De todos modos, mientras caía estuvo a punto de darse un golpetazo con una viga de apoyo que sobresalía.
Por puro instinto agitó los brazos y soltó el filete y los periódicos a media caída. La noche engulló los objetos. A su izquierda vio algo que caía en paralelo a él. Alguien… ¡Era Poppy! También había saltado.
Impacto con fuerza, más o menos de pie, y se hundió. Lo único que pensó mientras descendía era en sacar aire por todos los orificios para evitar que le entrara agua u otros fluidos. El canal estaba helado y muy salado. Durante unos instantes se sintió aliviado porque no estaba tan frío como había creído, pero entonces notó que la ropa se empapaba por completo y se convertía en plomo congelado y el frío le presionaba por todos lados. Le entró el pánico y se agitó con fuerza. La ropa pesaba demasiado y le arrastraría hasta el fondo. Entonces sacó la cabeza al exterior.
Había perdido un zapato. Poppy salió a la superficie en el mismo instante unos metros más allá, escupiendo y resoplando, con el rostro pálido bajo la luz de las farolas. Debería estar cabreado con ella, pero la locura de estar nadando en el Gran Canal en plena noche le hizo echarse a reír como un poseso.
—¿Qué coño estás haciendo? —le preguntó susurrando.
El frío le impedía enfadarse con Poppy. Además, admitía que era más valiente de lo que había imaginado. Estaban juntos en aquello.
—Si somos dos tendremos más oportunidades, ¿no? —Sonreía como una posesa. Aquella mierda le encantaba—. Me equivoqué, tendríamos que habernos quitado la ropa.
Quentin se mantuvo a flote a duras penas. Al cabo de unos treinta segundos estaba exhausto y temblaba sin parar. La corriente les arrastraba hacia debajo del puente… no, no era la corriente, sino la marea, se dijo, ya que el canal no era un río. Joder, igual había tiburones y todo. Alguien les gritó en italiano desde la orilla. Ojalá no fuera un poli.
Quentin se meó en los pantalones y sintió la calidez durante diez segundos, seguida del frío. No quería ni pensar en los bifenilos policlorados y las demás toxinas industriales que estarían en aquellas aguas. Desde aquel lugar el canal parecía enorme y la orilla, a kilómetros de distancia. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo era posible que se hubiera desviado tanto de su destino? Tenía la sensación de que nunca lograría recuperar su cómodo trono. Una ola pequeña surgió de la nada y le salpicó en la cara. Había llegado el momento de tirar la toalla. Al menos lo había intentado.
—¿Cuánto se supone que debemos esperar? —preguntó a Poppy.
Justo entonces sintió que unas garras de hierro se le cerraban alrededor del tobillo y le arrastraban hacia las profundidades.
* * *
Tendría que haber muerto de inmediato. El factor sorpresa hizo que el tirón le dejase sin aire y descendiese con los pulmones completamente vacíos.
Pero estaba claro que una fórmula mágica le mantenía con vida. Se trataba de algo que el dragón había perfeccionado con los años para comodidad de los visitantes humanos. Resultaba comprensible y conveniente. Era una magia refinada durante siglos de uso y conjuros por parte de un antiguo maestro con alas y cola. Quentin no moriría, al menos no de manera fortuita.
De hecho, por primera vez en lo que le pareció una eternidad, sintió calor y vio, no sin dificultad, algo que no debería ser capaz de hacer. Respiraba agua. No era como respirar aire ya que pesaba más y costaba que entrase y saliese del pecho, pero le mantenía con vida. El oxígeno seguía llegándole al cerebro. Respiró hondo a grandes tragos, agradecido. Se relajó. Alguien le cuidaba. Viajaba en primera clase.
Quentin siempre había tenido reservas acerca de los dragones reales, de los que existían de verdad. Se había criado con los dragones que echaban fuego por la boca, volaban alto y tenían tesoros. Dragones sacados de Beowulf, Tolkien o Dragones y mazmorras. Le decepcionó un poco que los dragones de verdad viviesen en ríos y no fueran por la campiña prendiendo fuego a los árboles. Los dragones de río eran más pequeños de lo que había imaginado, eran casi como tritones.
Por eso se alegró de que el dragón que le había sujetado el tobillo con la pequeña pero férrea extremidad anterior y le había arrastrado con cuidado hasta el fondo del canal, como si fuera una cría a la que le decía «quieta», fuera en esencia draconiano. Tenía un aspecto siniestro y calculador, como si pudiera devorarle en un abrir y cerrar de ojos, pero era canónico. La enorme cabeza del saurio era del tamaño de un coche pequeño. Los ojos despedían un brillo grisáceo si se los miraba desde el ángulo correcto. Las escamas eran de un verde claro. Tras depositar a Quentin sobre la arena del fondo, el dragón del Gran Canal lo soltó, se agazapó como un gato y apoyó la cabeza en el extremo de la cola. Aquel cuerpo descomunal destacaba en la penumbra.
Quentin estornudó. Los senos nasales se le habían llenado de agua sucia mientras el dragón le arrastraba hacia abajo, pero el agua que le rodeaba ahora estaba limpia. Se encontraban bajo una cúpula de agua verde oscuro. El lecho del canal, que debería estar repleto de basura, fragmentos metálicos y aguas residuales, estaba impoluto. El dragón tenía bien limpio su territorio.
Quentin se sentó con las piernas cruzadas. Sólo estaban ellos dos; al parecer el dragón no había traído a Poppy. A Quentin le costaba mantenerse en el fondo, pero encontró algo pesado y redondo a su lado, tal vez una bala de cañón, y se lo colocó en el regazo a modo de contrapeso.
Transcurrió un minuto sin que el dragón mediara palabra. De acuerdo. El juego había comenzado.
—Hola —dijo Quentin. La voz sonaba normal, un tanto distante, como si se estuviera escuchando a sí mismo desde otra habitación—. Gracias por recibirme. —El dragón ni se inmutó. Su expresión era inescrutable, aunque los ojos emitieron un destello—. Seguramente sabes por qué estoy aquí. Quiero hablar del botón, el que le compraste a Josh. —Se sentía como un niño que le pide al abusón del colegio que le devuelva el dinero de la comida. Se irguió—. Lo cierto es que no tenía derecho a venderlo. El botón también me pertenecía a mí, y a otras personas, y lo necesitamos. Lo necesito para volver a casa, al igual que mi amiga Julia.
—Lo sé.
La voz del dragón era como un instrumento de cuerda mucho más grave que el contrabajo. Era como el bombo de una batería. Notó las vibraciones en las costillas y en las pelotas.
—¿Nos ayudarás? ¿Nos devolverás el botón? ¿Nos lo venderías?
El resto del canal era como una pared negra que los rodeaba por completo. Se oyó un ruido a lo lejos y Quentin alzó la vista: una barcaza trasnochada retumbaba en la superficie. Sintió que el agua se enfriaba o tal vez era él quien perdía calor. Se acercó un pelín al dragón ya que despedía calor. Si el dragón pensaba comérselo, se lo comería de todas maneras, pero al menos moriría calentito.
—No —respondió.
El dragón abrió y cerró los ojos.
La puerta de regreso a Fillory se estaba cerrando. Quentin tenía que meter el pie para impedirlo. El mundo, el mundo de su vida real, la vida que se suponía que debía vivir, se estaba alejando, o él se estaba alejando de esa vida. Se habían cortado las amarras y la marea subía. No tenían que haber ido a la Isla de Después. No tenían que haber abandonado el castillo de Whitespire.
—¿No nos lo podrías prestar? —sugirió tratando de disimular la desesperación que le embargaba—. Para un viaje de ida. Si tengo algo que quieras, es tuyo. Soy rey, al menos en Fillory. Allí tengo muchos recursos.
—No te he traído aquí para que te jactes de nada.
—No estoy…
—He vivido diez siglos en el canal. Todo cuanto entra aquí me pertenece. Tengo espadas y coronas. Tengo papas y santos y reyes y reinas. Tengo novias en el día de su boda y niños en Navidades. Tengo la Santa Lanza y la soga que ahorcó a Judas. Tengo todo cuanto se ha perdido.
Vale, vale. Quentin se preguntó si Byron habría estado ahí abajo. Seguro que habría tenido alguna ocurrencia genial.
—Bien, de acuerdo. Pero hay algo que no entiendo. ¿Por qué me has traído hasta aquí si no quieres venderme el botón?
El dragón abrió unos ojos como platos. Era como si acabara de despertarse y viera a Quentin por primera vez. Levantó la cabeza de la cola. Estaba tan cerca que Quentin tenía que bizquear para verle bien. Quentin se había acostumbrado a la oscuridad y vio las escamas en el lomo del dragón. Parecían enciclopedias gigantescas y algunas tenían inscripciones, símbolos mágicos y pictogramas que Quentin no reconocía.
—Humano, no volverás a hablarme salvo para darme las gracias —dijo el dragón—. Te gustaría ser un héroe, pero ni siquiera sabes qué significa ser un héroe. Crees que los héroes son los que ganan, pero un héroe también debe estar preparado para perder, Quentin. ¿Lo estás? ¿Estás preparado para perderlo todo?
—Ya lo he perdido todo —respondió Quentin.
—Oh, no. Te queda mucho por perder.
El dragón era mucho más gruñón de lo que se había imaginado, y demasiado críptico para su gusto. Por algún motivo, había pensado que el dragón querría ser su amigo y que volarían juntos por el mundo resolviendo misterios. Ahora todo eso le parecía imposible. Esperó. Tal vez el dragón les diera algo que les sirviera para regresar a Fillory.
—Los dioses antiguos regresarán para recuperar lo que les pertenece. Yo cumpliré con mi cometido, y será mejor que te prepares para el tuyo.
—Me parece una gran idea, pero ¿cómo…?
—No vuelvas a hablar. El botón no te serviría de nada. Ningunolandia está cerrada. Pero la primera puerta está abierta. Siempre lo ha estado.
Quentin notó que se le agarrotaban las piernas de tenerlas tanto tiempo cruzadas. Le apetecía sacarse el agua salada de la boca pero sería inútil porque volvería a llenársele otra vez. El dragón apartó la cola con un movimiento brusco y levantó una nube de limo.
—Ahora puedes darme las gracias.
Un momento, ¿cómo? Quentin abrió la boca para hablar, para darle las gracias al dragón del Gran Canal como un buen niño, o para preguntarle a qué se refería, o para decirle que se fuera a tomar por culo por hablarle en clave, pero nunca lo sabría porque se atragantó. No podía respirar. El conjuro había llegado a su fin y Quentin se había atragantado con el agua sucia y helada del canal. Se estaba ahogando.
Dejó el zapato que le quedaba hundido en el barro y nadó con todas sus fuerzas hacia la superficie.