13

Robar el plano de una ciudad en un lugar turístico no resultaba una actividad especialmente elevada desde un punto de vista espiritual… ¿dónde estaba Benedict cuando lo necesitabas? Y la magia necesaria resultaba trivial. Pero dio a Quentin el tiempo suficiente para serenarse. Ojalá no hubiera dicho aquello sobre Warren. Ojalá no estuviera tan cansado ni se sintiera tan estúpido. Deseó poder volver a enamorarse de Julia o superarla por completo. A lo mejor se quedaba para siempre en una situación intermedia, como el espacio entre portales. Alimento para los trolls.

Quentin respiró hondo. Estaba sorprendido de sí mismo. Sabía que era un poco raro y un tanto gilipollas. Así pues, ¿qué más daba que se hubiera acostado con Warren y con quien fuera o lo que fuera? Ella no le debía nada. No estaba en situación de juzgarla. En parte era culpa suya que ella hubiera hecho lo que había hecho.

Le habría ido bien contar con alguien equilibrado a quien agarrarse pero resultaba que, aunque no fuera concretamente por culpa de ella, Julia no era una persona a quien aferrarse. Necesitaba una de esas pegatinas de advertencia que ponen en ciertas partes de un avión, NO PISAR. Él tendría que ser esa persona, la equilibrada en quien confiar, la que les sacaría de un apuro. Lo podían hacer juntos o por separado, aunque tenían que hacerlo juntos, porque él se había quedado sin iniciativa y ella estaba a punto de perder la cabeza. No era un papel especialmente glamuroso, no era el papel de Bingle, pero era el que le había tocado. Ya iba siendo hora de que lo aceptara.

Aunque hasta el momento ella había resultado de mucha más ayuda que él. Cuando Quentin volvió a la mesa de la cafetería Julia había sufrido otra transformación inesperada. Estaba sonriendo.

—Pareces contenta. —Se sentó—. A lo mejor tendrías que darme más bofetadas.

—A lo mejor —repuso ella. Sorbió el café—. Está bueno.

—El café.

—Se me había olvidado lo bueno que puede ser. —Volvió la cara pálida hacia la luz y cerró los ojos, como un gato tomando el sol—. ¿Alguna vez echaste de menos estar aquí?

—La verdad es que no.

—Yo tampoco. No hasta ahora. Se me había olvidado.

Warren había escrito la dirección en un Postit azul que Julia había llevado agarrado en el puño desde Richmond. Entonces se pusieron a observar juntos el plano de la ciudad, como el resto de los turistas de la plaza, hasta que averiguaron dónde estaban y adónde iban. Su destino era un barrio llamado Dorsoduro, en una calle que estaba a una manzana del Gran Canal. No estaba lejos. Sólo tenían que cruzar un puente.

Quentin calculó que debían de ser las nueve o las diez de la noche en su reloj interno, pero en Venecia era media tarde y él se sentía como si llevara varios días sin dormir. En la plaza hacía calor pero en el puente se estaba más fresco por la corriente de aire que llegaba del mar y soplaba por el Gran Canal, por lo que se pararon allí para orientarse. En Venecia no había coches o por lo menos no en aquella zona. El puente era de madera, decepcionantemente moderno. Por lo menos tenían que pasar cien años hasta que empezara a parecer que pertenecía a Venecia.

Las góndolas negras y lubricadas pasaban por debajo dejando un pequeño remolino detrás, y los vaporettos robustos resollaban y las barcazas largas y finas se deslizaban agitando el agua verde detrás de ellas con una suavidad lechosa. El canal estaba flanqueado por palacios decadentes e inclinados, todos llenos de azulejos, terrazas y columnatas. Venecia era la única ciudad que había visto que tenía el mismo aspecto en la vida real que en imágenes. Resultaba un consuelo que en aquel mundo hubiera algo que estuviera a la altura de las expectativas. La única información que Quentin recordaba del Gran Canal era que después de tirarse a sus amantes, Byron solía volver a casa nadando por el canal portando una antorcha encendida en una mano para que los barcos no le pasaran por encima.

Se preguntó qué estaría pasando en Fillory. ¿Les esperarían en la Isla de Después? ¿Llevarían a cabo una investigación? ¿Pasarían a los lugareños por las armas? ¿O regresarían a Whitespire? Lo cierto era que independientemente de lo que fuera a pasar, lo más probable era que ya hubiera pasado. A lo mejor ya habían transcurrido varias semanas, o incluso años, nunca se sabía cómo funcionaba la diferencia de tiempo. Notaba que Fillory se desvanecía de su interior, se alejaba hacia el futuro y a él lo dejaba atrás. Debía de haberse armado la gorda cuando desaparecieron, pero la vida seguiría, volvería a la normalidad. Le echarían de menos pero sobrevivirían. Quentin, el rey de Fillory, necesitaba a Fillory más de lo que Fillory le necesitaba a él.

En Dorsoduro las calles eran estrechas y silenciosas. Era menos parecido a un decorado y más como una ciudad real que la parte de la que habían venido, de hecho ahí sí que parecía que la gente vivía y trabajaba y no que hacía un espectáculo para turistas. Por mucho que Quentin quisiera darse prisa y regresar a Fillory rápidamente, no podía evitar reconocer la hermosura de Venecia. La gente había vivido allí durante, ¿cuánto, mil años? ¿Más? A saber quién había tenido la idea descabellada de construir una ciudad en medio de una laguna, pero no podía negarse que el resultado era bueno. Todo era de ladrillo antiguo y piedra, con bloques tallados de piedra incluso más antigua en las paredes a intervalos irregulares como ornamento. Las ventanas antiguas estaban tapiadas y habían abierto otras nuevas en el ladrillo que permitían atisbar patios silenciosos y secretos. Cada vez que pensaban que habían dejado el mar atrás, se lo volvían a encontrar en forma de vena de agua angular y oscura que se bifurcaba entre los edificios, flanqueada a ambos lados por esquifes de colores vivos.

El hecho de estar allí hacía que Quentin se sintiese mejor. Era más apropiado para un rey y una reina que una zona residencial de Boston. Todavía no sabía si se estaban acercando en modo alguno a Fillory pero se sentía más cerca.

Julia andaba a paso ligero y tenía la mirada clavada delante. Tenía que haber sido un paseo corto, de diez minutos como mucho, pero el callejero era tan caótico que tenían que pararse literalmente a cada esquina para reorientarse. Se quitaban el plano por turnos y se perdían y volvían a quitárselo el uno al otro. Sólo uno de cada cinco edificios tenía número y los números ni siquiera estaban en orden secuencial.

Era una ciudad hecha para caminar por ella, lo cual estaba muy bien a no ser que se tuviera algún asunto importante que atender en un lugar concreto.

Al final se detuvieron junto a una puerta de madera pintada de color marrón que era apenas tan alta como ellos. No sabían a ciencia cierta si estaban en la calle correcta pero, por lo menos, la puerta tenía el número que buscaban en una pequeña placa de piedra encima de la misma. Tenía una pequeña ventana empotrada que habían pintado por encima. No había pomo.

Quentin puso la mano en la piedra cálida que había al lado. Contó una secuencia rítmica en voz baja y unas líneas gruesas de color naranja intenso como los filamentos térmicos destellaron durante unos segundos encima de la piedra antigua.

—Los guardianes de este lugar son inflexibles —declaró—. Si tu contacto no vive aquí, quien viva sabe lo que se llevan entre manos.

Una de dos, la situación estaba a punto de mejorar o de empeorar de forma sustancial. Como no había timbre, Quentin llamó a la puerta. La puerta no resonó con el golpe de los nudillos, podía haber un kilómetro de roca maciza detrás. Pero la ventana se abrió rápidamente.

—Sí. —Oscuridad en el interior.

—Nos gustaría hablar con el jefe —dijo Quentin.

La ventana se cerró de inmediato. Miró a Julia y se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa se suponía que debía decir? Ella le devolvió la mirada, impasible, desde detrás de las gafas negras. Quentin quería marcharse. Quería regresar pero no había ningún lugar al que regresar. La única vía era ir a través. Hacia delante y hacia abajo.

La calle estaba en silencio. Era estrecha, prácticamente un callejón, con edificios de cuatro plantas a cada lado. No pasó nada. Al cabo de cinco minutos Quentin musitó unas palabras en islandés y colocó la palma a tres centímetros de la puerta. Notó la pared a su alrededor, que estaba a la sombra pero todavía cálida.

—Retrocede —dijo.

Quienquiera que hubiera realizado la advertencia sabía lo que se hacía. Pero no sabían todo lo que Quentin sabía. Traspasó todo el calor de la pared a la pequeña ventana de cristal, que se expandió, tal como ocurre con el cristal cuando se calienta. Los guardianes tenían suerte de que el calor no quisiera marcharse pero Quentin tenía formas de alentarlo. Cuando el cristal ya no pudo expandirse más estalló con un ping parecido al de una bombilla. Los alumnos de Warren se habrían quedado impresionados.

¡Stronzo! —exclamó a través del marco vacío—. ¡Facci parlare con tuo direttore del cazzo!

Pasó un minuto. El conjuro de transferencia térmica de Quentin había hecho aparecer una capa de escarcha en el viejo muro de piedra. La puerta se abrió. El interior estaba a oscuras.

—¿Lo ves? —dijo—. Algo aprendí en la universidad.

Un hombre bajito y fornido los recibió en el vestíbulo, una estancia diminuta revestida de azulejos de cerámica marrones. Era sorprendentemente magnánimo. Era de suponer que tenían que cambiar la ventanita muy a menudo.

Prego.

Los hizo subir por una pequeña escalera que conducía a una de las salas más hermosas que Quentin había visto en su vida.

La curiosa topografía de Venecia le había cautivado. Había supuesto que acabarían en algún dormitorio cutre de estilo europeo con paredes blancas y sofás incómodos y lámparas geométricas diminutas, pero el exterior del edificio era puro camuflaje. Estaban en uno de los palacios más grandes del Gran Canal. Habían entrado por detrás.

La fachada delantera era una hilera de ventanas altas con picos de estilo árabe, todas ellas con vistas al agua. La intención obvia era sobrecoger a los invitados de forma que acabaran en un estado de sumisión temblorosa y Quentin se rindió de inmediato. Era como un mural a escala real, un tintoretto quizá, con un agua verde brillante y barcos de todas las formas y tamaños, imaginables e inimaginables, que se entrecruzaban. Tres lámparas de araña horrorosas y resplandecientes de Murano iluminaban la habitación, pulpos translúcidos de los que goteaban cristales. Las paredes estaban llenas de cuadros, paisajes clásicos y escenas de Venecia. El suelo era de viejas baldosas de mármol, cuyos bultos y cicatrices se habían amortiguado bajo alfombras orientales que se superponían.

Todo lo que había en la sala era del mismo estilo. Era el tipo de sala en la que uno pasaría un montón de años. No era Fillory, pero sin duda la situación había mejorado. Parecía el castillo de Whitespire.

Su acompañante se marchó y durante un momento les dejaron que se las apañaran solos. Quentin y Julia se sentaron juntos en un sofá; tenía las patas tan labradas que daba la impresión de que iba a echar a andar. Había cuatro o cinco personas más en la estancia, pero era tan grande que parecía privada y vacía. Había tres hombres en mangas de camisa hablando en un tono bajo en una mesa diminuta, sorbiendo algún líquido claro de unos vasos pequeñísimos. Una anciana de hombros anchos contemplaba el agua de espaldas a ellos. Un mayordomo, o como quiera que se llamara en Italia, estaba al pie de las escaleras.

Nadie les hacía caso. Julia se despachurró en un rincón del sofá. Levantó los pies y puso los zapatos en la bonita tapicería antigua.

—Supongo que nos darán número —dijo Quentin.

—Tenemos que esperar —dijo Julia—. Nos llamará.

Se quitó las gafas y cerró los ojos. Empezaba a ensimismarse otra vez. Se daba cuenta. Daba la impresión de que eso le pasaba por oleadas. Quizá se dejaba ir porque allí se sentía segura. Es lo que él esperaba. Partía de esa base.

—Voy a buscar un poco de agua.

—Agua mineral —dijo ella—. Con gas. Y pídele whisky de centeno.

Si había algo para lo que ser rey preparaba, era para dirigirse al servicio doméstico. El mayordomo tenía tanto agua mineral frizzante como whisky. Trajo el whisky sin hielo, como Julia lo quería. Pasó del agua. Le preocupaba lo mucho que ella bebía. A Quentin le gustaba tomar una copa de vez en cuando, eso estaba claro, pero la cantidad de alcohol que Julia era capaz de engullir era heroica. Pensó en lo que Eliot le había contado, lo que había visto en el balneario. Era como si Julia intentara anestesiarse, o cauterizar una herida, o llenar alguna parte de su ser que le faltara.

—El contacto de Warren debe de ser muy bueno arreglando cosas —declaró Quentin—. Este sitio es bonito incluso para el nivel de un mago.

—No puedo quedarme aquí —se limitó a decir Julia.

Se quedó allí sentada dando sorbos al whisky y tiritando, sujetando el vaso con ambas manos como si fuera un refresco curativo y mágico. Bebía sin abrir los ojos, como un bebé. Quentin pidió al mayordomo que le trajera un bocadillo a ella y ella le pidió otro whisky.

—Ni siquiera consigo emborracharme —dijo con amargura.

Después de eso no habló. Quentin deseó que pudiera descansar. Ocupó el otro extremo del sofá mientras sorbía un spritz veneciano (Prosecco, Aperol, soda, un trozo de peladura de limón, aceituna) y se puso a contemplar el canal sin pensar qué harían si aquello no funcionaba. El palacio que tenían justo delante era de color rosa, la luz del atardecer lo volvía color salmón. Todas las contraventanas estaban cerradas. Se había asentado de forma irregular a lo largo de los años, una mitad se había hundido ligeramente mientras la otra permanecía en su sitio, lo cual creaba una línea de falla en el medio. Debía de recorrer todo el edificio, todas las habitaciones, pensó Quentin. Probablemente la gente tropezara con ella constantemente. Unos postes a rayas sobresalían del agua formando ángulos curiosos delante del palacio rosa.

Resultaba extraño estar en un palacio y no ser su rey. Había perdido la costumbre. Era como lo que había dicho Elaine, allí nada lo hacía especial. Nadie se fijaba en él. Tenía que reconocer que le resultaba curiosamente relajante. Al cabo de una hora, y Quentin había perdido la noción del tiempo después del tercer spritz, un joven italiano bajito y muy serio vestido con un traje de color claro, sin corbata, vino y los invitó a subir. Era el tipo de vestimenta con la que un americano sería el hazmerreír durante un millón de años.

Les hizo pasar a un pequeño salón completamente blanco con tres delicadas sillas de madera dispuestas alrededor de una mesa, encima de la cual había un cuenco de plata sencillo.

Nadie ocupó la tercera silla pero una voz les habló desde el aire, una voz masculina pero aguda y susurrante, casi andrógina. Era difícil distinguir de dónde procedía.

—Hola, Quentin. Hola, Julia.

Qué espeluznante. Él no había dicho a nadie cómo se llamaban.

—Hola. —No sabía dónde mirar—. Gracias por recibirnos.

—De nada —respondió la voz—. ¿Por qué habéis venido?

Supongo que no lo sabe todo.

—Queremos pedirte ayuda.

—¿Qué necesitáis?

Que empiece el espectáculo. Se preguntó si el intermediario era siquiera humano, o una especie de espíritu como Warren, o peor. Julia tenía la mirada perdida, como era habitual en ella, a un millón de kilómetros de distancia.

—Resulta que acabamos de llegar de otro mundo. De Fillory. Que resulta que es un lugar real. Probablemente ya lo sabes. —Ejem. Empecemos otra vez—. No queríamos marcharnos, fue una especie de accidente, y queremos regresar.

—Entiendo. —Pausa—. ¿Y por qué iba yo a ayudaros?

—A lo mejor yo también puedo ayudarte. A lo mejor podemos ayudarnos el uno al otro.

—Oh, lo dudo, Quentin. —La voz bajó una octava—. Lo dudo muchísimo.

—Vale. —Quentin miró detrás de él—. Bueno, mira, ¿dónde estás?

Estaba empezando a ser dolorosamente consciente de lo vulnerables que eran. No podía decirse que tuviera una estrategia para una escapatoria. Y el intermediario no tenía por qué haber sabido cómo se llamaban. A lo mejor Warren le había llamado antes. No era una idea especialmente reconfortante.

—Sé quién eres, Quentin. En algunos círculos no eres una persona muy apreciada. Algunas personas piensan que abandonaste este mundo. Tu propio mundo.

—De acuerdo. Yo no diría que lo abandoné, pero bueno.

—Y luego Fillory te abandonó. Pobre reyecito rico. Parece que nadie te quiere, Quentin.

—Míralo así si quieres. Si conseguimos regresar a Fillory todo irá bien. O, de todos modos, no es problema tuyo, ¿no?

—Yo soy quien juzga lo que es o no mi problema.

A Quentin le picaba la nuca. Él y el intermediario no habían empezado con buen pie. Sopesó las ventajas de poner en práctica algo de magia defensiva básica. Prudente pero que asustara lo bastante al intermediario para que probara un ataque preventivo. Lanzó una mirada a Julia pero ella apenas seguía la conversación.

—Vale. He venido aquí a negociar.

—Mira en el cuenco.

Mirar el cuenco de plata en aquella situación parecía mala idea. Quentin se levantó.

—Mira, si no puedes ayudarnos, vale. Nos marchamos. Pero si puedes ayudarnos, danos un precio. Lo pagaremos.

—Oh, pero no tengo por qué darte nada de nada. No os he invitado aquí y yo decidiré cuándo os podéis ir. Mira en el cuenco.

La voz adoptó entonces un tono agudo y susurrante.

—Mira en el cuenco.

La situación estaba empeorando por momentos. Todo parecía negativo. Cogió a Julia del brazo y la obligó a levantarse.

—Nos vamos —dijo—. Ahora mismo.

Dio un golpe al cuenco de plata, se cayó de la mesa y chocó contra la pared. De él salió un trozo de papel. A pesar de sus reticencias, Quentin lo miró. Había conjuros que podían practicarse con solo leerlos. El papel incluía las palabras PAGARÉ: UN BOTÓN MÁGICO con un rotulador mágico de trazos toscos.

La puerta se abrió detrás de ellos y Quentin se esforzó para colocarse detrás de la mesa.

—¡Oh, mierda! ¡Ha mirado en el cuenco!

La voz era mucho más baja que la que había hablado hasta entonces. Era una voz que Quentin conocía bien. Era la de Josh.

* * *

Quentin le abrazó.

—¡Cielos! —dijo hacia el hombro ancho y reconfortante de Josh—. ¿Qué pasa, tío?

No comprendía cómo siquiera era posible que Josh estuviera allí, pero daba igual. Probablemente no diera igual, pero ya se vería. Ni siquiera le importaba que Josh les hubiera manipulado. Lo que importaba en esos momentos es que no iban encaminados a otro desastre. No iban a pelear. A Quentin le temblaban las rodillas. Era como si hubiera navegado tan lejos desde el mundo seguro y ordenado que conocía que regresaba dando la vuelta por el otro lado, por el extremo contrario, y ahí estaba Josh, una isla de calidez y familiaridad.

Josh se separó con delicadeza.

—¡Y bueno! —exclamó—, ¡bienvenido a la mierda, tío!

—¿Qué coño estás haciendo aquí?

—¿Yo? ¡Estoy en mi casa! ¿Qué haces tú aquí? ¿Por qué no estás en Fillory?

Era el mismo Josh: cara redonda, con sobrepeso y risueño. Parecía un abad de los que hacen cerveza, no más viejo en apariencia que la última vez que Quentin le había visto, hacía más de tres años. Josh cerró la puerta detrás de ellos con cuidado.

—Toda prudencia es poca —dijo—. Tengo una imagen que proteger. Pasa algo así como lo del Mago de Oz, no sé si me entiendes.

—¿Qué pasa con el cuenco?

—Eh, no tenía mucho tiempo. Me pareció espeluznante, ¿sabes? «Mira en el cuenco… mira en el cuenco…». —Imitó la voz.

—Josh, Julia. Os conocéis, ¿no?

Se habían visto una vez antes, en la carrerilla caótica previa al gran retorno a Fillory, antes de que Josh se marchara solo a Ningunolandia.

—Hola, Julia. —Josh le dio un beso en cada mejilla. Por lo que parecía, ahora actuaba a la europea.

—Hola.

Josh meneó ambas cejas hacia Quentin con expresión lasciva y de una manera que parecía físicamente imposible. Quentin estaba empezando a darse cuenta de la enorme suerte que había tenido. Josh tendría el botón mágico. Era su billete de vuelta a Fillory. Sus días de vagabundeo se habían acabado.

—Escucha —dijo—, tenemos ciertos problemas.

—Sí, debéis de tenerlos si habéis venido aquí.

—Ni siquiera sé dónde es aquí.

—Estás en mi casa, ahí es donde estás. —Josh hizo un movimiento exagerado con los brazos—. En un enorme «palatso» que te cagas en el Gran Canal.

Les acompañó a recorrer el edificio. El palazzo tenía cuatro plantas, las dos inferiores para comercios y las dos superiores para los aposentos privados de Josh, a los que se retiraron. El suelo era de losas de mármol enormes con remolinos de color rosa y las paredes de yeso medio desmoronado. Todas las habitaciones tenían dimensiones distintas y daban la impresión de estar construidas sobre la marcha, siguiendo una serie de impulsos caprichosos que ahora eran imposibles de reconstruir.

Viva la gran búsqueda de Fillory, pero ahora necesitaban un respiro. Julia pidió un baño caliente que, francamente, necesitaba de verdad. Quentin y Josh se retiraron al gigantesco comedor, iluminado por una sola lámpara de araña modesta. Mientras daban cuenta de unos espaguetis negros, Quentin explicó lo mejor que pudo lo que había ocurrido y por qué estaban allí. Cuando acabó, Josh explicó lo que le había pasado a él.

Con Quentin, Eliot, Janet y Julia cómodamente instalados en los tronos de Fillory, Josh había cogido el botón y se había embarcado en una exploración de Ningunolandia. Había visto todo lo que le interesaba de Fillory y no le había gustado y, de todos modos, estaba harto de estar a la sombra de los demás. No quería ser comonarca de Fillory, quería hacer las cosas a su manera. Quería encontrar su propio Fillory. Quería rollo.

Josh era despreocupado en muchos aspectos, lo que comía, lo que vestía, lo que fumaba, lo que decía, lo que hacía, pero en Brakebills no te aceptaban sin ser un genio en algún sentido, y dependiendo de lo que estuviera en juego, era perfectamente capaz de ser sumamente metódico e incluso meticuloso. En este caso lo que estaba en juego era lo adecuado. Inició un estudio exhaustivo de Ningunolandia.

No era algo que tomarse a la ligera. Que se supiera, las plazas y fuentes de Ningunolandia se extendían hasta una distancia infinita en todas direcciones, nunca se repetían y cada una conducía a un mundo distinto y quizás incluso a un universo totalmente diferente. No era nada difícil estar tan perdido que resultara imposible encontrar el camino de vuelta a casa.

Josh se había propuesto ir a la Tierra Media, igual que el escenario de El señor de los anillos de Tolkien. Porque si Fillory era real, ¿por qué no la Tierra Media? Y si la Tierra Media era real, aquello significaba que un montón de cosas probablemente también fueran reales: las elfas y las lembas y el miruvor y Eru Ilúvatar y vete a saber qué más. Pero, en realidad, cualquier sitio habría bastado siempre y cuando fuera razonablemente cálido y revitalizador y habitado por personas dotadas de los órganos apropiados y las ganas de compartirlos con Josh. El multiverso era su cadena de restaurantes preferida.

Estaba resuelto a subir en espiral desde la fuente de la Tierra, cuadrado a cuadrado, trazando el mapa con cuidado al hacerlo. No le haría falta gran cosa. En Ningunolandia no se pasaba hambre. Se llevó una hogaza de pan, una botella de vino bueno, ropa cálida, seis onzas de oro y una pistola inmovilizadora.

—El primer mundo fue una cagada total —dijo—. Desierto por todas partes. Dunas increíbles, pero nadie a la vista, así que usé el botón para salir rápidamente de allí. El siguiente era de hielo. El otro, un bosque de pinos. Ese estaba habitado por una especie de amerindios. Pasé dos semanas allí. Nada de amor pero perdí casi cinco kilos. También me gané una tonelada de wampum.

—Un momento, espera. ¿Estos mundos eran igual en todas partes? Me refiero a si tenían el mismo clima y ya está.

—Pues no sé. Ni siquiera sé si esos otros mundos son esféricos. O si tienen forma de disco o de anillo o yo qué sé. Tal vez no funcionen del mismo modo. Quizá no tengan latitud. Pero tampoco pensaba ir a otra zona climática para descubrirlo. Era bastante más fácil pasar a la siguiente fuente.

»Cielos, la de cosas que vi. La verdad, tendrías que hacerlo algún día. Algunos días iba a una docena de mundos. Era como una caída libre por el multiverso. Un árbol gigante sin comienzo ni final. Una especie de mundo magnético, en el que todo se pegaba. Otro era elástico. Otro sólo tenía escaleras, escaleras y más escaleras. ¿Qué más? Otro estaba al revés. Uno era ingrávido y flotabas por el mundo exterior, salvo que el espacio era cálido y húmedo y olía a algo parecido al romero.

»¿Y sabes lo que es real? ¡Los teletubbies! Lo sé, ¿vale? Es una locura.

—No me dirás…

—No, no, ahí no fui. Pero no me habría costado nada. De todos modos, no todo era tan exótico. A veces encontraba un mundo que era como el nuestro pero con una cosa que era distinta, como que la economía se basaba en el estroncio o que los tiburones eran mamíferos o que había más helio en el aire, por lo que todo el mundo tenía la voz aguda.

»Después de todo eso conocí a una chica. Tío, qué bonito. Ese mundo estaba lleno de montañas, como en las pinturas chinas, que sobresalían por entre la neblina y en realidad la gente tenía pinta asiática. Vivían en esas ciudades tipo pagoda colgante y adornada. Pero quedaba muy poca gente porque siempre estaban enzarzados en esas guerras interminables con otros pueblos de las montañas, por ningún motivo aparente. Además se caían muy a menudo de los acantilados.

»Probablemente yo fuera la persona más gorda que habían visto en su vida pero les daba igual. Creo que les parecía atractivo. Como si significara que era buen cazador o algo así. Nunca antes habían visto magia, o sea que con esto tenía mucho ganado. Durante una temporada fui una especie de celebridad.

»Empecé a salir con una chica, una gran guerrera de una de las ciudades. Estaba muy metida en lo de la magia. Y además supongo que los hombres no estaban especialmente dotados con respecto al aparato, no sé si me entiendes.

—Creo que capto la esencia, sí —respondió Quentin.

—Resulta que murió. La mataron. Fue horrendo. Muy pero que muy triste. Al comienzo quería quedarme a luchar e intentar pescar a los asesinos pero luego me vi incapaz. Fue todo una estupidez. No podía meterme en lo de la guerra como hacían ellos, y aquello era vergonzoso para ellos, supongo, así que me echaron.

—Cielos. Lo siento.

Pobre Josh. Por su forma de hablar, a veces uno olvidaba que tenía sentimientos. Pero estaban allí, si se escarbaba lo suficiente.

—No, da igual. Bueno, no me dio igual pero qué se le va a hacer. Nunca iba a funcionar. Creo que quería morir de ese modo. A esa gente no le gustaba demasiado la vida o quizá sí y eso fuera lo que era la vida, yo qué coño sé.

»Entonces se fue todo a la mierda. Se acabó la diversión. Fui a esa especie de mundo griego, lleno de acantilados blancos y sol abrasador y mares oscuros. Ahí me acosté con una harpía.

—¿Mantuviste relaciones sexuales con una harpía para recuperarte de la otra pérdida?

—No sé si lo hice por eso. Alas en vez de brazos, básicamente. En los pies también tenía una especie de garras.

—Vale.

—Prácticamente echó a volar en plena faena. Plumas por todas partes. Fue más molestia que otra cosa. Todavía tengo una cicatriz donde me clavó las garras. Puedo…

—No quiero verlo.

Josh exhaló un suspiro. Se había quedado blanco, o mejor dicho gris bajo la barba incipiente. Entonces Quentin vio los años que se había perdido.

—Me refiero a que básicamente yo buscaba un montaje tipo Y: el último hombre, ¿vale? En el que yo era el único tío en un mundo de tías. Sé que existe. Por mí, como si eran todas lesbianas y yo me limitaba a mirar. Cualquier cosa me iba bien.

»De todos modos, después de eso empecé a deslizarme entre los mundos. Mundos, mundos, mundos. Dejó de importarme. Es como cuando has visto demasiado porno en Internet y ya nada parece real pero sigues dándole de todas formas. Llegaba a un mundo e inmediatamente empezaba a buscar una excusa para marcharme y pasar al siguiente. En cuanto veía que algo estaba mal, oh, aquí hay moscas, o el cielo tiene un color raro, o no hay cerveza, cualquier cosa que no fuera perfecta, me piraba.

»Entonces, una de esas veces, regresé y Ningunolandia se había ido a tomar por saco.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir a tomar por saco?

—Destrozado. Acabado. ¿Lo sabías? Si no lo hubiera visto, no me lo habría creído.

Apuró la copa de vino. Un hombre vino a rellenársela y Josh lo despidió.

—Whisky —pidió.

Continuó.

—Al comienzo pensé que era yo, que lo había roto. Que lo usaba demasiado, algo así. Cuando atravesé el agua con la cabeza esa última vez fue como si el frío me diera un puñetazo en la cara. El aire estaba helado y el viento removía la nieve seca en forma de polvo por las plazas.

—¿Cómo es eso? —preguntó Quentin—. Pensaba que en Ningunolandia ni siquiera tenían clima.

Le hizo pensar en la tormenta silenciosa, la que había destrozado el árbolreloj en Fillory. A lo mejor era el mismo viento.

—Allí hay algo muy fastidiado, Quentin. Algo va mal, algo básico. Sistémico, por así decirlo. La mitad de los edificios estaba en ruinas. Daba la impresión de que había caído un bombardeo. Todos esos bonitos edificios de piedra abiertos al cielo. ¿Te acuerdas de que en una ocasión Penny dijo que estaban llenos de libros? Creo que tenía razón porque el aire estaba lleno de páginas que revoloteaban por la ciudad.

Josh negó con la cabeza.

—Supongo que tenía que haber cogido unas cuantas para ver qué había en ellas. Tú lo habrías hecho. No se me ocurrió hasta después.

»¿Sabes en qué estaba pensando? En no morir. En ese momento estaba bastante lejos de la fuente de la Tierra, a un kilómetro y medio más o menos. Había cogido ropa de abrigo pero la había dejado cuando conocí a la harpía. Allí hacía un calor infernal. Y de todos modos ella me tiraba de la ropa constantemente.

»O sea que estaba prácticamente desnudo y muchos de mis puntos de referencia habían desaparecido. Muchas fuentes también habían desaparecido. Algunas estaban niveladas, otras, heladas. ¿Sabes qué? Allí realmente no puede hacerse magia. Un par de veces me quedé agachado en un rincón. Pensé en esperar la tormenta pero en realidad sólo quería dormir. Creía que no podía continuar. Podía haberme muerto. Me quedé ahí fuera durante media hora. Es un milagro que encontrara la fuente de la Tierra. Lo cierto es que pensaba que no lo conseguiría.

—Es increíble que lo consiguieras. —Típico de Josh. Justo cuando uno pensaba que estaba acabado, metía una marcha y, cuando lo hacía, era realmente indomable. Como aquella ocasión en Fillory, cuando había derrotado al gigante ardiente con el conjuro del agujero negro. Probablemente los enterrara a todos.

—Sigo intentando entenderlo —reconoció Josh—. Era como si alguien hubiera atacado Ningunolandia o lo hubiera maldecido, aunque ¿quién iba a hacerlo? No vi a nadie. Estaba tan vacío como siempre. Pensé que quizá… ya sé que es una tontería… pero pensé que a lo mejor veía a Penny.

—Sí.

—Me refiero a que no es que quisiera. No soportaba a ese tío. Pero estaría bien saber que no está muerto.

—Sí, estaría bien.

Quentin se puso enseguida a calcular si aquello significaba que él y Julia podían regresar a Fillory a través de Ningunolandia. En teoría seguía siendo posible. Tendrían que prepararse para el clima frío. Llevar un piolet.

—Siempre pensé que Ningunolandia era invulnerable —dijo Quentin—. Parecía estar fuera del tiempo, creía que nunca cambiaría. Pero parece ser que le alcanzó un terremoto, un terremoto y una tormenta de nieve a la vez.

—Ya lo sé. Increíble, pero cierto.

—Supongo que no te diste cuenta de si la fuente de Fillory seguía allí, ¿no? —preguntó Quentin—. Pensé que a lo mejor volvíamos por allí. A Fillory.

—No. ¿Entonces vuelves? No es que me parara un segundo mientras pasaba por allí. Pero, escucha, de todos modos no sé si puedes volver por ahí.

—¿Por qué no? Soy consciente de que Ningunolandia es una zona catastrófica, pero vale la pena probar. Regresaste a la Tierra. Pareces bastante asentado. Préstanos el botón un momento y nos vamos.

—Sí, ya, ahí está la cosa precisamente.

Josh no miró a Quentin a los ojos. Observó un cuadro que colgaba de una pared desconchada detrás de Quentin como si nunca lo hubiera visto.

—¿Qué?

—Ya no tengo el botón.

—¿Que no lo tienes?

—No. Lo vendí. No sabía que todavía lo querías.

Quentin no daba crédito a sus oídos.

—No es verdad. Dime que no lo vendiste.

—¡Te estoy diciendo que sí! —replicó Josh indignado ¿Cómo coño te crees que pagué el puto palazzo veneciano?