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Julia no volvió a ver a Quentin hasta al cabo de un año y medio.

Era difícil localizarlo. Al parecer no tenía móvil o ni siquiera teléfono ni dirección de correo electrónico. Sus padres hablaban con vaguedades. Ni siquiera estaba convencida de que supieran cómo encontrarlo. Pero ella sí sabía cómo encontrarlos a ellos y tenía que volver a casa de vez en cuando, como un perro a su vómito. Quentin no tenía una relación muy buena con sus padres pero tampoco era del tipo que los evitaba por completo. En realidad no tenía necesidad.

Sin embargo, Julia sí que tenía esa necesidad. No le costaba nada desaparecer, no tenía ningún vínculo fuerte con la comunidad. Cuando se enteró de que los Coldwater habían vendido la casa y se habían mudado a Massachusetts, levantó el campamento y les siguió. Incluso un pueblo de mala muerte como Chesterton tenía conexión a Internet y agencias de trabajo temporal, no, sobre todo los pueblos de mala muerte como Chesterton, y aquello era lo único que le hacía falta. Alquiló una habitación encima de un garaje a un jubilado con bigote de conserje que probablemente tuviera una cámara de vídeo escondida en el cuarto de baño. Se compró un Honda Civic destartalado cuyo maletero se cerraba con un alambre.

No odiaba a Quentin. No se trataba de eso. No tenía problemas con Quentin, solo que se interponía en su camino. Para él había sido todo fácil y para ella muy difícil y ¿por qué? No había ningún motivo justificable. Él había aprobado un examen y ella había suspendido. Aquello ponía la prueba en tela de juicio, no a ella, pero ahora su existencia era una verdadera pesadilla y él tenía todo lo que había deseado en la vida. Vivía una fantasía. La fantasía de ella. Quería recuperarla.

O ni siquiera eso. No pensaba arrebatarle nada. Sólo necesitaba que él le confirmara que Brakebills era real y abrir una grieta en la pared del jardín secreto lo bastante ancha para dejarla pasar. Él era su infiltrado.

La cosa funcionaba así: todas las mañanas antes de ir a trabajar pasaba con el coche delante de la casa de los Coldwater. Cada noche alrededor de las nueve volvía a pasar por delante, salía y recorría en silencio el perímetro del jardín en busca de indicios de su presa. Por la noche y desde el exterior, en una McMansion como aquella, con ventanales de cristal doble, se ve perfectamente todo lo que hacen los del interior como si fuera un cine al aire libre. Volvía a ser verano, y las noches de estío olían a hierba masacrada y sonaban al folleteo de los grillos. Al comienzo, de lo único que se enteró fue de que la señora Coldwater era pintora aficionada predecible pero buena en la modalidad de pop art, ya pasada de moda, y que el señor Coldwater tenía debilidad por el porno y las lloreras.

La bestia no asomó el rostro hasta septiembre.

Quentin no había cambiado, siempre había sido larguirucho pero ahora parecía un esqueleto. Tenía las mejillas hundidas, los pómulos marcados. La ropa le colgaba; el pelo lacio (córtate el pelo de una puta vez, no eres Alan Rickman).

Tenía una pinta horrible. Pobrecillo. En realidad tenía la misma pinta que Julia.

No le abordó de inmediato. Tenía que prepararse psicológicamente para la ocasión. Ahora que estaba donde ella quería, de repente le daba miedo tocarle. Dejó de aceptar trabajos temporales y se dedicó a Quentin a tiempo completo. Pero no se alejó del radar.

Cada mañana alrededor de las once le veía salir de la casa dando un portazo con una mochila marrón y dirigirse al centro a toda pastilla en una bicicleta de diez velocidades blanca tan antigua que daba risa. Lo siguió desde cierta distancia. Menos mal que estaba totalmente ensimismado y obsesionado consigo mismo porque, de lo contrario, se habría fijado en el Honda rojo que petardeaba y que seguía todos sus movimientos. Allí estaba, la prueba fehaciente de todo aquello que ella siempre había querido. Si él no podía, o no quería, ayudarla, todo acabaría. Habría perdido dos años de su vida. El temor de descubrirlo la paralizaba pero con cada día que pasaba el riesgo de que él volviera a desaparecer iba en aumento. Entonces volvería al punto de partida.

Lo único que a Julia se le ocurría era que, si era necesario, se acostaría con él. Sabía lo que él sentía por ella. Haría cualquier cosa por acostarse con ella. Era la opción nuclear, pero funcionaría. Riesgo cero. Era su as en la manga, por así decirlo.

Quién sabe, a lo mejor no estaba tan mal. Sin duda sería distinto de las exhibiciones gimnásticas de James con un ritmo tan perfecto. Ni siquiera sabía por qué estaba tan decidida a que Quentin no le gustara. A lo mejor tenía razón, a lo mejor era el hombre que necesitaba. Era difícil saberlo porque se mezclaba con todo lo demás y había perdido la práctica de albergar sentimientos hacia otras personas. Hacía tiempo que nadie la tocaba. Nadie desde el trabajador del zoo en la fiesta, y la cosa se había reducido a un manoseo espástico por encima de la ropa, totalmente aséptico. El paciente se resistía bajo el bisturí mientras ella practicaba la operación. Se sentía desconectada de su cuerpo, de cualquier tipo de placer. La doctora Julia observó, como mera constatación, que se había vuelto tan poco cariñosa y tan poco receptiva que daba miedo. Había guardado todo aquello a puerta cerrada y había fundido la llave.

En un cementerio que había detrás de la iglesia, en el que Quentin se había refugiado, activó la trampa. Cuando lo recordaba se enorgullecía de ello. Podía haber perdido la chaveta pero no fue así. Triunfó. Dijo su parte y conservó su orgullo y le demostró que era tan buena como él. Dejó las cosas claras. Incluso le enseñó el conjuro, el del rastro del arco iris, el que había perfeccionado durante los últimos seis meses. Incluso la posición matadora de las manos, la de los pulgares, la realizaba con gran precisión. Nunca se lo había enseñado a nadie y le agradó sobremanera poder practicarlo con público delante. Se apoderó de la playa como un puto marine.

Y cuando llegó el momento de la opción nuclear, cuando el teléfono rojo sonó en la sala de guerra, Julia ni se había inmutado. Oh, no. Había cogido el teléfono. Si era necesario, seguiría ese camino.

Pero el problema fue que él no quiso. Ella no había contemplado esa posibilidad. Se le había ofrecido, de la forma más clara posible. Se había atravesado con el anzuelo y se había pavoneado delante de él, meneando su cuerpo rosado, pero él no había picado. Julia sabía que se había dejado llevar un poco por las apariencias pero aun así… Vamos. No cuadraba.

El problema no era ella, sino él. Algo o alguien le fastidiaba. No era el Quentin que recordaba. Curioso, casi se le había olvidado que la gente podía cambiar. El tiempo se había detenido para ella el día que el señor Karras le había devuelto el trabajo de ciencias sociales, pero fuera del interior mohoso y oscuro de su habitación, el tiempo había seguido avanzando. Y durante aquel tiempo Quentin Coldwater el Pacífico había conseguido que se le pusiera dura con alguien que no era Julia.

Bueno, mejor para él.

Cuando él se marchó, se tumbó en la hierba fría, suave y húmeda del cementerio. Llovía y no le importó mojarse. No es que estuviera equivocada, estaba en lo cierto. Él había confirmado todo lo que ella había sospechado, sobre Brakebills, la magia y todo lo demás. Era todo verdad y era extraordinario. Era todo lo que quería que fuera. Su obra teórica había sido sumamente rigurosa y había recibido la recompensa de la plena validación experimental.

Lo que pasaba era que él no podía hacer nada por ella. Era todo cierto, no era un sueño ni una alucinación psicótica, pero no iban a dejar que se saliera con la suya. Existía un sitio que era tan perfecto y mágico que había hecho feliz incluso a Quentin. Allí no sólo había magia sino también amor. Quentin estaba enamorado. Pero Julia no. Estaba desamparada. Hogwarts estaba completo y su candidatura había pasado. La motocicleta de Hagrid nunca retumbaría delante de su puerta. Ninguna carta color crema le caería por la chimenea.

Se quedó ahí pensando, en la hierba húmeda y fértil del cementerio, ante la tumba de un feligrés cualquiera, querido hijo, esposo, padre, y pensó que había estado en lo cierto acerca de casi todo. Casi había sacado la mejor nota. Sólo un negativo. Sólo había fallado una pregunta.

Pensó en lo que se había equivocado. «Creía que nunca podrían conmigo».