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Julia se lo tomaba con filosofía. Pero el problema de tomárselo así era que era lento. Sabían que estaba ahí fuera y tarde o temprano tendrían que lidiar con ella. Lo único que tenía que hacer era esperarles. Pero mientras tanto iban pasando las semanas. Los alumnos se graduaban. Julia incluida, probablemente, aunque no asistió a la ceremonia.

El verano convirtió su habitación oscura en un horno de convección, que horneaba el contenido hasta que quedaba crujiente, hidróptico y duro, y luego llegó el otoño y el tiempo se suavizó. La hiedra que ascendía por la parte trasera de la casa cambió de color y se onduló por efecto del viento, y la lluvia salpicaba la ventana. Notó que el barrio se vaciaba a medida que sus compañeros de clase se marchaban a la universidad. Ella no. Había cumplido los dieciocho, era una adulta responsable. La historia de su falta de mayoría de edad ya había terminado. Nadie podía obligarla ya a hacer nada.

Volvía a respirar más tranquila con respecto a sus viejos amigos, los amigos de la primera Julia, que se habían marchado de la ciudad, pero al mismo tiempo estaba nerviosa. Estaba completamente sola. Muy sola. Había llegado hasta el extremo del mundo, colgada del borde por los dedos y se había decidido por la caída libre. ¿Caería continuamente?

Julia hacía cualquier cosa para pasar el tiempo. Perdía el tiempo, lo mataba, lo masacraba y ocultaba los cadáveres. Arrojaba sus días a puñados a la hoguera con ambas manos y contemplaba cómo se convertían en humo fragante. No resultaba fácil. A veces tenía la impresión de que las horas se habían detenido. Se enfrentaban a ella al pasar, una tras otra, como heces persistentes. El Scrabble online y las películas le ayudaron a matar el tiempo. Pero fue incapaz de ver Jóvenes y brujas más de tres veces.

Y sí, claro, pasó seis semanas en un centro psiquiátrico. Bueno, ya lo había dicho. Era horrible, y ella lo vio venir, pero lo cierto es que no podía culpar a sus padres. Le dieron a elegir, la escuela universitaria o la academia de la risa, y ella eligió la segunda puerta. ¿Qué iba a decir? Pensó que era un farol y lo exigió. Los entendió y se echó a llorar.

Así que eso fue lo que ocurrió. Pese a pensar que sería malo, fue peor. Seis semanas de mal olor, comida mala y de escuchar a su compañera de habitación, que tenía los brazos repletos de cicatrices de cuchilla desde la muñeca hasta la axila, revolviéndose y hablando en sueños sobre transformadores, transformadores, todo es un transformador, ¿por qué no se transforman de una vez?

¿Quién es la loca ahora? Esas películas eran incluso peores que Jóvenes y brujas.

Así pues, hablaba con los psiquiatras dando rodeos y se tomaba las medicinas, lo cual ayudó a que el calendario fuera avanzando. Está claro que el tiempo vuela cuando uno se divierte, y con lo de divertirse se refería a Nardil. A veces realmente pensaba que era preferible estar muerta, pero no pensaba darle ese gusto a esos cabrones. No conseguirían agotarla. Ni hablar. Ni hablar.

Al final la devolvieron al remitente. Los médicos no sabían qué hacer con ella. No suponía un peligro ni para ella ni para los demás. Resultó que no estaba tan loca.

O sea que aquella era otra institución elitista de la que la habían echado. Para troncharse de la risa. Muchas gracias, habéis sido un público excelente. Me pasaré aquí toda la semana, todo el mes, todo el año, indefinidamente, hasta nuevo aviso.

Al final, dado que tenía un poco de tiempo libre, abrió otro frente de guerra. Si la magia era real, tenía sentido que circulara información fiable sobre cómo usarla. Era imposible que los de Brakebills tuvieran la exclusiva. Era inevitable; resultaba obvio para cualquiera que supiera algo sobre la teoría de la información. Era imposible almacenar tal cantidad de datos con un hermetismo absoluto. Habría demasiada información y demasiados poros por los que filtrarse. Empezaría a abrir un túnel desde su lado de la pared.

Inició un estudio sistemático. Su siempre hambriento cerebro agradecía tener algo que masticar, así lo mantenía ocupado, aunque no contento. Hizo una lista de las principales tradiciones mágicas y de las secundarias. Compiló bibliografías de los textos más importantes. Los leyó todos y centrifugó la información práctica y rechazó el resto, la matriz de tonterías místicas inútiles en la que estaba suspendida. Para ello tuvo que salir varias veces de casa, hacer algunas incursiones furtivas al Gran Salón Azul. Pero aquello tuvo el beneficio adicional de aplacar a sus padres un poco, por lo que, en el fondo, era positivo.

Molió e hirvió. Olisqueó y embadurnó. Era divertido, como la búsqueda de un animal carroñero. Rebuscó por tiendas de marihuana y por las secciones de hierbas ecológicas y se familiarizó con las tiendas de suministro para restaurantes de Bowery, una gran fuente de artículos de ferretería baratos, y con las tiendas online que vendían a los laboratorios. Era increíble lo que te llegaban a mandar por correo con una identidad falsa, una cuenta de PayPal y un apartado de correos. Si aquello de la magia no prosperaba, siempre podía dedicarse al terrorismo doméstico.

En una ocasión se pasó una semana entera intentando hacer unos mil nudos en un pedazo de cuerda antes de seguir leyendo y darse cuenta de que la cuerda debía tener entrelazado un pequeño mechón de su pelo, por lo que tuvo que repetirlo otra vez. Siempre había sido una obsesa del trabajo, nunca conseguía llevar la obsesión al máximo, esa era la broma de James, pero incluso ella tenía sus límites. En dos ocasiones llegó incluso a matar a un animal pequeño, un ratón y un sapo, en silencio en el patio, al amparo de la oscuridad. Eh, era el ciclo de la vida. Hakuna matata. Lo cual, por cierto, es una frase en swahili de origen moderno y que no sirve absolutamente de nada independientemente de las veces que la cantes.

De hecho, nada servía. Siguió no sirviendo cuando se mudó de la casa de sus padres a un estudio situado encima de una tienda de bagels, que tuvo que pagarse con un trabajo temporal, si bien suponía que tenía más espacio para trazar pentagramas y su hermana no le robaría los hechizos ni aporrearía la puerta y se largaría corriendo mientras ella hacía sus cánticos (por desgracia, el miedo que solía provocarle en cierto modo ya se había atenuado). No sirvió de nada incluso después de hacerle una paja a un simio de unos veintitantos años que no podía creerse lo afortunado que era en el baño en una fiesta sólo porque dijo que conseguiría hacerla entrar en el zoo de Prospect Park fuera del horario de apertura, dado que el zoo ofrecía algo así como un servicio integral para algunos preparados africanos. Además necesitaba semen para un par de cosas, aunque afortunadamente para el trabajador del zoo ninguna de las dos funcionó.

En una ocasión, sólo una, llegó a oler algo real. No salió de un viejo códice mohoso sino de Internet, aunque era antiguo para los estándares de la Red, el equivalente en Internet a un viejo códice mohoso encuadernado con la mejor piel de becerro fetal.

Había estado investigando los archivos de una vieja BBS gestionada desde Kansas City a mediados de la década de 1980. Probaba con las típicas palabras de búsqueda clave y obtenía la cantidad habitual de basura, como suele pasar. Era como rastrear las radiaciones estelares en busca de vida extraterrestre. Pero uno de los resultados se parecía sospechosamente a una señal y no al ruido de siempre.

Era un archivo de imagen. En los oscuros días de los módems de 2400 baudios, los archivos de imagen tenían que enviarse en código hexadecimal en paquetes de diez o veinte partes, dado que la cantidad de datos de una imagen superaba con creces la longitud permitida para un único envío. Se guardaban todos los archivos juntos en una carpeta y luego se utilizaba una pequeña utilidad para comprimirlos en un único documento y descodificarlos. La mitad de las veces un carácter o dos se perdía por el camino y el marco completo se perdía y uno acababa sin nada. Ruido, interferencias, nieve. La otra mitad acababas con la fotografía de una bailarina de estriptis con barriga y la cicatriz de la cesárea, vestida tan sólo con la parte inferior del uniforme de animadora de instituto.

Pero si pensaba descifrar el negocio de la magia, necesitaría algo más que una mitad.

Aquella imagen, una vez comprimida y descodificada, era el escáner de un documento manuscrito. Un pareado, dos líneas en un idioma que no reconocía, transcritas fonéticamente. Encima de cada sílaba había un pentagrama musical que indicaba el ritmo y (en un par de casos) la entonación. Debajo había un dibujo de una mano humana realizando un gesto. No había indicaciones de lo que era el documento, ningún título ni explicación. Pero era interesante. Poseía una calidad llena de intención, como de delineante, y precisa. No parecía un proyecto artístico ni una broma ya que había requerido demasiado esfuerzo.

Primero practicó por separado. Dio las gracias a los diez años de clase de oboe que le permitieron cantar a simple vista. Las palabras eran sencillas pero la posición de las manos era matadora. Cuando iba por la mitad volvió a pensar que era una broma, pero era demasiado tozuda como para darse por vencida. Lo habría dejado en aquel mismo instante pero, a modo de experimento, probó con las primeras sílabas y descubrió que tenían algo distinto. Empezó a notar que se le calentaban las yemas de los dedos. Le bullían como si hubiera tocado una batería. El aire se le resistía, como si se hubiera vuelto ligeramente viscoso. Algo nuevo se le revolvió en el pecho. Algo que había estado dormido toda su vida y que, ahora de repente, haciendo aquello, había tocado y se había movido.

El efecto se esfumó en cuanto paró de hacerlo. Eran las dos de la mañana y a las ocho empezaba su turno de procesadora de textos en un bufete de abogados de Manhattan (el procesamiento de textos era lo único que le quedaba. Mecanografiaba a la velocidad del rayo pero su aspecto y modales al teléfono habían degenerado hasta tal punto que en su último trabajo de recepcionista la habían mandado a la mierda nada más verla). No se había duchado ni había dormido en dos días y hacía dos meses que no cambiaba las sábanas. Tenía los ojos llenos de arenilla. Se puso de pie ante el escritorio y lo volvió a probar.

Tardó dos horas más antes de completarlo todo por primera vez. Las palabras estaban bien, y la entonación y el ritmo. La posición de las manos seguía siendo de chiste, pero algo había encontrado. Aquello no era una chorrada. Cuando paraba, los dedos dejaban rastro en el aire. Era como una alucinación, el tipo de efecto óptico que se obtiene después de una operación con láser chapucera, o quizá después de pasarse dos noches seguidas sin dormir. Movió la mano y dejó estelas de color en su campo de visión: rojo del pulgar, amarillo, verde, azul y luego púrpura del meñique.

Notó aquel olor eléctrico. Era el olor de Quentin.

Julia subió al tejado. No quería tocar nada mientras el hechizo estuviera en marcha, era como el esmalte de uñas recién aplicado, pero tenía que ir a algún sitio, por lo que subió por la escalera de acero, abrió la trampilla y apareció en la jungla de papel de alquitrán y aparatos de aire acondicionado. Se puso de pie en el tejado e hizo formas de arco iris con las manos contra el cielo azulado previo al amanecer hasta que dejó de funcionar.

Era magia. ¡Magia verdadera! ¡Y la hacía ella! Hakuna matata, qué pasada. O no estaba loca o había perdido la chaveta definitivamente, y no pensaba recuperarla. De cualquiera de las maneras, sentía una alegría inmensa.

Luego bajó y durmió una hora. Cuando se despertó vio que los dedos habían dejado manchas multicolores en las sábanas. Notaba un enorme vacío en el pecho, como si alguien le hubiera limpiado todos los órganos con un cuchillo de cocina, como quitarle la médula a una calabaza hueca lista para Halloween. Hasta entonces no se le había ocurrido rastrear quién había enviado el archivo al BBS pero cuando lo hizo resultó que el envío había desaparecido.

Pero el hechizo seguía funcionando. Lo volvió a practicar y funcionó otra vez. Luego, procurando no tocarse la cara con los dedos de colores, apoyó la cabeza en la mesa y lloró como un niño al que han pegado.