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—De acuerdo —dijo—. De acuerdo. Es decepcionante.

Se sentó en el bordillo con los codos apoyados en las rodillas mientras contemplaba los cables del tendido eléctrico e intentaba razonar consigo mismo. Las rascadas de las manos le escocían y le daban punzadas. Parecía ser finales de verano. Por algún motivo, lo que más le sorprendía, después de haber pasado dos años en Fillory, eran los cables del tendido eléctrico.

Eso y los coches. Parecían animales. Animales ariscos y extraños. Julia estaba sentada en la hierba, abrazándose las rodillas y meciéndose ligeramente. Daba la impresión de que estaba peor que él.

A Quentin se le estaba cayendo el alma a los pies en aquel maldito planeta inútil. Yo era rey. Tenía un barco. Tenía un hermoso barco, ¡mi propio barco!

Era como si alguien intentara enviarle un mensaje. Si era así, ya lo tenía. Mensaje recibido.

—Lo pillo —dijo en voz alta—. Te oigo. Ya lo pillo.

Soy rey, pensó. Sigo siendo un rey aunque esté en el mundo real. Nada puede arrebatarme eso.

—No pasa nada —declaró—. Esto va a salir bien.

Era un experimento que consistía en decir lo que quería que fuera verdad, para ver si así realmente lo era.

Julia estaba entonces a cuatro patas. Vomitó algo fino y amargo en la hierba. Él se le acercó y se arrodilló a su lado.

—Te pondrás bien —dijo.

—No me encuentro bien.

—Vamos a arreglar esto. Te pondrás bien.

—Deja de decir eso. —Tosió y escupió en el césped—. No lo entiendes. No puedo estar aquí. —Intentó encontrar las palabras adecuadas—. No debería. Tengo que marcharme.

—Cuéntame.

—¡Tengo que marcharme!

¿Acaso la llave pensaba que él quería regresar a casa? Aquel no era su hogar. Quentin alzó la vista hacia la casa. No había señales de vida. Se sintió aliviado, en esos momentos no estaba de humor para hablar con sus padres. Era un barrio elegante, con casas grandes que incluso podían permitirse el lujo de estar rodeadas de césped.

Una vecina les observaba desde la ventana del salón.

—¡Hola! —Saludó con la mano—. ¿Qué tal?

El rostro desapareció. La propietaria corrió la cortina.

—Vamos —le dijo a Julia. Exhaló con determinación. Seamos valientes—. Entremos, duchémonos. Quizá podamos cambiarnos de ropa.

Iban con la vestimenta típica de Fillory. Nada discreta. Ella no respondió.

Quentin intentaba controlar el pánico. Cielos, había tardado veintidós años en llegar a Fillory la primera vez. ¿Cómo lo conseguiría otra vez? Se giró hacia Julia pero no estaba allí. Se había levantado y se alejaba de él caminando con paso inseguro por la ancha y vacía calle de la zona residencial. Se la veía diminuta en medio de tanto asfalto.

Aquello era otra cosa rara. El asfalto no se parecía a nada que existiera en la naturaleza.

—Eh, ven. —Se levantó y trotó tras ella—. ¡Probablemente haya barritas de helado en el congelador!

—No puedo quedarme aquí.

—Yo tampoco. Pero no sé qué hacer al respecto.

—Yo vuelvo.

—¿Cómo?

No respondió. La alcanzó y caminaron juntos bajo la luz mortecina. Reinaba el silencio. La luz multicolor de televisores gigantescos parpadeaba en las ventanas. ¿Desde cuándo los televisores eran tan grandes?

—Sólo sabía una forma de llegar a Fillory y era con el botón mágico. Y Josh lo tenía la última vez que lo vimos. A lo mejor le encontramos. O quizás Ember podría invocarnos para que volvamos. Aparte de eso, tengo la impresión de que estamos jodidos.

Julia estaba sudando. Se tambaleaba ligeramente al andar. Independientemente de lo que le pasara, aquello no mejoraba su situación. Tomó una decisión.

—Iremos a Brakebills —dijo—. Allí encontraremos a alguien que nos ayude.

Ella no reaccionó.

—Sé que está lejos…

—No quiero ir a Brakebills.

—Lo sé —dijo Quentin—. Yo tampoco me muero de ganas de ir. Pero es un lugar seguro, nos darán de comer y alguien de allí tendrá la fórmula para hacernos regresar.

En su fuero interno dudaba que algún profesor tuviera idea de cómo moverse por el multiverso, pero quizá supieran cómo encontrar a Josh. O a Lovelady, el chatarrero que había sido el primero en encontrar el botón.

Julia tenía la vista fija en lo que había delante. Durante unos instantes Quentin pensó que no respondería.

—No quiero ir —declaró ella.

Pero dejó de caminar. Junto a la acera había un potente coche azul brillante aparcado, un vehículo bajo y con el morro pronunciado con un capó turbo delante y alerón trasero. El regalo de algún ricachón impresentable de dieciséis años. Julia miró en derredor unos instantes y luego se situó en el césped, donde un paisajista había colocado una hilera de piedras del tamaño de una cabeza. Cogió una como si fuera una pelota medicinal y la levantó con una facilidad pasmosa con sus brazos tipo palillo y medio la tiró y medio la dejó caer contra la ventana del conductor del coche.

Quentin ni siquiera tuvo tiempo de dar un consejo o su opinión, algo parecido a «no tires la piedra contra la ventana». Ya había ocurrido.

Necesitó dos intentos para atravesarla; el cristal de seguridad se rayó y expandió antes de ceder. La alarma resultaba ensordecedora en la quietud de la zona residencial pero, increíblemente, no se encendió ninguna luz de la casa. Julia introdujo la mano por el boquete y abrió la puerta con destreza, luego dejó la piedra en el asfalto y ocupó el asiento envolvente de vinilo negro.

—Debes de estar de broma —dijo él.

Julia cogió una esquirla de cristal y se cortó la almohadilla del pulgar con ella. Susurrando algo, presionó el extremo del pulgar ensangrentado contra el contacto.

La alarma paró. El coche cobró vida y sonó la radio, «Poundcake» de Van Halen. Levantó el culo y retiró con la mano el resto de los cristales del asiento.

—Entra —dijo ella.

A veces hay que hacer lo que te mandan. Quentin dio la vuelta, aunque para que hubiera quedado más auténtico tenía que haberse deslizado por el capó, pero ella apretó el acelerador antes de que él siquiera tuviera tiempo de cerrar la puerta. Se marcharon de la manzana de sus padres a toda velocidad. Le costaba creer que nadie hubiera llamado a la policía, pero no oía ninguna sirena; o era magia de la buena o una suerte muy tonta. Ella no apagó la música de Van Halen, ni siquiera la bajó. La calle gris discurría bajo sus pies. De todos modos, era mejor que un carruaje.

Julia bajó lo que quedaba de la ventanilla rota para que no se viera el desaguisado.

—¿Cómo narices has hecho eso? —preguntó él.

—¿Sabes hacer el puente? —preguntó—. Pues esto es el «no puente». Así lo llamábamos nosotros en los viejos tiempos.

—¿En qué viejos tiempos ibas por ahí robando coches? ¿Y con quién lo hacías?

No respondió, dobló una esquina a demasiada velocidad y el coche se escoró sobre la ridícula suspensión demasiado flexible.

—Era una señal de stop —dijo Quentin—. Sigo pensando que deberíamos ir a Brakebills.

—Estamos yendo a Brakebills.

—Has cambiado de opinión.

—Cosas que pasan. —El pulgar le seguía sangrando. Se lo chupó y se limpió en los pantalones—. ¿Sabes conducir?

—No. Nunca me he sacado el carné.

Julia soltó un juramento. Subió el volumen de la radio.

* * *

El trayecto entre Chesterton y Brakebills, o lo más cerca posible, duraba unas cuatro horas. Julia lo cubrió en tres. Cruzaron Massachusetts a toda velocidad, zumbando por las carreteras interestatales de Nueva Inglaterra que se habían abierto a través de bosques de pinos y tronaron por colinas verdes y bajas, flanqueadas por roca roja desnuda. La superficie de las rocas estaba resbaladiza por el agua de los manantiales subterráneos que aparecían por la onda expansiva del coche.

Atardeció. El coche olía al humo del tabaco del propietario. Todo era tóxico, químico y antinatural; el ribete de plástico, las luces eléctricas, la gasolina que consumía y que los impelía hacia delante. Aquel mundo era un derivado del petróleo. Julia dejó puesta la emisora de rock clásico durante todo el trayecto. Sería exagerado decir que se sabía la letra de todas las canciones que sonaban, aunque no demasiado.

Cruzaron el río Hudson en Beacon, Nueva York, y salieron de la interestatal para tomar una carretera secundaria de dos carriles que serpenteaba y presentaba elevaciones por culpa de marcas de arrastre sobre el hielo antiguas. Aparte de lo que canturreaba Julia, no hablaban. Quentin intentaba explicarse lo que les acababa de pasar. Estaba demasiado oscuro para la caminata hasta Brakebills esa noche, por lo que Julia le enseñó a sacar dinero sin tarjeta de un cajero automático de una gasolinera infestada de insectos. Compraron gafas de sol para ella, para ocultarle los ojos, y pasaron la noche en un motel en habitaciones separadas. Quentin retó mentalmente al recepcionista a que dijera algo sobre su vestimenta, pero no hubo suerte.

Por la mañana Quentin se duchó con agua caliente en un cuarto de baño de estilo occidental. Un punto a favor de la realidad. Permaneció bajo el agua hasta quitarse toda la sal del mar del pelo, aunque la bañera fuera de plástico y hubiera arañas en las esquinas y apestara a detergente y «ambientadores». Para cuando recogió, pagó la cuenta y se agenció una botella de Coca-Cola de medio litro de la máquina expendedora, Julia le esperaba sentada en el capó del coche.

Había prescindido de la ducha pero había mangado dos botellas de Coca-Cola. El coche escupió gravilla al salir del parking.

—Pensaba que no sabías dónde estaba —dijo Julia—. Eso es lo que me dijiste cuando te pregunté.

—Te dije eso —repuso Quentin— porque es verdad. No sé dónde está. Pero creo que hay forma de encontrarlo. Como mínimo conozco a alguien que supo cómo hacerlo.

Se refería a Alice. Lo había descubierto en el último año de instituto, por lo que ellos también tenían posibilidad de conseguirlo. Qué curioso que lo pensara en esos momentos. Iba a seguir los pasos de ella.

—Tendremos que caminar unos tres kilómetros por el bosque —dijo él.

—Eso no me importa.

—Un conjuro de visión debería revelarlo. Está velado para mantener alejados a los civiles. Hay un conjuro de los anasazi. O Mann. Tal vez baste con una revelación de Mann.

—Conozco el de los anasazi.

—Vale, perfecto. Entonces ya te diré cuándo.

Quentin se esforzó por mantener un tono neutral. No había nada que sacara más de quicio a Julia que la sensación de que un graduado en Brakebills la trataba con condescendencia. Por lo menos no le echaba la culpa de que les hubieran enviado de vuelta a la Tierra. O probablemente se la echara pero al menos no en voz alta.

Era una mañana calurosa de finales de agosto. El aire estaba saturado de una luz color bronce. A un kilómetro y medio de distancia, en el fondo del valle, avistaron el enorme río Hudson azul. Aparcaron en una curva de la carretera.

Comprendía que le tocara la moral e incluso algo más vital ser arrastrada de vuelta a Brakebills para suplicar ayuda. El hecho de que fuera su primera y mejor opción, y posiblemente la única, no cambiaba nada. Él no tenía la menor intención de quedarse en la Tierra. ¿Quería ir en busca de algo? Pues ahora ya sabía qué. La búsqueda consistía en regresar al lugar en el que se encontraba cuando había iniciado la dichosa búsqueda. Aquello tenía que servirle de escarmiento.

Antes de ponerse en marcha, Julia dedicó quince minutos a un conjuro sobre el que le informó secamente que haría que el coche les esperara una hora y luego condujera solo hasta Chesterton. Quentin no entendía cómo aquello podía ser siquiera remotamente posible, al nivel que fuera, pero se guardó las dudas para sus adentros. Si se le hubiera ocurrido guardar el cristal por lo menos habría podido arreglar la ventana, pero no, así que mala suerte para el propietario del coche. Introdujo doscientos dólares en billetes de veinte en la guantera y luego se acabaron la Coca-Cola y saltaron al otro lado de la barrera de protección metálica.

No era un bosque para ir a hacer excursiones ni picnics. Los guardas forestales no lo habían acondicionado para visitantes. Era frondoso y la luz era tenue, por lo que recorrerlo no era divertido. Quentin siempre agachaba la cabeza demasiado tarde para evitar que una rama le hiciera un corte en la cara. Cada cinco minutos tenía la sensación de haber atravesado una telaraña, pero no encontraba la araña.

Y no sabía a ciencia cierta qué ocurriría si entraban en el recinto de Brakebills sin darse cuenta. En teoría, nada, por supuesto, pero Quentin había visto a la profesora Sunderland colocando la barrera después del ataque de la Bestia. Había visto algunas de las cosas que había molido para convertir en polvo. En cualquier momento podían chocar contra ella. La mera idea le estremecía. Al cabo de media hora hicieron un alto en el camino.

El bosque estaba en silencio. No había ni rastro de la escuela pero notaba su presencia por los alrededores, como si acechara detrás de un árbol presta a saltarle encima. Además, imaginó que notaba rastros más antiguos que recorrían el bosque. Como el de Alice, la pobre adolescente Alice maldita, vagando toda la noche para ver si encontraba la forma de entrar. Para ella habría sido mejor no haberla encontrado jamás. Cuidado con lo que persigues, no sea que lo caces.

—Probemos por aquí —sugirió.

Julia lanzó el conjuro anasazi con el estilo tosco y fiero que la caracterizaba, despejando capas invisibles del aire en un cuadrado que tenía delante, como si quitara el vaho de un parabrisas. Él hizo una mueca para sus adentros al ver cómo alzaba las manos, pero eso no restaba fuerza alguna a sus conjuros. A veces incluso parecía que la aumentaba.

Quentin, por su parte, empezó a trabajar en el de Mann. Era mucho más fácil pero no se trataba de una competición. Mejor diversificarse.

No llegó a acabar. Oyó el grito de la habitualmente imperturbable Julia y dio un salto hacia atrás. Delante de ella, suspendida en el aire que tenía delante, en el cuadrado que había despejado, había una cara. Era un hombre mayor con perilla y vestido con una corbata azul real y una espantosa americana amarilla.

Era el decano Fogg, el director de Brakebills. Su rostro estaba en el cuadrado porque estaba de pie delante de Julia.

* * *

—Hooooombre —dijo el decano arrastrando la vocal hasta llegar casi a cantar—. El hijo pródigo ha regresado.

Al cabo de menos de cinco minutos estaban cruzando a pie el Mar, que era tan frondoso, verde e inmenso como siempre. Se extendía a su alrededor con un tamaño de media docena de campos de fútbol. El sol del verano les caía directamente encima de la cabeza. Allí, en el interior de las murallas mágicas, era junio.

Era increíble. Hacía tres años que Quentin no estaba allí, desde que había acudido a Fogg y pedido que lo eliminaran de la lista del mundo mágico, pero nada había cambiado lo más mínimo. Los olores, el césped, los árboles, los jóvenes… aquel lugar era como Shangrila, olvidado en el tiempo, anclado en un presente eterno.

—Os hemos estado observando desde que salisteis de la carretera. Las defensas van mucho más allá de cuando tú estabas aquí. Mucho más. Líneas de fuerza con trenzado doble. En el departamento teórico tenemos a un joven excepcional, ni siquiera yo entiendo muchas de las cosas que hace. Ahora puede verse un mapa de todo el bosque, en tiempo real, que muestra a todos aquellos que estén dentro. Incluso está codificado por colores según sus intenciones y estado mental. Asombroso.

—Asombroso. —Quentin estaba traumatizado. Julia, al otro lado, no decía nada. A saber lo que sentía, era incapaz de adivinarlo. No había estado allí desde el examen suspendido en el instituto. No había hablado desde que Fogg había aparecido, aunque había conseguido estrecharle la mano cuando se la había tendido.

Fogg seguía parloteando sobre la escuela y el terreno y los compañeros de clase de Quentin y de la cantidad de cosas impresionantes y respetables que hacían. Por lo que parecía, ninguno de ellos parecía haberse exiliado por equivocación a la dimensión equivocada. También había muchas noticias sobre la comunidad. Brakebills se había convertido en una fuerza importante dentro del circuito internacional de los pesos welter gracias al esfuerzo de un joven profesor especialmente aficionado al deporte. Uno de los animales del jardín, una cría de elefante, había salido de su cerco y corría descontrolado por el lugar, aunque muy despacio, a una velocidad de un metro al día. El grupo Natural trabajaba con todas sus fuerzas para acorralarlo y llevarlo ante la justicia, pero por el momento no habían tenido suerte.

La biblioteca seguía sufriendo brotes de libros voladores, tres semanas atrás una bandada entera de atlas del Lejano Oriente había alzado el vuelo y aterrorizado a volúmenes anchos y robustos como albatros, y destrozado la zona de circulación, por lo que los alumnos habían acabado debajo de la mesa. Los libros salieron por la puerta delantera y se posaron en un árbol junto al tablón de los welter, desde el que interrumpieron de forma estridente y sin contemplaciones a los transeúntes en un batiburrillo de lenguas hasta que les llovió encima y volvieron a rastras y enrabietados a los estantes, donde los estaban restaurando de forma agresiva.

A Quentin lo único que se le ocurría era que era muy raro que todo aquello siguiera pasando. No debería ser posible, debía de quebrantar alguna ley física. Había unos cuantos estudiantes desperdigados por la hierba, chicas sobre todo, que bronceaban sus cuerpos ávidos de luz hasta el límite que permitía el uniforme de la escuela. Las clases de ese semestre ya habían terminado pero los de último curso todavía no se habían graduado. Si Quentin giraba a la izquierda y caminaba cinco minutos, más allá del grupo de robles vivos, llegaría a la Casita. Y estaría llena de desconocidos, repantingados en los asientos de ventana, bebiendo vino, leyendo libros, follando en las camas. Se había planteado si querría verlo, pero ahora que estaba allí se lo repensó.

Los estudiantes les observaron pasar a los tres, apoyados en los codos, llenos de compasión arrogante por quienes habían cometido la estupidez de graduarse y envejecer. Sabía cómo se sentían. Se sentían como reyes y reinas. Disfrutadlo mientras dura.

—Creía que no te volveríamos a ver. —Fogg seguía hablando—. Después de tu… ¿cómo la llamaríamos?… ¿jubilación? No mucha gente que toma esa decisión regresa, ¿sabes? Cuando los perdemos, los perdemos para siempre. Pero tú, supongo que viste lo… ¿cómo lo digo?… ¿erróneo de tu comportamiento?

Era obvio que Fogg había decidido tomar la vía alta y sin duda disfrutaba de la vista desde allá arriba. Sustituyeron la extensión ardiente del Mar por los senderos frescos del Laberinto, que se abrían a intervalos inesperados en pequeños cuadrados y círculos cuyo interior albergaba fuentes de piedra clara. Las mismas fuentes por las que había ganduleado con Alice, aunque los senderos fueran distintos. El Laberinto había cambiado de trazado desde su época, lo hacían una vez al año. Siguió a Fogg.

—Cambié de parecer. —La vía alta era lo bastante ancha para dos personas—. Pero ha sido un detalle por tu parte volverme a acoger en mi… ¿cómo llamarlo?… ¿momento de dificultad?

—Eso mismo.

Fogg se sacó un pañuelo del interior de la solapa y se secó la frente. Se le veía mayor. La perilla era nueva y la tenía prácticamente blanca. Había permanecido allí todo aquel tiempo, todos los días, haciendo lo que siempre había hecho, con otros jóvenes que luego seguían con su vida y se marchaban. Al cabo de cinco minutos Quentin ya sentía claustrofobia. Fogg seguía viéndolo como el jovencito que había sido, pero ese joven ya no existía.

Caminaron hasta la Casa y subieron al despacho de Fogg. Antes de seguirle al interior, Quentin se dirigió a Julia.

—¿Quieres esperar aquí fuera?

—Vale.

—Quizá sea mejor táctica hacer esto de hombre a hombre.

Julia le dio el visto bueno con un gesto. Fantástico. Se sentó en el banco situado al otro lado de la puerta del despacho de Fogg, que solía estar reservado para los alumnos que se portaban mal o que no aprobaban. Quentin esperó que Julia estuviera más o menos a gusto.

El decano se sentó y juntó las manos encima del escritorio. Los olores intensos, a cuero, le resultaban familiares y se apoderaron de Quentin, para ver si lo arrastraban al pasado. Se planteó qué diría si pudiera hablar con el jovencito que había sido, sentado exactamente en la misma silla, hacía muchos años, vestido con la ropa arrugada con la que había dormido, moviendo la rodilla por los nervios e intentando averiguar si todo aquello era una broma. ¿Avanzar con cautela? ¿Tomar la pastilla azul? Quizás algo más práctico. No te acuestes con Janet. No toques llaves extrañas.

¿Y qué habría dicho él si fuera más joven? Lo miraría igual que Benedict miraba a Quentin, como diciendo «yo no haría una cosa así».

—Y pues —dijo Fogg—. ¿En qué puedo ayudarte? ¿Qué te trae de vuelta a tu humilde alma máter?

El problema consistía en cómo pedir ayuda sin desvelar más de lo que debía sobre Fillory. Su existencia, su realidad, seguía siendo un secreto y Fogg era la última persona del mundo que quería que se enterase. Si se enteraba, entonces lo contaría a todo el mundo y, a la mínima, se convertiría en la zona conflictiva de los jovencitos de Brakebills en las vacaciones de primavera, el Fort Lauderdale del multiverso mágico.

Pero tenía que empezar por algún sitio. Fingiría ser tan ignorante como él.

—Decano Fogg, ¿cuánto sabe sobre viajar entre mundos distintos?

—Un poco. Más teoría que práctica, por supuesto. —Fogg se rio por lo bajo—. Hace unos años tuvimos a un alumno interesado en esos temas. Creo que se llamaba Penny. Pero no era su nombre real.

—Estaba en mi curso. Su nombre real era William.

—Sí, él y Melanie, la profesora Van der Weghe, pasaron bastante tiempo trabajando en ese tema en concreto. Ella ya está jubilada, por supuesto. ¿Qué es lo que te interesa, exactamente?

—Bueno, siempre me cayó bien —respondió Quentin improvisando con muy poca fortuna—. Penny. William. Y he preguntado por ahí, pero hace tiempo que nadie le ha visto. —Desde que un dios menor le arrancara las manos de un mordisco—. Y pensé que quizás usted tuviera idea de dónde está.

—¿Crees que podría haber… pasado al otro lado?

—Claro. —Por qué no—. Sí.

—Bueno —declaró Fogg. Se acarició la perilla, cavilando o fingiendo cavilar—. No, no, no puedo ir por ahí proporcionando información sobre estudiantes sin su consentimiento. No sería correcto.

—No pido su número de móvil. Sólo pensé que quizás hubiera oído algo.

Los muelles de la silla de Fogg graznaron cuando se inclinó hacia delante.

—Mi querido muchacho —dijo—. Oigo todo tipo de cosas pero no puedo repetirlas. Cuando organicé tu rescate junto a esa empresa de Manhattan, como te imaginarás no fui por ahí contándole a la gente dónde habías acabado.

—Supongo que no.

—Pero si realmente te interesa el paradero de Penny, te aconsejo que empieces la búsqueda en esta realidad —risa lacónica— en vez de en otra. ¿Te quedas a comer?

Julia tenía razón. No tenían que haber venido. Era obvio que Fogg no sabía nada y su compañía no era beneficiosa para Quentin. Notaba cómo sufría una regresión en forma de rabieta adolescente, era como intentar hablar con sus padres. Perdía toda perspectiva acerca de quién era y hasta dónde había llegado. Le costaba creer hasta qué punto aquel hombre le había intimidado. El mago imponente estilo Gandalf ante el cual solía amilanarse se había convertido en un burócrata retrógrado y petulante.

—No puedo. Pero gracias, decano Fogg. —Quentin dio una palmada en las rodillas—. En realidad creo que es mejor que nos marchemos.

—Antes de marcharte, Quentin —Fogg no se había movido—, me gustaría que prolongáramos esta conversación un poco más. He oído unos rumores un tanto excéntricos sobre lo que habéis estado haciendo tú y tus amigos estos últimos años. Los estudiantes hablan de ello. ¿Sabes? Eres una especie de leyenda en el campus.

Entonces Quentin se levantó.

—Bueno —dijo—. Jovencitos. No se crea todo lo que oye.

—Te aseguro que no lo hago. —Los ojos de Fogg habían recuperado el brillo despiadado—. Pero permite que tu viejo decano te aconseje. A pesar de mi lamentable ignorancia del viaje entre dimensiones, no sé por qué te interesa Penny pero lo que sí sé a ciencia cierta es que nunca te cayó bien. Y hace años que nadie sabe nada de él. Tampoco sabe nadie nada de Eliot Waugh o Alice Quinn desde hace años. Ni de Janet Pluchinsky.

Quentin advirtió que Josh no figuraba en los recuerdos de Fogg. Tenía que haber empezado preguntando por Josh. Aunque probablemente habría recibido la misma respuesta.

—Y ahora apareces vestido de forma muuuuy rara y entras en el recinto acompañado de una civil, una de las que fueron rechazadas, si mal no recuerdo, lo cual es… bueno, no es algo que solamos tolerar. No sé en qué lío estás metido, pero me he ocupado de ti a lo largo de los años, bastante, y tengo que pensar en la reputación y en la seguridad de la escuela.

Ajá. Ese era el Fogg que había conocido y temido. No había cambiado, sólo se había hecho el sueco. Pero Quentin ya no era el estudiante travieso que había sido.

—Oh, lo sé, decano Fogg. Créame.

—Bien, vale. No escarbes demasiado, Quentin. No remuevas. La mierda. —Fogg articuló esa obscenidad con sequedad—. Ahora mismo tienes la pinta de alguien que sabe no meter la pata. La humildad es una cualidad útil en un mago, Quentin. La magia sabe lo que conviene, no tú. ¿Recuerdas lo que te dije la noche antes de que te graduaras? La magia no es nuestra. No sé de quién es, pero la tenemos en préstamo, como mucho. Es como lo que el pobre profesor March decía sobre las tortugas. No las hostigues, Quentin. Con un mundo debería bastarnos a todos.

Fácil de decir. Tú sólo has visto uno.

—Gracias. Intentaré recordarlo.

Fogg exhaló un suspiro trágico, como Casandra advirtiendo a los troyanos, condenado a que no le hicieran caso.

—Bueno, vale. El profesor Geiger debería estar en la sala de profesores de primero, por si necesitas un portal. A no ser que prefieras marcharte por donde has venido.

—Un portal me vendría de fábula. Gracias. —Quentin se levantó—. Por cierto, la «rechazada» que está sentada en el pasillo es mejor maga que la mayoría de sus alumnos. Que la mayoría del profesorado, incluso.

Quentin se dirigió con Julia a la sala de profesores de primero. Tenía que salir de allí. Todo era más pequeño de lo que recordaba, era como Alicia en el país de las maravillas, y se había tomado la pócima mágica. Se sentía como si la cabeza le sobresaliera por la chimenea y el brazo por la ventana.

—No te has perdido gran cosa por no entrar —dijo.

—¿Ah, no? —respondió Julia—. Pues tú sí.