Quentin se despertó temprano por culpa del grito del vigía avisando a voz en cuello al timonel, como un conductor de metro que anuncia la próxima parada, que había avistado tierra. Se puso un grueso sobretodo negro encima del pijama y subió a cubierta.
Había soñado toda la noche con el hombre, la hija, la bruja y las llaves. La historia le inquietaba, más que nada porque le parecía improbable que acabara de ese modo. ¿El hombre no había podido explicarse más? ¿De verdad que la hija no entendía lo que había pasado? No cuadraba. Si lo hubieran hablado y encontrado una solución habría habido un final feliz. En los cuentos los personajes no se limitaban a encontrar una solución.
Las nubes estaban bajas y eran grises y densas, apenas un poco más arriba que lo más alto del palo mayor del Muntjac. Quentin entrecerró los ojos en la dirección hacia la que apuntaba el vigía. Allí estaba, la tierra prometida apenas resultaba visible entre la neblina. Estaba a horas de distancia.
Bingle estaba realizando sus ejercicios matutinos en la cubierta del castillo de proa. La escasa interacción que Quentin mantenía con él había hecho que se planteara la posibilidad de que el mejor espadachín de Fillory sufriera una depresión clínica. Nunca se reía y ni siquiera sonreía. Tenía dos espadas al lado, todavía en la vaina de cuero, mientras realizaba una serie de ejercicios de aspecto isométrico sólo con las manos, no muy distintos de los ejercicios con los dedos que Quentin había aprendido en Brakebills.
Se preguntó cómo se llegaba a ser tan bueno luchando como Bingle. Si pensaba llegar un poco más lejos en el tema de las aventuras, pensó Quentin, debería averiguarlo. Le gustaba la idea. Un hechicero espadachín, una amenaza doble. No necesitaba ser tan bueno como Bingle. Sólo tenía que mejorar porque era bastante malo.
—Buenos días —saludó Quentin.
—Buenos días, Alteza —respondió Bingle. Nunca cometía el error de llamar a Quentin «Majestad», tratamiento reservado al Alto Rey.
—Siento interrumpir.
Bingle siguió ejercitándose, lo cual Quentin supuso que significaba que en realidad no interrumpía nada. Subió por la escalera corta que conducía hasta donde estaba Bingle. Bingle entrelazó las manos y luego les dio la vuelta con un movimiento que hizo poner cara de dolor incluso a Quentin.
—Estaba pensando que a lo mejor podías darme unas clases. Del manejo de la espada. Ya he hecho algunas pero no he llegado muy lejos.
Bingle permaneció inmutable.
—Será más fácil protegeros —declaró— si os podéis proteger solo.
—Eso pienso yo.
Bingle desentrelazó los dedos, lo cual costó lo suyo, y miró a Quentin de arriba abajo. Extendió el brazo y desenvainó la espada de Quentin con suavidad. Lo hizo con tal rapidez y facilidad que, aunque Quentin pensó que probablemente podría habérselo impedido, pues estaba muy cerca de Bingle, no habría puesto la mano en el fuego.
Bingle examinó la espada de Quentin, primero por un lado y luego por el otro, palpó el borde y la sopesó con una mueca que le otorgaba un aire pensativo.
—Os proporcionaré un arma.
—Ya la tengo —señaló Quentin—. Esa espada.
—Es hermosa pero no es buena para un principiante. —Durante unos instantes Quentin pensó que haría algo drástico, como lanzarla por la borda, pero se limitó a dejarla en la cubierta al lado de las otras dos espadas.
Bingle fue abajo y regresó con la espada de entrenamiento que Quentin utilizaría, un arma corta y pesada de acero engrasado, roma y casi negra y desprovista de adornos. La hoja y la empuñadura estaban hechas a partir de una única pieza de metal. Era el objeto de aspecto más industrial que Quentin había visto en Fillory. Pesaba la mitad de lo que pesaba su espada. Ni siquiera tenía vaina, por lo que no tendría que mostrar su habilidad desenvainando y envainando la espada.
—Sostenedla bien recta —indicó Bingle—. Así.
Le puso el codo recto y le levantó el brazo en paralelo a la cubierta. Quentin sostenía el arma con el brazo bien estirado. Empezaba a notar calambres en los músculos.
—Apuntad hacia delante. Manteneos ahí. El máximo tiempo posible.
Quentin esperaba más instrucciones, pero Bingle retomó tranquilamente sus ejercicios isométricos. A Quentin se le agarrotó el brazo, luego le ardió de dolor y al final se le quemó. Duró unos dos minutos. Bingle le hizo cambiar de brazo.
—¿Cómo se llama este estilo? —preguntó Quentin.
—El error que comete la gente —dijo Bingle— es pensar que existen estilos distintos.
—De acuerdo.
—Fuerza, equilibrio, presión, impulso… estos principios nunca cambian. Son el estilo de cada uno.
Quentin estaba convencido de que sus conocimientos de física excedían a los de Bingle con creces, pero nunca se le había ocurrido aplicarla de esa manera.
Bingle explicó que en vez de practicar una sola técnica de lucha, su técnica consistía en dominar todas las técnicas y emplearlas según las circunstancias y el terreno. Una única metatécnica, por así decirlo. Había pasado años vagando por Fillory y las tierras de más allá, buscando a monjes marciales en monasterios de las montañas y luchadores callejeros en medinas atestadas y había extraído sus secretos hasta convertirse en el hombre que Quentin tenía delante, una enciclopedia andante del manejo de la espada. Era mejor no hablar de las promesas que había hecho e incumplido, de las mujeres hermosas a las que había seducido y traicionado para obtener sus secretos.
Quentin volvió a cambiar de brazo una y otra vez. Le recordaba a sus días como mago semiprofesional por arte de birlibirloque. El comienzo, los principios básicos, era siempre lo peor, por lo que supuso que era el motivo por el que lo hacía tan poca gente. Así era el mundo; no es que las cosas fueran más duras de lo que uno pensaba, sino que eran duras por motivos en los que uno no pensaba. Para quitárselo de la cabeza observó a Bingle, que estaba al acecho en cubierta, mirando con expresión acusadora hacia delante, realizando movimientos complicados y veloces con la espada, trazando signos ortográficos y nudos de Kell en el aire con ella.
El océano escupía una bruma glacial. Ahora veía la Isla de Después con claridad; enseguida desembarcarían. Decidió que ya había practicado bastante por el momento. Por lo menos tenía que quitarse el pijama y vestirse antes de salir en busca de la llave de oro.
—Me largo, Bingle —dijo. Dejó la espada de prácticas en la cubierta al lado de las otras dos. Tenía la impresión de que los brazos le flotaban.
Bingle asintió, sin cambiar de ritmo.
—Regresad cuando seáis capaz de aguantar media hora —dijo—. Con cada brazo.
Dio una voltereta sin manos tan espectacular que parecía que se saldría de la cubierta del castillo de proa pero consiguió contrarrestar la inercia a tiempo de clavar la caída. Acabó hundiendo la hoja entre las costillas de un agresor imaginario. La retiró y se limpió la hoja con la pernera del pantalón.
Probablemente le faltaran unas cuantas clases para llegar a eso.
—Tened cuidado con lo que aprendéis de mí —sentenció—. Lo que se escribe con una espada no se puede borrar.
—Por eso te tengo a ti —dijo Quentin—. Para no tener que escribir nada. Con mi espada.
—A veces pienso que soy la espada del destino. Me maneja con crueldad.
Quentin se preguntó qué se sentiría al ser tan melodramático de un modo tan natural. Probablemente debía de estar bien.
—Vale. Bueno, en este viaje no habrá demasiada crueldad. Pronto estaremos de vuelta en Whitespire. Entonces podrás ir a ver qué tal es tu castillo.
Bingle se volvió para situarse de cara al viento. Daba la impresión de estar viviendo alguna historia personal en la que Quentin era un personaje menor, un miembro del coro, sin que su nombre apareciera siquiera en el programa.
—Nunca volveré a ver Fillory.
Quentin sintió un escalofrío muy a su pesar. La sensación no le gustó. Ya tenía escalofríos de sobra por culpa del tiempo.
* * *
La Isla de Después era una franja poco elevada de rocas grises y hierba fina salpicada de ovejas. Si la Isla Exterior era un paraíso tropical, Después podría haber sido una isla descarriada de las Hébridas.
La rodearon, pegados a la costa, hasta que encontraron un puerto y echaron el ancla. Había un par de barcos de pescadores arrasados por la lluvia amarrados allí y un puñado de boyas vacías indicaba que había más en el mar. Era un lugar deprimente como pocos. Un rey más emprendedor habría intentado reclamarla para Fillory, supuso Quentin, aunque no parecía que valiera la pena. No era exactamente la joya de la corona.
No había embarcadero y el oleaje de la bahía era de lo más hosco. A duras penas consiguieron que la lancha superara el oleaje sin anegarse. Quentin bajó de un salto, se mojó hasta la cintura y se arrastró hacia la playa rocosa. Un par de pescadores que fumaban y remendaban una enorme red enmarañada que tenían extendida a su alrededor en el esquisto se les quedó mirando. Tenían la tez roja y agrietada de los hombres que han pasado toda su vida al aire libre y compartían el mismo aspecto de tarugos. No parecían tener frente ya que el nacimiento del pelo les quedaba justo por encima de las cejas. A ojos de Quentin, tendrían entre treinta y sesenta años.
—Hola —dijo.
Asintieron hacia él y emitieron un gruñido. Uno de ellos se tocó la gorra. Tras unos minutos de negociación, el más amable accedió a divulgar la dirección aproximada del pueblo más cercano, que probablemente fuera también el único. Quentin, Bingle y Benedict dieron las gracias a los hombres y se dispusieron a remontar la playa por la arena blanca y fría festoneada de marcas negras de la marea. Julia les seguía en silencio. Quentin había intentado convencerla de que se quedara a bordo, pero ella había insistido. Independientemente de lo que le pasara, seguía teniendo ganas de aventura.
—¿Sabes qué espero de este viaje? —dijo Quentin—. No espero que nadie se alegre de vernos. Me basta con que alguien se sorprenda de vernos.
La lluvia se tornó más borrascosa. A Quentin los pantalones húmedos le hacían rozadura. La arena cedió el paso a las dunas cubiertas de masiega y luego apareció un sendero; arena y hierba, luego hierba y arena y luego sólo hierba. Recorrieron prados llenos de baches y colinas bajas, más allá de un pozo perdido y huérfano. Intentó adoptar una actitud heroica pero el entorno no resultaba demasiado propicio. Le recordaba a cuando había recorrido la Quinta Avenida en Brooklyn bajo una lluvia helada con James y Julia el día que había hecho el examen de Brakebills. «En los viejos tiempos, hubo un chico, joven y fuerte que…».
El pueblo, cuando lo encontraron, resultó ser una población medieval de casitas de piedra, tejados de paja y calles embarradas. La característica más destacada era la absoluta falta de interés que los lugareños mostraron por la aparición de unos forasteros vestidos de forma extraña. Media docena de ellos estaban sentados en una mesa exterior delante de un pub. Comían sándwiches y bebían cerveza de unas jarras metálicas que, teniendo en cuenta el tiempo que hacía, Quentin habría evitado por todos los medios.
—Hola —saludó.
Coro de gruñidos.
—Soy Quentin, de Fillory. Hemos venido a vuestra isla en busca de una llave. —Miró a los demás y tosió una vez. Era prácticamente imposible hacer aquello y no tener la impresión de estar interpretando un episodio de los Monty Python—. ¿Os suena de algo? ¿Una llave mágica? ¿De oro?
Se miraron los unos a los otros y asintieron. Guardaban un parecido familiar entre ellos. Tal vez fueran hermanos.
—Sí, sabemos cuál dices —dijo uno de ellos, un hombre corpulento y de aspecto brutal enfundado en un abrigo de lana enorme. La mano que tenía sobre la rodilla era como un pedazo de granito rosado—. Está camino abajo.
—Camino abajo —repitió Quentin.
Claro. Por supuesto. La llave de oro está camino abajo. ¿Dónde si no iba a estar? Se preguntó de dónde procedía aquella sensación, de estar improvisando su parte en una obra en la que todos los demás tenían el guión.
—Sí, lo sabemos. —Sacudió la cabeza—. Camino abajo.
—Entendido. Está camino abajo. Bueno, pues muchas gracias.
Se preguntó si allí alguna vez hacía sol y calor o si vivían en el equivalente permanente del mes de noviembre en Nueva Inglaterra. ¿Sabían que estaban a tres días en barco de una zona tropical?
Los viajeros se dispusieron a ir camino abajo. Habrían presentado un aspecto más majestuoso si hubieran ido a caballo en vez de chapotear por el barro como un puñado de campesinos, pero el Muntjac no estaba preparado para llevar caballos. Tal vez pudieran alquilar caballos locales. Ponis peludos y robustos resignados a estar siempre fríos y húmedos y nunca lustrosos y hermosos. Echaba de menos a Dauntless.
La calle pasó a ser adoquinada, cubos redondos que se volvían resbaladizos y con los que se tenían muchas posibilidades de torcerse el tobillo bajo la llovizna. No era un entorno demasiado propicio para una búsqueda, una aventura o siquiera un recado. Tal vez Bingle estuviera en lo cierto, quizá no fueran más que personajes menores en su obra de teatro.
Benedict ni siquiera tomaba notas como solía hacer.
—Lo recordaré —dijo.
Eso es lo que era, una isla cuyo mapa ni siquiera Benedict se molestaría en trazar.
No era un pueblo grande y el camino no era largo. El último edificio era una construcción de piedra semejante a una iglesia, aunque no lo era, sino una estructura cuadrada de dos plantas, construida a partir de las piedras grises lisas de la zona sin argamasa. Tenía una fachada vacía que parecía inacabada o quizá la ornamentación que había tenido se había desprendido.
Quentin se sintió como el niño del comienzo de El Lorax, en la misteriosa torre del tétrico Onceler. Tenían que estar enfrentándose y saliendo victoriosos de desafíos lanzados por caballeros negros provistos de escudos o resolviendo dilemas teológicos espinosos planteados por ermitaños santos. O, como mínimo, resistiéndose a las tentaciones diabólicas de súcubos cautivadores. No intentando combatir el trastorno afectivo estacional.
Si se hubiera visto obligado a señalar algo con el dedo, habría dicho que, más que nada, lo que fallaba era el ritmo. Era demasiado pronto. No tenían que encontrarla tan rápido ni obtenerla sin pelear.
Pero a tomar por saco. A lo mejor es que tenía suerte. A lo mejor era el destino. A pesar de las circunstancias, notó que su emoción iba en aumento. Era lo que había. Las puertas eran de roble y enormes pero había otra puerta más pequeña, del tamaño de un hombre, incrustada en una de ellas, supuestamente para los días en que a uno no le apetecía abrir todo un portal doble de roble. El umbral estaba flanqueado por unas hornacinas vacías para estatuas, pasadas o futuras pero no presentes.
Acabaron parándose delante de ella, una compañía de valientes caballeros frente a la Capilla Peligrosa. ¿Quién de ellos afrontaría lo que yacía en el interior? Quentin moqueaba. Tenía el pelo húmedo por culpa de la lluvia; llevaba sombrero pero sentía la necesidad pertinaz de enfrentarse a todo sufrimiento que se le pusiera por delante, y en ese caso se trataba de una llovizna fría. Él y Julia se sorbieron los mocos a la vez.
Al final entraron todos en la capilla aunque sólo fuera para guarecerse de la humedad. El interior no resultaba más cálido que el exterior. El ambiente era el de una vieja iglesia rural cuyo sacristán se había ausentado unos minutos. El aire olía a polvo de piedra. Una tenue luz gris se filtraba por unos ventanales largos y estrechos. En una esquina había una colección de enseres de jardinería, una azada, una pala y un rastrillo.
La sala estaba dominada por una mesa de piedra y en la mesa de piedra había un cojín de terciopelo rojo y en el cojín una llave de oro, con tres dientes.
Al lado había un trozo de papel amarillento en el que ponía en letras impresas:
LLAVE DE ORO
La llave no brillaba y no estaba empañada. Presentaba la pátina mate de un objeto realmente antiguo. Su dignidad no quedaba minada por el entorno humilde; la quietud de la sala parecía proceder de ella. Probablemente los paletos de los alrededores no supieran lo bastante para tomársela en serio. Al igual que algunas poblaciones europeas con un cañón como monumento bélico del que nadie se da cuenta que sigue teniendo una bala de verdad en la recámara hasta que un día…
Bingle cogió la llave.
—¡Cielos! —exclamó Quentin—. Cuidado.
A Bingle debían de gustarle las sensaciones extremas. Le dio la vuelta en las manos y examinó ambos lados. No ocurrió nada.
Quentin se percató de lo que sucedía. Le habían dado una segunda oportunidad. Volvía a estar en el borde de ese prado en el bosque, pero esta vez se internaría en el mismo. La vida consistía en algo más que estar gordo, seguro y calentito en un centro vacacional de lujo que funcionara a la perfección. O quizá no, pero Quentin lo averiguaría. ¿Y cómo se averiguaba? Viviendo una aventura. Así. Cogiendo una llave de oro.
—Déjame verla —dijo.
Contento al ver que no era letal, o al menos no de forma instantánea, Bingle se la pasó a Quentin. No zumbaba ni resplandecía. No cobró vida en su mano. Era fría y pesada al tacto, pero no más fría ni más pesada de como se la había imaginado.
—Quentin —dijo Julia—. Esa llave tiene magia antigua. Mucha. Lo noto.
—Bien.
Él le dedicó una amplia sonrisa. Estaba eufórico.
—No tienes por qué hacer esto.
—Ya lo sé. Pero quiero hacerlo.
—Quentin.
—¿Qué?
Julia le tendió la mano. Bendita Julia. Independientemente de lo que hubiera perdido, su amabilidad seguía siendo infinita. Él le tomó la mano y con la otra tanteó el aire con la llave. ¿Y si…? Sí. Notó que chocaba contra algo duro, algo que no estaba allí.
Durante unos instantes lo perdió. Movió la llave pero no lo encontraba. Y entonces volvió a notarlo, el clac del metal contra metal. Se quedó quieto apoyando la llave en eso, empujó y se deslizó hacia el interior de un fiador que sonaba a trinquete y encajaba bien. La soltó para ver qué pasaba. Se quedó allí; una llave de oro suspendida en el aire, en paralelo al suelo.
—Sí —susurró—. Ahora sí.
Respiró hondo temblando más de lo que le habría gustado. Bingle hizo algo curioso, colocar el extremo de la espada en el suelo y apoyarse en una rodilla. Quentin volvió a coger la llave y la giró en el sentido de las agujas del reloj. Por instinto, palpó a ver si encontraba el pomo de una puerta y lo encontró, se lo imaginaba mentalmente, porcelana blanca y fría. Lo giró y tiró y entonces un crujido desgarrador inundó la estancia, no era un sonido desagradable sino gratificante, la rotura de un sello que había permanecido intacto durante siglos, en espera de ser abierto. Julia le apretó más con su mano suave. Una ráfaga de aire surgió de detrás de él y se dirigió a la grieta que estaba abriendo y una luz cálida le inundó.
Estaba abriendo una puerta en el aire, lo bastante alta como para atravesarla sin agacharse. Era un espacio luminoso y había calor y sol y vegetación. Se trataba de eso. La piedra gris de la Isla de Después parecía imaginaria. Aquello era lo que había echado de menos, se llamara aventura o lo que fuera. Se preguntó si iría a algún lugar de Fillory o a un sitio totalmente distinto.
Entró en una zona cubierta de hierba, seguido de Julia. Estaban rodeados de luz por todas partes. Parpadeó. Los ojos empezaron a acostumbrarse a tal luminosidad.
—Espera —dijo él—. No puede ser.
Se abalanzó rápidamente hacia la puerta pero ya había desaparecido. No había nada que atravesar, no había vuelta atrás, sólo aire vacío. Perdió el equilibrio, cayó con las manos por delante y se despellejó ambas palmas en la acerca de cemento caliente que había delante de la casa de sus padres en Chesterton, Massachusetts.