En el trayecto de vuelta a casa, Quentin asumió como responsabilidad real darse una vuelta por el Muntjac y preocuparse del bienestar de la tripulación una o dos veces al día. La mañana después de que se marcharan de la Isla Exterior, Benedict fue la primera parada de Quentin. El barco navegaba a toda velocidad bajo el sol tropical, con todos los cabos y velas tensos y perfectos en su vibración, y Quentin se sentía un poco tonto por haber preparado el Muntjac tan a conciencia para lo que había acabado siendo un viaje a la vuelta de la esquina. Encontró a Benedict sentado en un taburete en el camarote, inclinado sobre su pequeño escritorio plegable. Encima había desplegado una carta de navegación trazada a mano en la que aparecían unas cuantas islas pequeñas de contorno irregular y salpicadas con números diminutos que quizá denotaran la profundidad del océano. Alguien había pintado el agua poco profunda con una capa fina de azul cielo para darle una apariencia más acuosa.
Benedict no había mostrado afecto alguno hacia Quentin desde que salieran de tierra firme, pero a Quentin le caía bien de todos modos. La clara coherencia del desprecio que mostraba por Quentin resultaba incluso vigorizante porque, al fin y al cabo, Quentin era su rey. Hacían falta agallas para mantener esa postura. Además, había que reconocer que Quentin no había conocido en Fillory a nadie que se obsesionase tanto con los mapas, algo insólito en el mundo real.
—¿Qué has estado haciendo?
Benedict se encogió de hombros.
—Me he pasado mareado la mayor parte del tiempo.
No había visto mucho a Benedict, aunque había intentado darle clases de matemáticas. Benedict era extraordinariamente hábil con la aritmética mental, pero las matemáticas filorianas no estaban demasiado avanzadas. Era sorprendente que hubiera llegado tan lejos por sí solo.
—¿En qué estás trabajando?
—En un mapa antiguo —repuso Benedict sin alzar la vista—. Muy antiguo. Tendrá unos doscientos años.
Quentin atisbó por encima de su hombro, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—¿Es de la embajada?
—Yo no haría una cosa así. Estaba en la pared. En un marco.
—Es que resulta que tiene el sello de la Embajada de la Isla Exterior.
—Lo he copiado.
—¿También has copiado el sello?
—He copiado el mapa. El sello estaba en el mapa.
Era un mapa precioso. Si estaba diciendo la verdad, Benedict era un verdadero genio. Era detallado, preciso, sin vacilaciones ni borrones.
—Es alucinante. Tienes un don especial.
Benedict se sonrojó al oír aquello y trabajó con más ahínco si cabe. Las alabanzas de Quentin, así como sus críticas, le parecían igual de insoportables.
—¿Qué te ha parecido el trabajo de campo? Debe de ser distinto de lo que acostumbras hacer.
—Lo odio —reconoció Benedict—. Es un follón. Nada es como debería ser. No hay matemáticas para eso. —Su frustración le hizo salir un poco de su caparazón—. Nunca hay nada correcto, nunca. ¡No hay líneas rectas! Siempre supuse que los mapas eran aproximaciones, pero nunca supe cuánto se queda fuera. Es el caos. No lo volveré a hacer nunca.
—¿Ya está? ¿Te das por vencido?
—¿Por qué no? Mira eso… —Benedict señaló la pared en dirección al mar oscilante—. Y ahora mira esto. —Señaló el mapa—. Esto puede hacerse perfecto. Eso… —Se estremeció—. Es un follón.
—Pero el mapa no es real. Sí, claro, a lo mejor es perfecto pero ¿qué sentido tiene?
—Los mapas no marean.
A Quentin no se le escapó lo irónico del comentario. Él era quien le había dado la vuelta al barco, de regreso a Whitespire. Miró el mapa en el que Benedict trabajaba. Como era de esperar, una de las pequeñas islas situadas hacia el extremo de la página, casi cayéndose por el margen, tenía la palabra Después escrita al lado en letra diminuta.
—La Isla de Después. —Ahí estaba, ahí mismo. Quentin la tocó con cuidado con el dedo. Era como si esperara que le pasara la corriente—. ¿Vamos a pasar cerca?
—Está al este de aquí. Vamos en dirección contraria.
—¿Muy lejos?
—A dos, tres días. Como he dicho, este mapa es muy antiguo. Y estas islas son remotas.
Benedict explicó, poniendo los ojos en blanco de forma exagerada ante la ignorancia de Quentin, que las islas más lejanas del Océano Oriental no se quedaban quietas después de enterarse de que aparecían en un mapa. No les gustaba y por obra y gracia de una magia tectónica vagaban por ahí para asegurarse de que los mapas no eran precisos. Más caos.
Benedict susurró algún cálculo para sus adentros, velocidad y tiempo y entonces, con agilidad y precisión, lo cual parecía imposible viendo el flequillo negro que le caía encima de los ojos, trazó un círculo perfecto a mano alzada alrededor de la Isla de Después con un lápiz claro.
—Tiene que estar en algún punto del interior de este círculo.
Quentin miró fijamente el pequeño punto que representaba la isla, perdido en el entramado de líneas curvas de meridianos y paralelos. Una especie de red que no lo atraparía si se caía. Aquello no era Fillory. Pero en algún lugar de ese abismo brillaba una llave, una llave mágica. Tenía la posibilidad de regresar con ella en la mano.
Una imagen le asaltó el pensamiento, la portada de un álbum de la década de 1970, el dibujo de un velero antiguo en el borde de una catarata bajo la cual rugía un mar verde. El barco empezaba a inclinarse y la corriente era fuerte pero, aun así, una bordada audaz con el viento fuerte podría salvarlo. Si el capitán daba a gritos una orden seca giraría bruscamente y vencería la corriente para quedar a salvo.
Pero entonces, ¿adónde iría el barco? ¿A casa? Todavía no.
—¿Me lo dejas? —preguntó—. Quiero enseñárselo al capitán.
* * *
Al cambiar el rumbo dejaron atrás el cálido océano turquesa y se internaron en un mar oscilante de color negro. La temperatura descendió treinta grados. Las gotas de lluvia fría tamborileaban en la cubierta. Quentin no habría sabido señalar la línea divisoria, pero el agua que los rodeaba parecía un elemento totalmente distinto al mar en el que habían navegado con anterioridad, algo opaco y sólido que tenía que golpearse y apartarse en vez de surcarlo en silencio.
El Muntjac se abrió camino con valentía a través de las olas gracias a un viento salado constante y apremiante. El barco les tenía una sorpresa reservada, parecía, aunque era difícil de ver con claridad, que le habían salido un par de aletas de madera lustrosas en unos orificios del casco que los impulsaba hacia delante. Quentin desconocía si las accionaba la magia o algún dispositivo mecánico, pero se sintió agradecido. El viejo barco le devolvía el favor con creces.
Le pareció que quizás el perezoso supiera algo al respecto, teniendo en cuenta el tiempo que pasaba en la bodega, pero cuando lo fue a ver se lo encontró profundamente dormido, colgado con sus garras tipo bichero, meciéndose con suavidad al compás del barco. Por lo menos estaba más sereno con el tiempo inclemente. El aire de la bodega era cálido, húmedo y desidioso, y una mezcla de pieles de fruta podridas y deshechos menos identificabas chapoteaba por el pantoque.
Julia, entonces. Quizás ella lo supiera. Y quería hablar de la llave mágica con ella. Era la única persona de su misma condición a bordo del Muntjac y tenía acceso a fuentes que él desconocía. Además, le tenía preocupado.
Julia permanecía más tiempo de lo habitual en su camarote ahora que el tiempo había empeorado. A nivel espiritual se identificaba con Fillory pero la llovizna helada la había atrincherado bajo cubierta. Quentin se tambaleó por el pasaje estrecho que conducía a su habitación dado que el oleaje errante lo inclinaba primero hacia un mamparo y luego hacia el otro como si de un juego se tratara.
La puerta estaba cerrada. Durante unos instantes, justo cuando el Muntjac se detuvo ingrávido brevemente sobre la cresta de una ola, Quentin pensó en el romanticismo de la escena, y el encaprichamiento que sentía se removió en su interior y desplegó sus alas correosas. Sabía que en parte no era más que una fantasía. Julia era tan solitaria, estaba tan embebida en Fillory, que era difícil imaginar que le quisiera a él o a otra persona o, en todo caso, a algo humano. Le faltaba algo, pero probablemente no fuera un novio.
De todos modos, allí estaban ellos dos, en alta mar, azotados por una tormenta, juntos en una cálida litera en el páramo helado que era el océano. Resultaba liberador escapar de la mirada criticona y lenguaraz de Eliot y Janet. No era probable que Julia estuviera tan ida como para no reconocer el atractivo de una aventura a bordo. La escena se escribía prácticamente sola. Al fin y al cabo, era humana. Y pronto estarían en casa. Llamó a su puerta.
En el fondo, aunque no lo dijera pero sí lo sintiera, era consciente de que Julia era de antes, de antes de Brakebills, de antes de que él supiera que la magia era verdadera, de antes de todo. Ella nunca había conocido a Alice. Si era capaz de volver a enamorarse de Julia, sería como retroceder en el tiempo y podría empezar de nuevo. A veces no estaba seguro de si estaba enamorado de Julia o de si sólo quería estar enamorado de ella, porque resultaría muy reconfortante, un gran alivio. Le parecía muy buena idea. ¿Acaso había tanta diferencia?
Julia abrió la puerta. Estaba desnuda.
O no, no estaba desnuda. Llevaba un vestido, algo así, pero sólo le llegaba a la cintura. La parte superior le colgaba por delante y llevaba los pechos al aire. Eran pálidos y cónicos, ni generosos ni pequeños. Eran perfectos. A los diecisiete años se había pasado meses enteros construyendo una imagen mental del torso desnudo de Julia basada en pruebas forenses recogidas en estudios furtivos de su silueta vestida. Pues no había ido demasiado desencaminado. Los pezones eran lo único que difería un poco de la imagen que se había hecho. Más pálidos, apenas un poco más oscuros que la piel clara que los rodeaban.
Él volvió a cerrar la puerta, no dio un portazo pero la cerró con fuerza.
—¡Cielo santo, Julia! —dijo en un susurro. Aunque lo decía más para él que para ella.
Transcurrió un minuto que se hizo largo. Se lo pasó con la espalda apoyada en el mamparo de al lado de la puerta de Julia. Notaba cómo el corazón le palpitaba contra la madera dura. Claro que quería que pasara algo, pero no eso. O al menos no así. ¿Qué demonios pretendía, enseñándole esas cosas? ¿Acaso para ella era una broma? Oía cómo se desplazaba por la habitación. Respiró hondo y volvió a llamar, despacio. Cuando abrió la puerta iba vestida del todo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó él.
—Lo siento —se limitó a decir ella.
Julia se sentó en un pequeño taburete del otro extremo de la habitación, de cara a las ventanas. No le pidió que entrara pero tampoco cerró la puerta. Él entró con recelo.
Los aposentos de Julia eran clavados a los de Quentin pero, debido a una irregularidad en la planta del barco, una escalera errante en el caso de él, eran un poco mayores y había espacio para dos personas si una de ellas se sentaba en la cama. La luz procedía de una resplandeciente bola azul que chocaba contra el techo como un globo sin cordel, una curiosa pieza de Julia que parecía un fuego fatuo atrapado.
—Lo siento —se disculpó ella—. Se me olvidó.
—¿Qué es lo que se te ha olvidado? —Sonó más enfadado de lo que pretendía—. ¿Que los brazos se meten por las mangas? Mira, no es que no… —Esa frase tenía mal final—. Da igual.
La miró, la miró realmente por primera vez desde hacía mucho tiempo. Seguía siendo hermosa pero estaba delgada, demasiado delgada. Y seguía teniendo los ojos negros. Se preguntó si el cambio era permanente y, de ser así, qué más había cambiado en ella que no resultara visible.
—No sé. —Dejó la mirada perdida en el rocío del mar—. Se me ha olvidado lo que olvidé.
—Bueno, vale, pero ahora te has acordado.
—Mira, a veces se me olvida cómo funcionan las cosas, ¿vale? O no tanto el cómo sino el porqué. Por qué la gente dice hola, por qué se bañan, por qué se visten, leen libros, sonríen, hablan, comen. Todas esas cosas humanas. —Se tiró de la comisura de los labios.
—No lo entiendo, Julia. —Ya no estaba enfadado. Seguía revisando los problemas que Julia tenía y cada vez que los revisaba, era al alza—. Ayúdame a entenderlo. Eres humana. ¿Por qué ibas a olvidar tales cosas? ¿Cómo es posible que las olvides?
—No lo sé. —Negó con la cabeza. Acto seguido le miró con sus ojos negros—. Estoy perdiendo la cabeza. Estoy perdida. La situación se me escapa.
—¿A qué te refieres? ¿Qué te ha pasado, Julia? ¿Necesitas regresar a la Tierra?
—¡No! —exclamó rápidamente—. Allí no vuelvo. Nunca.
Daba la impresión de que la idea la asustaba.
—Pero te acuerdas de Brooklyn, ¿verdad? Somos de allí. Y de James, del instituto y de todo eso, ¿no?
—Lo estoy recordando. —Hizo otra mueca de amargura con su delicada boca. Habló con lo que parecía su voz anterior, con contracciones y tal—. Ese ha sido siempre mi problema, ¿no? Recordaba Brakebills, no podía olvidarlo.
Quentin recordaba que ella recordaba. Había suspendido el examen de ingreso a Brakebills, que él sí había aprobado, y se suponía que debía olvidarlo después para que la escuela siguiera siendo secreta. Le habían lanzado conjuros para asegurarse. Pero los conjuros no habían perdurado y ella no había olvidado.
Pero aquello la había llevado hasta allí, se recordó él. A un hermoso velero en un océano mágico. La había convertido en reina de un mundo secreto. El sendero era tortuoso pero conducía a un final feliz, ¿no? Cayó en la cuenta de que Fillory era su final feliz pero quizá no fuera el de Julia. Ella necesitaba otra cosa. Ella seguía en el sendero tortuoso y la noche estaba al caer.
—¿Desearías no haber recordado Brakebills? ¿Desearías haberte quedado en Brakebills?
—A veces. —Se cruzó de brazos y se apoyó en la pared del camarote de un modo que seguro que era incómodo—. Quentin, ¿por qué no me ayudaste? ¿Por qué no me rescataste cuando te pedí ayuda aquel día en Chesterton?
La pregunta tenía razón de ser. No podía decirse que él no se la hubiera planteado. Incluso se le habían ocurrido unas cuantas respuestas buenas.
—No pude, Julia. No dependía de mí. Ya lo sabes. No podía conseguir que entraras en Brakebills, a mí me costó lo suyo.
—Pero podías haber venido a verme. Enseñarme lo que sabías.
—Me habrían expulsado.
—Y después de que te graduaras…
—¿Por qué todavía seguimos hablando de esto, Julia? —contraatacó Quentin a sabiendas de que entraba en un terreno resbaladizo. La mejor defensa es el ataque—. Mira, me pediste que les hablara de ti. Hice lo que me pediste. Se lo dije. ¡Pensé que te habían encontrado y que te habían borrado la memoria! Es lo que siempre hacen.
—Pero no lo hicieron. No me encontraban. Para cuando vinieron a buscarme, yo ya hacía tiempo que me había marchado. Me había esfumado. —Chasqueó los dedos—. Como por arte de magia.
—De todos modos, Julia, ¿cómo se supone que iba a funcionar? ¿Acaso ibas a ser la aprendiza de bruja, como Mickey Mouse? ¿Y cómo te crees que me sentía yo al respecto? Yo no te importaba lo más mínimo y de repente soy Don Hechizos Hechizado y me colmas de atenciones. Las cosas no funcionan así.
—Tú me importabas un bledo, lo que no quería era acostarme contigo, ¡joder! —Lo atacó en aquel espacio tan reducido. Había estado apoyando el taburete en dos patas solamente y entonces lo apoyó en las cuatro—. Aunque, por cierto, lo habría hecho si me hubieras dado lo que necesitaba.
—Bueno, lo conseguiste de todos modos, ¿no?
—Oh, por supuesto que sí. Conseguí eso y mucho más. Nada de todo esto debería sorprenderte lo más mínimo. Me abandonaste en el mundo real, ¡sin magia! ¡Todo lo que me pasó empezó contigo! ¿Quieres saber de qué se trata? Te lo diré, pero no hasta que te lo ganes.
Un silencio pesado se apoderó de la habitación. La noche se cernía sobre las olas color piedra y la ventanita estaba salpicada de agua de mar.
—Nunca quise esto para ti, Julia. Sea lo que sea. Lo siento.
Tenía que decirlo y además era verdad. Pero no era la única verdad. Había otras verdades que no resultaban tan atractivas. Como por ejemplo que se había enfadado con Julia. Había sido su perrito faldero en el instituto, arrastrándose detrás de ella mientras se enrollaba con su mejor amigo, y en cierto modo había disfrutado cuando habían cambiado las tornas. ¿Era ese el motivo por el que no había rescatado a Julia? No era el único. Pero era uno de ellos.
—Me volví a sentir yo misma —reconoció ella con apatía—. Sólo entonces. Cuando me enfadé. —El cristal de la ventana empezaba a empañarse. Julia empezó a dibujar una silueta y luego la emborronó—. Se me está pasando.
Mejor olvidarse de la llave mágica. Debía centrarse en aquello. Julia no necesitaba su amor. Necesitaba su ayuda.
—Ayúdame a comprender —le instó él. Le cogió los dedos fríos—. Dime qué puedo hacer. Quiero ayudarte. Quiero ayudarte a recordar.
En la habitación había algo más que brillaba, algo aparte del fuego fatuo azul. No estaba seguro de cuándo había empezado a brillar. Era Julia, o quizá no, pero algo de su interior. El corazón le brillaba, lo veía a través de la piel, a través incluso del vestido.
—Estoy recordando, Quentin —dijo ella—. Aquí en el océano, lejos de Fillory, vuelve a mí. —Entonces desplegó una sonrisa radiante y fue peor que cuando se mostraba inexpresiva—. ¡Estoy recordando tanto… hasta cosas que nunca había sabido!
* * *
Esa noche, tras una pesada cena náutica, Quentin bajó, desplegó el jergón que estaba contra la pared y se acostó. El frío, la oscuridad, la climatología, la conversación con Julia, todo se había combinado de tal modo que tenía la impresión de que el tiempo se había acelerado sobremanera y había pasado una semana despierto. No eran las horas, era el kilometraje. Contempló las vigas marrón rojizo que tenía por encima bajo la luz oscilante de la lámpara de aceite.
Tenía frío y se sentía pegajoso por la sal. Podía haberse lavado. Sabía cómo convertir el agua salada en dulce. Pero el hechizo era complicado y tenía los dedos agarrotados, por lo que decidió soportar la pegajosidad. De todos modos, fue entrando en calor bajo las mantas. Al subir a bordo había encontrado una manta oficial de la Armada en la cama, una bestia pinchuda que pesaba unos cinco kilos y era capaz de repeler una bala encadenada. Era como estar en la cama con el cadáver de un jabalí. La había cambiado por un edredón grueso que siempre estaba húmedo y que no era para nada reglamentario pero que resultaba infinitamente más cómodo.
Quentin esperó a dejarse vencer por el sueño. Como vio que no había manera y que no pensaba darse por vencido, se incorporó y miró los libros de las estanterías. En su vida anterior, en una coyuntura similar, habría cogido una novela de Fillory, pero los acontecimientos habían pisoteado ese placer en concreto. Pero tenía el libro que Elaine le había dado, Las siete llaves de oro.
Siete. Eran más llaves de oro de las que había llegado a imaginar. Con una se conformaba. Resultó ser que el libro no era una novela sino un cuento de hadas con un tipo de letra grande e ilustraciones grabadas en madera. Un libro infantil. Debía de habérselo mangado a Eleanor. Menuda mujer. La contraportada llevaba el sello de la biblioteca de la embajada. Colocó la almohada de forma que pudiera apoyar bien la cabeza.
La historia iba sobre un hombre, su hija y una bruja. Era viudo y la hija apenas gateaba cuando la bruja llegó a la ciudad. Celosa de la belleza de la niña y sin hijos, la bruja se la llevó soltando una risotada y diciendo que iba a encerrarla en el castillo plateado de una isla remota. El hombre podía liberar a su hija, pero sólo si encontraba la llave del castillo, lo cual era imposible porque estaba en el Fin del Mundo.
Inasequible al desaliento, el hombre se dispuso a buscar la llave. Hacía calor y caminó todo el día y al atardecer se detuvo junto a un río para refrescarse. Cuando se agachó para beber, oyó una vocecilla que decía «¡Ábreme! ¡Ábreme!». Miró a su alrededor y enseguida vio que la voz pertenecía a una ostra de agua dulce adherida a una roca del río. A su lado, en el barro del río, había una llave de oro minúscula.
El hombre cogió tanto la ostra como la llave y, ciertamente, había un ojo de cerradura pequeñísimo en la concha de la ostra, al otro lado de la bisagra. Introdujo la llave en el ojo de la cerradura y la giró y la concha empezó a abrirse. La abrió más con el cuchillo. Al hacerlo, la ostra murió pues es lo que les pasa cuando se les abre la concha. En el interior, en el sitio donde debía estar la perla, había otra llave de oro, ligeramente mayor que la primera.
El hombre se comió la ostra, cogió la llave y siguió su camino. Enseguida llegó a una casa en un bosque y llamó a la puerta para ver si los propietarios le cobijaban por la noche. La puerta estaba ligeramente abierta, por lo que la empujó y entró. Encontró la casa llena de camas, todas las habitaciones estaban atestadas de ellas y en cada cama dormía un hombre o una mujer. Recorrió la casa hasta que encontró una vacía. En la pared había un reloj que se había parado. No había ninguna llave para darle cuerda, por lo que utilizó la llave que había encontrado en la concha de la ostra. Acto seguido se fue a la cama.
Por la mañana el reloj tocó las siete y se despertó. Igual que el resto de las personas que dormían en la casa. Cada una de ellas repitió la misma historia; habían llegado a la casa como forasteros y se habían acostado por la noche, pero parecían haber dormido durante años, durante siglos en algunos casos, hasta que el reloj había sonado. Cuando el hombre se puso a recoger sus cosas encontró una llave de oro debajo de la almohada, un poco mayor que la que había utilizado para darle cuerda al reloj.
El frío se hacía más intenso a medida que el hombre caminaba. Quizás hiciera más frío en todas partes desde que su hija estaba encerrada en el castillo. En un momento dado, el hombre conoció a una hermosa mujer que estaba sentada en un pabellón y lloraba porque el arpa estaba desafinada. Le dio la llave de oro para que afinara el arpa y ella le dio otra de mayor tamaño a cambio. Aquella resultó ser la llave que abría un baúl enterrado bajo la raíz de un árbol que contenía otra llave mayor en el interior y que le condujo a un castillo, pero no el castillo en el que estaba su hija, donde encontró una llave encima de una mesa en la habitación más elevada de la torre más alta.
El hombre caminó sin cesar durante semanas o meses o años, no lo sabía porque había perdido la noción del tiempo. Cuando ya no pudo andar más, navegó y cuando ya no pudo navegar más, llegó al Fin del Mundo, donde encontró a un hombre majestuoso y vestido con esmoquin cuyas largas piernas colgaban por el borde. Se daba palmaditas en las solapas, se vaciaba los bolsillos y tenía una expresión de perplejidad generalizada.
—Caramba —dijo el hombre bien vestido—. He perdido la Llave del Mundo. Si no le doy cuerda y pongo el reloj en marcha otra vez, el sol y la luna y las estrellas no girarán y el mundo quedará sumido en una desagradable noche eterna de frío y oscuridad. ¡Caramba!
Ser un héroe consiste en saber cuándo actuar. Sin mediar palabra, extrajo la llave que había encontrado en el castillo.
—¿Cómo demonios…? —exclamó el hombre—. Caramba. Dámela.
Cogió la llave y se tumbó cuan largo era en el suelo, el bonito traje se le arrugó y estiró el brazo hacia el Borde Mismo del Mundo y empezó a darle cuerda con fuerza. El sonido de trinquete resonó por todas partes.
—La tengo en el bolsillo trasero —gritó por encima del hombro mientras trabajaba—. Tendrás que cogerla tú mismo.
Vacilante, el hombre introdujo la mano en el bolsillo mientras el hombre bien vestido no dejaba de dar cuerda, y extrajo la última llave. Se retiró a su barco y volvió navegando por donde había venido.
Al cabo de muy poco tiempo llegó al castillo mágico donde la bruja había encerrado a su hija sin ser siquiera consciente de cuánto tiempo hacía. Era realmente impresionante, con muros de plata brillantes que resplandecían bajo el sol, y flotaba por encima del terreno, por lo que había que subir por una estrecha escalera de plata serpenteante que se flexionaba de forma inquietante cuando soplaba el viento.
La puerta era de hierro negro. El hombre introdujo la última llave en la cerradura y la giró.
En cuanto la giró del todo las puertas se abrieron y apareció una hermosa mujer justo detrás, como si le hubiera estado esperando durante todo aquel tiempo. Era igual de alta que él, y debía de haber aprendido mucho con la bruja en su ausencia porque resplandecía poder mágico por los cuatro costados.
Él la reconoció de todos modos. Era su hija.
—Niña preciosa —dijo el hombre—, soy yo. Tu padre. He venido a llevarte a casa.
—¿Mi padre? —preguntó ella—. Tú no eres mi padre. ¡Mi papá no es viejo!
La mujer hermosa soltó una risotada que le resultó familiar.
—Pero soy tu padre —dijo—. No lo entiendes. He estado buscando todo este tiempo…
La mujer no le escuchaba.
—Gracias de todos modos por liberarme.
Ella le dio un beso en la mejilla. Entonces le tendió una llave de oro y salió volando con el viento.
—¡Espera! —la llamó él. Pero ella no esperó. No entendía qué pasaba. Observó cómo desaparecía a lo lejos. Entonces fue cuando se sentó y rompió a llorar.
El hombre nunca volvió a ver a su hija ni tampoco utilizó la llave. Porque ¿adónde iría, qué puerta abriría, qué tesoro desvelaría que le resultara más valioso que la llave de oro que le había entregado su hija?