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A Julia le ocurrió algo curioso después del asunto del trabajo de ciencias sociales falso. Incluso podría considerarse un truco de magia; donde había habido sólo una Julia, ahora había dos Julias, una para cada grupo de recuerdos. La Julia que se correspondía con el primero, la normal, la que había redactado el trabajo y se había marchado a casa y había cenado, hacía las cosas que eran normales para Julia. Iba al instituto. Hacía los deberes. Tocaba el oboe. Por fin se acostó con James, lo cual en cierto sentido había tenido intención de hacer pero, por algún motivo, había ido retrasando.

Pero había una segunda Julia, más extraña, que crecía en el interior de la primera Julia, como un parásito o un tumor horrible. Al comienzo era diminuto, como una bacteria, una única célula de duda, pero se multiplicaba y no paraba de crecer. A esta segunda Julia no le interesaban las clases, ni el oboe, ni siquiera James en particular. James daba fe de la historia de la primera Julia, recordaba haberse reunido con ella en la biblioteca pero ¿qué demostraba eso? Nada. Sólo demostraba que además de redactar el trabajo sobre comunidades voluntarias, esa gente también había llegado a James.

Y James se tragó la historia de cabo a rabo. Sólo había un James.

El problema era que Julia era lista y le interesaba la verdad. No le gustaban las incoherencias y no paraba hasta que las resolvía, jamás. A los cinco años había querido saber por qué Goofy hablaba y Pluto no. ¿Cómo era posible que un perro tuviera a otro perro por mascota y uno fuera sensible y el otro no? Del mismo modo quería saber quién era el cabrón vago que había escrito el trabajo sobre comunidades voluntarias por ella y había buscado la información en Wikipedia. Huelga decir que «los infames agentes de una escuela secreta para magos en el norte del estado de Nueva York» no era una respuesta ni mucho menos plausible a la pregunta. Pero era la respuesta que encajaba con sus recuerdos, y esos recuerdos se tornaban cada vez más nítidos.

Además, a medida que se volvían más nítidos, la segunda Julia fue ganando fuerza y cada granito de fuerza que ganaba se lo restaba de la primera Julia, que se iba debilitando y adelgazando, hasta el punto en que se volvió prácticamente transparente y el parásito tras la máscara de su rostro se tornó casi visible.

Lo curioso o, mejor dicho, una de las muchas curiosidades de esta historia tan graciosísima, era que nadie se percataba de nada. Nadie se dio cuenta de que cada vez tenía menos que decirle a James o que cuando faltaban tres semanas para el concierto de vacaciones perdió la primera posición de la sección de oboe en la muy competitiva Orquesta Juvenil del Conservatorio de Manhattan, con lo que sacrificaba el solo jugoso de Pedro y el lobo (el tema del pato) a favor de la claramente inferior Evelyn Oh, cuya interpretación del tema, como no podía ser de otro modo, sonaba como un puto pato graznando, al igual que todo lo demás que salía del puto Ohboe de Evelyn Oh.

A la segunda Julia no le interesaba demasiado James, ni tocar el oboe, ni el instituto. Le interesaba tan poco el instituto que cometió la estupidez de fingir que había hecho la preinscripción para la universidad cuando no era cierto. La cagó con todas las solicitudes. Tampoco nadie se dio cuenta. Pero en abril sí que se darían cuenta, cuando la brillante Julia que siempre rendía más de lo esperado no entrara en ninguna universidad. La segunda Julia había colocado una bomba de relojería que haría saltar por los aires la vida de la primera Julia.

Aquello ocurrió en diciembre. Para marzo ella y James pendían de un hilo. Ella se había teñido el pelo de negro y se había pintado las uñas de negro para parecerse más a la segunda Julia. Al comienzo a James le pareció sexy y siniestro, y aumentó sus esfuerzos en el terreno sexual, lo cual no fue precisamente un efecto secundario bien recibido, pero evitó hablar con él, lo cual costaba cada vez más. Nunca habían sido tan buena pareja como parecía. Él no era un verdadero empollón, sólo amigo de los empollones, compatible con los empollones, pero las referencias a Gödel, Escher, Bach[1] tenían los días contados antes de que empezaran a convertirse en un problema. Pronto descubriría que ella no se hacía pasar por una chica siniestra sexy y deprimida sino que en realidad se había convertido en una chica siniestra sexy y deprimida.

Y a ella le gustaba. Mojaba el dedo gordo del pie en el estanque del mal comportamiento y la temperatura le parecía ideal. Ser problemática resulta divertido. Julia había sido muy buena durante mucho tiempo y lo curioso del caso era que si eres buena la mayor parte del tiempo, la gente te empieza a olvidar. Si no supones un problema, la gente te tacha de la lista de cosas por las que preocuparse. Nadie te presta atención. Prestan atención a las chicas malas. Con discreción, la segunda Julia llamaba un poco la atención, por una vez en la vida, y le gustaba.

Entonces Quentin fue a verla. Centrarse en la cuestión de adónde había ido Quentin después del primer semestre le causaba un problema enorme, pero la neblina que lo rodeaba le resultaba familiar. La había visto otras veces, era la misma neblina que rodeaba su tarde perdida. Su coartada, que había dejado el instituto antes de tiempo para matricularse en una escuela experimental superexclusiva, le olía a asunto de la primera Julia. A un asunto inventado.

Quentin siempre le había gustado. Era sarcástico y tan listo que daba miedo y, básicamente, una buena persona que no necesitaba más que un montón de terapia y quizás algún fármaco que le modificara el estado de ánimo. Algo que inhibiera de forma selectiva la voraz recaptación de la serotonina que se producía en su cerebro a todas horas. El hecho de saber que estaba enamorado de ella le hacía sentir mal y encima no le resultaba nada sexy, pero no estaba tan mal. En realidad no era feo, era más guapo de lo que él creía, pero esa obsesión por Fillory de hombremuchacho voluble le resultaba insoportable y era lo bastante lista para saber quién tenía un problema, y no era ella.

Pero cuando él regresó en marzo tenía un aire distinto, algo espiritual y que hacía que le brillaran los ojos. Él no dijo nada pero no hacía falta. Había visto cosas. Sus dedos despedían cierto olor, el olor que se queda después de que pongan en marcha el enorme generador de Van de Graaff en el museo de la ciencia. Se trataba de un hombre que había manejado la luz.

Fueron todos juntos a la botadura del barco en el Canal de Gowanus, y ella fumaba un cigarrillo tras otro y se limitaba a mirarlo. Y Julia se dio cuenta; Quentin había estado en el otro lado, y ella se había quedado atrás.

Le pareció que lo había visto allí, en el examen de Brakebills, en el vestíbulo con el reloj de tiza, con los vasos de agua y los niños que desaparecían. Ahora sabía que tenía razón. Pero se dio cuenta de que para él había sido muy distinto. Cuando entró en esa habitación se había puesto manos a la obra y había acabado el examen porque ¿escuela de magia? Era lo que llevaba esperando toda la vida. Era como si hubiera presagiado aquella mierda. Se había preguntado cuándo aparecería y, cuando lo hizo, él estaba más que dispuesto y listo para vivirlo.

A Julia, por el contrario, le pilló por sorpresa. Nunca había esperado que le ocurriera algo especial. Su plan era buscarse la vida y conseguir que le pasara algo especial, lo cual era mucho más sensato desde el punto de vista de las posibilidades teniendo en cuenta lo improbable que era que algo tan emocionante como Brakebills le cayera del cielo. O sea que cuando llegó tuvo la sensatez de tomárselo con calma y sopesar lo extremadamente raro que era todo aquello. Podía haber obtenido buenas notas en matemáticas, eso estaba claro. Había ido a clase de mates con Quentin desde los diez años y cualquier cosa que él supiera hacer ella lo hacía igual de bien, de espaldas y con tacones si hacía falta.

Pero se pasó demasiado tiempo mirando a su alrededor, intentando asimilarlo, comprender las implicaciones. No lo aceptaba sin darle más vueltas como hacía Quentin. La cuestión prioritaria que tenía en la cabeza era ¿por qué estáis todos ahí sentados haciendo geometría diferencial y pasándolas canutas cuando las leyes fundamentales de la termodinámica y la física newtoniana se incumplen por todas partes a vuestro alrededor? Aquello era demasiado. El examen era la última de sus prioridades. Era lo menos interesante de la sala. Aun así, se comportó con la inteligencia y sensatez que requería la situación.

Pero ahora Quentin estaba dentro y ella fuera fumando como un carretero en el embarcadero de Gowanus con su novio medio orco. Quentin había aprobado y ella no. Daba la impresión de que la sensatez y la inteligencia ya no servían. Estaban totalmente desconectadas entre sí.

Aquel día, cuando Quentin se marchó, Julia cayó por un acantilado.

* * *

Es justo llamarle depresión. Se sentía fatal constantemente. Si aquello era una depresión, ella la tenía. Debía de ser contagioso. La había pillado del mundo.

El psiquiatra al que la enviaron le diagnosticó que padecía distimia, lo cual definió como la incapacidad de disfrutar de las cosas con las que debería disfrutar. A ella le pareció justo dado que no disfrutaba con nada, aunque, como buena especialista en semiótica distímica, ella habría rebatido ese «debería» si hubiera tenido la energía suficiente. Porque había algo con lo que disfrutaba o disfrutaría independientemente de que debiera o no. Lo que pasaba es que no tenía acceso a ese algo, la magia.

El mundo que la rodeaba, el mundo convencional, mundano, se había convertido en un terreno baldío. Estaba vacío, era un mundo postapocalíptico: tiendas y casas vacías, coches calados con la tapicería quemada, semáforos estropeados que colgaban por encima de las calles vacías. Aquella tarde perdida de noviembre se había convertido en un agujero negro que había absorbido el resto de su vida. Y una vez traspasado el radio de Schwarzschild era muy difícil deshacer el camino ni que fuera con un esfuerzo sobrehumano.

Imprimió la primera estrofa de un poema de Donne y la clavó en la puerta:

se extingue el sol y ahora sus redomas

envían luces débiles, mas no incesantes rayos;

ya la savia del mundo fue absorbida:

el bálsamo universal hidrópica la tierra ha bebido hasta el término,

donde, como a los pies del lecho, la vida está encogida,

difunta y enterrada; mas todas estas cosas parecen sonreír

comparadas conmigo, pues yo soy su epitafio.

Al parecer, así escribían en el siglo XVII. De todos modos, era un buen resumen de su estado mental. Hidrópica significa sedienta. La tierra sedienta. La savia había desaparecido del mundo sediento y había dejado una corteza seca que no pesaba nada, una cosa muerta que se desmigajaba al tocarla.

Una vez a la semana su madre le preguntaba si había sufrido una violación. Quizás habría sido más sencillo responder que sí. Su familia nunca la había comprendido. Siempre habían temido su inteligencia voraz. Su hermana, una morena timorata y poco amante de las matemáticas cuatro años menor, pasaba de puntillas por su lado como si fuera un animal salvaje presto a morderla con furia si se la provocaba. Nada de movimientos bruscos. Mantened los dedos bien lejos de la jaula.

De hecho, pensó que la locura era un diagnóstico posible. No le quedaba más remedio. ¿Qué persona en su sano juicio (¡ja!), no lo pensaría? Sin duda parecía más loca de lo normal. Había adoptado algunas malas costumbres como arrancarse las cutículas y no ducharse y, ya puestos, no comer o marcharse de su habitación varios días seguidos. Claramente, se explicó la doctora Julia a sí misma, padecía algún tipo de alucinación inducida por Harry Potter, con tintes paranoicos, probablemente de origen esquizofrénico.

Lo que pasaba, doctora, era que todo eso era demasiado metódico. No presentaba la calidad de una alucinación, era demasiado seco y firme al tacto. Para empezar, era su única alucinación. No traspasaba a otras cosas. Tenía unos límites claros. Y para acabar, no era una alucinación. Pasaba de verdad.

Si aquello era de locos, se trataba de una locura totalmente distinta, todavía no registrada en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales. Ella padecía obsesofrenia. Era estupicótica.

Julia cortó con James. O quizás es que dejó de responder a sus llamadas y de saludarle cuando se cruzaban por el pasillo. O lo uno o lo otro, no lo recordaba con claridad. Hizo unos cuantos cálculos minuciosos con su nota media, la cual hasta el momento había sido muy buena, y llegó a la conclusión de que podía ir al instituto dos días a la semana, sacar aprobados justillos y aun así sacarse el título. Bastaba con asumir el máximo riesgo y en esos momentos ella habitaba en la zona límite.

Mientras tanto seguía yendo al psiquiatra con regularidad. Era un buen tipo, como mínimo bienintencionado, con barba incipiente en la cara curiosa y expectativas razonables acerca de lo que podía esperar de la vida. De todos modos, ella no le dijo nada sobre la escuela secreta de magia en la que no había conseguido entrar. Quizás estuviera loca pero no era imbécil. Había visto Terminator 2. No acabaría como Sarah Connor.

De vez en cuando Julia notaba que le flaqueaba la convicción. Sabía lo que sabía pero, en el día a día, no había gran cosa a la que aferrarse para seguir manteniendo sus convicciones. A lo más que aspiraba era a que cada quince días Google le ofreciera un resultado sobre Brakebills, o quizá dos, pero al cabo de unos minutos desaparecía. ¡Como por arte de magia! Al parecer no era la única persona que tenía una alerta de Google al respecto, y esa persona era lo bastante lista para borrar la memoria caché de Google cuando saltaba la alerta. Pero eso le daba que pensar.

Luego, en abril, dieron su primer paso en falso. La cagaron de verdad. Metieron la pata hasta el fondo. Porque encontró siete sobres en el buzón: Harvard, Yale, Princeton, Columbia, Stanford, MIT y Caltech. Felicidades, tenemos el honor de aceptarla como miembro del curso de ja, ja, ja, ¡esto debe de ser una puta broma! Se tronchó de la risa cuando las vio. Sus padres también se rieron. Se rieron de alivio. Julia se reía porque le parecía una auténtica gilipollez. Siguió riendo cuando rasgó las cartas por la mitad, una tras otra, y las tiró a la papelera de reciclaje.

Mira que sois idiotas, pensó. Os pasáis de listos. No me extraña que dejarais entrar a Quentin, sois igual que él, no podéis evitar haceros los listos. ¿Os pensáis que sois capaces de comprar mi vida así como así? ¿Con un puñado de sobres abultados? ¿Acaso creéis que aceptaré esto en vez del reino mágico que me corresponde por justicia?

Ni hablar. Ni en sueños, caballero. Esto es un punto muerto, que vaya pasando el tiempo a ver qué sucede, y yo tengo todo el día. Buscáis una solución rápida al problema de Julia, pero tal solución no existe. Más vale que te acomodes, amigo, porque Julia va a jugar sin límite de tiempo.