5

La primera mañana que Quentin se despertó a bordo del Muntjac, la única comparación posible que se le ocurrió fue la de la primera mañana que se despertó en Brakebills. Su camarote era largo y estrecho y la cama estaba a lo largo frente a una hilera de ventanas que se encontraban a un par de metros escasos de la línea de flotación. Lo primero que vio fue esas ventanas, salpicadas de gotas de agua y brillantes por el sol que se reflejaba en el agua, que surcaban a una velocidad increíble. Las estanterías, armarios y cajones estaban escondidos hábilmente a lo largo de las paredes y bajo la cama. Era como estar dentro de un rompecabezas.

Balanceó los pies descalzos hacia los tablones anchos y fríos del suelo del pequeño camarote. Notaba el ligero cabeceo e incluso el todavía más sutil balanceo del barco así como la inclinación a la que lo sometía el viento. Se sentía como si estuviera en el vientre de algún mamífero marino gigantesco pero agradable cuyo máximo placer en la vida era deslizarse por la superficie del mar con él en su interior. Quentin era una de aquellas personas tan fastidiosas que nunca se mareaban.

Sacó la ropa de una cómoda minúscula empotrada en la pared, o la regala o el mamparo, o como sea que se llame la pared de un barco. Admiró las pulcras hileras de libros de las estanterías empotradas por encima de la cama, sujetas mediante un tablón estrecho para que no cayeran en caso de tormenta. No es que le emocionara lo que les esperaba para desayunar, y mejor no hablar del baño, pero, aparte de eso, estaba en estado de gracia. Hacía meses que no se sentía tan bien. Años, quizá.

Él era la única persona en cubierta que no tenía nada que hacer. La tripulación del Muntjac no era muy numerosa para un barco de ese tamaño, ocho manos incluyendo al capitán, y todos los tripulantes que estaban a la vista estaban muy ajetreados gobernando el barco y empalmando cabos y restregando la cubierta y trepando por aquí y por allá. No veía a Julia en ningún sitio y el almirante Lacker y Benedict hablaban sobre alguna sutileza naval con un nivel de animación que a Quentin le resultó insólito.

Quentin supuso que recurriría a la magia del tiempo si era necesario, pero a Julia se le daba mejor que a él y, de todos modos, no se le ocurría cómo Julia podría mejorar lo que ya tenían, es decir, un cielo despejado y un fuerte viento procedente del noroeste. Decidió trepar al mástil.

Caminó hasta el último y menor de los tres mástiles del Muntjac, balanceando los brazos hacia delante y atrás y calentando los hombros. Probablemente fuera una estupidez. ¿Pero quién no ha deseado alguna vez encaramarse a lo alto de un velero que navega a toda vela? En las películas siempre parece fácil. No podía decirse que el mástil estuviera hecho para trepar por él, pues no había ni peldaños, ni escalones ni pinchos. Puso el pie en una cornamusa de latón. El hombre que iba al timón lo miró. «Tu rey está trepando por el mástil, ciudadano. Y no, no sabe cómo. Asúmelo».

No resultaba fácil pero tampoco era tan difícil. En vez de cornamusas o palos por lo menos había cabos, aunque había que ir con cuidado para no tirar de nada de lo que no se debía tirar. Se despellejó un nudillo, luego otro y una astilla gruesa se le clavó justo en el pulpejo del pulgar y se le partió ahí. El mástil zumbaba de la tensión, notaba que estaba bien clavado en la bodega, aprovechando la fuerza del viento y equilibrándola con la fuerza del agua en la quilla. Con lo que no contaba era con que de repente hiciera tanto frío, como si hubiera trepado a otra zona climática, o quizás a los límites inferiores del espacio exterior.

El otro elemento con el que no había contado era el ángulo del barco. La mayor parte del tiempo apenas lo notaba pero cuanto más se alejaba de la seguridad de la cubierta, más peligroso le parecía lo escorado que estaba. Tenía que recordarse continuamente que no corría el peligro inminente de darse la vuelta y ahogarlos a todos. Que no era probable.

Para cuando llegó a lo más alto ya no estaba ni mucho menos encima de la cubierta. Podía haber dejado caer una plomada directamente hasta el agua, que pasaba con fuerza debajo de él, como un torrente de cristal verde borrascoso. Una silueta con el morro romo de color gris lechoso les seguía bajo la superficie a unos quince metros del lado de estribor. Era enorme. No era una ballena ya que tenía la cola vertical, no horizontal. O sea que debía de ser un pez gigantesco o un tiburón. Mientras lo miraba, el animal nadó a mayor profundidad y se tornó más difuso, hasta que dejó de verlo por completo. Cuanto más se sube, más obvio resulta que todo lo demás es mucho mayor que nosotros.

Bajar fue más fácil. En cuanto llegó a la seguridad que le brindaba la cubierta, Quentin decidió ir en el otro sentido, a la bodega. El ajetreo y la luminosidad del mundo exterior se desvanecieron en cuanto bajó por la escotilla oscura de la cubierta. No es que se pudiera ir muy lejos; tres escalones cortos le condujeron al fondo del pequeño mundo hueco del Muntjac.

Hacía calor. Notaba que el océano le presionaba desde el otro lado de la madera húmeda y sudorosa. La bodega estaba tan llena de suministros que apenas había sitio para moverse. No resultaba muy pintoresco. Se disponía a volver a subir, a regresar a la realidad, o a lo que así se consideraba en Fillory, cuando un rostro extraño, peludo y cabeza abajo apareció por entre la oscuridad delante de él.

Profirió un fuerte grito del susto, impropio de un rey, y se golpeó la cabeza con algo. El rostro estaba suspendido en el aire. Cuando se le acostumbró la vista vio que la criatura colgaba boca abajo de una viga tan cómodamente que parecía que llevaba allí toda la vida. Tenía un aspecto alienígena, como si estuviera medio derretido.

—Hola —dijo.

Misterio resuelto. Aquel animal parlante era un perezoso. Probablemente fuera el mamífero más feo que Quentin había visto en su vida.

—Hola —saludó Quentin—. No sabía que estabas aquí abajo.

—Nadie parece haberse percatado —dijo el perezoso muy formal—. Espero que vengas a verme. A menudo.

* * *

Tardaron tres días en llegar a la Isla Exterior y cada día hacía más calor. Dejaron las playas otoñales y las aguas aceradas de Whitespire por una zona más tropical. Lo consiguieron navegando hacia el este, en vez de hacia el norte o el sur, lo cual resultaba extraño para los terrícolas, pero ningún filoriano pareció sorprenderse. Incluso le hizo plantearse si aquel mundo era esférico, Benedict no había oído hablar nunca de un ecuador. La tripulación se puso ropa blanca más apropiada para el clima tropical.

Benedict estaba al lado del almirante Lacker en el timón con un libro de cartas que trazaba el acceso a la Isla Exterior, página tras página llena de puntos de aspecto técnico e isobaras concéntricas que parecían manchas. Cooperando, se abrieron paso por un laberinto de bancos de arena y arrecifes que sólo ellos veían hasta que la isla por fin apareció ante sus ojos; un pequeño montículo de arena blanca y selva verde en el horizonte, con un pico modesto en el centro, no muy distinto de lo que había imaginado. Rodearon un cabo y entraron en una bahía poco profunda.

En cuanto llegaron el viento dejó de soplar. El Muntjac recorrió la costa hasta el centro del puerto con los últimos coletazos de impulso, rizando la apacible superficie verde a su paso. Las velas se quedaron flojas en el silencio. Parecía algún pueblecito tranquilo de la Costa Azul. La costa era una playa estrecha de arena recubierta de algas secas y los fragmentos fibrosos que sueltan las palmeras constantemente, tostándose bajo el calor de la tarde. En un extremo había un embarcadero y unas cuantas estructuras bajas y un edificio de aspecto majestuoso que podía haber sido un hotel o un club de campo. No se veía ni un alma.

Probablemente estuvieran haciendo la siesta. Quentin notó que la emoción iba en aumento. No seas imbécil. Era una misión. Estaban allí para recaudar los impuestos.

Bajaron la lancha en silencio. Quentin descendió seguido de Bingle y Benedict, que perdió su hosca timidez durante unos instantes ante la emoción de empezar el estudio topográfico. Julia subió en el último momento y apareció a bordo. El perezoso, cómodamente colgado de la viga de la bodega, rehusó acompañarles, aunque antes de cerrar los ojos caídos y sombríos les ordenó que si encontraban algún brote especialmente suculento, o incluso un lagarto pequeño, recordaran que él era omnívoro.

Un muelle largo, estrecho y desvencijado sobresalía del embarcadero hacia el agua, con una absurda torreta pequeña en el extremo. Remaron hacia ella. La bahía estaba lisa como un estanque. A lo largo de todo el proceso no habían visto ni oído a nadie.

—Espeluznante —dijo Quentin en voz alta—. Cielos, espero que no sea parecido al caso de la colonia perdida de Roanoke y este sitio esté desierto.

Nadie dijo nada. Echaba de menos poder hablar con Eliot o incluso Janet. Si a Julia le divirtió, o si siquiera pilló la referencia, no soltó prenda. Había estado ensimismada desde que zarparan de Whitespire. No quería hablar con nadie, ni tocar a nadie… mantenía las manos en el regazo y los codos hacia dentro.

Escudriñó la orilla con un telescopio plegable que había hechizado de forma que mostraba tanto las cosas visibles como las invisibles o, en todo caso, la mayoría de ellas. La costa estaba realmente desierta. Si se ajustaba el telescopio, pues disponía de una esfera adicional, la vista retrocedía en el tiempo. Nadie había visitado la playa desde hacía una hora por lo menos.

El muelle crujió en aquel entorno tan silencioso. El calor era atroz. Quentin consideró que él debía ir en cabeza, en tanto que rey, pero Bingle insistió. Se tomaba muy en serio su función de guardaespaldas real. No era ni por asomo tan alegre como su nombre parecía indicar, aunque eso habría resultado casi imposible dado que sonaba al de un payaso que anima fiestas infantiles.

El edificio grande que habían visto con anterioridad era de madera y estaba pintado de blanco, con columnas jónicas en la parte delantera y unas majestuosas puertas de cristal. Todo estaba desconchado. Se asemejaba a la mansión de una plantación sureña. Bingle empujó la puerta y entró. Quentin le siguió muy de cerca. Por lo menos, de toda aquella aventura sacaría la emoción de lo desconocido, por corta que fuera. El interior era de un negro profundo tras el resplandor de la tarde y de un fresco agradable.

—Con cuidado, Alteza —dijo Bingle.

Cuando Quentin se acostumbró a la oscuridad, vio un salón cochambroso pero acondicionado a lo grande con un escritorio en el centro. Había una niña sentada a él de pelo rubio y liso que coloreaba un trozo de papel con ahínco. Cuando los vio, se dio la vuelta y gritó hacia las escaleras.

—¡Mamá! ¡Tenemos visita!

Se volvió hacia ellos.

—Procurad que no entre arena en la casa.

Continuó pintando.

—Bienvenidos a Fillory —añadió, sin alzar la vista.

* * *

La niña se llamaba Eleanor. Tenía cinco años y era experta en dibujar conejospegaso, que eran como pegasos normales pero en vez de ser caballos alados eran conejos con alas. A Quentin no le quedaba claro si eran reales o inventados; en Fillory nunca se estaba totalmente seguro de esas cosas. La madre tenía treinta y muchos años o algo así, guapa con los labios finos y una tez pálida poco propia de los trópicos. Bajó las escaleras con elegancia, con tacones y un traje chaqueta con falda de aspecto ligeramente formal, e hizo levantar a su hija de la silla con brusquedad. Sin rechistar, recogió sus dibujos y lápices de colores y subió las escaleras corriendo.

—Bienvenidos al reino de Fillory —dijo la mujer con una voz de contralto ronca—. Soy la agente de aduanas. Por favor, díganme su nombre y país de origen.

Abrió un libro mayor de aspecto muy oficial y preparó un enorme sello de tinta púrpura sosteniéndolo en alto.

—Me llamo Quentin —dijo—. Coldwater. Soy rey de Fillory.

Se quedó pasmada y arqueó las cejas mientras seguía teniendo la mano en posición de sellar. Sabía sacarle provecho a algo tan rutinario; eficiente pero sexy, lo cual no dejaba de tener cierta ironía. Aquella agente de aduanas tenía algo de vampiresa.

—¿Eres el rey de Fillory?

—Soy uno de los reyes de Fillory. Hay dos.

Dejó el sello. En la columna correspondiente a PROFESIÓN escribió «rey».

—En tal caso… ¿de Fillory?

—Pues sí.

Tomó nota.

—Ah, bueno. —Exhaló un suspiro y cerró el libro mayor. Al final no usó el sello—. No hay mucho papeleo por hacer si sois de Fillory. Pensaba que veníais del extranjero.

—Dirígete a su Alteza con respeto —espetó Bingle—. Estás hablando con un rey, no con un pescador errante.

—Ya sé que es el rey —dijo—. Lo ha dicho.

—¡Entonces dirígete a él como «alteza»!

—Disculpa. —Se dirigió a Quentin intentando, no con demasiado denuedo, disimular cuánto le divertía la situación—. Alteza. Aquí no llegan demasiados reyes. Una tarda en acostumbrarse.

—Bueno, vale. —Quentin dejó el tema—. Mira, Bingle, ya me ocuparé yo de preservar mi dignidad, gracias. —Luego se dirigió a la agente de aduanas—. De todos modos si quieres puedes ponerle un sello a mi documento.

Bingle dedicó a Quentin una mirada que decía «no tienes ni idea de cómo ser rey, ni la más remota idea».

La agente de aduanas se llamaba Elaine y, en cuanto se quedó contenta con su estatus de inmigrantes, se convirtió en una anfitriona magnánima. En la Isla Exterior era habitual tomar cócteles al cabo de más o menos una hora, explicó, pero antes ¿les apetecería ir a ver alguna parte de la isla? Por supuesto que sí. Ya que estaban. Lo que ocurre es que tenían que ser conscientes de que alguien acabaría llevando a Eleanor sobre los hombros. Era una niña encantadora pero se distraía enseguida y era muy vaga.

—Es una coqueta de cuidado. Va directa a los hombres del grupo y, cuando encuentra un blanco fácil, acaba cargando con ella el resto del día.

Siguieron a Elaine por la embajada, que es lo que resultó ser el edificio majestuoso. Tenía una iluminación tenue y era increíblemente elegante, con un montón de butacas tapizadas y madera oscura, algo parecido a un club inglés para caballeros. Era difícil imaginar la riqueza de una época en la que todo aquello se había enviado y montado hasta allí. La Isla Exterior debió de haber tenido su época dorada. Salieron por la puerta trasera y recorrieron una pista abierta entre la vegetación tropical. Elaine cogió un fruto agridulce de sabor fuerte de una rama baja y se lo ofreció a Quentin.

—Pruébalo —susurró sensualmente. Tenía un denso enjambre de semillas que se escupían a las hierbas.

El olor especiado de la orilla del mar cedió paso al aire viciado rebosante de clorofila de la jungla. Pasaron por algunas verjas de hierro forjado, pintadas de blanco pero medio oxidadas, con un sendero curvado que se perdía en la maleza. Elaine relató las distintas historias y escándalos de las familias que vivían en las casas a las que conducían los senderos. Era bien parecida y tenía una actitud decidida que resultaba atractiva. Aunque Quentin se preguntaba por qué no era más cariñosa con su hija, la servicial Eleanor. Más que nada es que no encajaba con su talante hospitalario. Bingle les precedía, con la espada desenvainada, dispuesto a atacar o forcejear con cualquier malhechor que apareciera de repente en la jungla con las miras puestas en el rey. A Quentin le pareció de mala educación, pero Elaine no pareció darse cuenta.

Se pararon a admirar un árbolreloj tropical, que había adoptado la forma de una palmera en vez de un roble. Quentin le preguntó a Eleanor si sabía leer la hora y la niña respondió que no sabía y que, además, tampoco quería saberlo.

—Somos como las princesas del rey —dijo Elaine.

Benedict se esforzaba en ir haciendo esbozos a medida que caminaban e intentaba no manchar la libreta de sudor. Julia se detuvo a contemplar un hierbajo, o quizás a hablar con él, y la dejaron atrás. ¿Hasta qué punto era capaz de meterse en líos? A Quentin se le había medio ocurrido coquetear con Elaine para despertar el espíritu celoso de Julia, pero si tal espíritu habitaba en su interior estaba adormecido.

Después de casi un kilómetro llegaron al centro del pueblo. La pista describía un bucle irregular y volvía a enderezarse. Había un mercado, o por lo menos unos cuantos puestos, que olía a pescado y donde había unas cuantas frutas desechadas y pisoteadas del tipo que se habían encontrado por el camino. En la parte superior del bucle se encontraba un majestuoso edificio oficial estilo ayuntamiento con un reloj parado en el frontón como un ojo de cíclope ciego y la bandera descolorida pero aun así reconocible de Fillory, que colgaba lánguida y agotada bajo el calor húmedo.

En el centro del bucle había un monumento de piedra, un obelisco coronado con la estatua de un hombre. Los monzones lo habían deteriorado sobremanera y los hierbajos tropicales habían conseguido agrietar una esquina de la base, pero todavía se apreciaba la actitud heroica del hombre, estoico ante lo que parecía una desgracia inminente.

—Es el capitán Banks —informó Elaine—. Fundó el asentamiento filoriano en la Isla Exterior, que en realidad quiere decir que su barco chocó contra ella.

Quentin se preguntó si el hombre no había tenido más remedio que fundar el asentamiento dado el encontronazo. Si así era, sería de todos conocido en la Isla Exterior.

—¿Dónde está la gente?

—Oh, por ahí —respondió ella—. En general, aquí somos muy reservados.

Eleanor puso a prueba a Elaine y la soltó. La niña alzó los brazos hacia Quentin y él se la colocó encima de los hombros. Elaine puso los ojos en blanco como diciendo «estabas advertido». El sol se estaba poniendo en un atardecer rojizo detrás de los árboles y los insectos típicos de esa hora se habían vuelto más osados.

Eleanor chilló de felicidad al ver lo alto que era Quentin en comparación con su montura. Cubrió los ojos de Quentin con el borde de su falda. Él la levantó suavemente y ella volvió a chillar y la bajó otra vez. Era un juego. La niña tenía una fuerza increíble. Quentin supuso que había cosas peores en la vida que ser un blanco fácil.

Se quedó ahí parado un buen rato, en la oscuridad tropical que se creaba bajo el dobladillo de la falda de Eleanor. Aquí estoy, noble líder de la osada expedición a la Isla Exterior. Rey de todo lo que contemplo. Era eso, en realidad no habría ningún giro inesperado, ninguna gran revelación. La sensación de resignación casi le resultaba agradable, le producía un placer sosegado, adormecedor, como la primera bebida fuerte de la velada.

Exhaló un suspiro. No era un suspiro de insatisfacción pero venía a decir que en cuanto tuviera los impuestos se largaría de allí enseguida.

—Antes has hablado de unos cócteles —dijo.

* * *

La cena en la embajada fue mejor de lo esperado; un pescado local con unos dientes que daban miedo servido entero con una salsa dulce que incluía alguna fruta local parecida al mango. Eleanor sirvió a los invitados con una dignidad increíble, transportando saleros y copas y otros artículos de la cocina a la mesa con la espalda bien recta y pasos lentos, reflexivos, de los dedos al talón, como si caminara por una barra de equilibrio. A eso de las ocho y media se le cayó un vaso de cristal.

—Por el amor de Dios, Eleanor —dijo Elaine—. Vete a la cama. Te has quedado sin postre, vete a la cama. —La acusada se echó a llorar y pidió pastel, pero Elaine ni se inmutó.

Después todos se acomodaron en unos sofás y sillas de mimbre en un porche de la planta superior y fueron dando sorbitos a un licor local demasiado dulzón. La bahía se extendía bajo sus ojos en la oscuridad, con el Muntjac flotando en ella, iluminado por unos faroles en la proa y en la popa y en lo alto de los mástiles. Julia ideó un conjuro para mantener a los bichos a raya.

Quentin preguntó dónde estaba el baño y se disculpó. Era una tapadera. Hizo una parada en la cocina, donde encontró el pastel que había sobrado bajo una tapa de cristal abovedada. Cortó una porción y la subió a la habitación de Eleanor.

—Chitón —dijo cuando cerró la puerta detrás de él. Ella asintió muy seria, como si él fuera un espía que portara un comunicado en tiempos de guerra. Él esperó mientras se comía el pastel y luego devolvió la prueba del delito, el plato vacío y el tenedor, a la cocina.

Cuando regresó al porche Elaine estaba sola. Julia se había ido a la cama. Si sentía algo por él, no pensaba demostrárselo a nadie. Lo que creía sentir por Julia se le estaba escapando de las manos. No pasaba nada si no había nada entre ellos, dadas las circunstancias se conformaba con conseguir que ella le dirigiera la palabra. Le tenía preocupado.

—Pido perdón por lo de antes —dijo Elaine—. Alteza. Lo de ser rey.

—Olvídalo. —Se esforzó por centrar la atención en ella y sonrió—. Yo todavía no me he terminado de acostumbrar.

—Habría sido más fácil si llevaras corona.

—La llevé durante un tiempo, pero era sumamente incómoda. Y siempre se me caía en el momento más inoportuno.

—Me lo imagino.

—Bautizos. Cargas de caballería.

Influido por el claro de luna de la isla estaba empezando a sentirse despreocupadamente encantador. Le roi s’amuse.

—Parece un engorro público.

—Casi era como un enemigo del Estado. Ahora sólo conservo un porte real. Estoy seguro de que te has dado cuenta.

En la penumbra era difícil ver la expresión de ella. El cielo oscuro estaba trufado de exóticas estrellas orientales.

—Oh, es inconfundible.

Ella empezó a liarse un cigarrillo. ¿Estaban ligando? Por lo menos tenía quince años más que Quentin. Ahí estaba él, llegado en un barco en los salvajes trópicos mágicos de Fillory y se encontraba con la única asaltacunas en un radio de 477 millas náuticas a la redonda. Se preguntó quién sería el padre de Eleanor.

—¿Te criaste aquí? —preguntó él.

—Oh, no, mis padres eran de tierra firme, de Huerto del Sur. Nunca conocí a mi padre. Llevo toda la vida en el cuerpo diplomático. Para mí, esto es otro destino más, he estado por todo el imperio.

Quentin asintió con expresión sabia. No estaba al corriente de que Fillory tuviera cuerpo diplomático. Tendría que informarse al respecto cuando regresara.

—¿Y por aquí pasa mucha gente? Me refiero a gente de fuera de Fillory. ¿Por mar?

—Por desgracia, no. En realidad voy a contarte un secreto terrible: nadie ha pasado jamás por aquí, no desde que yo estoy en la embajada. De hecho, en la historia de esta oficina, que tiene tres siglos de antigüedad, nadie ha pasado por la aduana procedente del otro lado del Océano Oriental. Los registros están completamente vacíos. En ese sentido supongo que puede considerarse una sinecura.

—Vaya, o sea que no hay trabajo.

—Es una pena, tendrías que ver los impresos de aduanas, son realmente espléndidos. El membrete mismo. Tienes que llevarte unos cuantos. Y el sello… mañana por la mañana te sello algo. El sello es una obra maestra.

El extremo del cigarrillo brillaba en la penumbra. Quentin recordó la última vez que había fumado, durante la fase hedonista breve pero intensa que había tenido en Nueva York, hacía tres años. El cigarrillo de ella era dulce y aromático. Le pidió uno. Ella se lo lio pues él había olvidado cómo se hacía. ¿O acaso lo había sabido alguna vez? No, Eliot contaba con un artilugio de plata que liaba tabaco.

—Odio sacar el tema —dijo Quentin—, pero estoy aquí por un motivo.

—Ya me lo imaginaba. ¿Es por lo de la llave mágica?

—¿Qué? Oh, no. No es por la llave mágica.

Se recostó en el asiento y puso los pies en un baúl que utilizaba de mesa.

—¿Y entonces qué es?

—Es por el dinero. Los impuestos. El año pasado no enviasteis nada. Me refiero a la isla.

Soltó una carcajada con la boca bien abierta. Se recostó en el asiento y dio una palmada.

—¿Y te han enviado a ti? ¿Han enviado al rey?

—No me han enviado. Soy el rey, me envío a mí mismo.

—Claro. —Se secó los ojos delicadamente con la parte inferior de la palma de la mano—. Supongo que eres de los que quiere controlarlo todo, ¿no? Bueno, imagino que te preguntas dónde está el dinero. Teníamos que haberlo enviado. Podíamos haberlo hecho, aquí en la Isla Exterior nadie corre el riesgo de morirse de hambre. Mañana os llevaré a ver los escarabajos de oro. Son increíbles, comen porquería y cagan mineral de oro. ¡Hacen los nidos de oro! —Dio una patada al baúl en el que había posado los pies—. Llévatelo. Está lleno de oro. Baúl incluido.

—Perfecto —dijo Quentin—. Gracias. Trato hecho.

Misión cumplida. Dio una chupada al cigarrillo y reprimió la tos. Su época de fumador había sido muy breve. Tal vez se había excedido con lo que estaba tomando. ¿Ron? Era dulce y estaban en un isla tropical, así que vamos a llamarlo ron.

—Hacía años que no sabíamos nada de vosotros. Tampoco parece que importara. Me refiero a que ¿qué hacéis con el material?

Quentin podía haber respondido pero incluso él tenía que reconocer que la respuesta no habría sido muy buena. Probablemente lo emplearan para volver a dorar el cetro de Eliot. Pagar impuestos y carecer de representación. Era motivo suficiente para empezar una revolución. Tenía razón. Resultaba irreal.

—De todos modos, mira qué ha pasado. Nos han enviado a un rey. Creo que se nos puede perdonar el hecho de que estemos un tanto satisfechos con nosotros mismos. Pero ¿por qué habéis venido? No me digas que ese es el motivo, resulta demasiado, demasiado decepcionante. ¿Buscáis algo?

—Me temo que voy a decepcionarte. No voy en busca de nada.

—Estaba convencida de que buscabais la llave mágica —dijo—. La que da cuerda al mundo.

Era difícil saber cuándo bromeaba.

—Para serte sincero, Elaine, no sé gran cosa sobre la llave. Supongo que hay una historia al respecto, ¿no? ¿Viene mucha gente a buscarla?

—No. Pero es el único motivo que nos da fama, aparte de los escarabajos.

Estaba saliendo una enorme luna anaranjada, tan naranja como los filtros de cigarrillo. Era una luna creciente tan baja que parecía capaz de agarrar un cuerno del cordaje del Muntjac. En realidad la luna de Fillory tenía forma de medialuna, no redonda. Una vez al día, al mediodía exactamente, pasaba entre Fillory y el sol, y formaba un eclipse. Cuando se producía todos los pájaros se quedaban mudos. Todavía parecía que los pillaba por sorpresa. Quentin estaba tan acostumbrado a ello que ya apenas lo advertía.

—De todos modos no está aquí —dijo ella.

—Me lo imaginaba. —Quentin se sirvió más ron de una licorera. No es que lo necesitara pero qué más daba. Se preguntó si ya habrían solucionado el tema de la muerte de Jollyby.

—Está en Después. La siguiente isla que está más allá.

—Disculpa —dijo—. No te sigo. ¿Qué está dónde?

—Hay una isla que está más lejos llamada Después. A dos días en barco, o quizá tres. Nunca he estado allí, pero la llave está allí.

—La llave. Debes de estar de broma.

—¿Estoy de broma? —¿Estaba de broma? Le dedicó una media sonrisa curiosa.

—Estoy pensando que se trata de una llave metafórica. La llave de la vida. Es un trozo de papel donde dice «vísteme despacio que tengo prisa» o «a quien madruga Dios le ayuda».

—No, Quentin, es una llave de verdad. De oro. Con ruedas dentadas y tal. Muy mágica, o por lo menos es lo que dice la gente.

Quentin se quedó mirando el fondo del vaso. En esos momentos necesitaba pensar pero había tomado medidas para desactivar su maquinaria pensante. Demasiado tarde. Vísteme despacio que tengo prisa.

—¿Quién hace una llave de oro? —preguntó—. No tiene sentido. Sería demasiado blanda. Se doblaría constantemente.

—Sin duda habría que tener cuidado con dónde se introduce.

Quentin sintió calor en la cara. Menos mal que por la noche al fin refrescaba y entre los árboles que rodeaban la embajada se había levantado un poco de brisa.

—O sea que hay una llave de oro mágica a un par de días en barco de aquí. ¿Por qué no has ido a buscarla?

—No sé, Quentin. A lo mejor no tengo ninguna cerradura mágica.

—Nunca se me ocurrió que la llave fuera real.

Resultaba tentador. Más que eso, era un gran letrero de neón zumbante en la oscuridad que rezaba AVENTURALANDIA. Notaba la atracción que ejercía sobre él, desde más allá del horizonte. La Isla Exterior era un timo, un señuelo, pero lo único que eso significaba era que no había ido lo bastante lejos.

Elaine se sentó hacia delante en el sofá, con un aspecto más sobrio y convincente que el de Quentin. Probablemente estuviera acostumbrada a tomar el ron ese. Se preguntó qué se sentiría al besarla. Se preguntó cómo sería acostarse con ella. Estaban solos en una sudorosa noche tropical. La luna brillaba. Aunque para planteárselo en serio probablemente tendría que haber dejado de beber un poco antes. Y ahora que se paraba a pensarlo, no estaba del todo convencido de querer besar esos labios finos y sonrientes.

—¿Me dejas que te cuente una cosa, Quentin? —dijo—. Yo me plantearía muy en serio si vale la pena ir a buscar la llave. Esta isla es un lugar bastante seguro comparada con otras, pero es un punto de partida. Aquí acaba Fillory, Quentin.

»Ahí fuera —señaló hacia el mar, más allá de los faroles acogedores del Muntjac, más allá de las tenues siluetas negro sobre azul de las palmeras que bordeaban la bahía, de donde procedía el susurro distante del oleaje—, no es Fillory. Tu reino acaba aquí. Aquí eres el rey, eres todopoderoso. No eres rey de nada de todo eso. Ahí fuera eres Quentin y punto. ¿Estás seguro de que bastará?

Quentin la entendió enseguida. Estaban en el borde externo de algo, en el límite. El borde de aquel prado en el bosque, donde Jollyby había muerto. El alféizar de la ventana de su despacho, donde Eliot y los demás habían ido a buscarlo en la Tierra. Aquí era poderoso. Allí no sabía qué era.

—Por supuesto que no estoy seguro —reconoció—, por eso quiero ir. Para saber si bastará. Hay que estar convencido de querer descubrirlo.

—Sí, claro, Alteza —dijo Elaine—. Sí, claro.

* * *

Quentin fue el último en acostarse y el último en levantarse por la mañana. La sensación que tenía del paso del tiempo se había vuelto agradablemente flexible en Fillory puesto que allí no se sentía constantemente agredido por relojes digitales que parpadeaban como en el mundo real, pero era lo bastante tarde como para que el sol resultara abrasador. Lo bastante tarde como para avergonzarse al oír a otras personas dedicadas a sus menesteres mientras él seguía envuelto en las sábanas sudorosas. Su habitación era espaciosa y ecuatorial, con ropa blanca y fresca y las ventanas abiertas de par en par, y el calor seguía siendo sofocante.

El ron, que tan delicioso le había parecido la noche anterior, tan bueno y necesario, había revelado ahora su verdadera naturaleza como toxina atroz, secabocas, que causaba estragos en el cerebro. Maldijo su encarnación anterior, la que bebía en exceso. Se levantó y fue a buscar agua.

El agua abundaba. Probablemente hubiera algún hermoso pájaro cantor por los alrededores que escupía litros de agua de manantial cada mañana. Se preparó un baño de agua fría, se sentó en la bañera y sorbió más agua hasta que se sintió mejor. Es difícil sentirse más fresco y limpio que estando en remojo en agua fría con vistas al océano.

La mayor parte de la noche anterior le quedaba borrosa, o disponible sólo en la memoria en forma de imágenes de cámara de seguridad, figuras con mucho grano con voces difusas, pero había una cosa que le quedaba clarísima y en alta definición: la llave de oro. Ella había dicho que existía. Se preguntó qué magia poseía. Se preguntó qué abría. ¿Acaso se lo había dicho y se le había olvidado? No, no le sonaba. Pero sí que le había dicho que estaba en la Isla de Después. Necesitaba saber más. Tenían que tomar una decisión: continuar o marcharse a casa.

Para cuando bajó a desayunar Elaine ya se había marchado. Había dejado una nota recordándole que se llevara el baúl, el que contenía los impuestos, y transmitiéndole sus mejores deseos. También le dejó un libro gris y fino llamado Las siete llaves de oro. No dijo adónde se había marchado.

Supongo que al final no me enseñará los escarabajos de oro, pensó. Ni el sello exclusivo. Menos mal que no había intentado ligar con ella.

Elaine también había dejado a su hija. Eleanor volvía a estar en el escritorio de su madre, exactamente igual que cuando la habían encontrado al llegar, documentando minuciosamente los hábitos del conejopegaso con lápices de colores primarios en el papel de carta oficial de la Embajada de la Isla Exterior. Daba la impresión de que las existencias eran ilimitadas.

Quentin miró por encima del hombro. El membrete era realmente bonito.

—Buenos días, Eleanor. ¿Sabes adónde ha ido tu madre?

Quentin no había pasado mucho tiempo con niños en su vida. La mayoría de las veces acababa tratándolos como adultos. A Eleanor no parecía importarle.

—No —dijo alegremente. No alzó la mirada ni dejó de pintar.

—¿Sabes cuándo va a volver?

Negó con la cabeza. ¿Qué clase de madre dejaba sola a su hija de cinco años? Quentin se compadeció de Eleanor. Era una niña dulce y seria. Sacaba su vena paternal, sensación a la que no estaba demasiado acostumbrado, aunque estaba descubriendo que le gustaba. Era obvio que la niña no recibía mucha atención y no podía decirse que lo que obtenía rezumara afecto maternal.

—Vale. Tenemos que marcharnos pronto, pero esperaremos a que regrese.

—No hace falta.

—Bueno, en cierto modo sí. ¿Todavía estás dibujando conejos-pegaso?

—Sí.

—¿Sabes? Creo que parecen más liebres-pegaso, no conejos. Las liebres son mayores y mucho más fieras.

—Son conejos.

El eterno dilema. Eleanor cambió de tema.

—Los he hecho para ti.

Le costó un poco abrir un cajón del escritorio; la humedad lo había dejado atascado y, cuando se desatascó, se salió del todo y cayó al suelo. Rebuscó en él y extrajo cuatro o cinco papeles que le tendió a Quentin. Estaban llenos de garabatos hechos con lápices de colores.

—Son pasaportes —dijo ella anticipándose a la pregunta—. Los necesitáis para salir de Fillory.

—¿Quién ha dicho que vaya a marcharme de Fillory?

—Los necesitas si te marchas de Fillory —puntualizó—. Si no, no te hacen falta. Son sólo por si acaso. —Luego añadió con voz más queda—: Tienes que doblarlos por la mitad.

Debía de haberlos copiado de algún documento oficial porque eran impresionantes por derecho propio. Tenían el escudo de armas de Fillory delante, o un tosco facsímil del mismo. Dentro del de Quentin, una vez doblado por la mitad, había una imagen de Quentin, más o menos aproximada, con una gran sonrisa roja y una corona dorada en la cabeza, además de unas líneas onduladas que representaban palabras. En el dorso estaba el escudo de armas de la Isla Exterior, una palmera y una mariposa. Había hecho uno para cada uno de ellos, incluso para el perezoso, al que nunca había visto pero en quien se había interesado sobremanera. Debía de estar aburrida como una ostra sin más niños alrededor, pensó Quentin. Era como si se criara ella sola.

Quentin se identificaba con ella. Él también era hijo único y sus padres nunca le habían hecho mucho caso. Consideraban que su actitud hacia la paternidad era bastante progresista ya que no tenían intención alguna de ser la típica pareja cuya vida gira en torno a su hijo. Le concedieron mucha libertad y nunca le pidieron gran cosa. Aunque lo curioso de que nunca te pidan nada es que acabas pensando que quizá no tienes nada que valga la pena.

—Gracias, Eleanor. Ha sido todo un detalle por tu parte. —Se inclinó y le dio un beso en la coronilla rubia.

—Lo he hecho porque me trajiste pastel —dijo con timidez.

—Lo sé.

Pobre niñita. Quizá cuando regresara a Whitespire podía fundar el equivalente filoriano a los Servicios Sociales para la Infancia.

—Esperaremos a que tu madre vuelva para marcharnos.

—No hace falta.

Pero se quedó y esperó el máximo tiempo posible. Se pasaron el día holgazaneando por la embajada y pescando en el muelle. Volvió a intentar enseñar a Eleanor a interpretar la palmerareloj pero se llevó otro desplante. Alrededor de las cuatro Quentin dio la espera por concluida. Hizo que Benedict se llevara a Eleanor al pueblo, a pesar de sus objeciones estridentes, para dejarla a cargo de alguien, y ordenó a todos los demás que regresaran al Muntjac, reabastecido de provisiones y de agua.

Benedict regresó al cabo de una hora, demacrado pero victorioso. Levaron anclas cuando aparecieron las primeras estrellas. Se había acabado el recreo. Zarparon con rumbo al castillo de Whitespire.