3

Al día siguiente Quentin bajó al muelle en un carruaje negro con cortinas de terciopelo y asientos bien acolchados también de terciopelo. El interior resultaba seguro y anticuado, como una sala de estar sobre ruedas. La reina Julia iba sentada a su lado, balanceándose ligeramente por el vaivén del carruaje. Delante de ellos, tan cerca que sus rodillas casi se tocaban, iba el almirante de la armada filoriana.

Quentin había decidido que si iba a viajar a una isla que estaba en el culo del mundo, lo haría como está mandado. Tenía que hacer los preparativos. Ese tipo de aventuras tenía normas propias; por ejemplo, si se sale de viaje se necesita un buque resistente.

En teoría, todos los barcos estaban a disposición de la corona pero la mayoría de los que tenían por allí eran buques de guerra y su interior resultaba espantosamente espartano. Había hileras de hamacas y palés duros. Ningún camarote de lujo a la vista. Nada que resultara apropiado para el Viaje del rey Kwentin, como gustaba Eliot de escribir el nombre de Quentin en los documentos oficiales. Por eso iban al muelle a ver si encontraban un barco que estuviera a la altura.

Quentin se sentía bien, embargado de una energía y determinación inusitadas en él desde hacía tiempo. Aquello era lo que había estado esperando. El almirante era un hombre extremadamente bajo llamado Lacker con un rostro ceniciento que parecía sacado de un esquisto por la acción de cincuenta años de viento y rocío del mar.

No es que Quentin no pudiera decir lo que buscaba, lo que pasa es que no quería porque si lo decía se sentiría avergonzado. Buscaba un barco de una de las novelas de Fillory, el Swift en concreto, que aparecía en el cuarto libro, The secret sea. Perseguidos por la Mujer Observadora, Jane y Rupert (se lo podía haber contado al almirante Lacker pero no lo hizo) se habían escondido en el Swift, que resultó estar en manos de piratas, aunque no lo eran. En realidad eran un grupo de nobles filorianos, víctimas de una acusación errónea que querían limpiar su nombre. No aparecía una descripción rigurosa del Swift desde un punto de vista náutico, pero no obstante se tenía una impresión clara del mismo; era un pequeño navío animoso pero acogedor, elegante a la vista pero valiente en la batalla, de líneas equilibradas y portillas amarillas brillantes desde las que se veían unos camarotes calentitos y confortables, y en perfecto orden.

Por supuesto, si aquello fuera una novela de Fillory el barco que necesitaba ya estaría amarrado en el muelle, en espera de ponerse a sus órdenes, así sin más. Pero aquello no era una novela de Fillory. Era Fillory. Así que dependía de él.

—Necesito algo que no sea ni demasiado grande ni demasiado pequeño —explicó—. De tamaño medio. Y debería ser cómodo. Y rápido. Y robusto.

—Entiendo. ¿Necesitaréis pistolas?

—No. Bueno, a lo mejor unas cuantas pistolas. Unas cuantas.

—Unas cuantas pistolas.

—Por favor, almirante, no seas tan chulo. Lo sabré cuando lo vea y si por algún motivo no lo veo, me lo dices. ¿Entendido?

El almirante Lacker inclinó la cabeza de forma casi imperceptible para indicar que quedaba todo claro. Se esforzaría por ser lo menos chulo posible.

Whitespire se encontraba en la orilla de una bahía ancha y curvada con un mar de un curioso color verde pálido. Era casi demasiado perfecto, como si algún ser divino la hubiera tallado en la costa con la intención benévola de que los mortales tuvieran un lugar donde dejar los barcos cuando no los utilizaban. Eso era lo que Quentin imaginaba. Hizo que el cochero le dejara en un extremo del muelle. Los tres bajaron del carruaje, parpadeando bajo el sol de esa hora tan temprana de la mañana después de la penumbra oscilante del carruaje.

El aire rezumaba olor a sal y madera y brea. Resultaba embriagador, como respirar oxígeno puro.

—Bueno —dijo Quentin—. Hagámoslo. —Juntó las manos.

Caminaron lentamente desde un extremo del muelle hasta el otro, pisando vientos tensos y restos de peces secos y aplastados, esquivando puntales y tornos enormes y por entre laberintos de cajones apilados. Los muelles albergaban una increíble variedad de barcos procedentes de todos los puntos del imperio filoriano y más allá. Había un acorazado colosal de madera negra, con nueve mástiles y una pantera que saltaba como mascarón de proa y un junco con el morro cuadrado con una vela color teja plegada en secciones con listones. Había balandros y botes, galeones y goletas, corbetas amenazadoras y carabelas diminutas y veloces. Era como una bañera llena de juguetes de agua caros.

Tardaron una hora en llegar al otro extremo. Quentin se volvió hacia el almirante Lacker.

—¿En qué has pensado?

—He pensado que el Hatchet, el Mayfly o el Morgan Downs bastarían.

—Probablemente. Seguro que tienes razón. ¿Julia?

Julia no había dicho casi nada en todo el rato. Estaba distante, como sonámbula. Pensó en lo que Eliot le había contado la noche anterior. Se preguntó si Julia había encontrado aquello que buscaba. Tal vez esperara encontrarlo en la Isla Exterior.

—No importa. Están todos bien, Quentin. Servirán.

Ambos tenían razón, por supuesto. Había un montón de barcos que tenían buena pinta. Hermosos incluso. Pero no eran el Swift. Quentin se cruzó de brazos y escudriñó lo que había a lo largo del muelle bajo el resplandor de esa hora de la mañana. Miró hacia los barcos que flotaban en la bahía.

—¿Qué me dices de esos de allí?

Lacker hizo una mueca. Julia también miró. Todavía tenía los ojos negros del día anterior y no le hacía falta protegérselos del sol. Lo miró directamente.

—También están a vuestra disposición, Alteza —dijo Lacker—. Por supuesto.

Julia recorrió el embarcadero más cercano, con la espalda recta y paso firme, hasta donde había un humilde barco de pesca amarrado. Salvó la distancia con agilidad y empezó a desamarrarlo.

—Vamos —llamó.

Lacker le hizo una señal a Quentin para que pasara delante de él.

—A veces hay que actuar, Quentin —dijo Julia cuando él subió a bordo detrás de ella—. Pasas demasiado tiempo esperando.

Le sentó bien salir a mar abierto pero no hacía demasiado viento y el barco de pesca empezó a oler en cuanto se calentó. La sorpresa fue mayúscula cuando el propietario apareció de debajo de la cubierta, donde debía de estar durmiendo. Era un hombre con el rostro ajado por el sol y el viento con una barba gris, vestido con un simple mono. Lacker se dirigió a él en un idioma que Quentin no reconoció. No parecía ni mucho menos contrariado o ni siquiera sorprendido al descubrir que su barco había sido requisado por dos monarcas y un almirante.

En cuanto a Lacker, parecía bastante incómodo por el calor con el uniforme completo mientras pasaban junto a una variedad incluso mayor de barcos inapropiados. La mayoría estaban allí fuera porque tenían el calado demasiado profundo para anclar más cerca de la costa; un barco enorme, el velero exagerado de un noble, y un cascarón de buque mercante grueso y de color mantequilloso.

—¿Y ese? —preguntó Quentin señalando.

—Os pido indulgencia, Alteza, mi vista ha sufrido al servicio de nuestra gran nación. No os estaréis refiriendo a…

—Sí. —Ya se había hartado del drama de época—. Ese. El de ahí.

Desde uno de los cuernos de la gran bahía de Whitespire sobresalía un bajío plano, cerca del cual había un barco en unos centímetros de agua. La marea baja lo había dejado apoyado en un lateral en el fondo arenoso y la panza quedaba al descubierto como una ballena varada en la playa.

—Ese barco, Alteza, no ha salido de la bahía desde hace mucho tiempo.

—Da igual.

En parte era por meticulosidad y en parte por un deseo perverso de vengarse del almirante por ser, a pesar de lo prometido, un poco chulo. El propietario del barco de pesca intercambió una larga mirada con el almirante Lacker; este hombre, decía su expresión, ama su tierra.

—Regresemos al Morgan Downs.

—Ya volveremos —intervino Julia—. Pero antes el rey Quentin desea ver ese barco.

Tardaron diez minutos en cambiar de dirección y llegar hasta el mismo, las velas ondeaban mientras el pescador vencía la fuerza del viento en contra. Quentin tomó nota mentalmente de que debía pagarle algo al hombre por el servicio. Dieron una vuelta alrededor del barco ruinoso de forma cansina en el agua poco profunda. El casco estaba pintado de blanco pero la pintura se había desconchado y la madera gris quedaba al descubierto. Tenía una silueta curiosa, algo que parecía descender en picado. Acababa en un bauprés largo y fino que estaba partido por la mitad.

Le gustaba. No era ni desagradable ni cuadrado como un buque de guerra, ni apacible y demasiado bonito como un velero. Era elegante pero fiable. Lástima que fuera un armazón en vez de un barco. Tal vez si hubiera llegado cincuenta años antes…

—¿Qué te parece?

La quilla del barco pesquero hizo un ruido fuerte al rascar el fondo arenoso en medio de tanta quietud. El almirante Lacker contempló la línea del horizonte. Carraspeó.

—Creo —dijo— que este barco ha visto tiempos mejores.

—¿Qué crees que era?

—Un burro de carga —intervino el dueño del barco de pesca con voz ronca—. Clase Deer. Cubría la ruta de aquí a Longfall.

Quentin ni siquiera se había dado cuenta de que hablaba su mismo idioma.

—Parece bonito —dijo Quentin—. O parece que fue bonito.

—Este fue —declaró el almirante Lacker con solemnidad— uno de los barcos más hermosos construido jamás.

No era capaz de discernir si Lacker lo decía en serio o en broma. Salvo que estaba bastante claro que nunca bromeaba.

—¿De verdad? —preguntó Quentin.

—No había nada que se moviera como la Clase Deer —dijo Lacker—. Se construyeron para cargar guindastes desde Longfall, y luego traer especias en el trayecto de vuelta. Rápidos y resistentes. Con ellos se podía navegar hasta el infierno y volver.

—Ajá. ¿Y por qué no hay más como este?

—Longfall se quedó sin guindastes —dijo el pescador. De repente estaba muy hablador—. O sea que dejamos de enviarles especias. Fue el fin de la Clase Deer. La mayoría fueron desguazados por la madera y vendidos como chatarra. Los lorianos fueron quienes los construyeron. Todos los calafates de Fillory intentaron copiarlos pero tenían un secreto. El secreto se ha perdido.

—El primer barco que capitaneé —dijo Lacker— fue un piquete muy rápido que tenía que salir de Hartheim. Nada de lo que estaba en servicio podría habernos pillado, pero vi un Clase Deer pasando a toda velocidad por mi lado en dirección norte. Teníamos velas tachonadas a ambos lados. Dio la impresión de que estábamos parados.

Quentin asintió. Se puso en pie. Una bandada de pájaros pequeños alzaron el vuelo desde el casco destruido del barco, se quedaron paralizados en un soplo de aire y luego volvieron a descender. El barco de pesca había dado la vuelta hasta el extremo más alejado y vieron la cubierta, que estaba quebrada en dos sitios por lo menos. El nombre del barco estaba pintado a lo largo de la popa: MUNTJAC.

Aquello no era una novela de Fillory. Si lo fuera, aquel sería el tipo de barco que él tendría.

—Bueno, creo que el asunto está zanjado —dijo—. Llévanos de vuelta al Morgan Downs, por favor.

—El Morgan Downs, Alteza.

—Y cuando lleguemos dile al capitán del Morgan Downs que traiga la ratonera flotante aquí y arrastre esta cosa —señaló el Muntjac— al dique seco. Nos los llevamos.

Aquello le sentó bien. Nunca era demasiado tarde para ciertas cosas.

* * *

Tardaría dos semanas en conseguir que el Muntjac, que resultó ser el nombre de una especie de ciervo, estuviera en condiciones para navegar, aunque Quentin ejerciera sus prerrogativas reales y obligara a trabajar a todos los calafates de la ciudad, que es lo que hizo. Pero no pasaba nada. Así tenía tiempo de realizar más preparativos.

Había pasado tanto tiempo conteniendo la energía acumulada que estaba bien tener algo que hacer y descubrir cuánta tenía. Podía haber alimentado a una ciudad entera con ella. Al día siguiente Quentin hizo publicar un anuncio en todas las plazas de las ciudades del país. Organizaría un torneo.

Para ser sincero, Quentin no tenía más que una idea muy vaga de cómo funcionaban los torneos, o incluso de qué eran en realidad, aparte de que fueran algo que los reyes solían hacer en algún momento entre la época en que vivió Jesucristo y la de Shakespeare, que era la mayor precisión con la que Quentin era capaz de ubicar la Edad Media. Sabía que en los torneos había justas y también sabía que las justas no le interesaban. Demasiado raras y fálicas, aparte de duras para los caballos.

Los duelos de espadas, por el contrario, resultaban interesantes. No la esgrima, o no sólo la esgrima… no quería nada que fuera tan formal. Lo que tenía en mente era algo más parecido a una mezcla de artes marciales. El duelo llevado al extremo. Quería saber quién era el mejor espadachín del reino, el campeón indiscutible de los duelos de espadas de todo Fillory. Así pues publicó el anuncio. Dentro de una semana todo aquel que pensara que sabía manejar una espada debía presentarse en el castillo de Whitespire y empezar a dar caña hasta que no quedara nadie en pie. El campeón conseguiría un castillo pequeño pero muy selecto en el quinto pino de Fillory y el honor de ser guarda personal del rey en su inminente viaje a un lugar no revelado.

Eliot entró en el gran salón de banquetes mientras Quentin lo despejaba. En ese momento salía una columna de lacayos cargados con una silla cada uno.

—Perdonadme, Alteza —dijo Eliot—, pero ¿qué coño estás haciendo?

—Lo siento. Es el único salón lo bastante grande para los combates.

—Ahora es el momento en que se supone que tengo que decir, «¿combates? ¿Qué combates?».

—Para el torneo. Duelo de espadas. ¿No has visto los carteles? La mesa también fuera —indicó Quentin al ama de llaves que dirigía el traslado—. Ponedla en el vestíbulo. He organizado un torneo para encontrar al mejor espadachín de Fillory.

—¿Y no lo puedes hacer fuera?

—¿Y si llueve?

—¿Y si me apetece comer algo?

—He ordenado que sirvieran la cena en tu sala de recepción. O sea que tendrás que recibir a las visitas en otro sitio. Fuera, a lo mejor.

Había un hombre a cuatro patas en el suelo delimitando la pista con un trozo de tiza.

—Quentin —dijo Eliot—, me acaban de informar desde el gremio de calafates. ¿Eres consciente de lo que nos va a costar ese barco tuyo? ¿El Jackalope o como se llame?

—No. El Muntjac.

—Pues los impuestos de veinte años de la Isla Exterior, eso es lo que nos cuesta —dijo Eliot que contestó él solo a la pregunta—. Más que nada por si tienes curiosidad por saber lo que nos cuesta.

—No tenía tanta curiosidad.

—Pero eres consciente de la ironía.

Quentin se paró a pensar.

—Sí, pero el dinero no es la cuestión.

—¿Cuál es, entonces?

—Es guardar las formas —dijo Quentin—. Precisamente tú eres un experto en ello.

Eliot exhaló un suspiro.

—Supongo que lo entiendo —reconoció.

—Y lo necesito. Es todo lo que puedo decirte.

Eliot asintió.

—Yo también lo entiendo.

Al cabo de unos días los competidores empezaron a llegar poco a poco a la ciudad. Eran una fauna curiosa; hombres y mujeres, altos y bajos, atormentados y montaraces, con cicatrices, marcados con fuego, rapados y tatuados. Había un esqueleto andante y una armadura animada. Portaban espadas que brillaban, zumbaban, ardían y cantaban. Unos gemelos siameses bien parecidos se ofrecieron a participar a título individual y, en caso de que resultaran vencedores, dijeron con gallardía estar dispuestos a luchar entre sí. Apareció una espada inteligente, portada en un cojín de seda, y explicó que deseaba participar, que sólo le faltaba alguien dispuesto a empuñarla.

El primer día del torneo hubo tantos emparejamientos que algunas contiendas tuvieron que celebrarse en el exterior, en tarimas de madera montadas en los patios. Reinaba un ambiente circense. El tiempo estaba cambiando, era la primera mañana fría del año, y el aliento de los luchadores despedía vapor en el aire del amanecer. Realizaban todo tipo de estiramientos y calentamientos extraños en la hierba húmeda.

Era todo lo que Quentin deseaba. Era incapaz de permanecer sentado el tiempo suficiente para contemplar un combate entero, siempre había algo que no podía perderse en el siguiente cuadrilátero. Los gritos, choques y curiosos gritos de guerra e incluso ruidos menos identificables rompían la calma de primera hora de la mañana. Era como estar en una batalla pero sin la muerte y el sufrimiento.

Pasaron tres días hasta que los competidores llegaron a la eliminatoria final y sólo quedaron dos contrincantes. Durante ese tiempo se produjeron unos cuantos incidentes y explosiones, durante los que armas prohibidas o actos de magia importantes superaron las salvaguardias que se habían montado, pero, por suerte, nadie resultó herido de gravedad. Antes de empezar había fantaseado con la idea de participar en el torneo disfrazado, pero entonces se dio cuenta de que habría sido un desastre. No habría durado ni treinta segundos.

Quentin supervisó el último enfrentamiento personalmente. Eliot y Janet se dignaron asistir, aunque tal despliegue de gruñidos y sudor no era del agrado de la reina Julia. Varios barones y otros grandes de la corte y sus acólitos se sentaron en una hilera contra la pared del salón de banquetes, que presentaba un aspecto extremadamente poco marcial, por lo que al final se arrepintió de no haberlo celebrado en el exterior. Los últimos dos luchadores entraron juntos, el uno junto al otro, sin hablar.

Al fin y al cabo se parecían sobremanera; un hombre y una mujer, ambos esbeltos, ambos de altura mediana, nada extraordinario en apariencia en ninguno de los dos casos. Estaban tranquilos y serios y no mostraban animosidad alguna contra el otro. Eran profesionales, sacados de los estratos superiores del gremio de mercenarios. Estaban allí para hacer negocio. En caso de que sus cuerpos delgados y compactos almacenaran violencia, esta seguía latente, fisible pero inactiva. La mujer se llamaba Aral. El hombre respondía al absurdo nombre de Bingle.

Aral luchó con velo y bien enfajada, como un ninja. Tenía fama de ser una luchadora elegante obsesionada por la técnica. Nadie había sido capaz de romperle la racha y mucho menos tocarla. Su espada era una rareza, estaba ligeramente curvada y luego recurvada, con la forma de una S alargada. Bonita pero un auténtico coñazo para llevar, pensó Quentin. No cabía en la vaina.

Bingle era un hombre de tez aceitunada con ojos caídos, lo cual le otorgaba un aspecto de melancolía permanente. Vestía lo que otrora podía haber sido un uniforme de oficial del que hubieran recortado los ribetes y las insignias, y luchaba con una hoja fina y flexible, tipo látigo, con una empuñadura de mimbre ornamentada que no parecía filoriana. Aunque había ganado todas las contiendas, lo que se rumoreaba era que lo había conseguido sin luchar demasiado. Un duelo infame empezó por la mañana y se prolongó casi hasta el atardecer mientras Bingle se dedicaba a una serie interminable de amagos y evasiones. El torneo entero se retrasó mientras esperaban que se llenara el paréntesis.

En otra contienda, un contrincante de Bingle esperó a que sonara la campana de inicio y entonces se salió tranquilamente del límite marcado con tiza para que lo sancionaran de forma automática. Al parecer ya se conocían y con una vez habían tenido bastante. Quentin ardía en deseos de que alguien obligara a Bingle a luchar de verdad.

Quentin asintió hacia el Maestro de Espadas para que iniciara el duelo. Aral realizó una serie de movimientos sumamente estilizados, dibujando formas fluidas en el aire con la hoja recurvada. No se acercaba a su oponente. Daba la impresión de estar absorta, practicando una especie de arte marcial formado por rituales, casi abstracto. Bingle la observó durante un rato sacudiendo el extremo de la espada con incomodidad.

Entonces se unió a la danza. Empezó a realizar los mismos movimientos que su contrincante y se convirtieron mutuamente en el reflejo exacto del otro. Por lo que parecía eran practicantes del mismo estilo y habían decidido empezar igual. La muchedumbre se echó a reír. Y era gracioso, como un mimo que imita los movimientos de un transeúnte. Pero ninguno de los luchadores se reía.

Luego a Quentin le costó darse cuenta de cuándo había acabado exactamente aquel preámbulo y había empezado la lucha. Los dos contrincantes pasaban muy cerca el uno del otro, y era como si la llama de una vela rozara una cortina por casualidad. Una chispa salvó la distancia, la simetría se rompió, el material fisible alcanzó un nivel crítico y de repente el salón se llenó del estrépito veloz del acero contra el acero.

Dado el nivel de destreza, la acción se desarrollaba demasiado rápido para que Quentin la siguiera. Los detalles precisos de los movimientos y contramovimientos y negociaciones escapaban a todos los presentes salvo los contrincantes. El estilo que compartían era todo arcos y giros y un movimiento constante mientras cada uno de ellos buscaba aperturas y no encontraba más que callejones sin salida. Daba la impresión de que se leían el pensamiento hasta niveles insospechados, registrando cualquier variación de peso por pequeña que fuera. Los pases empezaban con hermosura, secuencias fijas que a veces incluso incluían una voltereta o salto mortal, luego el fluir se interrumpía y todo quedaba sumido en un caos hasta que las hojas se enmarañaban y quedaban inmovilizadas, y luego se separaban y empezaban otra vez.

Cielos, pensó Quentin. Y él se subiría a un barco con uno de esos dos. Era demasiado real. Pero también resultaba electrizante. Aquellas dos personas sabían exactamente lo que se esperaba de ellas y no vacilaban, independientemente de que ganaran o perdieran.

Entonces de repente todo acabó; Aral se estiró más de la cuenta con un enorme golpe de espada que Bingle consiguió esquivar desde abajo, y por pura casualidad la hoja de ella se hundió en el suelo, en la grieta que había entre dos losas. Al levantarse, Bingle le dio una patada, en un acto reflejo, y se partió limpiamente por la mitad. Aral retrocedió, sin molestarse en ocultar su frustración e indicó que admitía la derrota.

Pero Bingle negó con la cabeza. Por lo que parecía, no estaba satisfecho con el motivo de la victoria. Quería continuar la lucha. Miró a Quentin para que le diera alguna indicación. Igual que todos los demás.

Bueno, si quería hacerse el bueno, pues que así fuera. A Quentin no le importaba que la lucha continuara. Desenvainó su espada y se la tendió a Aral con la empuñadura por delante. Ella notó el contrapeso, asintió a regañadientes y a continuación retomó la postura de lucha. Entonces se reinició el duelo.

Al cabo de cinco minutos, Bingle saltó por encima de un corte bajo e intentó una virguería en el aire que hizo que la espada se le enredara en las envolturas tipo ninja que llevaba Aral. Bingle acabó justo al lado de ella, dentro de su base, y Aral le clavó la espada tres veces en las costillas con saña. Él gruñó y se tambaleó hacia atrás, hacia la línea marcada con tiza y Quentin estaba convencido de que se saldría, pero en el último instante se dio cuenta de dónde estaba. Se giró y ejecutó un salto como de bailarín hacia la pared, se impulsó desde la misma, dio una voltereta y aterrizó como si nada de pie justo dentro del límite marcado.

La multitud soltó un grito ahogado y aplaudió. Era un movimiento circense, efectista y un poco exagerado. Aral se quitó enfadada el pañuelo que le cubría la cabeza y agitó una sorprendente melena ondulada color caoba antes de retomar su posición.

—Te apuesto lo que quieras a que ha ensayado ese gesto delante del espejo —susurró Eliot.

La dinámica de la lucha había cambiado. En ese momento Bingle dejó de lado el estilo formal y de bailarín que ambos habían empleado. Quentin había supuesto que se había entrenado para practicar ese estilo pero enseguida resultó obvio que era una especie de bicho raro de la técnica porque parecía capaz de cambiar de estilo a voluntad. Fue a por ella como un poseso, rápido y enfurecido, pasando del modo típico de los duelos entre cortesanos al estilo kendo con gritos y zapatazos. Aral estaba cada vez más desconcertada e intentaba adaptarse, lo cual probablemente fuera la intención de Bingle.

Ella rompió el silencio, gritó algo y le embistió de pleno. Bingle recibió su ataque con un gesto tan inverosímil que pareció vodevilesco: detuvo la hoja de ella, la de Quentin, con el extremo de la suya, de forma que la punta de las dos espadas quedaron unidas.

Se doblaron de forma amenazadora durante un segundo que resultó extremadamente tenso pues se oía el sonido tipo sierra del metal en flexión y entonces la espada de Bingle se partió con un sonido gangoso, vibrante y seco. Tuvo que apartar la cabeza a un lado para esquivar un fragmento que salió despedido.

Lanzó la empuñadura inservible a Aral, indignado. El pomo le golpeó con fuerza en la sien, pero ella le restó importancia. Se quedó parada mientras se planteaba si se mostraba igual de magnánima con él. Entonces, tras realizar algún cálculo interior relacionado con el honor, los principios y los castillos, se dispuso a asestar una estocada a Bingle en el hombro, el golpe de gracia.

Bingle cerró los ojos y cayó rápidamente sobre una rodilla. No se apartó mientras la espada descendía, se limitó a juntar las manos de forma decidida y lenta delante de él. Y entonces el tiempo se detuvo.

Al comienzo Quentin no estaba seguro de lo que había pasado, pero en la sala se produjo un estallido de asombro. Se levantó para ver mejor. Bingle había encajado la hoja entre las palmas de las manos, en mitad del trayecto, la carne desnuda contra el acero afilado. Debió de calcular el movimiento hasta el último ergio, arco y nanosegundo. Aral tardó unos instantes en comprender qué había hecho y Bingle no desperdició la oportunidad. Aprovechando el factor sorpresa, tiró de la hoja hacia sí mismo y se la arrancó de la mano. Le dio la vuelta con elegancia, la empuñadura fue a parar a su palma con determinación y le colocó la hoja en el cuello. El duelo había terminado.

—Oh, Dios mío —dijo Eliot—. ¿Habéis visto eso? ¡Oh, Dios mío!

Los barones allí reunidos olvidaron sus reservas nobles. Se pusieron en pie, lanzaron vítores y se abalanzaron sobre el vencedor. Quentin y Eliot también le aclamaron. Pero daba la impresión de que Bingle no les veía. Sus ojos caídos no cambiaban de expresión. Se abrió camino entre la multitud hasta el trono de Quentin, donde se arrodilló para devolverle la espada.

* * *

La siguiente vez que Quentin fue al puerto el Muntjac estaba atestado de trabajadores, como pirañas sobre un desafortunado explorador del Amazonas pero al revés. Estaban recomponiendo el Muntjac, lo devolvían a la vida. No había ninguna pieza que no estuviera siendo sometida de forma agresiva al efecto de una lija o del barniz, o tensada, reforzada o sustituida. Lo habían llevado al dique seco, apuntalado sobre un bosque de pilotes, arreglado los listones sueltos, calafateado, breado y pintado. Los martillazos que no estaban sincronizados repiqueteaban desde todos los lados del casco.

Resultó ser que los elementos estructurales del barco estaban en buen estado, lo cual era positivo, porque los calafates consideraban que habrían sido incapaces de reproducir lo que habían encontrado. Al fondo de la bodega, montada en una de las juntas cercana a la proa, habían dado con un fragmento enrevesado de maquinaria de madera conectado a los cabos tensos que se dirigían a varios puntos del barco. No sabían para qué servía, así que Quentin les dijo que lo dejaran estar.

El casco del Muntjac quedó entonces de un elegante color negro azabache con un ribete blanco brillante. En esos momentos un batallón de tejedores de velas cosía cientos de metros de vela nueva, un proceso increíblemente especializado que se llevaba a cabo en un almacén naval aireado y espacioso del tamaño de un hangar para aviones. Los olores acusados y honestos del serrín y la pintura fresca inundaban el ambiente. Quentin los aspiró. Él también se sentía como si resucitara. No es que hubiera muerto, pero… no se había sentido demasiado vivo, sino otra cosa.

Cuando ya sólo faltaban dos o tres días para que el Muntjac estuviera listo para navegar, Quentin visitó la sala de mapas del castillo de Whitespire para ver qué averiguaba sobre su destino. La Isla Exterior era la parte menos emocionante de aquella aventura pero por lo menos tenía que ser capaz de encontrarla. Tras el estruendo de los muelles, la sala de mapas era un fresco remanso de paz. Una de las paredes era un ventanal y la otra estaba ocupada por un precioso mapa de Fillory que iba del suelo al techo, desde Loria al norte hasta el Desierto Errante al sur. Una escalera corredera de biblioteca atravesaba el mapa de forma que era posible acercarse a cualquier parte y, cuanto más cerca, mayor el nivel de detalle, hasta el punto de distinguir árboles concretos de Queenswood. Sin embargo, no había dríadas. El mapa estaba animado gracias a una sutil magia cartográfica. Podían seguirse pequeños peces cabrilla a medida que golpeaban la Costa Barrida, uno tras otro. Quentin se inclinó; hasta los oía, débilmente, como el rugido de una caracola. Una línea de sombra avanzaba a través del mapa y mostraba dónde era de noche y dónde de día en Fillory. En el techo abovedado, estrellas diminutas parpadeaban en el cielo negro azulado y aterciopelado de un mapa celeste que mostraba las constelaciones filorianas.

Aquel era el reino de Quentin, los territorios que gobernaba. Eran tan frescos, verdes y mágicos como parecía. Así era Fillory tal como lo había imaginado de niño, antes incluso de estar allí: era como los mapas impresos en las guardas de los libros de Fillory y mucho más. Se habría pasado todo el día contemplándolo.

La sala de mapas no era precisamente un hervidero de actividad. El único personal visible era un adolescente arisco con un flequillo negro y denso que le caía delante de los ojos. Estaba inclinado sobre una mesa trabajando con ahínco en algún tipo de cálculo, para lo que empleaba una colección de instrumentos cartográficos de acero. Tardó unos instantes en alzar la vista y darse cuenta de que tenía visita.

El chico dijo llamarse Benedict a regañadientes. Debía de tener unos dieciséis años. Quentin tuvo la impresión de que muy pocas personas entraban en la sala de mapas y, seguramente, casi nunca eran reyes; en cualquier caso Benedict había perdido la práctica de mostrar la deferencia adecuada. Quentin lo entendía. A él poco le importaban las reverencias y contemplaciones. Pero sí que necesitaba un mapa.

—¿Tienes algún mapa donde aparezca la Isla Exterior?

Benedict puso los ojos en blanco durante unos segundos mientras consultaba su base de datos mental. Entonces se dio la vuelta y se acercó a rastras hasta una pared que era un entramado de pequeños cajones cuadrados. Tiró de uno, resultó ser que eran estrechos pero muy profundos, y extrajo el único rollo que contenía.

La sala de mapas estaba dominada por una mesa de madera robusta con un complejo mecanismo de latón atornillado a la misma. Benedict montó el rollo en él y accionó una manivela. Fue lo único que hizo con cierto grado de presteza. El cigüeñal desenrolló el pergamino y lo desplegó de forma que se veía bien la sección deseada.

Era mucho más largo de lo que Quentin había imaginado. Vio desenrollarse metros de pergamino prácticamente en blanco a medida que Benedict giraba la manivela, y mostraba curvas y arcos de latitud y longitud o cualesquiera que fueran los equivalentes de Fillory, que atravesaban millas de océano abierto. Al final se paró en una diminuta e irregular pepita de tierra con el nombre debajo escrito en cursiva: Isla Exterior.

—Debe de ser ahí —dijo Quentin lacónicamente.

Benedict ni lo confirmó ni lo negó. Le incomodaba sobremanera mirarle a los ojos. Quentin no alcanzaba a identificar a quién le recordaba hasta que cayó en la cuenta de que probablemente él había sido así a ojos de los demás a los dieciséis años. Temeroso de todos y de todo, oculto detrás de una máscara de desdén, con el mayor desdén reservado para sí mismo.

—Parece lejísimos —dijo Quentin—. ¿A cuántos días en barco?

—No sé —respondió Benedict, lo cual no era totalmente cierto porque añadió, casi a regañadientes—: Tres, quizás. Está a cuatrocientas setenta y siete millas. Millas náuticas.

—¿Cuál es la diferencia?

—Las náuticas son mayores.

—¿Cuánto más?

—Doscientos cuarenta y un metros más por milla —respondió Benedict enseguida—. Y un poco más.

Quentin se quedó impresionado. Alguien debía de haberle metido toda esa información en la cabeza. El lector de mapas de latón tenía muchos brazos articulados que se extendían de forma seductora hacia fuera, provisto cada uno de ellos de una lupa móvil. Quentin giró una y tuvo ante sus ojos una versión ampliada de la Isla Exterior. Tenía más o menos la forma de un cacahuete, con una estrella marcada en un extremo. El borde era una oscura línea gruesa, con un contorno más fino, que lo duplicaba, como si representara las olas o quizás el borde sumergido de la masa terrestre subacuática.

Era más o menos lo que había imaginado. Un hilillo negro, un único arroyo que discurría desde el interior hasta la costa. Cerca de la estrella estaba la palabra «Exterior» en letras más pequeñas. Debía de ser el nombre de la única población de la isla. La lupa no dejaba ver nada más. Para lo único que servía era para que el grano fino del pergamino se viera basto.

—¿Quién vive ahí?

—Pescadores, supongo. Hay un agente de la corona. Por eso hay una estrella.

Observaron la estrella juntos.

—Es una mierda de mapa —espetó Benedict. Se inclinó de forma que casi lo tocó con la nariz—. Mira el sombreado. ¿Por qué te interesa este sitio?

—Voy a ir para allá.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—La verdad es que es una buena pregunta.

—¿Buscas la llave?

—No, no busco la llave. ¿Qué llave?

—Hay un cuento de hadas —dijo Benedict como si hablara con alguien de parvulario—. Ahí está la llave que da cuerda al mundo. Se supone.

Quentin no estaba demasiado interesado en el folclore filoriano.

—¿Por qué no vienes? —sugirió—. Podrías hacer un mapa nuevo, si es que este es tan malo.

Ahora se había convertido en asesor de jóvenes atormentados. El chico tenía algo que le hacía querer zarandearlo. Sacarlo del entorno en el que se movía con comodidad para que dejara de desdeñar a todo aquel que no perteneciera al mismo. Que pensara en algo que no fueran sus neuras para variar. Era más complicado de lo que parecía.

—No estoy preparado para el trabajo de campo —masculló Benedict, que volvió a bajar la mirada—. Soy cartógrafo, no agrimensor. —Quentin observó que los ojos de Benedict se sentían atraídos hacia el mapa, hacia aquel cacahuete irregular. Resultaba obvio que el joven maestro Benedict prefería vivir en mapas de lugares, en vez de en lugares verdaderos.

—El trazo es… —Chasqueó la lengua—. Cielo santo.

«Cielo santo» era una expresión que los filorianos jóvenes habían aprendido de sus nuevos gobernantes. Era imposible explicarles qué significaba en realidad. Estaban convencidos de que era una especie de palabrota.

—En nombre del reino de Fillory —declaró Quentin con solemnidad—. Manifiesto que estás capacitado para el trabajo de campo. ¿Es suficiente?

Tenía que haber traído la espada. Benedict se encogió de hombros, incómodo. Era exactamente lo que habría hecho Quentin diez años antes. Quentin se dio cuenta de que el chico empezaba a caerle bien. Probablemente pensara que nadie era capaz de entender cómo se sentía. Quentin se percató de lo lejos que él mismo había llegado. A lo mejor podía ayudar a Benedict.

—Piénsatelo. Tendríamos que llevar a alguien para actualizar los mapas.

Aunque a Quentin el dibujo le parecía bien. Giró con despreocupación la manivela del artilugio de latón para mirar mapas. La verdad es que era genial; unos engranajes medio ocultos giraban y la Isla Exterior iba alejándose y acababa enrollada en el otro extremo del pergamino. Siguió dándole a la manivela. Metros y más metros de papel blanco cremoso le pasaron ante los ojos, decorados aquí y allá con líneas de puntos y números diminutos. El océano vacío.

Al final se acabó el rollo y el extremo suelto ondeó sobre la mesa.

—No hay gran cosa por ahí —dijo por decir algo.

—Es el último rollo del catálogo —dijo Benedict—. Nadie le había echado ni siquiera un vistazo desde que estoy aquí.

—¿Me lo puedo llevar?

Benedict vaciló.

—Bueno. Soy el rey, ¿sabes? Si nos atenemos a las formas, el mapa es mío.

—De todos modos tengo que consignar el préstamo.

Benedict cogió el rollo con cuidado y lo introdujo en una funda de cuero antes de entregarle una ficha que le permitía sacarlo de la sala de mapas. Él la firmó también: Benedict Fenwick.

Benedict Fenwick. Cielo santo. No era de extrañar que estuviera enfurruñado.

* * *

Quentin tenía un barco de vela obsoleto que había resucitado de entre los muertos. Contaba con un espadachín un tanto psicótico y una reinabruja enigmática. No era la Comunidad del Anillo pero tampoco es que intentara salvar el mundo de Sauron, sino que realizaría una inspección fiscal a un puñado de isleños paletos. Seguro que bastaba. Salieron del castillo de Whitespire tres semanas después de la muerte de Jollyby.

Una fuerte brisa salada azotaba el puerto. Las velas del Muntjac parecían listas para recibirla y hacerse a la mar hacia el horizonte. Eran de un blanco inmaculado, con el espolón azul cielo de Fillory en ellas como si de una marca de agua se tratara, los bordes vibraban y aleteaban con una emoción apenas contenida. Era una bestia realmente maravillosa.

Una banda tocaba en el paseo marítimo. Era obvio que el director instaba a sus músicos a subir el volumen, pero las notas se las llevaba el viento en cuanto salían de los instrumentos. Benedict Fenwick se había presentado media hora antes con la ropa a la espalda y una bolsa de viaje llena de instrumentos de cartografía tintineantes. El capitán, de nuevo el imperturbable almirante Lacker, le asignó los últimos aposentos libres.

Eliot se acercó al embarcadero con Quentin para despedirle.

—Pues eso —dijo.

—Pues eso.

Los dos estaban al pie de la pasarela.

—O sea que iba en serio.

—¿Pensaste que era un farol?

—Un poco, sí —reconoció Eliot—. Despídete de Julia por mí. No olvides lo que te conté de ella.

Julia ya se había refugiado en el camarote y daba la impresión de que no tenía intención de salir hasta que avistaran tierra.

—No lo olvidaré. ¿Estarás bien sin nosotros?

—Mejor.

—Si averiguas qué le pasó a Jollyby —dijo Quentin—, no te cortes y dale un buen palizón al culpable. No hace falta que me esperes.

—Gracias. Total, no creo que fueran los Fenwick. Pienso que nos toman por unos gilipollas, eso es todo.

Quentin recordó que cuando se habían conocido la mandíbula torcida de Eliot le había parecido de lo más rara. Ahora le resultaba tan familiar que ni siquiera se daba cuenta. Parecía algo natural, como la mandíbula de un rorcual jiboso.

—Supongo que podría pronunciar un discurso —dijo Eliot—, pero nadie lo oiría.

—Me comportaré como si me exhortaras a velar por los intereses del pueblo filoriano y quisiera mostrar a esos renegados de la Isla Exterior, a quienes probablemente se les haya olvidado pagar los impuestos, si es que tienen algo sobre lo que o con que pagar impuestos, que representamos todo aquello que es justo y verdadero y que más les vale que lo recuerden.

—Lo cierto es que te mueres de ganas de hacer esto, ¿verdad?

—Si quieres que te diga la verdad, necesito hacer acopio de todo mi autocontrol para seguir aquí en el embarcadero.

—De acuerdo —dijo Eliot—. Márchate. Oh, tienes otro tripulante, se me olvidó decírtelo. Los animales parlantes han enviado a alguien.

—¿Qué? ¿Quién?

—Exacto. A qué o a quién, nunca se sabe. Está a bordo. Lo siento, convenía desde un punto de vista político.

—Podías haberme preguntado.

—Podía, pero pensé que quizá te negaras.

—Ya te estoy echando de menos. Nos vemos dentro de una semana.

Con paso ligero, Quentin trotó por el tablón, que fue retirado rápidamente detrás de él en cuanto pisó la borda. Se oyeron gritos navales incomprensibles por todas partes. Quentin se esforzó para no entorpecer el paso de los demás mientras se dirigía a la toldilla. El barco crujía y se movía de forma lenta y pesada a medida que se inclinaba y salía del embarcadero. El mundo que los rodeaba, que había estado fijo, se tornó vago y móvil.

Cuando salieron del puerto, el mundo volvió a cambiar. El aire se volvió más fresco y el viento se intensificó y el agua de repente se volvió de un gris oscuro y rizado. El fuerte oleaje retumbaba debajo de ellos. Las enormes velas del Muntjac atraparon el viento. La madera nueva crujía y se acomodaba en la presión.

Quentin caminó hasta la popa y observó la estela, cuya trayectoria limpia y espumosa se debía al peso de su avance. Se sentía bien. Dio una palmada al viejo pasamanos de la borda del Muntjac: a diferencia de muchas cosas y personas de Fillory, el Muntjac necesitaba a Quentin y Quentin no le había fallado. Se irguió más. Algo pesado e invisible había relajado la garra con la que lo sujetaba, había abandonado su hombro, en el que estaba posado, y había alzado el vuelo con la fuerte brisa. Que deje caer su peso sobre otra persona, pensó. Probablemente le estuviera esperando cuando volviera a casa. Pero por ahora podía esperar.

Cuando se volvió para bajar se encontró a Julia justo detrás de él. No la había oído. El viento se había apoderado de su melena negra y el pelo le azotaba la cara con fuerza. Estaba escandalosamente hermosa. Quizá fuera un efecto de la luz pero su piel tenía una apariencia plateada, sobrenatural, como si al tocarla fuera a recibir un calambrazo. Si tenían que enamorarse en algún momento, sería en ese barco.

Contemplaron juntos cómo Whitespire empequeñecía detrás de ellos y quedaba finalmente oscurecido por el cabo. Ella había llegado hasta allí desde el lejano Brooklyn, igual que él, pensó. Probablemente fuera la única persona del mundo, de cualquier mundo, que comprendía cómo se sentía ante aquella situación.

—No está mal, ¿eh, Jules? —dijo él. Inspiró el frío aire marino—. Ya sé que este viaje es básicamente ridículo, pero ¡mira! —Hizo un gesto para señalarlo todo, el barco, el viento, el cielo, el paisaje marítimo, ellos dos—. Teníamos que haber hecho esto hace siglos.

Julia no cambió de expresión. Su mirada no había vuelto a ser normal desde el incidente del bosque. Seguía teniendo los ojos negros, extraños y como antiguos con sus pecas juveniles.

—Ni siquiera me había dado cuenta de que nos estábamos moviendo —reconoció.