2

El castillo de Whitespire contaba con un salón especial en el que se reunían los reyes y reinas. El hecho de ser monarca suponía también que todas las posesiones estaban hechas especialmente para uno.

Era un salón maravilloso. Era cuadrado, en lo alto de una torre cuadrada y tenía cuatro ventanas con vistas a las cuatro direcciones. La torre giraba, muy lentamente, igual que otras torres del castillo. El castillo de Whitespire se había construido sobre los complejos cimientos de una mecánica de latón, diseñada de forma inteligente por los enanos, que eran absolutamente geniales para este tipo de cosas. La torre completaba una rotación al día. El movimiento resultaba casi imperceptible.

El salón estaba dominado por una mesa cuadrada especial con cuatro sillas; eran tronos, o algo similar, pero obra de alguien que tenía la habilidad, bastante excepcional según la experiencia de Quentin, de hacer sillas que parecieran tronos pero que también resultaban cómodas para sentarse. La mesa tenía pintado un mapa de Fillory, sellado bajo muchas capas de laca, y en cada uno de los cuatro asientos, grabados en la madera, los nombres de los gobernantes que los habían ocupado junto con pequeños artilugios que les correspondieran. Quentin tenía una imagen del Ciervo Blanco y del derrotado Martin Chatwin, además de una baraja de naipes. El sitio de Eliot era el que gozaba de mayor profusión de adornos, tal como correspondía al Alto Rey. La mesa era cuadrada pero no cabía duda de quién ocupaba la cabecera.

Ese día los asientos no parecían tan cómodos. La escena de la muerte de Jollyby seguía estando muy presente en la mente de Quentin; de hecho se le repetía más o menos de forma constante, cada treinta segundos aproximadamente. Cuando Jollyby se había desplomado, Quentin se había abalanzado hacia delante, lo había cogido y lo había puesto con sumo cuidado en el suelo. Toqueteó con torpeza el enorme pecho de Jollyby, como si su vida estuviera escondida en algún lugar de su cuerpo, en algún bolsillo interior secreto, y si Quentin era capaz de encontrarla, se la devolvería. Janet profirió un grito a pleno pulmón, incontrolable, de película de miedo que duró quince segundos, hasta que Eliot la sujetó por los hombros y la hizo volverse para que no viera el cadáver de Jollyby.

Al mismo tiempo el claro quedó bañado de una luz verde fantasmagórica, un hechizo desolador y extraño obra de Julia cuyos detalles Quentin era incapaz de captar, ni siquiera a grandes rasgos, con la intención de poner al descubierto a cualquier mal actor que pudiera estar presente. Se le pusieron los ojos totalmente negros, sin blanco ni iris. Ella era la única que había pensado ir a por todas. Pero no había nadie a quien atacar.

—Bueno —dijo Eliot—. Hablemos del tema. ¿Qué creemos que ha sucedido hoy?

Intercambiaron una mirada, se sentían histéricos y traumatizados. Quentin quería hacer o decir algo, pero no sabía qué. Lo cierto era que tampoco había conocido tan bien a Jollyby.

—Con lo orgulloso que estaba —dijo al final—. Pensaba que había salvado la situación.

—Tuvo que ser el conejo —dijo Janet. Tenía los ojos rojos de llorar. Tragó saliva—. ¿Verdad? O la liebre, lo que fuera. Eso lo mató. ¿Qué más?

—No podemos darlo por supuesto. La liebre predijo su muerte pero no tuvo por qué haberla causado. Post hoc ergo propter hoc. Es una falacia lógica.

Si hubiera esperado ni que fuera un segundo se habría dado cuenta de que a Janet no le interesaba el latinajo de la falacia lógica que ella podía o no estar cometiendo.

—Lo siento —se disculpó él—. Es mi síndrome de Asperger que asoma la cabeza otra vez.

—¿O sea que es pura coincidencia? —espetó ella—. ¿Que muriera justo entonces, justo después de que el animal dijera eso sobre la muerte? A lo mejor nos hemos equivocado. A lo mejor la liebre no predice el futuro, a lo mejor lo controla.

—A lo mejor no le gusta que la apresen —apuntó Julia.

—Me cuesta creer que un conejo parlante esté escribiendo la historia del universo —aseveró Eliot—. Aunque eso explicaría muchas cosas.

Eran las cinco de la tarde, la hora en que solían reunirse. Durante los primeros meses desde su llegada al castillo de Whitespire Eliot les había dejado hacer lo que quisieran partiendo de la teoría de que encontrarían su camino como gobernantes de forma natural, y se encargarían de aquello que mejor encajara con sus distintos dones. Aquello había provocado un caos total y no habían hecho nada, y lo que habían hecho, lo habían hecho dos veces de mano de dos personas distintas y de forma distinta. Así pues, Eliot instituyó una reunión diaria en la que repasaban aquellos asuntos del reino que a los cuatro les parecieran más apremiantes. La reunión de las cinco de la tarde iba acompañada tradicionalmente por el que bien podía considerarse el servicio de whisky más completo y extraordinario jamás visto en cualquiera de los mundos posiblemente infinitos del multiverso.

—He dicho a la familia que nos ocuparíamos del funeral —informó Quentin—. Sólo están sus padres. Era hijo único.

—Tengo que decir una cosa —dijo Eliot—. Él me enseñó a tocar la corneta.

—¿Sabíais que era un hombre-león? —Janet sonrió entristecida—. Es verdad. Funcionaba mediante un calendario solar, sólo cambiaba en los equinoccios y solsticios. Decía que le ayudaba a comprender a los animales. Era peludo por todas partes.

—Por favor —rogó Eliot—. Daría cualquier cosa para no averiguar cómo lo sabes.

—Servía para muchas cosas.

—Tengo una teoría —se aprestó a decir Quentin—. A lo mejor lo hicieron los Fenwick. Están cabreados con nosotros desde que llegamos aquí.

Los Fenwick eran la familia de mayor tradición de las varias que regentaban el lugar cuando los Brakebills regresaron a Fillory. No les gustó que les expulsaran del castillo de Whitespire, pero carecían de influencia política para evitarlo. Así pues se contentaban con meter cizaña en la corte.

—Un asesinato sería una medida demasiado extrema para los Fenwick —dijo Eliot—. Son bastante más moderados.

—¿Y por qué iban a matar a Jollyby? —preguntó Janet—. ¡Caía bien a todo el mundo!

—Quizá fueran a por uno de nosotros, no a por él —dijo Quentin—. A lo mejor esperaban que uno de nosotros cazara la liebre. ¿Sabéis que ya han empezado a hacer circular el rumor de que lo matamos?

—Pero ¿cómo pueden haber hecho tal cosa? —preguntó Eliot—. ¿Insinúas que enviaron a un conejo asesino?

—No, no pueden manipular a la Liebre Vidente —dijo Julia—. Las Bestias Únicas no intervienen en los asuntos de los hombres.

—Tal vez no fuera la Liebre Vidente, quizá fuera una persona en forma de liebre. Un hombre-liebre. Mirad, ¡no sé!

Quentin se frotó las sienes. Ojalá hubiera ido a la caza del estúpido lagarto. Estaba enfadado consigo mismo por olvidar cómo era Fillory. Se había permitido creer que todo era mejor después de que Alice matara a Martin Chatwin, que no habría más muerte ni desespero ni desilusión y lo que fuera que había dicho la liebre. Pero había más. No era como en los libros. Siempre había más. Et in Arcadia ego.

Y aunque sabía que era una locura, de un modo infantil y elegante, no conseguía evitar la vaga sensación de que la muerte de Jollyby era culpa suya, que no se habría producido si no se hubiera dejado tentar por aquella aventura. ¿O quizá no se había sentido lo bastante tentado? ¿Cuáles eran las normas? Tal vez tenía que haberse internado en el claro. A lo mejor la muerte de Jollyby estaba destinada a él. Quizá su destino era que se hubiese internado en el claro y hubiera muerto, pero no había sucedido, por lo que Jollyby había muerto en su lugar.

—Quizá no haya una explicación —dijo en voz alta—. Quizá sea un misterio. Una alocada parada más en el misterioso viaje fantástico de Fillory. No hay motivos ocultos, ocurrió y ya está. No hay que buscarle una explicación.

Aquello no satisfizo a Eliot. Seguía siendo Eliot, el lánguido bebedor de Brakebills, pero el hecho de convertirse en Alto Rey le había hecho sacar una vena rigurosa que producía consternación.

—No pueden producirse muertes inexplicables en el reino —declaró—. No puede ser. —Se aclaró la garganta—. Vamos a hacer lo siguiente. Meteré miedo a los Fenwick con Ember. No tardaremos mucho. Son un puñado de mariquitas de playa. Y lo digo como mariquita de playa que soy.

—¿Y si eso no funciona? —dijo Janet.

—Entonces, Janet, tendrás que presionar a los lorianos. —Eran los vecinos de Fillory al norte. Janet era la encargada de las relaciones con las potencias extranjeras; Quentin la llamaba Fillory Clinton—. Siempre están detrás de todo lo malo. Tal vez intentaran poner fin al liderazgo. Son una especie de vikingos imbéciles de pacotilla. Ahora, por el amor de Dios, cambiemos de tema.

Pero no tenían nada más de que hablar, así que guardaron silencio. Nadie estaba excesivamente contento con el plan de Eliot, y quien menos, él, pero no tenían otro mejor ni peor. Seis horas después de los hechos, Julia seguía teniendo los ojos completamente negros por el conjuro que había lanzado en el bosque. El efecto resultaba desconcertante. No tenía pupilas. Quentin se preguntó qué vería ella que los demás no veían.

Eliot barajó las notas para ver si encontraba otro tema de interés, pero últimamente no abundaban.

—Es la hora —dijo Julia—. Tenemos que acercarnos a la ventana.

Todos los días, después de la reunión de la tarde, salían al balcón y saludaban a la gente.

—Maldita sea —se quejó Eliot—. Bueno. —Tal vez hoy no deberíamos salir— sugirió Janet. —Me parece mal.

Quentin sabía a qué se refería. La idea de salir al pequeño balcón, con una sonrisa perenne en el rostro, saludando en tanto que monarcas a los filorianos allí reunidos para el ritual diario parecía un poco fuera de lugar.

—Tenemos que hacerlo —dijo él—. Hoy más que nunca.

—Estamos aceptando felicitaciones por no hacer nada.

—Estamos tranquilizando a la población ante una situación trágica.

Salieron en fila al estrecho balcón. Muy abajo, en el patio del castillo, al pie de una caída vertiginosa, se habían reunido varios cientos de filorianos. Desde aquella altura parecían irreales, como muñecos. Quentin saludó.

—Ojalá pudiéramos hacer algo más por ellos —dijo.

—¿Qué quieres hacer? —dijo Eliot—. Somos los reyes y reinas de una utopía mágica.

La ovación procedente de abajo les llegó a los oídos, ligeramente. El sonido resultaba metálico y distante, como una tarjeta de felicitación musical.

—¿Alguna reforma progresista? Quiero ayudar a alguien con algo. Si fuera filoriano me depondría por ser un parásito aristocrático.

Cuando Quentin y los demás ascendieron al trono no sabían exactamente qué esperar. Los detalles de lo que suponía resultaban vagos… tendrían obligaciones ceremoniales, supuso Quentin, y supuestamente un papel primordial en las decisiones políticas, cierta responsabilidad sobre el bienestar de la nación que gobernaban. Pero lo cierto era que no había gran cosa que hacer.

Lo curioso era que Quentin lo echaba de menos. Se había imaginado que Fillory sería una especie de Inglaterra medieval, porque es lo que parecía, por lo menos a primera vista. Imaginó que emplearía la historia de Europa, lo que recordase de la misma, como chuleta. Favorecería el programa humanitario ilustrado estándar, nada extraordinario, sólo los grandes momentos, y pasaría a la historia como fuerza del bien.

Pero Fillory no era Inglaterra. Para empezar, la población era reducida, no había más de diez mil humanos en todo el país, aparte de los muchos animales parlantes y enanos y espíritus y gigantes y tal. O sea que él y los demás monarcas —o tetrarcas o como se llamara— eran más parecidos al alcalde de una ciudad pequeña. Para continuar, si bien la magia era muy real en la Tierra, Fillory era mágica. Había una diferencia. La magia formaba parte del ecosistema. Estaba en el clima y en los océanos y en la tierra, que era increíblemente fértil. Si alguien quería que las cosechas fueran mal tenía que esforzarse sobremanera.

Fillory era la tierra de la abundancia eterna. Cualquier cosa necesaria podía obtenerse de los enanos, tarde o temprano, y no eran un proletariado industrial oprimido sino que en realidad disfrutaban haciendo cosas. A no ser que uno fuera un tirano despreciable y activo, como lo había sido Martin Chatwin, había demasiados recursos y pocas personas como para crear algo similar a un conflicto civil. La única escasez que sufría la economía filoriana era la escasez crónica de escasez.

Como consecuencia de ello, siempre que alguno de los Brakebills, que era como los llamaban, aunque Julia nunca hubiera ido a Brakebills, tal como se aprestaba siempre a puntualizar, intentaba ponerse serio sobre algo, resultaba que no había demasiados asuntos sobre los que ponerse serio. Todo eran rituales, boato y circunstancia. Incluso el dinero era pura fachada. Era dinero de mentira. Dinero de Monopoly. Los demás habían dejado de intentar parecer útiles, pero a Quentin le costaba. Quizás esa necesidad fuera la que le había asaltado cuando estaba en el borde del prado en el bosque. Debía de haber algo real ahí fuera, pero no era capaz de echarle mano.

—Bueno —dijo—. ¿Qué hacemos a continuación?

—Pues —dijo Eliot mientras entraban en fila— tenemos el problema con la Isla Exterior.

—¿La qué?

—¿La Isla Exterior? —Cogió unos documentos de aspecto real—. Es lo que dice. Soy rey de la misma y ni siquiera sé dónde está.

Janet soltó un bufido.

—La Exterior está en la costa este. Bastante lejos, a un par de días de distancia en barco. Cielos, me cuesta creer que incluso te dejen ser rey. Es el extremo oriental del imperio filoriano, creo.

Eliot miró concentrado al mapa pintado en la mesa.

—No lo veo.

Quentin observó también el mapa. En su primera visita a Fillory se había adentrado en barco en el Mar Occidental, al otro lado del continente filoriano, pero sus conocimientos del este eran bastante vagos.

—No es lo bastante grande. —Señaló el regazo de Julia—. Ahí es donde estaría si tuviéramos una mesa de mayor tamaño.

Quentin intentó imaginarla: una pequeña porción de arena blanca tropical, adornada con una palmera decorativa y rodeada de un océano de calma turquesa.

—¿Has estado allí? —preguntó Eliot.

—No, nadie ha estado allí. No es más que un punto en el mapa. Alguien fundó una colonia pesquera ahí después de que su barco chocara con ella hace como un millón de años. ¿Por qué hablamos de la Isla Exterior?

Eliot volvió a consultar sus documentos.

—Parece que hace un par de años que no pagan impuestos.

—¿Y qué? —dijo Janet—. Probablemente sea porque no tienen dinero.

—Envíales un telegrama —sugirió Quentin—. «Queridos Isleños Exteriores STOP enviad dinero STOP si no tenéis dinero entonces no enviéis dinero STOP».

La reunión decayó mientras Eliot y Janet se enzarzaban en una especie de competición para ver quién redactaba el telegrama más útil posible para los Isleños Exteriores.

—Vale —dijo Eliot. La torre giratoria había rotado hasta donde el ardiente atardecer filoriano iluminaba el cielo detrás de él. Varias capas de nubes rosas se apilaban sobre sus hombros—. Presionaré a los Fenwick sobre Jollyby. Janet hablará con los lorianos. —Hizo un gesto vago con la mano—. Y que alguien haga algo sobre la Isla Exterior. ¿Quién quiere un whisky?

—Yo me apunto —dijo Quentin.

—Está ahí en el aparador.

—No, me refiero a la Isla Exterior. Yo iré. Veré qué pasa con los impuestos.

—¿Qué? —A Eliot pareció molestarle la idea—. ¿Por qué? Está en el culo del mundo. Y, de todos modos, es un asunto que compete al Tesoro. Enviaremos a un emisario. Para eso están los emisarios.

—Envíame a mí.

Quentin habría sido incapaz de describir de qué tipo de impulso se trataba, sólo sabía que tenía que hacer algo. Pensó en el prado circular y el árbolreloj roto y la visión de la muerte de Jollyby se reprodujo de nuevo. ¿Qué sentido tenía todo aquello si uno podía caerse muerto, así, de repente? Eso es lo que quería saber. ¿Qué coño significaba todo aquello?

—Que sepas —dijo Janet— que no vamos a invadirla. No nos hace falta enviar a un rey a la Isla Exterior. No han pagado los impuestos, que, por cierto, ascienden a algo así como ocho peces. No puede decirse que sean el motor de la economía.

—Estaré de vuelta enseguida. —Era consciente de que había hecho bien. La tensión de su interior se desvaneció en cuanto lo hubo dicho. Sentía un gran alivio, pero no sabía por qué—. Quién sabe, a lo mejor aprendo algo.

Aquella sería su búsqueda, recaudar impuestos de un puñado de palurdos atrasados. Se había saltado la aventura del árbol roto y ya estaba bien. La cambiaba por esa otra.

—Quizá parezca un signo de debilidad, después de lo de Jollyby. —Eliot se tocó el mentón real—. El hecho de que te marches cuando surge un problema.

—Soy rey. No es que tenga que ganar las próximas elecciones.

—Un momento —dijo Janet—. No mataste a Jollyby, ¿verdad? ¿Es de lo que va todo esto?

—¡Janet! —exclamó Eliot.

—No, de verdad que no. Todo encajaría…

—Yo no maté a Jollyby —aseguró Quentin.

—Vale. Bueno. Genial. —Eliot dio el tema por zanjado marcándolo en la agenda—. Isla Exterior, marcado. Pues ya está.

—Pues espero que no vayas solo —dijo Janet—. Vete a saber cómo es esa gente. Podría repetirse el capítulo del capitán Cook.

—No me pasará nada —dijo Quentin—. Julia vendrá conmigo. ¿Verdad, Julia?

Eliot y Janet se lo quedaron mirando. ¿Cuándo era la última vez que había sorprendido a esos dos? ¿O a cualquier otra persona? Debía de estar tramando algo. Dedicó una sonrisa a Julia y ella le devolvió la mirada, aunque con las pupilas totalmente negras su expresión resultaba inescrutable.

—Por supuesto que sí.

* * *

Esa noche Eliot fue a ver a Quentin a su dormitorio. Cuando la había visto por primera vez, la habitación estaba repleta de una cantidad abrumadora de cachivaches horripilantes semimedievales. Hacía siglos, literalmente, que no se ocupaban los cuatro tronos de Whitespire a la vez y, mientras tanto, las suites reales adicionales habían sufrido una invasión y ocupación por parte de ejércitos paulatinos de candelabros superfluos, lámparas de araña trasnochadas, escoradas y deshinchadas como medusas varadas, instrumentos musicales imposibles de tocar, regalos diplomáticos imposibles de devolver, sillas y mesas adornadas de forma tan lastimosa que se rompían de solo mirarlas o incluso sin mirarlas, animales muertos disecados sin piedad durante el preciso instante en que pedían clemencia, urnas y aguamaniles y vasijas varias tan difíciles de identificar que no se sabía si eran para beber o para ir al baño con ellas.

Quentin había hecho despejar la habitación hasta que sólo quedaron las cuatro paredes. Todo fuera. Dejó la cama, una mesa, dos sillas, unas cuantas alfombras de las buenas y algunos tapices bonitos y/o convenientes políticamente, eso era todo. Le gustaba un tapiz en especial que representaba un grifo esplendoroso captado en el momento en que hacía huir a un grupo de soldados de infantería. Se suponía que simbolizaba el triunfo de un grupo de personas muertas hacía tiempo sobre otro grupo de personas muertas hacía tiempo que no caían bien a nadie, pero por algún motivo el grifo había ladeado la cabeza en medio de la desbandada y miraba directamente desde su universo entretejido al espectador como diciendo, sí, lo reconozco, esto se me da bien. Pero ¿es la mejor manera de pasar el tiempo?

Cuando por fin quedó vacía, la habitación parecía el triple de grande. El aire circulaba. Se podía pensar en ella. Resultó tener el tamaño de una cancha de básquet, con un suelo de piedra liso, techos altos de madera en donde la luz se perdía en los extremos más elevados y formaba sombras interesantes, y ventanales de arco apuntado y cristal emplomado que tenían unos pocos paneles que se abrían. Era tan absolutamente tranquila y vacía que se oía el eco de los pies en la piedra al andar. Era el tipo de quietud silenciosa que en la Tierra sólo se veía a lo lejos, al otro lado de un cordón de terciopelo. Era la quietud de un museo cerrado o de una catedral por la noche.

Los sirvientes de mayor rango murmuraban que una estancia tan espartana no resultaba del todo adecuada para un rey de Fillory, pero Quentin había decidido que una de las ventajas de ser rey de Fillory era que él era quien decidía lo que convenía a un rey de Fillory.

De todos modos, si lo que querían era el estilo monárquico, el Alto Rey era su hombre. Eliot tenía un apetito voraz por él. Su dormitorio era la guarida dorada, con incrustaciones de diamantes y perlas de estilo rococó típica de un reydios. Independientemente de otras consideraciones, resultaba totalmente adecuado.

—¿Sabes que según los libros de Fillory se puede entrar en los tapices? —Era tarde, después de la medianoche, y Eliot se encontraba ante el tapiz del grifo sorbiendo un líquido ámbar de un vaso.

—Lo sé. —Quentin estaba tumbado en la cama vestido con un pijama de seda—. Créeme, lo he probado. Si es verdad, lo cierto es que no sé cómo lo hacían. A mí me parecen tapices normales y corrientes. Ni siquiera se mueven como en Harry Potter.

Eliot también le había traído un vaso a Quentin. Quentin todavía no había tomado nada, pero tampoco había descartado esa posibilidad. De todos modos no pensaba permitir que Eliot se lo tomara, que era lo que intentaría hacer cuando acabara con el suyo. Quentin acomodó el vaso a su lado entre las mantas.

—No estoy seguro de querer entrar en este —reconoció Eliot.

—Lo sé. A veces me pregunto si él no intenta salir.

—Y este tío —dijo acercándose al retrato de cuerpo entero de un caballero con armadura—. No me importaría entrar en este tapiz, no sé si me entiendes.

—Sí que te entiendo.

—Desenvainar esa espada.

—Lo entiendo.

Eliot intentaba llegar a algún sitio pero no tenía prisa. Aunque si tardaba mucho más Quentin se quedaría dormido.

—¿Crees que si entrara verías una versión de mí en pequeño corriendo por ahí? No sé cómo me lo tomaría.

Quentin esperó. Desde que había tomado la decisión de ir a la Isla Exterior se sentía mucho más tranquilo de lo que se había sentido en muchos años. Las ventanas estaban abiertas de par en par y el aire cálido de la noche, que olía a la hierba de final del verano y al mar, que estaba cerca, entraba en la estancia.

—Lo del viaje que vas a emprender —dijo Eliot por fin.

—¿Qué pasa?

—No entiendo por qué lo haces.

—¿Es necesario que lo entiendas?

—Va de búsquedas y aventuras y cosas así. Navegar más allá de la puesta de sol. No importa. No te necesitamos aquí por lo de Jollyby. De todos modos, uno de nosotros debería ir allí, probablemente ni siquiera sepan que vuelven a tener reyes y reinas. Hay que comunicar los detalles procaces como medida de seguridad nacional.

—Eso haré.

—Pero quiero hablarte de Julia.

—Oh. —La hora del whisky. Intentó beber tumbado, tragó más de lo que quería y notó cómo le ardían las entrañas. Contuvo la tos—. Mira, eres el Alto Rey —dijo con voz entrecortada—, no eres mi padre. Ya me las arreglaré.

—No te pongas a la defensiva, sólo quiero asegurarme de que sabes lo que estás haciendo.

—¿Y si no lo sé?

—¿Te he contado alguna vez? —empezó a decir Eliot sentado en una de las dos sillas—, ¿cómo nos conocimos Julia y yo?

—Sí, seguro. —¿Seguro? Los detalles concretos resultaban vagos—. Bueno, supongo que no con todo lujo de detalles.

Lo cierto es que apenas hablaban de esa época. La evitaban. Ninguno de ellos guardaba buenos recuerdos de entonces. Había sido después del gran desastre en la Tumba de Ember. Quentin se había quedado medio muerto y se había quedado al cuidado de unos centauros exasperantes pero muy eficaces desde el punto de vista médico mientras Eliot, Janet y los demás regresaban al mundo real. Quentin se había pasado un año recuperándose en Fillory, luego había regresado a la Tierra y abandonado la magia. Se pasó seis meses más trabajando en una oficina de Manhattan hasta que Janet, Eliot y Julia por fin habían aparecido para llevárselo. De no ser por ellos, probablemente todavía seguiría allí. Les estaba agradecido y siempre lo estaría.

Eliot miró por la ventana hacia la oscura noche sin luna, como un potentado oriental en su vestidor, con un aspecto demasiado ornamentado como para estar cómodo.

—¿Sabes que Janet y yo estábamos bastante mal cuando nos marchamos de Fillory?

—Sí. Aunque por lo menos Martin Chatwin no os había partido por la mitad a mordiscos.

—No se trata de ninguna competición, pero sí, es cierto. Pero estábamos conmocionados. Nosotros también queríamos a Alice, ¿sabes? A nuestra manera. Hasta Janet la quería. Y pensamos que además de a ella te habíamos perdido a ti. Estábamos convencidos de que Fillory y todos los bienes eran agua pasada, de verdad.

»Josh volvió a casa de sus padres, en New Hampshire y Richard y Anaïs se fueron a no sé dónde a hacer lo que fuera que estaban haciendo antes de ir a Fillory. No es que lloraran su pérdida demasiado, esos dos. Me veía incapaz de enfrentarme de nuevo a Nueva York y a mi supuesta familia en Oregón, por lo que volví a la casa de Janet en Los Ángeles.

»Lo cual resultó ser una decisión excelente. ¿Sabes que sus padres son abogados? Abogados del mundo del espectáculo. Están forrados, tienen una casa espectacular en Brentwood, se pasan el día trabajando y no parecen tener ningún tipo de vida emocional. Así que estuvimos rondando por Brentwood durante una semana o dos hasta que los padres de Janet se hartaron de ver nuestros rostros postraumáticos dirigiéndose a rastras a la cama mientras ellos se levantaban de madrugada para jugar al squash. Nos enviaron a un spa pijo de Wyoming un par de semanas.

»Seguro que ni te suena, es un sitio de esos. Imposible conseguir reserva y ridículamente caro, pero el dinero no significa nada para esa gente y tampoco iba a discutir por eso. Janet se crió prácticamente allí, el personal la conocía desde que era pequeña. Imagínatelo, nuestra Janet, ¡de pequeña! Ella y yo teníamos un bungaló para nosotros solos y legiones de personas a nuestro servicio. Creo que Janet tenía una manicurista distinta para cada uña.

»Y hacían un tratamiento con arcilla y piedras calientes, te juro que era mágico. Nada sienta tan bien sin magia.

»Por supuesto, el terrible secreto de los sitios así es que son un soberano aburrimiento. No tienes ni idea de hasta qué extremos llegamos. Yo jugué al tenis. ¡Yo! Se pusieron muy pesaditos diciéndome que no se podía beber en la cancha, de verdad. Les dije que formaba parte de mi estilo de juego. A mi edad ya no se puede aprender otra técnica.

»Al tercer día Janet y yo nos planteamos acostarnos juntos ni que fuera para combatir el aburrimiento. Y entonces, como un ángel oscuro de la clemencia llegado para salvaguardar mi virtud, apareció Julia.

»Fue como uno de esos misterios de Poirot ambientados en una casa de campo de postín. Se produjo un accidente junto a la piscina, los detalles nunca llegaron a quedarme claros, pero se armó un revuelo enorme. Supongo que es una de las cosas por las que se paga, un revuelo de primera clase. De todos modos, la primera vez que le puse los ojos encima a nuestra Julia cruzaba el vestíbulo atada en una camilla, totalmente empapada y soltando veneno por la boca e insistiendo en que estaba bien, perfectamente. Quitadme las manos de encima, monos de mierda.

»Al día siguiente bajé al bar a eso de las tres o las cuatro de la tarde y allí estaba ella otra vez, bebiendo sola, vestida totalmente de negro. Gimlets de vodka, creo. La dama misteriosa. Resultaba dolorosamente obvio que en el spa estaba fuera de lugar. Ni te imaginas lo greñosa que iba. Incluso peor que ahora. Las uñas mordidas hasta la cutícula. Los hombros caídos. Un tartamudeo nervioso. Y no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas. Intentó dar una propina al personal. Pronunciaba los nombres de los vinos franceses con acento francés.

»Como te imaginarás, me atrajo enseguida. Imaginé que era rusa. La hija de algún oligarca encarcelado, algo así. Sólo una rusa podía permitirse el lujo de alojarse allí y llevar el pelo de esa guisa. Janet pensó que acababa de salir de la rehabilitación y, por lo que parecía, volvía a tener problemas. Fuera como fuese, nos abalanzamos sobre ella como seres hambrientos.

»El acercamiento fue sutil. La cuestión era evitar que se le dispararan las alarmas que obviamente estaban a punto de saltar. Janet, la experta seductora, fue quien se llevó el gato al agua; se plantó en un salón público y se quejó en voz alta de un tema informático bastante complicado. Era obvio que Julia se estaba conteniendo, pero era un hecho consumado.

»Después de eso, bueno, ya sabes qué pasa en esos sitios. En cuanto sabes el nombre de otra persona, te la encuentras por todas partes. Es difícil imaginar que un sitio como ese sea su estilo, ¿verdad? Pues ahí estaba, cubierta de arcilla hasta el cuello y con unas rodajas de pepino en los ojos. Estaba constantemente entrando y saliendo de los baños y cosas así. Un día Janet intentó entrar en un baño de vapor con ella pero ella había puesto la temperatura tan alta que todo el mundo salió despavorido. Es probable que hiciera que la atizaran con varas de abedul. Era como si intentara librarse de alguna impureza resistente.

»Resultó ser que tenía debilidad por las cartas, así que nos pasamos horas bebiendo y jugando al bridge a tres manos. Sin hablar. Por supuesto, no sabíamos que era maga. ¿Cómo íbamos a saberlo? Pero era obvio que tenía algún secreto inconfesable. Y poseía esas cualidades que tanto gustan de los magos: era asquerosamente brillante, un tanto triste y ligeramente abyecta. Si te soy sincero, creo que una de las cosas que nos gustaba de ella era que nos recordaba a ti.

»Bueno, ya sabes que en los libros de Poirot siempre se va de vacaciones para alejarse de todo, de los misterios y tal, y entonces se comete un asesinato precisamente en la isla a la que ha huido en busca de paz y tranquilidad y un poco de gastronomía civilizada. Era exactamente así, solo que nosotros huíamos de la magia. Una noche me dirigí a su bungaló a eso de las diez o las once de la noche. Janet y yo habíamos discutido y yo buscaba a alguien con quien quejarme de ella.

»Al pasar junto a la ventana de Julia vi que estaba haciendo un fuego. Para empezar, eso ya me extrañó. En esos bungalós las chimeneas eran gigantescas pero estábamos en pleno verano y nadie en su sano juicio las utilizaba. Estaba haciendo el fuego de forma muy metódica, colocando los troncos con sumo cuidado. Marcaba cada tronco antes de colocarlo, rascaba parte de la corteza con una pequeña navaja plateada.

»Y mientras la observaba… no sé cómo describírtelo para que lo entiendas. Se arrodilló delante del fuego y empezó a echar cosas en el mismo. Algunas eran claramente valiosas, una concha especial, un libro antiguo, un puñado de oro en polvo. Algunas debían de ser muy importantes para ella. Una pieza de bisutería. Una fotografía antigua. Cada vez que metía algo se quedaba parada esperando unos instantes, pero no pasaba nada, aparte de que el objeto en cuestión se quemaba o derretía y despedía un olor desagradable. No sé a qué esperaba pero, fuera lo que fuese, nunca llegaba. Mientras tanto ella se ponía cada vez más nerviosa.

»Me pareció totalmente sórdido espiarla pero era incapaz de apartar la mirada. Al final, se quedó sin objetos valiosos y se echó a llorar y entonces entró en el fuego. Avanzó por la chimenea y se desplomó, medio dentro y medio fuera de las llamas, llorando desconsolada. Las piernas le sobresalían. Era una imagen horrenda. La ropa ardió enseguida y la cara se le quedó negra de hollín, pero el fuego ni siquiera le tocó la piel. No paraba de sollozar. Le temblaban los hombros sin control…

Eliot se levantó y se acercó a la ventana. Forcejeó con una de las hojas de cristal durante unos instantes y entonces debió de encontrar el cierre que Quentin no había visto nunca porque consiguió abrir la ventana al completo. Quentin no alcanzó a ver cómo lo había hecho. Dejó el vaso en el alféizar.

—No sé si te estás enamorando de ella o si crees que lo estás o qué estás haciendo —declaró—. Supongo que no puedo culparte, siempre te han gustado los retos. Pero escúchame bien. Así es como empezó, como nos dimos cuenta de que era una de los nuestros. El hechizo era algo muy fuerte. Oí el murmullo que producía incluso por encima del fuego y la luz del cuarto había adoptado un tono raro. Pero mucha de su magia es imposible de analizar. Enseguida me di cuenta de que no había ido a Brakebills porque me resultaba totalmente ininteligible y no tenía ni puñetera idea de cómo funcionaba ni de qué intentaba hacer, y ella no me lo dijo y no se lo pregunté.

»Pero si tuviera que aventurarme a decir algo, diría que intentaba invocar algo, diría que intentaba recuperar algo que había perdido, o que le habían quitado, algo que era muy preciado para ella. Y si tuviera que aventurarme un poco más, diría que no funcionaba.