En la primavera de 1946, aprovechándose de una Europa recién liberada y de un tipo de cambio favorable, mis suegros, Bernard y June Tremaine, partieron en viaje de luna de miel por Francia e Italia. Se habían conocido en 1944 en el Senado, en Bloomsbury, donde ambos trabajaban. El padre de mi mujer, un licenciado en ciencias por la Universidad de Cambridge, tenía un puesto burocrático relacionado lejanamente con los servicios de espionaje. Tenía algo que ver con el suministro de artículos especiales. Mi suegra, una lingüista, trabajaba en una oficina que servía de enlace o, como ella solía expresarlo, calmaba los irritados sentimientos de los franceses libres. En algunas ocasiones se encontró en la misma habitación que De Gaulle. Lo que la llevó a la oficina de su futuro marido fue un trabajo de traducción para un proyecto relativo a la adaptación de máquinas de coser a pedal para generar energía. No les dieron permiso para dejar sus puestos hasta casi un año después de acabada la guerra. Se casaron en abril. La idea era pasar el verano viajando antes de acostumbrarse a los tiempos de paz, la vida de casados y un trabajo civil.
Durante los años en que estas cosas me importaban más, solía reflexionar mucho sobre los diferentes trabajos bélicos asequibles a las personas de distintas clases sociales y sobre esa alegre asunción de la posibilidad de elegir, ese juvenil deseo de experimentar nuevas libertades que, hasta donde yo sé, apenas rozó a mis propios padres. También ellos se casaron poco después de acabar la guerra. Mi madre había sido una Chica del Campo, cosa que detestaba, según una de mis tías. En 1943 pidió que la trasladaran a una fábrica de municiones cerca de Colchester. Mi padre estaba en infantería. Sobrevivió intacto a la evacuación de Dunquerque, combatió en el norte de África y finalmente se encontró con su bala durante el desembarco de Normandía. Le atravesó la mano derecha sin dañarle el hueso. Mis padres hubieran podido viajar después de la guerra. Al parecer heredaron unos cientos de libras de mi abuelo más o menos en la época en que mi padre fue desmovilizado. Teóricamente, eran libres de irse, pero dudo que se les ocurriera, ni a ellos ni a ninguno de sus amigos. Yo consideraba que el hecho de que emplearan el dinero para comprar la casita en la que nacimos mi hermana y yo y para montar el negocio de ferretería que nos mantuvo después de la repentina muerte de nuestros padres era un aspecto más de la estrechez de miras de mi ambiente familiar.
Ahora creo que lo entiendo un poco mejor. Mi suegro pasaba sus horas de trabajo ocupado en problemas como la generación de energía silenciosa para el funcionamiento de transmisores de radio en remotas granjas francesas donde no había electricidad. Por las tardes regresaba a su pensión en Finchley y a la monótona dieta de los tiempos de guerra, y los fines de semana visitaba a sus padres en Cobham. Más avanzada la guerra tuvo su noviazgo, con visitas al cine y excursiones dominicales por las Chiltern. Comparemos esto con la vida de un sargento de infantería: viajes forzosos al extranjero, aburrimiento alternado con fuerte tensión, las muertes violentas y las heridas terribles de amigos íntimos, no tener vida privada, no tener mujeres, noticias irregulares de casa. La perspectiva de una vida de limitada y rítmica normalidad debió de adquirir, durante el lento avance hacia el este por Bélgica con una mano latiendo de dolor, un brillo completamente desconocido para mis suegros.
Comprender estas diferencias no las hace más atractivas, y siempre he sabido qué guerra hubiese querido tener. La pareja en luna de miel llegó a la ciudad costera italiana de Lerici a mediados de junio. El caos y la devastación de la Europa de posguerra, especialmente en el norte de Francia y de Italia, los había horrorizado. Se ofrecieron para hacer seis semanas de trabajo voluntario en un almacén de embalaje de la Cruz Roja en las afueras de la ciudad. Era un trabajo aburrido y arduo, y el horario muy largo. La gente estaba agotada, preocupada por asuntos cotidianos de supervivencia, y a nadie parecía importarle que aquella pareja estuviese en luna de miel. Su jefe inmediato, «il capo», la tomó con ellos. Guardaba rencor a los británicos y era demasiado orgulloso para hablar de ello. Se alojaron con el Signor y la Signora Massucco, que aún estaban afligidos por sus dos hijos, los únicos que tenían, muertos en la misma semana, a setenta kilómetros uno de otro, justo antes de la rendición italiana. Algunas noches el matrimonio inglés se despertaba al oír a los ancianos padres llorando juntos su pérdida en el piso de abajo.
La ración de comida, sobre el papel al menos, era adecuada, pero la corrupción local la reducía al mínimo. Bernard contrajo una enfermedad de la piel que se extendió de las manos al cuello y la cara. A June le hacían proposiciones amorosas diariamente, a pesar de la anilla de latón de cortina que lucía a propósito. Constantemente los hombres se le acercaban demasiado, o se rozaban contra ella al pasar en la penumbra del almacén de embalaje, o le pellizcaban el trasero o la piel desnuda de los brazos. El problema, le dijeron las otras mujeres, era su hermoso pelo.
Podían haberse marchado en cualquier momento, pero los Tremaine aguantaron hasta el final. Esta era su pequeña reparación por su cómoda guerra. También era una expresión de su idealismo; era «ganar la paz» y ayudar a «construir una nueva Europa». Pero su partida de Lerici fue muy triste. Nadie se enteró de que se iban. Los afligidos italianos estaban atendiendo a un abuelo moribundo en el piso de arriba y la casa se había llenado de parientes. Los del almacén de la Cruz Roja estaban absorbidos por un escándalo de malversación de fondos. Bernard y June salieron sigilosamente antes del amanecer una mañana de primeros de agosto para esperar en la carretera el autobús que los llevaría hacia el norte, a Genova. Seguramente, mientras estaban allí de pie entre dos luces, deprimidos y casi sin hablar, se habrían alegrado por su contribución a una nueva Europa si hubieran sabido que ya habían concebido su primer hijo, una niña, mi mujer, que un día lucharía por conseguir un escaño en el Parlamento Europeo.
Viajaron en autobús y tren hacia el oeste, cruzando Provenza entre inundaciones repentinas y tormentas. En Arles conocieron a un funcionario francés que los llevó en coche a Lodève, en el Languedoc. Les dijo que si iban a su hotel una semana después los llevaría a Burdeos. El cielo se había despejado y no tenían que estar en Inglaterra hasta dos semanas más tarde, así que emprendieron una breve excursión a pie.
Esta es la región donde las causses, altas mesetas de piedra caliza, se elevan trescientos metros por encima de la llanura costera. En algunos lugares los acantilados caen a pico espectacularmente decenas de metros. Lodève se encuentra al pie de uno de los pasos, entonces una estrecha carretera comarcal, ahora la frecuentada RN9. Sigue siendo una hermosa subida, aunque, con tanto tráfico, no es agradable hacerla a pie. En aquella época se podía pasar un día tranquilo ascendiendo constantemente entre altas formaciones rocosas hasta poder ver el Mediterráneo brillando a tus espaldas, a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur. Los Tremaine pasaron la noche en el pueblo de Le Caylar, donde compraron sombreros de pastor de ala ancha. A la mañana siguiente dejaron la carretera y se encaminaron hacia el noreste, para cruzar la Causse de Larzac, con dos litros de agua cada uno.
Estos parajes son de los más desiertos de Francia. Hay ahora menos personas que hace cien años. Caminos polvorientos que no aparecen en los mejores mapas, vientos que barren grandes extensiones de brezo, aulaga y boj. Granjas abandonadas y caseríos asentados en hondonadas de un sorprendente verdor donde los pequeños pastos están divididos por antiquísimos muros de piedra y los senderos que hay entre ellos, flanqueados por altas zarzamoras, rosales silvestres y robles, tienen un aire de intimidad inglesa. Pero estos senderos pronto dan paso al páramo nuevamente.
Hacia el final del día, los Tremaine tropezaron con el Dolmen de la Prunarède, un enterramiento prehistórico. Luego, pocos metros más allá, se encontraron encima de una profunda garganta labrada en la roca por el río Vis. Se detuvieron allí para terminar sus provisiones, enormes tomates de una clase nunca vista en Inglaterra, pan de hacía dos días tan seco como una galleta y un salchichón que June cortó en rodajas con la navaja de Bernard. Habían estado silenciosos durante horas y ahora, sentados en la losa horizontal del dolmen, mirando al norte por encima del abismo hacia la Causse de Blandas, y hasta donde se alzaban las montañas de Cévennes, comenzaron una viva discusión en la cual su ruta del día siguiente a través de aquel extraño y glorioso paisaje se unió a la sensación de que tenían toda la vida por delante. Bernard y June eran miembros del Partido Comunista y hablaban del porvenir. Durante horas, intrincados detalles domésticos, las distancias entre pueblos, la elección de caminos, la trayectoria del fascismo, la lucha de clases y el gran motor de la historia, cuya dirección la ciencia ahora conocía y que le había concedido al Partido su inalienable derecho a gobernar, todo se mezcló en una vista espectacular, una avenida invitadora que se extendía desde el punto de partida de su amor a través de la vasta perspectiva de la causse y las montañas, que mientras hablaban fueron primero enrojeciendo y luego oscureciéndose. Y al tiempo que aumentaba la oscuridad aumentaba también la inquietud de June. ¿Estaba perdiendo ya la fe? Un silencio intemporal la tentaba, la atraía, pero cada vez que interrumpía su propio parloteo optimista para escucharlo, el vacío se llenaba con las sonoras perogrulladas de Bernard, las vacuidades militaristas, el «frente», el «ataque», los «enemigos» del pensamiento marxista-leninista.
Las blasfemas incertidumbres de June se despejaron solo temporalmente cuando se demoraron, en su paseo hacia el cercano pueblo de Saint Maurice, para concluir o extender su conversación acerca del futuro haciendo el amor, tal vez en el propio camino, donde el terreno era más blando.
Pero ni al día siguiente, ni al otro, y ni en todos los días sucesivos, pusieron el pie en el metafórico paisaje de su futuro. Al día siguiente volvieron a su país. No descendieron a la Gorge du Vis ni pasearon junto al canal misteriosamente elevado que desaparece en la roca, no atravesaron el río por el puente medieval ni treparon para cruzar la Causse de Blandas y vagar por los menhires, crómlechs y dólmenes prehistóricos esparcidos por el yermo, no iniciaron el largo ascenso de las Cévennes hacia Florac. Al día siguiente comenzaron sus viajes separados.
Por la mañana salieron del Hotel des Tilleuls de Saint Maurice. Mientras cruzaban la bonita extensión de pastos y aulaga que separaba el pueblo del borde de la garganta, iban otra vez callados. Apenas eran las nueve y ya hacía demasiado calor. Durante un cuarto de hora perdieron de vista el sendero y tuvieron que cruzar un prado. El barullo de las cigarras, las hierbas secas aromáticas que pisaban, el sol feroz en un cielo de un inocente azul pálido, todo lo que el día anterior le había parecido exóticamente meridional, ese día preocupaba a June. Le molestaba estar alejándose del equipaje que habían dejado en Lodève. La deslumbrante luz de la mañana, el árido horizonte, las secas montañas, los kilómetros que tendrían que hacer aquel día para llegar al pueblo de Le Vigan, le pesaban. Los días de caminata que les esperaban le parecían un desvío inútil de su incertidumbre.
Iba a unos diez metros detrás de Bernard, cuyas irregulares zancadas eran tan seguras como sus opiniones. Se refugió en pensamientos culpables y burgueses acerca de la casa que comprarían en Inglaterra, de una mesa de cocina bien fregada, de la vajilla azul y blanca que su madre le había regalado, del bebé. Frente a ellos podían ver el imponente farallón cortado a pico del extremo norte de la garganta. El terreno ya empezaba a descender lentamente, la vegetación iba cambiando. En vez de una alegría despreocupada sentía un temor sin causa, demasiado leve como para quejarse en voz alta. Era una agorafobia, transmitida, quizá, por el diminuto crecimiento en su interior, las células que se dividían rápidamente para dar vida a Jenny.
Volver atrás, basándose en una ligera ansiedad sin nombre, quedaba descartado. El día anterior habían estado de acuerdo en que allí estaba al fin la culminación de sus meses en el extranjero. Las semanas en el almacén de embalaje de la Cruz Roja quedaban atrás, les esperaba el invierno inglés, ¿por qué no podía gozar de aquella libertad iluminada por el sol? ¿Qué le pasaba?
Allí donde el camino iniciaba su pronunciado descenso se detuvieron para maravillarse de la perspectiva. A lo lejos frente a ellos, tras un kilómetro de espacio luminoso y vacío, había una pared vertical de roca que se elevaba noventa metros. Por todas partes resistentes robles achaparrados habían encontrado apoyo y un poco de tierra en fisuras y salientes. Aquel insensato vigor que obligaba a la vegetación a arraigar en los lugares más agrestes incomodaba a June. Experimentó una profunda náusea. Trescientos metros más abajo estaba el río, perdido entre los árboles. El aire vacío, bañado de sol, parecía contener una oscuridad justo más allá del alcance de la visión.
Estaba de pie en el sendero intercambiando murmullos de admiración con Bernard. La tierra cercana había sido pisoteada por los pies de otros caminantes que se habían detenido a hacer lo mismo. Simple devoción. La respuesta apropiada era el miedo. Recordaba a medias haber leído los relatos de viajeros del siglo XVIII que habían recorrido el Distrito de los Lagos y los Alpes suizos. Las cumbres de las montañas eran aterradoras, los precipicios eran horribles, la naturaleza salvaje era un caos, una repulsa poslapsaria, un recordatorio del espanto.
Su mano descansaba ligeramente en el hombro de Bernard, tenía la mochila en el suelo entre los pies, y hablaba para persuadirse a sí misma, escuchando para persuadirse, de que lo que se encontraba ante ellos era estimulante, de que de alguna forma, por su misma naturalidad, era una encarnación, un reflejo de la bondad humana de ellos. Pero, de todas formas, aunque solo fuera por su sequedad, aquel lugar era su enemigo. Todo lo que crecía era duro, enano, espinoso, hostil al tacto, preservaba sus fluidos por la amarga causa de la supervivencia. Retiró la mano del hombro de Bernard y se agachó para recoger la botella de agua. No podía verbalizar su miedo porque parecía completamente irracional. Cada definición de sí misma que buscaba en su incomodidad la apremiaba a disfrutar de la vista y a continuar el paseo: una futura joven madre, enamorada de su marido, una socialista optimista, compasivamente racional, libre de supersticiones, haciendo una excursión a pie por el país de su especialización, redimiendo los largos años de la guerra y los aburridos meses en Italia, aprovechando los últimos días de despreocupadas vacaciones antes de volver a Inglaterra, a la responsabilidad, al invierno.
Alejó su miedo y empezó a hablar con entusiasmo. Y sin embargo, sabía por el mapa que el cruce de Navacelle estaba varios kilómetros río arriba y que el descenso les llevaría dos o tres horas. Harían la escalada más corta y empinada para salir de la garganta en el calor del mediodía. La tarde la pasarían cruzando la Causse de Blandas, que veía curvada al otro lado por efecto del calor. Necesitaba todas sus fuerzas y las reunía hablando. Se oyó comparando favorablemente la Gorge du Vis con el Golfe de Verdun en Provenza. Mientras hablaba redoblaba su jovialidad, aunque odiaba todas las gargantas, barrancos y simas del mundo y lo que quería era irse a casa.
Después Bernard hablaba mientras recogían sus mochilas y se preparaban para emprender la marcha de nuevo. Su cara grande y bondadosa con barba de tres días y sus orejas prominentes estaban quemadas por el sol. La piel seca le daba un aspecto polvoriento. ¿Cómo podía fallarle? Él estaba hablando de un barranco de Creta. Había oído decir que se podía hacer una magnífica excursión en primavera entre las flores silvestres. Tal vez deberían intentar ir el año siguiente, Ella iba unos cuantos pasos delante de él, asintiendo ostensiblemente.
Pensó que lo que estaba experimentando no era más que un estado de ánimo pasajero, cierta dificultad para empezar, y que el ritmo de la marcha la tranquilizaría. Por la noche, en el hotel de Le Vigan, sus preocupaciones se habrían reducido a una anécdota; bebiendo un vaso de vino aparecerían como un elemento más de un día variado. El camino zigzagueaba perezosamente por un ancho saliente de tierra en pendiente. Su superficie era cómoda bajo el pie. Se ladeó garbosamente el sombrero de ala ancha para protegerse del sol y balanceó los brazos mientras bajaba a paso largo. Oyó que Bernard la llamaba y decidió no hacerle caso. Tal vez incluso pensó que adelantándole podría de alguna forma desanimarle, de modo que fuera él quien decidiera regresar.
Llegó a una curva del sendero muy cerrada y la siguió. Cien metros más adelante, junto a la siguiente curva, había dos burros. El camino era más ancho allí, bordeado de arbustos de boj que parecían plantados porque estaban espaciados de forma muy regular. Más abajo vislumbró algo interesante y se inclinó sobre el borde del sendero para mirar. Era un viejo canal de riego hecho de piedra en un lado de la garganta. Vio que el camino que ellos seguían corría a lo largo del mismo. En media hora podrían echarse agua en la cara y refrescarse las muñecas. Cuando se apartó del borde miró de nuevo hacia adelante y se dio cuenta de que los burros eran perros, perros negros de un tamaño anormal.
No se detuvo inmediatamente. El frío que se extendía desde su estómago y le bajaba por las piernas entorpecía cualquier respuesta inmediata. Dio media docena de pasos lentos e inseguros antes de quedarse inmóvil y vacilante en el centro del camino. Ellos no la habían visto todavía. Sabía poco de perros y no les tenía mucho miedo. Incluso los frenéticos animales que había alrededor de las remotas granjas de la Causse solo le habían preocupado un poco. Pero las bestias que bloqueaban el camino setenta metros más allá solo eran perros por la silueta. Por el tamaño parecían bestias míticas. Lo repentino, lo anómalo de su presencia le sugirió la idea de un mensaje en pantomima, una alegoría para que la descifrase ella sola. Tuvo un confuso pensamiento de algo medieval, de un cuadro viviente a la vez ceremonioso y aterrador. A aquella distancia los animales parecían estar pastando tranquilamente. Emanaban sentido. Se sintió débil y mareada por el miedo. Esperaba el sonido de los pasos de Bernard. No era posible que la hubiese adelantado tanto.
En aquella comarca, donde los animales de trabajo eran pequeños, flacos y fuertes, no había necesidad de perros del tamaño de burros. Aquellos animales —mastines gigantes quizá— olfateaban alrededor de un trozo de hierba al lado del camino. No tenían collar, no tenían dueño. Se movían despacio. Parecía que trabajaban juntos con algún propósito. Su negrura, el hecho de que ambos fuesen negros, de que formasen una pareja y de que no tuviesen amo le hizo pensar que eran apariciones. June no creía en esas cosas. Se vio impulsada a pensarlo entonces porque los animales le resultaban familiares. Eran emblemas de la amenaza que había sentido, eran la encarnación de la inquietud sin nombre, irracional, inexpresable que había experimentado aquella mañana. Ella no creía en fantasmas. Sin embargo, sí creía en la locura. Lo que temía más que la presencia de los perros era la posibilidad de su ausencia, de que no existiesen en absoluto. Entonces uno de los perros, ligeramente más pequeño que su compañero, levantó la cabeza y la vio.
Que los animales pudiesen actuar independientemente el uno del otro parecía confirmar su existencia en el mundo real. Eso no fue ningún consuelo. Mientras el perro más grande continuaba olfateando la hierba, el otro se quedó inmóvil, con una de las patas delanteras levantada, y la miró, o percibió su olor en el aire cálido. June había crecido al borde de la campiña, pero era en realidad una chica de ciudad. Sabía lo suficiente como para no echar a correr, pero era una chica de despachos, bibliotecas y cines. Con veinticinco años había estado en peligro un número normal de veces. Una vez había estallado una bomba a trescientos metros de donde estaba refugiada. Era uno de los pasajeros de un autobús que chocó con una moto en los días de las primeras alarmas antiaéreas; cuando tenía nueve años cayó con toda la ropa puesta en un estanque lleno de algas, en pleno invierno. El recuerdo de estas aventuras, o el sabor de las tres destilado hasta una esencia metálica, le vino en ese momento. El perro avanzó unos metros y se detuvo. Tenía la cola larga y las patas delanteras estaban firmemente plantadas. June dio un paso atrás, luego otros dos. La pierna izquierda le temblaba en la articulación de la rodilla. La derecha estaba mejor. Se imaginó el campo visual del animal: una neblina incolora y una mancha borrosa perpendicular, inconfundiblemente humana, comestible.
Estaba segura de que aquellos perros sin amo estaban hambrientos. Allí, a tres kilómetros o más de Saint Maurice, incluso un perro de caza lo habría tenido difícil. Aquellos eran perros guardianes, criados para la agresión, no para la supervivencia. O animales de compañía que habían perdido su encanto al crecer demasiado o que costaba demasiado alimentar. June volvió a retroceder. Estaba asustada, razonablemente asustada, no de los perros, sino del tamaño anormal de aquellos perros concretos en aquel lugar remoto. ¿Y de su color? No, de eso no. El perro más grande la había visto y se acercó hasta pararse junto a su compañero. Permanecieron quietos durante quince segundos, luego empezaron a andar hacia ella. Si hubiesen echado a correr, ella habría estado indefensa frente a ellos. Pero necesitaba observarlos todo el rato, tenía que verlos venir. Se arriesgó a echar una ojeada a su espalda; la instantánea del camino iluminado por el sol estaba vívidamente vacía de Bernard.
Bernard estaba a más de trescientos metros. Tras detenerse para atarse bien el cordón del zapato, se había quedado absorto contemplando la marcha, a pocos centímetros de la punta de su zapato, de una caravana de dos docenas de peludas orugas marrones, cada una de ellas con las mandíbulas aferrando la cola de la que iba delante. Llamó a June para que acudiese a verlas, pero ella ya había dado la vuelta a la primera curva. La curiosidad científica de Bernard se despertó. La procesión que seguía el camino parecía tener un propósito. Él quería saber exactamente adonde iba y qué sucedería cuando llegase. Estaba de rodillas con la cámara en la mano. A través del visor no se veía apenas nada. Sacó un cuaderno de la mochila y empezó a hacer un boceto.
Los perros estaban a menos de cincuenta metros y se acercaban a paso rápido. Cuando estuviesen a su altura le llegarían hasta la cintura, tal vez más arriba, tenían el rabo bajo y las bocas abiertas. June veía sus lenguas de color rosa. Ninguna otra cosa en aquel duro paisaje era rosa aparte de sus piernas quemadas por el sol, expuestas por debajo de los anchos pantalones cortos. Para consolarse trató de forzar el recuerdo de un viejo terrier que pertenecía a una tía suya, de cómo cruzaba el vestíbulo de la rectoría, las uñas repiqueteando sobre las tablas de roble pulido, para saludar a cada nuevo visitante, ni amistoso ni hostil, sino obedientemente inquisitivo. Los perros debían a los humanos cierto irreductible respeto, alimentado durante generaciones, que se basaba en el incuestionable hecho de la inteligencia humana y la estupidez perruna. Y su celebrada lealtad, su dependencia, su abyecto deseo de ser dominados. Pero allí las reglas se revelaban pura convención, un endeble contrato social. Allí, ninguna institución afirmaba el predominio humano. No había más que el camino, que pertenecía a cualquier criatura que pudiese andar por él.
Los perros continuaban su sedicioso avance. June retrocedía. No se atrevía a correr. Gritó el nombre de Bernard una vez, dos, tres. Su voz sonó débil en el aire soleado. Hizo que los perros anduvieran más deprisa, casi al trote. No debía mostrar su miedo. Pero podrían olerlo. Así pues, no debía sentirlo. Las manos le temblaban mientras tanteaba el camino en busca de piedras. Encontró tres. Sostuvo una con la mano derecha y mantuvo las otras sujetas entre la mano izquierda y el costado. Retrocedía de lado, manteniendo el hombro izquierdo hacia los perros. Donde el camino descendía, tropezó y cayó. En su afán por levantarse, casi rebotó en el suelo.
Todavía conservaba las piedras. Se había hecho un corte en el antebrazo. ¿El olor de la herida los excitaría? Deseaba chupar la sangre, pero para hacer eso tendría que dejar caer las piedras. Todavía faltaban más de cien metros hasta la curva. Los perros estaban a veinte metros y acortaban la distancia. Cuando al fin se detuvo salió de su cuerpo y se volvió para encararse con ellos; este yo separado se disponía a observar con indiferencia, peor aún, con aceptación, cómo se comían a una mujer joven. Percibió con desdén el gemido que salía con cada respiración y el espasmo muscular que hacía que la pierna izquierda le temblase de tal modo que ya no podía sostener su peso.
Se recostó contra un pequeño roble que había al borde del camino. Notó la mochila entre su espalda y el árbol. Sin soltar las piedras, se quitó la mochila de los hombros y la sostuvo ante ella. Los perros se pararon a cuatro metros. Se dio cuenta de que había estado aferrándose a la última esperanza de que su temor no fuera más que una tontería. Lo comprendió en el momento en que esa esperanza se disolvió en el suave retumbar del gruñido del perro más grande. El pequeño estaba aplastado contra el suelo, las patas delanteras tensas, listo para saltar. Su compañero se desvió lentamente hacia la izquierda, conservando la distancia, hasta que ella solo pudo mantenerlos a los dos en su campo visual moviendo los ojos de uno a otro. Así, los veía como una acumulación oscilante de detalles separados: las extrañas encías negras, los labios negros flojos ribeteados de sal, un hilo de saliva que se rompía, las grietas de una lengua que se volvía suave en el borde curvado, un ojo amarillo rojizo, las legañas pegando la piel, llagas abiertas en una pata delantera, y atrapada en la V de una boca abierta, en lo más hondo de la bisagra de la mandíbula, un poco de espuma a la cual sus ojos volvían una y otra vez. Los perros habían traído consigo su propia nube de moscas. Algunas desertaron para pasarse a ella.
A Bernard no le proporcionaba ningún placer dibujar, y sus dibujos no se parecían a lo que veía. Representaban lo que sabía, o lo que quería saber. Eran diagramas, mapas, en los cuales transcribiría más tarde los nombres que faltaban. Si podía identificar a la oruga sería fácil encontrar en los libros de consulta a qué se dedicaba, en el caso de que no consiguiera descubrirlo por sí mismo ese día. Había pintado una oruga como un oblongo en aumento progresivo. Un examen más atento le había revelado que no eran marrones, sino a rayas en sutiles tonalidades naranja y negro. En su diagrama aparecía solo un conjunto de rayas, dibujadas en cuidadosa proporción a la longitud, con flechas a lápiz indicando los colores. Había contado los miembros de la caravana, lo cual no era nada fácil cuando cada individuo se confundía con el pelo del siguiente. Anotó veintiocho. Dibujó una imagen de frente de la cara de la oruga que iba en cabeza mostrando el tamaño relativo y la disposición de las mandíbulas y del ojo compuesto. Mientras estaba arrodillado, con la mejilla rozando el camino para mirar de cerca la cabeza de la primera oruga, una cara de partes inescrutables, pensó que compartimos el planeta con criaturas tan extrañas y tan ajenas a nosotros como cualquiera de las que podamos imaginar en el espacio. Pero les damos nombres y dejamos de verlas, o su tamaño nos impide mirarlas. Se recordó que debía comunicarle este pensamiento a June, la cual estaría en ese momento desandando el camino para encontrarle, posiblemente un poco enfadada.
June se dirigió a los perros en inglés, luego en francés. Les habló con energía para contener la náusea. En el tono confiado del dueño de un perro, le dio una orden al más grande, que tenía las patas delanteras separadas y aún gruñía.
—Ça suffit!
No la oyó. No parpadeó. Su compañero, situado a la derecha de June, se arrastró hacia adelante sobre el vientre. Si hubiesen ladrado ella habría estado más tranquila. Los silencios que irrumpían el gruñido sugerían un cálculo. Los animales tenían un plan. De las mandíbulas del más grande cayó una gota de saliva sobre el camino. En un santiamén varias moscas se lanzaron sobre ella.
—Por favor, marchaos. Por favor. ¡Oh, Dios!
La exclamación le llevó a la idea convencional de que aquella era su última y mejor oportunidad. Trató de encontrar en su interior el espacio para la presencia de Dios y pensó que discernía una palidísima silueta, un significativo vacío que nunca había notado, en la parte posterior de su cráneo. Parecía elevarse y fluir hacia arriba y hacia fuera, formando de repente una penumbra ovalada de varios metros, una envoltura de ondulante energía o, según trató de explicarlo más tarde, de «luz coloreada e invisible» que la rodeaba y la contenía. Si aquello era Dios, también era, incontestablemente, ella misma. ¿Podría ayudarla? ¿Estaría aquella Presencia movida por una súbita conversión por interés? Una súplica, una plañidera oración a algo que era tan claramente, tan luminosamente, una extensión de su propio ser, parecía irrelevante. Incluso en aquel momento de grave peligro sabía que había descubierto algo extraordinario y estaba resuelta a sobrevivir e investigarlo.
Sosteniendo aún la piedra, metió la mano derecha en la mochila. Sacó los restos del salchichón que habían comido el día anterior y lo tiró al suelo. El perro más pequeño llegó primero, pero inmediatamente le cedió el puesto a su compañero. El salchichón y el papel encerado desaparecieron en menos de treinta segundos. El perro se volvió hacia ella babeando. Un pedazo triangular del papel se le había quedado entre dos dientes. La perra husmeó el suelo en el lugar donde había estado el salchichón. June volvió a meter la mano en la mochila. Notó algo duro entre los bultos de ropa doblada. Extrajo una navaja con el mango de baquelita. El perro más grande dio dos pasos rápidos hacia ella. Estaba a tres metros. Ella se pasó la piedra a la mano izquierda, sujetó el mango con la boca y abrió la navaja. No podía sujetar la navaja y la piedra en la misma mano. Tenía que elegir. La navaja con su hoja de siete centímetros era un último recurso. Solo podría usarla cuando los perros se le echasen encima. La dejó sobre la mochila con el mango hacia ella. Volvió a coger la piedra con la mano derecha y se apretó contra el árbol. Su angustiosa presión había caldeado la piedra. Echó la mano hacia atrás. Ahora que estaba a punto de atacar, la pierna izquierda le temblaba aún más.
La piedra golpeó el suelo con fuerza y levantó una lluvia de piedrecillas. Había errado el tiro por medio metro. El perro más grande reculó cuando las piedras le dieron en la cara pero no cedió terreno y acercó la nariz al lugar del impacto, todavía esperando comida. Cuando volvió a mirarla torció la cabeza y gruñó. Un desagradable sonido de aliento y mucosidad. Era lo que ella había temido. Había elevado la apuesta. Tenía otra piedra en la mano. La perra aplastó las orejas y avanzó. Su lanzamiento fue alocado, desesperado. La piedra se le escapó de la mano demasiado pronto. Cayó débilmente a un lado y su brazo muerto cortó el aire.
El perro grande estaba agachado, listo para el salto, esperando un momento de descuido. Los músculos de sus cuartos traseros temblaban. Una pata trasera escarbó buscando mejor apoyo. Le quedaban unos segundos y su mano aferraba la tercera piedra. Pasó por encima del lomo del perro y dio en el camino. El ruido hizo que el perro se volviese a medias y en ese instante, en ese segundo de más, June se movió. No tenía nada que perder. En un delirio de abandono atacó. Había pasado del miedo a la furia al pensar que su felicidad, las esperanzas de los últimos meses y ahora la revelación de aquella extraordinaria luz estuviesen a punto de ser destruidos por un par de perros abandonados. Cogió la navaja con la mano derecha, levantó la mochila a modo de escudo y corrió hacia los perros, gritando un terrible ¡Aaaaaah!
La perra saltó hacia atrás. Pero el perro se abalanzó sobre ella. June se inclinó hacia adelante para frenar el impacto cuando el animal hundió los dientes en la mochila. Estaba sobre las patas traseras y ella la sostenía con un brazo. Se le doblaban las rodillas bajo el peso. La cara del perro estaba unos centímetros por encima de la suya. Lo acometió con la navaja, tres puñaladas rápidas hacia arriba, en el vientre y los costados. Le sorprendió lo fácilmente que entraba la hoja. Una buena navajita. Al recibir la primera cuchillada los ojos amarillos del animal se ensancharon. En la segunda y la tercera, antes de soltar la mochila, dio unos gañidos lastimeros y agudos, de perro pequeño. Estimulada por ese sonido y chillando de nuevo, June arremetió por cuarta vez. Pero el peso del animal se retiraba y falló. El balanceo de su brazo le hizo perder el equilibrio. Cayó hacia adelante, de bruces sobre el camino.
La navaja se le había escapado. Tenía la nuca expuesta. Encorvó la espalda en un prolongado y tembloroso encogimiento de hombros, encogió los brazos y las piernas y se cubrió la cara con las manos. Que venga ya, fue su único pensamiento. Que venga.
Pero no vino. Cuando se atrevió a levantar la cabeza vio a los perros a cien metros y aún corriendo por donde habían venido. Luego doblaron la curva y desaparecieron.
Bernard la encontró un cuarto de hora después sentada en el camino. Mientras la ayudaba a ponerse de pie ella dijo escuetamente que dos perros la habían asustado y que quería volver. Él no vio la navaja ensangrentada y a June se le olvidó recogerla. Bernard empezó a decirle que sería una tontería perderse el hermoso descenso a Navacelles y que él podría ocuparse de los perros. Pero June se alejaba ya. No era de esas personas que imponen decisiones repentinas como aquella. Al recoger su mochila, él vio una hilera curva de agujeros en la lona y un rastro de espuma, pero estaba demasiado preocupado por alcanzar a June. Cuando lo hizo ella negó con la cabeza. No tenía nada más que decir. Bernard la cogió por el brazo para obligarla a detenerse.
—Discutámoslo por lo menos. Es un cambio radical de planes, ¿comprendes?
Se dio cuenta de que ella estaba alterada y trató de controlar su irritación. Ella se soltó y siguió adelante. Había algo mecánico en sus pasos. Bernard volvió a alcanzarla, jadeando a causa del peso de las dos mochilas.
—Ha sucedido algo.
Su silencio fue un asentimiento.
—Por Dios Santo, dime qué ha sido.
—No puedo.
Ella continuaba andando. Bernard gritó:
—¡June! Esto es absurdo.
—No me pidas que hable. Ayúdame a llegar a Saint Maurice, Bernard. Por favor.
No esperó una respuesta. No iba a discutir. Él nunca la había visto así. De pronto decidió hacer lo que le pedía. Volvieron a lo alto de la garganta y cruzaron el pasto bajo la creciente violencia de calor, en dirección a la torre de tejas del château del pueblo.
En el Hotel des Tilleuls June subió los escalones hasta la terraza y se sentó a la sombra jaspeada de los tilos, aferrando con ambas manos el borde de una mesa de hojalata pintada, como si estuviese colgando en un barranco. Bernard se sentó frente a ella, y estaba tomando aliento para hacerle la primera pregunta cuando ella levantó las manos con las palmas hacia fuera y negó con la cabeza. Pidieron citrons pressés. Mientras esperaban, Bernard le habló con mucho detalle de la caravana de orugas y recordó su observación acerca de la naturaleza ajena de otras especies. June asentía a veces, aunque no siempre en los momentos oportunos.
Mme. Auriac, la dueña, les llevó las bebidas. Era una mujer activa y maternal a quien habían bautizado la noche anterior como Mrs. Tiggywinkle[4]. Había perdido a su marido en 1940, cuando los alemanes cruzaron la frontera desde Bélgica. Al enterarse de que la pareja era inglesa y estaba en viaje de luna de miel, los había trasladado a una habitación con baño sin cobrarles más. Llevaba en una bandeja los vasos de zumo de limón, una jarra de cristal con el letrero de Ricard llena de agua y un platito de miel en lugar de azúcar, que aún estaba racionado. Intuyó que a June le pasaba algo porque puso su vaso sobre la mesa con cuidado. Luego, un instante antes que Bernard, vio la mano derecha de June y, confundiendo la sangre que había en ella, se la cogió y exclamó:
—Tiene un corte, pobrecita. Venga conmigo y se lo curaré.
June se mostró dócil. Mme. Auriac le sostuvo la mano mientras se lavaba. Estaba a punto de permitir que la llevase al interior del hotel cuando su cara se crispó y dejó escapar un extraño sonido agudo, como un grito de sorpresa. Bernard se puso en pie, horrorizado, pensando que iba a presenciar un nacimiento, un aborto, algún espectacular desastre femenino. Mme. Auriac estaba más serena y sujetó a la joven inglesa para ayudarla a sentarse de nuevo. June fue sacudida por una serie de secos y entrecortados sollozos que finalmente se resolvieron en un llanto infantil.
Cuando pudo hablar nuevamente, June contó su historia. Se sentó muy cerca de Mme. Auriac, que había pedido coñac. Bernard le tenía cogida la mano por encima de la mesa, pero al principio ella no estaba dispuesta a que la consolara. No le había perdonado su ausencia en un momento crítico y la descripción de sus ridículas orugas habían mantenido vivo su resentimiento. Pero cuando llegó al punto culminante de su relato y vio la expresión de asombro y orgullo en la cara de Bernard, entrelazó sus dedos con los de él y le devolvió el cariñoso apretón.
Mme. Auriac le dijo al camarero que fuese a buscar al Maire, aunque estuviese durmiendo la siesta. Bernard abrazó a June y la felicitó por su arrojo. El coñac le estaba calentando el estómago. Por primera vez comprendió que su experiencia había terminado; en el peor de los casos era un recuerdo vivido. Era una historia de la que salía bien parada. Con el alivio, se acordó de su amor por Bernard, así que cuando el Maire subió los escalones de la terraza, sin afeitar y atontado porque le habían interrumpido la siesta, se encontró con una escena de regocijo y felicidad, un pequeño idilio que Mme. Auriac contemplaba sonriente. Como es natural, se mostró irritado al preguntar qué había sido tan urgente como para sacarle de la cama y arrastrarla al calor de la primera hora de la tarde.
Mme. Auriac parecía tener cierto ascendente sobre el Maire. Cuando este hubo estrechado las manos del matrimonio inglés, ella le dijo que se sentara. Él aceptó, refunfuñando, un coñac. Se animó cuando Mme. Auriac hizo que el camarero llevase una cafetera a la mesa. El café auténtico era todavía un bien escaso. Aquel era el mejor grano árabe. El Maire levantó su copa por tercera vez. Vous êtes Anglais? Ah, su hijo, que ahora estaba estudiando ingeniería en Clermont-Ferrand, había combatido con la Fuerza Expedicionaria Británica y siempre decía…
—Héctor, deja eso para más tarde —dijo Mme. Auriac—. Tenemos un asunto grave.
Y para ahorrarle a June el esfuerzo de la repetición, contó la historia en su nombre solo con pequeños adornos. Sin embargo, cuando Mme. Auriac hizo que June luchase con el perro antes de apuñalarlo, ella consideró que tenía que intervenir. Los franceses desecharon con un ademán esta interrupción considerándola una modestia irrelevante. Al final Mme. Auriac enseñó la mochila de June. El Maire silbó entre dientes y dio su veredicto.
—Ç’est grave.
Dos perros salvajes hambrientos, posiblemente rabiosos, uno de ellos irritable a causa de sus heridas, constituían ciertamente un peligro público. Tan pronto como terminase su copa reuniría a unos cuantos aldeanos y los enviaría a la garganta para seguir el rastro de los animales y matarlos. También telefonearía a Navacelles para ver qué podían hacer allí.
El Maire parecía estar a punto de levantarse. Luego alargó la mano hacia su copa vacía y se acomodó de nuevo en su asiento.
—Ya tuvimos este problema una vez —dijo—. El invierno pasado. ¿Recuerdas?
—No me enteré —dijo Mme. Auriac.
—La última vez fue un solo perro. Pero fue lo mismo, la misma razón.
—¿Razón? —preguntó Bernard.
—¿Quiere usted decir que no lo sabía? Ah, c’est une histoire.
Empujó su copa hacia Mme. Auriac, la cual llamó al camarero. Este vino y murmuró algo al oído de Mme. Auriac. A un gesto de ella, acercó una silla para sí. De repente la hija de Mme. Auriac, Monique, que trabajaba en la cocina, apareció con una bandeja. Levantaron las copas y las tazas para poder extender un mantel blanco y luego pusieron sobre la mesa dos botellas de vin de pays, vasos, una cesta de pan, un cuenco con aceitunas y un puñado de cubiertos. En los viñedos, más allá de la sombreada terraza, las cigarras intensificaron su seco y caluroso sonido. Ahora el tiempo, el tiempo de la tarde, que en el Midi es tan elemental como el aire y la luz, se expandió y rodó ondulante hacia fuera sobre el resto del día y hacia arriba hasta la bóveda del cielo cobalto, liberando a todos de las obligaciones con su delicioso desparramarse.
Monique regresó con una terrine de porc en un plato marrón justo cuando el Maire, que había llenado de vino los nuevos vasos, estaba comenzando su historia.
—Este era un pueblo tranquilo al principio, estoy hablando del cuarenta y el cuarenta y uno. Tardamos en organizamos y por razones de, bueno, de historia, disputas familiares, estúpidas peleas, quedamos al margen de un grupo que se estaba formando en torno de Madière, el pueblo más arriba del río. Pero luego en el cuarenta y dos, en marzo o abril, algunos de nosotros ayudamos a hacer la línea Antoinette. Iba desde la costa cerca de Sète, cruzaba la Seranne, pasaba por aquí, se adentraba en las Cévennes y continuaba hasta Clermont. Atravesaba la línea Philippe que iba desde este a oeste hasta los Pirineos y España.
El Maire, interpretando mal la cara deliberadamente sin expresión de Bernard y el hecho de que June tuviese la mirada fija en su regazo, les ofreció una rápida explicación.
—Les diré de qué se trataba. Nuestro primer trabajo, por ejemplo. Trajeron radiotransmisores en un submarino a Cap d’Agde. Nuestra sección los llevó desde La Vacquerie hasta Le Vigan en tres noches. Dónde iban después, no quisimos saberlo. ¿Comprenden?
Bernard asintió rápidamente como si de pronto todo estuviese claro. June mantuvo los ojos bajos. Ellos nunca habían hablado del trabajo que hicieron durante la guerra y no llegarían a comentarlo hasta 1974. Bernard había organizado inventarios para numerosos descensos de paracaidistas a lo largo de diferentes rutas, aunque nunca había estado directamente relacionado con una línea tan pequeña como Antoinette. June había trabajado para un grupo de enlace entre los franceses libres y los grupos del SOE[5] que operaban en la Francia de Vichy, pero tampoco sabía nada de Antoinette. Mientras duró la historia del Maire, Bernard y June evitaron mirarse.
—Antoinette funcionó bien durante siete meses —dijo el Maire—. Aquí éramos solo unos pocos. Pasábamos agentes y radiotelegrafistas hacia el norte. A veces eran solo suministros. Ayudamos a un piloto canadiense a llegar a la costa…
Cierta inquietud por parte de Mme. Auriac y del camarero indicaba que habían oído todo aquello demasiadas veces bebiendo coñac o que pensaban que el Maire alardeaba. Mme. Auriac estaba hablando en voz baja con Monique para darle instrucciones sobre el plato siguiente.
—Y luego —dijo el Maire, levantando la voz— algo salió mal. Alguien habló. Arrestaron a dos hombres en Arboras. Fue entonces cuando vino la milicia.
El camarero volvió la cabeza cortésmente y escupió al pie de un tilo.
—Siguieron toda la línea, se instalaron aquí en el hotel e interrogaron a todo el pueblo, uno por uno. Me enorgullece decir que no encontraron nada, absolutamente nada, y se marcharon. Pero ese fue el final de Antoinette, y a partir de entonces Saint Maurice permaneció bajo sospecha. De pronto habían comprendido que controlábamos una ruta hacia el norte que cruzaba la garganta. Ya no éramos un humilde pueblo. Pasaban por aquí día y noche. Reclutaron informadores. Antoinette había muerto y era difícil empezar de nuevo. El maquis de Cévennes envió aquí a un hombre y hubo una pelea. Estábamos aislados, eso era cierto, pero éramos fáciles de vigilar y el maquis no lo entendía. Tenemos la Causse a nuestra espalda, y allí no hay ningún refugio. Delante, tenemos la Gorge, con solo unas cuantas rutas para descender.
»Pero al final reanudamos las actividades y casi inmediatamente nuestro doctor Boubal fue arrestado aquí. Lo llevaron hasta Lyon. Fue torturado, pero creemos que murió sin hablar. El día que se lo llevaron, llegó la Gestapo. Vinieron con perros, unos animales feos y enormes que usaban en las montañas para localizar escondites del maquis. Eso era lo que contaban, pero nunca creí que fueran perros rastreadores. Eran perros guardianes, no sabuesos. La Gestapo vino con esos perros, requisó una casa en el centro del pueblo y se quedó tres días. No estaba claro qué querían. Se marcharon y volvieron diez días después. Y luego dos semanas más tarde. Se movían por toda la región y nunca sabíamos cuándo o dónde aparecerían la siguiente vez. Se dejaban ver mucho con esos perros, husmeando en los asuntos de todo el mundo. La idea era intimidar, y lo consiguieron. Todo el mundo tenía terror a esos perros y a sus amos. Desde nuestro punto de vista, era difícil salir por la noche, con los perros patrullando por el pueblo. Y para entonces los informadores de la milicia estaban bien asentados.
El Maire vació su vino de dos tragos largos y volvió a llenar el vaso.
—Luego descubrimos el verdadero propósito de esos perros, o por lo menos de uno de ellos.
—Héctor… —le advirtió Mme. Auriac—. No…
—Primero —dijo el Maire— debo decirles algo acerca de Danielle Bertrand…
—Héctor —dijo Mme. Auriac—. La joven señora no desea oír esa historia.
Pero fuese cual fuese el ascendiente que tuviese sobre el Maire, lo había perdido en favor del vino.
—No era posible decir —afirmó el Maire— que Mme. Bertrand hubiese sido nunca muy popular aquí.
—Gracias a ti y a tus amigos —dijo Mme. Auriac en voz baja.
—Vino después de que empezase la guerra y se instaló en una casita que había heredado de su tía en las afueras del pueblo. Dijo que su marido había muerto en combate cerca de Lille en 1941, pero vaya usted a saber si era cierto o no.
Mme. Auriac meneó la cabeza. Estaba recostada en su asiento con los brazos cruzados.
—Teníamos nuestras sospechas. Puede que nos equivocásemos…
El Maire le ofreció este comentario a Mme. Auriac, pero ella no lo miró. Su desaprobación estaba tomando la forma de un furioso silencio.
—Pero eso es lo que pasa en la guerra —continuó él, con un amplio ademán de la mano para sugerir que esto es lo que diría Mme. Auriac realmente, si decidiese hablar—. Una extraña que viene a vivir con nosotros, una mujer, y nadie sabía de dónde había sacado el dinero, y nadie recordaba que la vieja Mme. Bertrand hubiese mencionado nunca a una sobrina, y además era tan distante, todo el día sentada en su cocina con montones de libros. Claro que sospechábamos. No nos gustaba y se acabó. Y digo todo esto porque quiero que entienda, Madame —esto dirigido a June—, que a pesar de todo lo que he dicho me quedé horrorizado por los sucesos de abril de 1944. Fue un asunto profundamente lamentable…
Mme. Auriac dio un bufido.
—¡Lamentable!
En ese momento llegó Monique con una gran cacerola de barro y durante un cuarto de hora la atención se desplazó justificadamente a la cassoulet, que todos los presentes alabaron mientras Mme. Auriac, satisfecha, respondía con el relato de cómo había conseguido uno de los componentes esenciales, el ganso en conserva.
Cuando terminaron de comer el Maire reanudó su historia.
—Estábamos tres o cuatro sentados en esta misma mesa una tarde después del trabajo cuando vimos a Mme. Bertrand que venía corriendo por la carretera hacia nosotros. Tenía muy mal aspecto. Su ropa estaba rasgada, le sangraba la nariz y tenía un corte encima de la ceja. Gritaba, no, farfullaba, subió corriendo estos escalones y entró en busca de Mme…
—La habían violado los de la Gestapo —dijo Mme. Auriac rápidamente—. Discúlpeme, Madame —añadió, y puso su mano sobre la de June.
—Eso fue lo que pensamos todos —dijo el Maire.
Mme. Auriac levantó la voz.
—Y eso fue lo que pasó.
—No es lo que descubrimos más tarde. Pierre y Henri Sauvy…
—¡Un par de borrachos!
—Ellos vieron lo que sucedió. Discúlpeme, Madame —le dijo a June—, pero ataron a Danielle Bertrand a una silla.
Mme. Auriac dio una fuerte palmada sobre la mesa.
—Héctor, te lo digo por última vez. No consiento que cuentes esa historia aquí…
Pero Héctor se dirigió a Bernard.
—No fueron los de la Gestapo quienes la violaron. Utilizaron…
Mme. Auriac se puso de pie.
—¡Deja mi mesa ahora mismo y no vuelvas nunca a comer o beber aquí!
Héctor titubeó, luego se encogió de hombros y empezó a levantarse de su silla cuando June le preguntó:
—Utilizaron ¿qué? ¿De qué está usted hablando, Monsieur?
El Maire, que había estado tan deseoso de contar su historia, vaciló ante la pregunta directa.
—Es necesario comprender, Madame… Los hermanos Sauvy vieron esto con sus propios ojos, a través de la ventana… Y más tarde nos enteramos de que también ocurría en los interrogatorios de Lyon y París. La simple verdad es que se puede entrenar a un animal…
Mme. Auriac estalló al fin.
—¿La simple verdad? Puesto que yo soy la única persona aquí, la única en este pueblo, que conoció a Danielle, ¡te diré cuál es la simple verdad!
Estaba muy erguida, temblando de indignación. Bernard recordaba haber pensado que era imposible no creerla. El Maire aún no se había levantado del todo, lo cual le daba un aspecto encogido.
—La simple verdad es que los hermanos Sauvy eran un par de borrachos y que tú y tus amiguetes despreciabais a Danielle Bertrand porque era guapa y vivía sola y no consideraba que os debiera a vosotros ni a nadie una explicación. Y cuando le ocurrió aquello tan terrible, ¿la ayudasteis contra la Gestapo? No, os pusisteis de parte de ellos. Aumentasteis su vergüenza con esta historia, esta historia perversa. Todos vosotros, tan deseosos de creer a un par de borrachos. Os proporcionaba un gran placer. Más humillación para Danielle. No podíais dejar de hablar del asunto. Lograsteis que esa pobre mujer se marchara del pueblo. Pero valía más que todos vosotros juntos, y sois vosotros los que deberíais avergonzaros, todos vosotros, pero especialmente tú, Héctor, con tu posición. Y por eso te lo digo por última vez. No quiero oír hablar de esa repugnante historia. ¿Comprendes? ¡Nunca más!
Mme. Auriac se sentó. El Maire pareció pensar que, puesto que no había rebatido su relato, se había ganado el derecho a hacer otro tanto. Hubo un silencio mientras Monique retiraba los platos.
Entonces June se aclaró la garganta.
—¿Y los perros que he visto esta mañana?
El Maire habló en voz baja.
—Son los mismos, Madame, los perros de la Gestapo. Verá, al cabo de poco tiempo todo cambió. Los aliados desembarcaron en Normandía. Cuando empezaron a avanzar, los alemanes tuvieron que llevarse más unidades al norte para combatir. El grupo que estaba aquí no hacía nada útil aparte de intimidar a los vecinos, así que fueron los primeros en partir. Dejaron a los perros abandonados y estos se asilvestraron. Pensamos que no durarían mucho, pero han vivido de las ovejas. Desde hace dos años constituyen una amenaza. Pero no se preocupe, Madame, a esos dos les pegarán un tiro esta tarde.
Y, recobrada su autoestima merced a su caballerosa promesa, el Maire vació de nuevo su vaso, volvió a llenarlo y lo alzó.
—¡Por la paz!
Pero una rápida ojeada en dirección a Mme. Auriac mostró que estaba sentada con los brazos cruzados, y la respuesta al brindis del Maire fue poco entusiasta.
Después del coñac, el vino y el prolongado almuerzo, el Maire no consiguió enviar a un grupo de vecinos armados a la garganta aquella tarde. Tampoco sucedió nada a la mañana siguiente. Bernard estaba inquieto. Seguía empeñado en hacer la excursión que habían visto ante ellos en el Dolmen de la Prunarède. Quería ir a casa del Maire inmediatamente después del desayuno. June, sin embargo, se sintió aliviada. Tenía asuntos en que pensar y ya no le apetecía una agotadora caminata. Las ganas de volver a casa que había sentido antes eran más fuertes que nunca. Ahora tenía una perfecta explicación para ello. Le dejó claro a Bernard que aunque viese a los perros muertos a sus pies no tenía la menor intención de bajar andando a Navacelle. Él refunfuñó, pero June sabía que lo comprendía. Y Mme. Auriac, que les sirvió personalmente el desayuno, también lo comprendió. Les habló de un camino «doux et beau» que iba en dirección sur hacia La Vacquerie, luego ascendía por una colina y descendía de la Causse hasta entrar en el pueblo de Les Salces. Apenas un kilómetro más allá estaba Saint Privat, donde ella tenía unos primos que les proporcionarían un alojamiento cómodo para pasar la noche por una mínima cantidad. Desde allí podían dar un agradable paseo hasta Lodève. ¡Bien sencillo! Les dibujó un mapa, escribió los nombres y direcciones de sus primos, llenó las botellas de agua, les dio un melocotón a cada uno y les acompañó un trecho por la carretera antes del intercambio de besos en las mejillas —entonces un exótico ritual para los ingleses— y de darle un abrazo especial a June.
La Causse de Larzac, entre Saint Maurice y La Vacquerie, es ciertamente más suave que el páramo cubierto de maleza situado más al oeste. Yo la he recorrido muchas veces. Tal vez sea porque las granjas, los mas, están más cerca unas de otras y su benigna influencia se extiende a todo el paisaje. Tal vez sea la antigua influencia del polje, el lecho de un río prehistórico que forma un ángulo recto con la garganta. Un trecho de camino de aproximadamente un kilómetro, casi un túnel de rosales silvestres, pasa junto a una charca de rocío en un prado que en aquellos tiempos había sido asignado por una anciana señora excéntrica a los burros demasiado viejos para trabajar. Cerca de ese lugar fue donde la joven pareja se tumbó en un rincón sombreado y silenciosamente —porque a saber quién podía pasar por el camino— restableció la dulce y fácil unión de dos noches antes.
Entraron tranquilamente en el pueblo a última hora de la mañana. La Vacquerie estaba en la ruta principal del coche tirado que iba de la Causse a Montpellier antes de que se construyera la carretera desde Lodève en 1865. Como Saint Maurice, todavía tiene un hotel restaurante, en el cual se sentaron Bernard y June en las sillas que había sobre la estrecha acera, de espaldas a la pared, mientras bebían cerveza y pedían el almuerzo. June estaba silenciosa de nuevo. Quería hablar de la luz coloreada que había visto o percibido, pero estaba segura de que Bernard se mostraría reticente. También quería comentar la historia del Maire, pero Bernard ya había dejado claro que no creía una palabra de ella. June no deseaba un enfrentamiento verbal, pero el silencio estaba generando un resentimiento que crecería en las semanas siguientes.
Cerca de allí, donde la carretera principal se bifurcaba, había una cruz de hierro sobre una base de piedra. Mientras la pareja inglesa lo observaba, un albañil estaba grabando media docena de nombres nuevos. Al otro lado de la calle, en la sombra oscura de un portal, una mujer bastante joven vestida de negro lo observaba también. Estaba tan pálida que al principio supusieron que tenía alguna enfermedad grave. Permanecía absolutamente inmóvil, sosteniendo con una mano una punta del pañuelo que llevaba en la cabeza, de modo que le tapaba la boca. El albañil parecía azorado y le daba la espalda mientras trabajaba. Al cabo de un cuarto de hora, apareció un viejo vestido con ropa de trabajo azul arrastrando los pies calzados con zapatillas de paño, la cogió de la mano sin decir palabra y se la llevó. Cuando el propietario del hotel salió hizo un gesto con la cabeza en dirección al otro lado de la calle, al espacio vacío donde había estado la mujer, y murmuró:
—Trois. Mari et deux fréres.
Y dejó las ensaladas sobre la mesa. Este sombrío incidente los acompañó mientras subían trabajosamente la colina en pleno calor, pesados por el almuerzo, en dirección a la Bergerie de Tédenat. Se detuvieron a mitad de camino a la sombra de un pinar antes de recorrer un largo trecho de terreno abierto. Bernard recordaría este momento el resto de su vida. Mientras bebían sorbos de sus botellas de agua, tuvo la impresión de que la guerra recientemente concluida no era un hecho histórico y geopolítico, sino una multiplicidad, casi una infinidad de penas privadas, un dolor ilimitado subdividido sin merma en partes diminutas repartidas entre individuos que cubrían el continente como polvo, como esporas cuyas identidades separadas permanecerían ignoradas y cuya totalidad revelaba más tristeza de la que nadie podría llegar a comprender nunca; un peso llevado en silencio por cientos de miles, por millones, como la mujer de negro por su marido y dos hermanos, cada dolor una particular, intrincada y triste historia de amor que podía haber sido de otro modo. Era como si nunca hasta entonces hubiese pensado en la guerra, por lo menos no en su coste. Había estado muy ocupado con los detalles de su trabajo, procurando hacerlo bien, y su visión no había ido más allá de los objetivos bélicos, las muertes estadísticas, la destrucción estadística y la reconstrucción de posguerra. Por primera vez percibía la magnitud de la catástrofe en términos de sentimiento; todas aquellas muertes individuales y solitarias, todo aquel pesar consiguiente, individual y solitario también, que no tenía lugar en las conferencias, los titulares de los periódicos, la historia, y que se había retirado silenciosamente a las casas, las cocinas, las camas no compartidas y los recuerdos angustiados. Esto le cayó encima a Bernard junto a un pino en el Languedoc en 1946, no como una observación que pudiera compartir con June sino como la aprehensión de algo más profundo, el reconocimiento de una verdad que le hundió en el silencio y, más tarde, como una pregunta: ¿qué posible bien podría venir de una Europa cubierta de aquel polvo, de aquellas esporas, cuando olvidar sería inhumano y peligroso, y recordar, una tortura constante?
June conocía la descripción de Bernard de este momento, pero afirmaba que particularmente no tenía ningún recuerdo de la mujer de negro. Cuando yo pasé por La Vacquerie en 1989 camino del dolmen descubrí que la base del monumento tenía inscripciones de citas en latín. No había ningún nombre de caídos en la guerra.
Cuando llegaron a la cima su humor había mejorado de nuevo. Desde allí disfrutaban de una buena vista de la garganta, que estaba a doce kilómetros, y podían seguir su recorrido de la mañana como en un mapa. Fue ahí donde empezaron a perderse. El dibujo de Mme. Auriac no dejaba claro cuándo tenían que abandonar el camino que pasa por la Bergerie de Tédenat. Lo dejaron demasiado pronto, atraídos por uno de los tentadores senderos hechos por los cazadores que se entrecruzan sobre un terreno cubierto de tomillo y lavanda. June y Bernard no estaban preocupados. Salpicadas sobre el paisaje afloraban rocas dolomíticas que la intemperie había tallado dándoles la forma de torres y arcos partidos, y tenían la impresión de estar paseando por entre las ruinas de un pueblo antiguo invadido por un delicioso jardín. Vagaron felices en lo que pensaron era la dirección correcta durante casi una hora. Tenían que buscar un camino ancho y arenoso del cual salía el sendero que hacía el pronunciado descenso bajo el Pas de l’Azé y llegaba hasta Les Salces. Incluso con el mejor de los mapas habría sido difícil encontrarlo.
Hacia el atardecer empezaron a sentirse cansados y exasperados. La Bergerie de Tédenat es un establo largo y bajo que destaca contra el cielo, y estaban subiendo la suave pendiente que los llevaría de nuevo allí cuando oyeron, procedente del oeste, un extraño choc-choc. A medida que se aproximaba a ellos se convirtió en mil puntos de sonido melodioso, como si carillones, xilófonos y marimbas compitiesen en alocado contrapunto. A Bernard le trajo la imagen de un delgado chorro de agua fría corriendo sobre piedras suaves.
Se detuvieron en el sendero y esperaron, encantados. Primero vieron una nube de polvo ocre iluminado desde atrás por el sol ya bajo pero aún intenso, a continuación las primeras ovejas dieron la vuelta a un recodo del camino, sobresaltadas por el repentino encuentro, pero incapaces de volver atrás contra el río de ovejas que venía tras ellas. Bernard y June se subieron a una roca y se quedaron, envueltos en el polvo y el clamor de campanillas, esperando a que pasase el rebaño.
El perro ovejero que venía trotando detrás se percató de su presencia pero pasó sin prestarles la menor atención. Unos cincuenta metros más atrás venía el pastor, el berger. Como su perro, los vio pero no mostró ninguna curiosidad. Habría pasado sin hacer más que una inclinación de cabeza si June no hubiese saltado al sendero delante de él y le hubiese preguntado por el camino a Les Salces. El pastor dio varios pasos más antes de detenerse por completo y no habló inmediatamente. Llevaba el poblado bigote caído que era tradicional entre los bergers y el mismo sombrero de ala ancha que ellos. Bernard se sintió un impostor y deseó quitarse el suyo. Pensando que tal vez su francés de Dijon resultaba ininteligible, June estaba empezando a repetir su pregunta lentamente. El berger se acomodó la raída manta que llevaba sobre los hombros, señaló con la cabeza en dirección a sus ovejas y caminó rápidamente hasta la cabeza del rebaño. Había murmurado algo que no entendieron, pero supusieron que quería que la siguiesen.
Al cabo de veinte minutos, el berger se metió por un hueco entre los pinos y el perro guio al rebaño a través del mismo. Bernard y June habían pasado por allí tres o cuatro veces antes. Se encontraron de pie en un pequeño claro al borde de un despeñadero, con el sol poniente, las crestas de unos cerros bajos amoratados y el mar distante extendidos ante ellos. Era la misma perspectiva que habían admirado a la luz de la mañana desde un lugar por encima de Lodève tres días antes. Estaban al borde de la meseta, a punto de descender. Regresaban a casa.
Emocionada, ya presa de la excitada premonición de una alegría que llenaría su vida, luego la de Jenny y después la mía y la de nuestros hijos, June se volvió, rodeada de ovejas que tropezaban con ella en el reducido espacio que quedaba delante del borde del despeñadero, para darle las gracias al berger. El perro ya estaba empujando al rebaño para que bajasen por un estrecho camino empedrado que corría bajo una gran masa rocosa, el Pas de l’Azé.
—Es muy hermoso —gritó June por encima de las esquilas.
El hombre la miró. Aquellas palabras no significaban nada para él. Se volvió y ellos lo siguieron.
Tal vez la idea de la vuelta al hogar también estaba surtiendo efecto en el berger, o tal vez, y esta era la interpretación más cínica de Bernard, ya tenía un plan en mente, por lo que se mostró más comunicativo durante el descenso. No era habitual, les explicó, bajar las ovejas de la Causse tan pronto. La trashumancia empezaba en septiembre. Pero su hermano había muerto hacía poco en accidente de moto y él bajaba para arreglar algunos asuntos. Uniría dos rebaños y vendería algunas ovejas, había tierras que vender y deudas que saldar. Este relato, salpicado de largas pausas, los llevó por una senda que descendía a través de un bosque de robles, pasaba por delante de una bergerie en ruinas que pertenecía al tío del pastor, cruzaba una arroyada seca y continuaba a través de un encinar, hasta que finalmente rodearon una colina coronada de pinos y salieron a un ancho replano soleado de terreno en bancales que sobresalía por encima de un valle de viñedos y robles. Allí, a poco más de un kilómetro, estaba el pueblo de Saint Privat, posado al borde de una pequeña garganta cortada por un arroyuelo. Cómodamente asentada entre los bancales, mirando de frente al valle y al sol poniente, había una bergerie de piedra gris. Inmediatamente a un lado se hallaba un pequeño prado en el que el perro estaba metiendo a la última oveja. Hacia el norte, elevándose agrestes y torciendo hacia el noroeste en un vasto anfiteatro de roca, estaban los farallones del borde de la meseta.
El berger los invitó a sentarse delante de la bergerie mientras él iba a su manantial a buscar agua. June y Bernard se sentaron en un saliente de piedra apoyando la espalda en la tibia e irregular pared y contemplaron cómo se hundía el sol detrás de las colinas hacia Lodève. Al ponerse el sol la luz adquirió un tono púrpura y a través de ella se filtró una nueva brisa fresca, y las cigarras modularon su tono. Ninguno de los dos habló. El berger regresó con una botella de vino llena de agua y la pasaron de mano en mano. Bernard cortó en pedazos los melocotones de Mme. Auriac y los repartió. El berger, cuyo nombre aún no sabían, había agotado su conversación y se quedó ensimismado. Pero su silencio era sedante, amistoso, y mientras estaban allí sentados en hilera, June en el medio, contemplando el fulgor del cielo hacia el oeste, sintió una paz y una espaciosidad extendiéndose dentro de ella. Tales eran la profundidad y la tranquilidad de su contento que pensó que nunca había conocido realmente la felicidad hasta entonces. Lo que había experimentado dos noches antes en el Dolmen de la Prunarède había sido una premonición de aquello, frustrada por la charla, las buenas intenciones, los proyectos para mejorar las condiciones materiales de unos desconocidos. Lo que se encontraba entre aquel momento y el presente eran los perros negros y el óvalo de luz que ya no podía ver pero cuya existencia sostenía aquella alegría.
Estaba a salvo en aquel pequeño trozo de tierra que se acurrucaba bajo el alto farallón de la meseta. Estaba liberada dentro de sí, estaba cambiada. Aquello, entonces, allí. Con seguridad aquello era lo que la existencia trataba de ser y casi nunca conseguía, saborearse a sí misma en el presente, aquel momento en toda su simplicidad: el suave aire estival oscureciéndose, el perfume del tomillo pisado, su hombre, su sed apagada, la piedra tibia que notaba a través de la camisa, el sabor del melocotón, su mano pegajosa, sus piernas cansadas, su fatiga polvorienta, soleada, sudorosa, aquel lugar humilde y encantador y aquellos dos hombres, uno al que conocía y amaba, el otro cuyo silencio le inspiraba confianza y que estaba esperando, estaba segura, a que ella diese el siguiente e inevitable paso.
Cuando le preguntó si podía ver el interior de la bergerie, le pareció que se ponía de pie antes de que ella hubiese terminado la pregunta y se dirigía a la puerta principal, que estaba en el lado norte. Bernard dijo que estaba demasiado cómodo para moverse. June siguió al berger y entraron en una oscuridad total. El hombre encendió una lámpara y la sostuvo en alto para que ella viese. Ella avanzó uno o dos pasos y se detuvo. Había un dulce olor a paja y polvo. Estaba en una estructura alargada, semejante a un granero con un tejado inclinado, dividido en dos pisos por un techo de piedra en arco que se había hundido en una esquina. El suelo era de tierra batida. June permaneció en silencio durante un minuto y el hombre esperó pacientemente. Al fin se volvió hacia él y le preguntó:
—Combien?
Él le dijo inmediatamente el precio.
Costaba el equivalente a treinta y cinco libras e incluía ocho hectáreas de tierra. June tenía suficiente dinero ahorrado para pagarlas. Pero hasta la tarde siguiente no reunió valor para decirle a Bernard lo que había hecho. Para su sorpresa, él no trató de oponerse a su decisión con una andanada de sensatos argumentos acerca de la necesidad de comprar primero una casa en Inglaterra o de la inmoralidad de poseer dos viviendas cuando había tantas personas sin hogar en todas partes. Jenny nació al año siguiente y June no regresó a la bergerie hasta el verano de 1948, cuando llevó a cabo una serie de modestas mejoras. Añadieron varios edificios nuevos en el estilo arquitectónico local para acomodar a la familia en aumento. En 1955 llevaron el agua desde el manantial. En 1958 pusieron la instalación de luz eléctrica. A lo largo de los años June reparó las terrazas, hizo una segunda traída de aguas de un manantial más pequeño para irrigar los huertos de olivos y melocotoneros que había plantado y formó un laberinto encantador y muy inglés con los arbustos de boj que crecían en la ladera.
En 1951, después del nacimiento de su tercer hijo, June decidió vivir en Francia. La mayor parte del tiempo tenía los niños con ella. De vez en cuando pasaban largos periodos con su padre en Londres. En 1957 los niños asistieron al colegio en Saint Jean de la Blacquière. En 1960 Jenny fue al lycée en Lodève. Durante toda su infancia, los niños Tremaine fueron y vinieron entre Inglaterra y Francia, acompañados en los trenes por amables señoras o enérgicas tías universales, entre un padre y una madre que no querían vivir juntos ni separarse definitivamente. Porque June, convencida de la existencia del mal y de Dios y segura de que ambos eran incompatibles con el comunismo, descubrió que no podía persuadir a Bernard ni dejarlo ir. Y él, a su vez, la amaba pero le enfurecía su vida encerrada en sí misma y vacía de responsabilidad social.
Bernard dejó el Partido y se convirtió en una «voz de la razón» durante la crisis de Suez. Su biografía de Nasser atrajo sobre él la atención pública y en poco tiempo se había convertido en el animado y aceptable radical de los programas de debate de la BBC. Se presentó como candidato del Partido Laborista en unas elecciones en 1961 y las perdió honrosamente. En 1964 lo intentó de nuevo y triunfó. Fue por entonces cuando Jenny se marchó a la universidad y June, temiendo que su hija estuviese demasiado sometida a la influencia de Bernard, le escribió durante el primer trimestre una de esas cartas anticuadas y llenas de consejos que los padres escriben a veces a los hijos que se van. En ella June le decía que no tenía fe en los principios abstractos de acuerdo con los cuales los intelectuales comprometidos han de planear el cambio social. Únicamente podía creer, le decía a Jenny, «en metas a corto plazo, prácticas, realizables. Todo el mundo tiene que asumir la responsabilidad de su propia vida e intentar mejorarla, espiritualmente en primer lugar, materialmente si fuese necesario. Me importan un bledo las opiniones políticas de una persona. Por lo que a mí respecta, Hugh Wall (un político compañero de Bernard), a quien conocí el año pasado en una cena en Londres y que se pasó toda la noche sin dejar hablar a nadie, no es mejor que todos los tiranos que tanto le gusta denunciar…».
June publicó tres libros en su vida. A mediados de los cincuenta, Gracia mística: obras escogidas de Santa Teresa de Ávila. Una década más tarde, Flores silvestres del Languedoc, y dos años después un breve opúsculo práctico, Diez meditaciones. A medida que pasaban los años, sus ocasionales viajes a Londres se hicieron menos frecuentes. Se quedaba en la bergerie, estudiando, meditando, ocupándose de sus tierras, hasta que su enfermedad la obligó a volver a Inglaterra en 1982.
Recientemente encontré dos páginas de taquigrafía fechadas el día de mi última conversación con June, un mes antes de que muriese en el verano de 1987: «Jeremy, aquella mañana me topé cara a cara con el mal. No lo sabía en ese momento pero lo intuí en medio de mi miedo; aquellos animales eran la creación de imaginaciones envilecidas, de espíritus pervertidos que ninguna teoría social podría explicar. El mal del que te estoy hablando vive en todos nosotros. Se asienta en un individuo, en las vidas privadas, dentro de una familia, y entonces son los niños quienes más sufren. Luego, cuando las condiciones son adecuadas, en diferentes países, en diferentes épocas, surge una terrible crueldad, una maldad contra la vida, y todo el mundo se sorprende de la profundidad del odio que hay en su interior. Luego se oculta de nuevo y espera. Es algo que está en nuestro corazón.
»Veo que piensas que estoy chiflada. No importa. Esto es lo que sé. La naturaleza humana, el corazón humano, el espíritu, el alma, la conciencia misma —llámalo como quieras— es, en última instancia, lo único con lo que podemos trabajar. Tiene que desarrollarse y expandirse, o la medida de nuestra desdicha nunca disminuirá. Mi propio pequeño descubrimiento ha sido que este cambio es posible, que entra dentro de nuestra capacidad. Sin una revolución de la vida interior, por muy lenta que sea, todos nuestros designios no valen nada. Debemos trabajar primero con nosotros mismos si queremos llegar a estar en paz con los demás. No digo que vaya a ocurrir. Es muy probable que no. Digo que es nuestra única oportunidad. Si ocurre, y puede llevar generaciones, el bien que emanará de ello dará forma a nuestras sociedades de un modo no programado, no previsto, que no estará bajo el control de un solo grupo de personas o conjunto de ideas…»
No bien hube terminado de leer, se me apareció el fantasma de Bernard. Cruzó las largas piernas y formó un ángulo con los dedos.
—¿Cara a cara con el mal? Te diré con que se topó aquel día: un buen almuerzo y un pequeño chisme malicioso de pueblo. En cuanto a la vida interior, muchacho, intenta tenerla con el estómago vacío. O sin agua limpia. O cuando compartes una habitación con siete personas. Ahora bien, cuando todos tengamos segundas residencias en Francia… Verás, tal y como van las cosas en este pequeño planeta superpoblado, necesitamos un conjunto de ideas, ¡y además que sean buenas!
June tomó aliento. Se estaban preparando para la pelea…
Desde la muerte de June, cuando heredamos la bergerie, Jenny y yo y nuestros hijos hemos pasado aquí todas nuestras vacaciones. Ha habido veces en que me he encontrado solo a la última luz púrpura de la tarde, en la hamaca bajo el tamarisco donde June solía tumbarse, maravillándome de todas las fuerzas históricas y personales, las corrientes enormes y diminutas que han tenido que alinearse y combinarse para que este lugar llegara a pertenecemos. Una guerra mundial, una joven pareja que al final de la misma estaba impaciente por poner a prueba su libertad, un funcionario del gobierno en su coche, el movimiento de la Resistencia, el Abwehr, una navaja, el paseo de Mme. Auriac, «doux et beau», la muerte de un joven en un accidente de moto, las deudas que su hermano el pastor tenía que saldar y que June encontrase seguridad y transformación en esta planicie de tierra soleada.
Pero son los perros negros los que con más frecuencia vuelven a mi mente. Me perturban cuando pienso en la felicidad que les debo, especialmente cuando me permito imaginarlos no como animales, sino como sabuesos fantasmales, encarnaciones. June me dijo que los había visto esporádicamente durante toda su vida, los veía realmente, en la retina, en los segundos de aturdimiento anteriores al sueño. Bajan corriendo por el sendero que desciende a la Gorge de Vis, el más grande dejando un rastro de sangre sobre las piedras blancas. Cruzan la línea de sombra y entran en la zona donde no llega nunca el sol, y el amable alcalde borracho no enviará a sus hombres tras ellos porque los perros están cruzando el río en mitad de la noche y encontrando el modo de subir por el otro lado para atravesar la Causse; y cuando el sueño la inunda se alejan de ella, manchas negras sobre el gris amanecer, desvaneciéndose a medida que se adentran en las laderas de las montañas desde donde regresarán para perseguirnos, en algún lugar de Europa, en otro tiempo.