Al día siguiente no se movió del apartamento de Kreuzberg. Se quedó tumbado en el sofá del diminuto cuarto de estar de Günter con aire malhumorado, prefiriendo la televisión a la conversación. Un médico amigo de Günter vino a examinar la pierna herida. Lo más probable era que no hubiese nada roto pero nos recomendó que le hiciesen una radiografía en Londres. Yo salí a dar un paseo a última hora de la mañana. Las calles tenían aspecto de resaca, con latas de cerveza y botellas rotas por el suelo y, alrededor de los puestos de perritos calientes, servilletas de papel manchadas de mostaza y salsa de tomate. Durante la tarde, mientras Bernard dormía, leí los periódicos y escribí nuestras conversaciones del día anterior. Al anochecer él seguía poco comunicativo. Salí a dar otro paseo y tomé una cerveza en un Knipe del barrio. Los festejos estaban comenzando otra vez, pero yo ya había visto suficiente. Volví al apartamento al cabo de una hora y a las diez y media los dos estábamos durmiendo.
El vuelo de Bernard a Londres salía a la mañana siguiente, solo una hora antes que el mío a Montpellier vía Frankfurt y París. Yo ya lo había organizado todo para que uno de los hermanos de Jenny lo esperase en Heathrow. Bernard estaba más animado. Cruzó la terminal de Tegel cojeando; parecía haberse adaptado bien al bastón que le habían prestado y lo utilizó para llamar a un empleado de la compañía aérea y recordarle que habíamos pedido una silla de ruedas. Le aseguraron que la silla lo estaría esperando en la puerta de salida.
Mientras nos dirigíamos allí le dije:
—Bernard, quería preguntarte algo sobre los perros de June…
—¿Para la vida y la época? —me interrumpió—. Te diré una cosa. Puedes olvidarte de esa tontería de «cara a cara con el mal». Eso es jerga religiosa. Pero ¿sabes?, fui yo el que le habló del perro negro de Churchill. ¿Te acuerdas? Así es como llamaba a las depresiones que tenía de vez en cuando. Creo que le robó la expresión a Samuel Johnson. Así que la idea de June era que si un perro era una depresión personal, dos perros eran una especie de depresión cultural, el peor humor de la civilización. No era mala idea, en realidad. Yo la he usado a menudo. Se me pasó por la cabeza en el puesto de control Charlie. No fue su bandera roja, ¿comprendes? Creo que ni siquiera la vieron. ¿Oíste lo que gritaban?
—Ausländer raus.
—Extranjeros fuera. Cae el Muro y todo el mundo sale a bailar por las calles, pero antes o después…
Habíamos llegado a la puerta de salida. Un hombre con un uniforme con trencillas maniobró con la silla de ruedas para ponerla detrás de Bernard y él se sentó con un suspiro.
—Pero esa no era mi pregunta —dije—. Estuve mirando mis notas ayer. La última vez que vi a June me dijo que te preguntara qué había dicho el Maire de Saint Maurice de Navacelles sobre esos perros cuando comisteis juntos en el café aquella tarde.
—¿En el Hotel des Tilleuls? ¿Para qué habían sido entrenados esos perros? Una cuestión pertinente. La historia del Maire no era verdad, sencillamente. O, por lo menos, no había forma de saberlo. Pero June prefirió creerle porque encajaba muy bien. Un ejemplo perfecto de distorsión de los hechos para que se ajustasen a la idea.
Le entregué la maleta de Bernard al auxiliar de vuelo, el cual la colocó detrás de la silla de ruedas. Luego se quedó con las manos en posición de empujar esperando que acabásemos. Bernard se recostó con el bastón sobre el regazo. Me preocupó que mi suegro se adaptase tan fácilmente a su condición de inválido.
—Pero, Bernard —dije—, ¿cuál era la historia? ¿Para qué dijo que habían entrenado a esos perros?
Bernard sacudió la cabeza.
—En otro momento. Gracias por haberme acompañado, muchacho.
Luego levantó su bastón de contera de goma, en parte como saludo y en parte como señal al auxiliar de vuelo, el cual me hizo una cortés inclinación de cabeza y se llevó a su pasajero.
Estaba demasiado inquieto para aprovechar bien mi hora de espera. Me detuve junto a un bar preguntándome si necesitaba un último café, una última cosa alemana que comer. En la librería curioseé largamente sin comprar ni un periódico, después de haberme saciado de ellos durante tres horas el día anterior. Todavía me quedaban veinte minutos, tiempo suficiente para dar otro lento paseo por la terminal. Muchas veces, cuando estoy en tránsito en un aeropuerto extranjero y no camino de Inglaterra, miro en el tablón de salidas los vuelos a Londres para calibrar en mi interior el tirón del hogar, de Jenny, de la familia.
Lo que me vino entonces a la cabeza mientras veía un solo vuelo anunciado —en el mapa de los vuelos internacionales Berlín era un lugar apartado—, fue uno de los primeros recuerdos que tengo de mi mujer, provocado por algo que Bernard acababa de decir.
En octubre de 1981 yo estaba en Polonia como miembro de una variopinta delegación cultural invitada por el gobierno polaco. Yo era entonces el administrador de una compañía teatral de provincias de moderado éxito. En el grupo había un novelista, un periodista de las artes, un traductor y dos o tres burócratas de la cultura. La única mujer era Jenny Tremaine, que representaba a una institución con sede en París y fondos procedentes de Bruselas. Por ser a la vez guapa y bastante brusca en sus modales, se ganó la hostilidad de algunos de los hombres. El novelista, provocado por la paradoja de una mujer atractiva que no parecía impresionada por su reputación, hizo una apuesta con el periodista y uno de los burócratas para ver quién podía «beneficiársela» primero. La idea era que había que poner en su sitio a la señorita Tremaine, con su cutis blanco y pecoso, sus ojos verdes, su mata de pelo rojo, su aire de eficacia con su libro de citas y su perfecto francés. En el inevitable aburrimiento de una visita oficial había muchas murmuraciones mientras tomábamos copas por la noche en el bar del hotel. El efecto era agrio. Con aquella mujer, cuya actitud cortante, según descubrí pronto, simplemente ocultaba su nerviosismo, resultaba imposible intercambiar una o dos palabras sin que alguno de los otros se dieran codazos y se hicieran guiños disimuladamente y me preguntaran más tarde si yo participaba «en la carrera».
Lo que más me enojaba era que en cierto sentido, solo en cierto sentido, sí participaba. A los pocos días de nuestra llegada a Varsovia yo estaba herido, enfermo de amor; era un anticuado caso sin esperanza y para el regocijado novelista y sus amigos una hilarante complicación. La primera vez que la veía cada día, durante el desayuno, mientras ella cruzaba el restaurante del hotel en dirección a nuestra mesa, me producía tan dolorosa opresión en el pecho, tal sensación de vacío y de caída en el estómago que cuando llegaba no podía ni ignorarla ni mostrarme despreocupadamente cortés con ella sin descubrirme ante los otros tres. Mi huevo duro y mi pan negro permanecían intactos.
No había ocasión de hablar a solas con ella. Pasábamos todo el día en salas de juntas o salones de actos con editores, traductores, periodistas, funcionarios gubernamentales y gente de Solidaridad, porque aquella era la época del influjo creciente de Solidaridad y, aunque entonces no podíamos saberlo, solo faltaban semanas para su final, su proscripción después del golpe de Estado de Jaruzelski. Solo había una conversación. Polonia. Su urgencia formaba un torbellino en torno a nosotros y nos apremiaba mientras íbamos de una habitación oscura y sucia, de una neblina de humo de cigarrillo a otra. ¿Qué era Polonia? ¿Qué era Solidaridad? ¿Podía medrar la democracia? ¿Sobreviviría? ¿La invadirían los rusos? ¿Pertenecía Polonia a Europa? ¿Qué eran los campesinos? Las colas para comprar alimentos se hacían cada día más largas. El gobierno culpaba a Solidaridad, todo el mundo culpaba al gobierno. Había marchas en la calle, cargas con porras por parte de la policía de Zomo, una ocupación de estudiantes en la universidad y más discusiones que duraban toda la noche. Yo nunca había pensado mucho en Polonia hasta entonces, pero al cabo de una semana me convertí, como todos los demás, tanto extranjeros como polacos, en un apasionado experto, si no en las respuestas, sí en las preguntas adecuadas. Mis propias opiniones políticas se vieron gravemente alteradas. Polacos a los cuales admiraba instintivamente me insistían en que apoyase a los políticos occidentales de los que más desconfiaba, y el lenguaje del anticomunismo —que hasta entonces yo había asociado con ideólogos chiflados de la derecha— salía con facilidad de los labios de todos los que estaban allí, donde el comunismo era una red de privilegios y corrupción y violencia autorizada, una enfermedad mental, un despliegue de risibles e improbables mentiras y, más tangiblemente, el instrumento de ocupación de una potencia extranjera.
En todas las reuniones, varias sillas más allá estaba Jenny Tremaine. Me dolía la garganta, los ojos me escocían a causa del humo de cigarrillos en habitaciones no ventiladas, estaba mareado y con náuseas por acostarme tarde todas las noches y tener resaca todos los días, tenía un fuerte resfriado y nunca podía encontrar pañuelos de papel con los que sonarme, y tenía fiebre constantemente. Cuando iba camino de una sesión sobre teatro polaco vomité sobre la acera, para disgusto de las mujeres que estaban en una cola del pan y que pensaron que era un borracho. Mi fiebre, mi alegría y mi aflicción eran, inexplicablemente, Polonia, Jenny y el exultante y cínico novelista y sus compinches, a los cuales había llegado a despreciar y a quienes les encantaba contarme entre ellos y provocarme revelándome cuál era, según ellos, mi posición en la carrera ese día.
Al principio de nuestra segunda semana, Jenny me dejó asombrado al pedirme que la acompañara a la ciudad de Lublin, a ciento cincuenta kilómetros de Varsovia. Quería visitar el campo de concentración de Majdanek con el fin de tomar fotografías para una amiga que estaba escribiendo un libro. Tres años antes, cuando trabajaba como documentalista para televisión, había estado en Belsen y me había prometido a mí mismo que nunca volvería a ver otro campo de concentración. Una visita era un acto de educación necesario, la segunda era morbosa. Pero ahora aquella mujer de una palidez fantasmal me estaba invitando a volver. Estábamos de pie delante de mi habitación, justo después del desayuno. Ya llegábamos tarde a la primera cita del día y ella parecía querer una respuesta inmediata. Me explicó que nunca había visitado un campo de concentración y que prefería ir con alguien a quien pudiera considerar un amigo. Al llegar a esta última palabra me rozó el dorso de la mano con los dedos. Su tacto era fresco. Le cogí la mano y luego, porque ella había dado un paso espontáneo hacia mí, la besé. Fue un beso largo en el lóbrego y vacío pasillo del hotel. Al oír el ruido del picaporte de una puerta nos separamos y le dije que la acompañaría con mucho gusto. Luego alguien me llamó desde las escaleras. No tuvimos tiempo de hablar hasta la mañana siguiente, cuando acordamos viajar en taxi.
En aquella época el zloty polaco estaba en su punto más abyecto y el dólar americano en su punto supremo. Era posible alquilar un coche que nos llevase a Lublin, nos esperase allí una noche en caso necesario y nos trajese de vuelta, todo por veinte dólares. Conseguimos escaparnos sin ser vistos por el novelista y sus amigos. El beso, la sensación del mismo, el extraordinario hecho de que hubiese ocurrido, la expectativa de otro y lo que pudiese venir después, me habían preocupado durante veinticuatro horas. Pero ahora, mientras atravesábamos las tristes afueras de Varsovia, conscientes de nuestro destino, aquel beso retrocedió ante nosotros. Nos sentamos muy separados en el asiento trasero del Lada e intercambiamos información básica acerca de nuestras vidas. Fue entonces cuando me enteré de que era hija de Bernard Tremaine, cuyo nombre yo conocía vagamente por los programas de radio y por su biografía de Nasser. Jenny habló del alejamiento de sus padres y de sus difíciles relaciones con su madre, que vivía sola en un remoto lugar de Francia y había abandonado el mundo en busca de una vida de meditación espiritual. Al oír esta primera referencia a June ya sentí curiosidad por conocerla. Le conté a Jenny que mis padres habían muerto en un accidente de coche cuando yo tenía ocho años, que había crecido con mi hermana Jean y mi sobrina Sally, para la cual seguía siendo una especie de padre, y que era un experto en hacerme amigo de los padres de otras personas. Creo que incluso entonces bromeamos acerca de la posibilidad de que yo me ganase el afecto de la espinosa madre de Jenny.
Mi poco fiable recuerdo de la Polonia que se encontraba entre Varsovia y Lublin es el de un inmenso campo arado marrón negruzco atravesado por una carretera recta sin árboles. Nevaba ligeramente cuando llegamos. Siguiendo el consejo de los amigos polacos, pedimos que nos dejaran en el centro de Lublin y partimos desde allí. Yo no había entendido bien lo cerca que estaba la ciudad del campo de concentración que había consumido a todos sus judíos, tres cuartas partes de su población. Estaban uno al lado del otro, Lublin y Majdanek, la materia y la antimateria. Nos detuvimos ante la entrada principal para leer un letrero que anunciaba que tantos cientos de miles de polacos, lituanos, rusos, franceses, británicos y americanos habían muerto allí. Todo estaba muy tranquilo. No había nadie a la vista. Sentí una momentánea renuencia a entrar. El murmullo de Jenny me sobresaltó.
—Ni mención de los judíos. ¿Ves? La cosa continúa. Y es oficial. —Luego añadió, más para sí misma—: Los perros negros.
Hice caso omiso de estas últimas palabras. En cuanto al resto, aun descontando la hipérbole, una verdad residual fue suficiente para que Majdanek pasase para mí en un instante de ser un monumento, un honorable desafío cívico al olvido, a ser una enfermedad de la imaginación y un peligro viviente, una connivencia apenas consciente con el mal. Cogí a Jenny del brazo y entramos, dejando atrás la cerca exterior y el puesto de guardia que aún se utilizaba. En el escalón de la puerta del mismo había dos botellas de leche llenas. Dos centímetros de nieve eran el último añadido a la obsesiva limpieza del campo. Cruzamos una tierra de nadie y dejamos caer los brazos. Delante estaban las torres de vigía, casetas achatadas sostenidas sobre pilotes con tejados en pronunciado declive y escalerillas de madera tambaleantes; dominaban la vista del espacio entre la doble cerca interior. Allí estaban los barracones, más largos, más bajos y más numerosos de lo que yo había imaginado. Llenaban nuestro horizonte. Más allá de ellos, flotando contra el cielo blanco anaranjado, como un sucio carguero de una sola chimenea, estaba el incinerador. No hablamos durante una hora. Jenny sacó sus instrucciones y tomó las fotografías. Seguimos a un grupo de colegiales y entramos en un barracón donde había cajones de alambre abarrotados de zapatos, decenas de miles de zapatos, aplastados y rizados como fruta seca. En otro barracón, más zapatos, y en un tercero, increíblemente, más, ya no en cajones, sino desparramados a millares en el suelo. Vi una bota claveteada al lado de un zapato de bebé con un corderito que todavía se veía a través del polvo. La vida convertida en basura. La extravagante escala numérica, los números fáciles de decir —decenas y cientos de miles, millones— le negaban a la imaginación la adecuada compasión, la comprensión del sufrimiento a la que tenía derecho, y uno se veía atraído insidiosamente hacia la premisa de los perseguidores, que la vida era barata, basura que se podía inspeccionar en montones. Mientras seguíamos andando, mis emociones se apagaron. No había nada que pudiésemos hacer para ayudar. No había nadie a quien alimentar o liberar. Paseábamos como turistas. Ibas allí y te desesperabas o metías las manos hasta el fondo de los bolsillos y apretabas las monedas tibias y descubrías que te habías acercado un paso a los soñadores de la pesadilla. Esta era nuestra inevitable vergüenza, nuestra participación en la desgracia. Estábamos del otro lado, andábamos por allí libremente como el comandante haría en su día, o su maestro político, hurgando en esto o aquello, sabiendo el camino de salida, con la total certeza de nuestra próxima comida.
Al cabo de un rato ya no podía soportar a las víctimas y pensaba únicamente en sus perseguidores, íbamos andando por entre los barracones. Qué bien construidos estaban, cuánto habían durado. Senderos rectos unían cada puerta con el camino en el que estábamos. Las hileras de barracones se extendían hasta tan lejos que no se veía el final. Y aquella era solo una hilera, en una parte del campo, y aquel era solo un campo, pequeño en comparación con otros. Me hundí en una admiración invertida, en un desolado asombro; soñar esa empresa, planear esos campos, construirlos y tomarse tanto trabajo para abastecerlos, dirigirlos y mantenerlos, y transportar desde las ciudades y los pueblos su combustible humano. Qué energía, qué dedicación. ¿Cómo podía uno llamarlo un error?
Nos encontramos de nuevo con los niños y los seguimos al interior del edificio de ladrillo con una chimenea. Como todos los demás nos fijamos en el nombre del fabricante en las puertas de los hornos. Un encargo especial prontamente cumplido. Vimos un viejo contenedor de ácido cianhídrico, Ciclón-B, suministrado por la firma Degesch. Camino de la salida Jenny habló por primera vez en una hora para decirme que un día de noviembre de 1943 las autoridades alemanas habían ametrallado a treinta y seis mil judíos de Lublin. Los hicieron acostarse en gigantescas tumbas y los masacraron con el acompañamiento de música de baile amplificada. Hablamos otra vez del letrero de la puerta principal y de su omisión.
—Los alemanes les hicieron el trabajo. Aunque ya no quedan judíos siguen odiándoles —dijo Jenny.
De pronto me acordé.
—¿Qué es lo que has dicho de perros?
—Perros negros. Es una frase de la familia, de mi madre.
Estuvo a punto de explicar algo más, luego cambió de opinión.
Dejamos el campo y volvimos a Lublin andando. Vi por primera vez que era una ciudad atractiva. Había escapado a la destrucción y a la edificación de posguerra que desfiguraba Varsovia. Estábamos en una calle empinada de adoquines mojados que un crepúsculo invernal de un naranja intenso había transformado en guijarros de oro. Era como si nos hubiesen liberado después de un largo cautiverio y estuviésemos excitados por volver a formar parte del mundo, de la vulgaridad, de la hora punta de Lublin. Con naturalidad, Jenny me cogió del brazo y balanceó la cámara cogida por la correa mientras me contaba una historia acerca de una amiga polaca que había ido a París a estudiar cocina. Ya he dicho que en cuestiones sexuales y amorosas yo era siempre reticente y que era mi hermana la que tenía facilidad para la seducción. Pero ese día, liberado de las habituales represiones de mi personalidad, hice algo atípicamente brillante. Detuve a Jenny en mitad de una frase y la besé y luego le dije sencillamente que era la mujer más bella que había conocido nunca y que no había nada que desease más que pasar el resto del día haciendo el amor con ella. Sus ojos verdes me estudiaron, luego levantó un brazo y durante un momento pensé que iba a abofetearme. Pero señaló una puerta estrecha al otro lado de la calle, sobre la cual había un letrero descolorido. Pisamos pepitas de oro para llegar al Hotel Wista. Pasamos tres días allí después de despedir al chófer. Diez meses después nos casamos.
Me detuve fuera de la casa oscura en el coche que había alquilado en el aeropuerto de Montpellier. Luego me bajé y me quedé un rato en el huerto mirando el estrellado cielo de noviembre, venciendo mi resistencia a entrar. Nunca era una experiencia agradable volver a la bergerie cuando había estado cerrada durante meses o incluso semanas. Nadie había estado allí desde el final de nuestras largas vacaciones de verano, desde nuestra ruidosa y caótica partida una mañana de principios de septiembre, después de la cual los últimos ecos de las voces de los niños se habían desvanecido en el silencio de las viejas piedras y la bergerie se había instalado de nuevo en su más larga perspectiva, no de semanas de vacaciones, no de los años de crecimiento de los niños, ni siquiera de las décadas de propiedad, sino de siglos, siglos rurales. Yo no lo creía realmente, pero podía imaginar cómo, durante nuestra ausencia, el espíritu de June, sus muchos fantasmas, podían reafirmar su posesión furtivamente, recobrando no solo sus muebles, sus cacharros de cocina y sus cuadros, sino el rizo de la portada de una revista, la antigua mancha con la forma de Australia en la pared del cuarto de baño y la forma de su cuerpo latente en la vieja chaqueta que usaba para trabajar en el jardín y que seguía colgada detrás de una puerta porque nadie había sido capaz de tirarla. Después de una ausencia, hasta el espacio entre los objetos se había alterado, ladeado, bañado de un marrón pálido, o de la esencia de ese color, y los sonidos —el primer giro de la llave en la cerradura— adquirían una acústica sutilmente transformada, un eco muerto justo más allá del alcance auditivo que sugería una presencia invisible que casi respondía. Jenny detestaba abrir la casa. Era mucho más difícil de noche; el lugar se había expandido poco a poco a lo largo de cuarenta años y ahora la puerta principal no estaba cerca del tablero de los conmutadores de electricidad. Había que cruzar todo el cuarto de estar y la cocina para llegar a él y se me había olvidado llevar una linterna.
Abrí la puerta principal y me encontré ante un muro de oscuridad. Luego alargué el brazo hacia arriba buscando un estante donde tratábamos de tener siempre una vela y una caja de cerillas. Allí no había nada. Me quedé quieto y escuché. Por mucho que me dijese cosas sensatas, no podía desterrar la idea de que en una casa donde una mujer se había entregado durante tantos años a la contemplación de la eternidad, había alguna delicada emanación, una telaraña de consciencia inmanente que me percibía. No me atreví a decir el nombre de June en voz alta, pero era lo que deseaba hacer, no para conjurar al espíritu, sino para alejarlo. En lugar de eso carraspeé ruidosamente, un sonido escéptico, masculino. Con todas las luces encendidas, la radio en marcha, y los boquerones que había comprado en un puesto de carretera friéndose en el aceite de oliva de June, los fantasmas se retirarían a las sombras. La luz del día también ayudaría, pero pasarían un par de días, un par de noches incómodas, antes de que la casa fuese mía de nuevo. Para tomar posesión inmediata de la bergerie tenías que llegar con niños. Con su redescubrimiento de juegos y proyectos olvidados, sus risas y sus trifulcas por las literas, el espíritu cedía graciosamente ante las energías de los vivos y podías ir a cualquier parte de la casa, incluso al dormitorio de June o a su antiguo estudio, sin pensártelo dos veces.
Con la mano extendida delante de mi cara, crucé el vestíbulo. Por todas partes había un olor dulce que yo asociaba con June. Venía del jabón de lavanda que había comprado al por mayor. Ni siquiera habíamos consumido la mitad de sus provisiones. Atravesé el cuarto de estar tanteando y abrí la puerta de la cocina. Allí olía a metal y, débilmente, a gas butano. La caja de los fusibles y el interruptor general estaban en un armario en la pared opuesta de la habitación. Incluso en aquella oscuridad destacaba como un trozo más negro delante de mí. Mientras bordeaba la mesa de la cocina, la sensación de estar siendo observado se intensificó. La superficie de mi piel se había convertido en un órgano de percepción, sensibilizado a la oscuridad y a cada molécula del aire. Mis brazos desnudos registraban una amenaza. Pasaba algo, la cocina no era la misma. Me estaba moviendo en la dirección equivocada. Quería dar media vuelta, pero eso hubiera sido ridículo. El coche era demasiado pequeño para dormir en él. El hotel más cercano estaba a más de cuarenta kilómetros y era casi medianoche.
El negro más profundo e informe del armario del interruptor estaba a unos seis metros de distancia y yo me iba guiando hacia él siguiendo con la mano el borde de la mesa de la cocina. Desde la infancia no me había sentido tan intimidado por la oscuridad. Como un personaje de dibujos animados, tarareaba suavemente, sin convicción. No me vino a la cabeza ninguna melodía y mi secuencia de notas al azar era estúpida. Mi voz sonaba débil. Merecía que me hiciesen daño. Una vez más me vino el pensamiento, más claro esta vez, de que lo único que necesitaba hacer era marcharme. Mi mano rozó algo duro y redondo. Era el tirador del cajón de la mesa. Estuve a punto de abrirlo, pero decidí no hacerlo. Me obligué a continuar hasta dejar atrás la mesa de la cocina. La mancha en la pared era tan negra que palpitaba. Tenía un centro, pero no tenía bordes. Levanté la mano hacia ella y fue entonces cuando me falló el valor. No me atreví a tocario. Di un paso atrás y me quedé allí, paralizado por la indecisión. Estaba atrapado entre mi razón, que me urgía a moverme rápidamente, dar paso a la corriente y ver a la luz artificial que la normalidad simplemente continuaba como siempre, y mi miedo supersticioso, cuya simplicidad era aún mayor que la cotidianeidad.
Debí permanecer allí más de cinco minutos. En un momento dado casi avancé a zancadas para abrir de golpe la puerta del armario, pero las primeras señales no se transmitieron a mis piernas. Sabía que si salía de la cocina no sería capaz de volver a ella esa noche. Así que me quedé allí hasta que al fin me acordé del cajón y de por qué había estado a punto de abrirlo. La vela y la caja de cerillas que deberían haber estado junto a la puerta principal podían estar allí. Deslicé la mano a lo largo de la mesa, encontré el cajón y tanteé entre las tijeras de podar, las chinchetas y el cordel.
El cabo de vela, de apenas cinco centímetros, se encendió al primer intento. Las sombras del armario del interruptor se balancearon contra la pared al aproximarme. Parecía diferente. El pequeño picaporte de madera de su puerta era más largo, más adornado y colocado en un nuevo ángulo. Estaba a medio metro cuando la ornamentación se definió en la forma de un escorpión, gordo y amarillo, sus pinzas curvadas en torno al eje de la diagonal y su gruesa cola segmentada oscureciendo el picaporte que había debajo.
Estos animales son quelicerados antiquísimos cuyos antepasados se remontan a tiempos precámbricos, hace casi seiscientos millones de años, y es una especie de inocencia, una total ignorancia de las condiciones modernas posholocénicas, lo que los hace entrar en los hogares de los simios recién inventados; se los encuentra pegados a las paredes en sitios expuestos, sus garras y su aguijón defensas patéticas y anticuadas contra un zapatazo destructor. Cogí una pesada cuchara de madera del mostrador de la cocina y lo maté de un golpe. Cayó al suelo y lo pisé para mayor seguridad. Aún tuve que vencer una renuencia a tocar el sitio donde había estado su cuerpo. Me acordé de que hacía años habíamos encontrado un nido de escorpiones recién nacidos en aquel mismo armario.
Las luces se encendieron y la voluminosa nevera de los años cincuenta se estremeció y empezó su acostumbrado lamento estrepitoso. Yo no deseaba reflexionar inmediatamente sobre mi experiencia. Entré el equipaje, hice una cama, cociné el pescado, puse un viejo disco de Art Pepper a todo volumen y me bebí media botella de vino. No tuve dificultad para dormirme a las tres de la mañana. El día siguiente lo dediqué a preparar la casa para nuestras vacaciones de diciembre. Me puse a trabajar empezando por el principio de mi lista y pasé varias horas en el tejado, arreglando las tejas que una tormenta de septiembre había desprendido, y el resto del día en tareas dentro de la casa. El tiempo era templado y hacia media tarde colgué la hamaca en el sitio favorito de June, debajo del tamarisco. Allí tumbado tenía una vista de la luz dorada que flotaba sobre el valle hacia Saint Privat, y más allá, el sol invernal ya bajo sobre las colinas que rodean Lodève. Había estado todo el día pensando en mi susto. Dos voces indistintas me habían seguido por la casa mientras hacía mi trabajo y ahora, cuando estaba echado con una tetera llena a mi lado, se volvieron más claras.
June se mostraba impaciente.
—¿Cómo puedes fingir que dudas de lo que tienes delante de las narices? ¿Cómo puedes ser tan perverso, Jeremy? Notaste mi presencia en cuanto entraste en la casa. Tuviste una premonición de peligro y luego la confirmación de que el escorpión te hubiese picado gravemente si hubieses hecho caso omiso de tus sensaciones. Te advertí, te protegí, es así de sencillo, y si estás dispuesto a ir tan lejos para mantener intacto tu escepticismo, entonces eres un ingrato y yo no debería haberme molestado por ti. El racionalismo es una fe ciega. Jeremy, ¿cómo puedes esperar llegar a ver?
Bernard estaba excitado.
—¡Esta es realmente una ilustración útil! Por descontado, no se puede descartar la posibilidad de que una forma de conciencia sobreviva en la muerte y actuase aquí en interés tuyo. Siempre se debe tener la mente abierta. Cuídate de desechar los fenómenos que no concuerdan con las corrientes actuales. Por otra parte, en ausencia de pruebas ciertas en un sentido u otro, ¿por qué saltar directamente a una conclusión tan radical sin considerar primero otras posibilidades más sencillas? Has «notado la presencia de June» con frecuencia en la casa, lo cual es simplemente otra forma de decir que en otro tiempo fue su hogar, que todavía está llena de sus cosas, y que estar aquí, especialmente después de una ausencia y antes de que tu propia familia llene las habitaciones, tiene que traerte recuerdos de ella. En otras palabras, esta «presencia» estaba en tu mente y tú la proyectaste a lo que te rodeaba. Dado nuestro miedo a los muertos, es comprensible que estuvieses intimidado mientras te movías por la casa a oscuras. Y, dado tu estado de ánimo, era inevitable que el armario de la electricidad te pareciese un objeto aterrador, una mancha de mayor negrura en la oscuridad, ¿no era eso? Tenías el recuerdo inconsciente de haber encontrado un nido de escorpiones allí. Y deberías considerar la posibilidad de que a la escasa luz discernieras la forma del escorpión subliminalmente. Y luego está el hecho de que tus presentimientos estuviesen justificados. ¡Bueno, muchacho! Los escorpiones son muy comunes en esta parte de Francia. ¿Por qué no iba a haber uno sobre el armario? ¿Y si te hubiese picado en la mano? El veneno hubiese sido fácil de extraer chupando. Habrías tenido dolor y molestias durante no más de un día o dos, después de todo no era un escorpión negro. ¿Por qué iba a molestarse un espíritu del más allá para salvarte de una herida sin importancia? Si este es el nivel de preocupación de los muertos, ¿por qué no están intercediendo para impedir los millones de tragedias humanas que suceden cada día?
—¡Bah! —oí decir a June—. ¿Cómo lo sabríais si lo hiciésemos? De todas formas no lo creeríais. Cuidé de Bernard en Berlín y de ti anoche porque quería demostraros algo, quería demostraros lo poco que sabéis del universo hecho por Dios y lleno de Dios. Pero no hay prueba que un escéptico no pueda distorsionar para que se ajuste a su propio esquema monótono y diminuto.
—Tonterías —me murmuró Bernard en el otro oído—. El mundo que la ciencia nos está revelando es un lugar centelleante y maravilloso. No tenemos que inventarnos un dios solo porque no lo entendamos todo. ¡Nuestras investigaciones no han hecho más que empezar!
—¿Crees que me estarías oyendo ahora si alguna parte de mí no continuase existiendo?
—No estás oyendo nada, muchacho. Estás inventándonos a los dos, extrapolando lo que conoces. No hay nadie aquí más que tú.
—Está Dios —dijo June— y está el Diablo.
—Si yo soy el Diablo —dijo Bernard—, entonces el mundo no es en absoluto un mal lugar.
—Precisamente la inocencia de Bernard es la medida de su maldad. Tú estuviste en Berlín, Jeremy. Mira el daño que él y los de su clase han hecho en nombre del progreso.
—¡Estos píos monoteístas! La mezquindad, la intolerancia, la ignorancia, la crueldad que han desatado con sus certezas…
—Es un Dios que ama y perdonará a Bernard.
—Podemos amar sin un dios, muchas gracias. Detesto la forma en que los cristianos han secuestrado esa palabra.
Estas voces se instalaron en mí, me perseguían y empezaban a afligirme. Al día siguiente, cuando estaba podando los melocotoneros en el huerto, June me dijo que el árbol en el que estaba trabajando y su belleza eran creación de Dios. Bernard dijo que sabíamos mucho acerca del modo en que este y otros árboles habían evolucionado y que nuestras explicaciones no requerían un dios. Afirmaciones y contraafirmaciones se perseguían unas a otras mientras yo cortaba leña, desatascaba los desagües y barría las habitaciones. Era una cantinela que no lograba desterrar. Continuaba incluso cuando conseguía apartar mi atención. Si escuchaba, no aprendía nada. Cada proposición bloqueaba a la anterior o quedaba bloqueada por la que venía a continuación. Era una argumentación que se anulaba a sí misma, una multiplicación de ceros, y yo no podía detenerla. Cuando terminé todos mis trabajos y extendí las notas para mis memorias sobre la mesa de la cocina, mis suegros alzaron sus voces. Probé a intervenir.
—Escuchad. Estáis en reinos separados, estáis fuera de la jurisdicción del otro. No corresponde a la ciencia probar o refutar la existencia de Dios y no corresponde al espíritu medir el mundo.
Hubo un silencio incómodo. Parecían estar esperando a que continuase. Luego le oí decir a Bernard (o le hice decir) tranquilamente, a June, no a mí:
—Todo eso está muy bien, pero la Iglesia siempre ha querido controlar la ciencia. Todo conocimiento, en realidad. Tomemos el caso de Galileo…
Y June lo interrumpió para decir:
—Fue la Iglesia la que mantuvo vivo el conocimiento en Europa durante siglos. ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en Cluny en 1954, de aquel hombre que nos enseñó la biblioteca?
Cuando telefoneé a casa y me quejé a Jenny de que creía que me estaba volviendo loco, ella se mostró alegremente despiadada.
—Querías sus historias. Los animaste, los cortejaste. Ya las tienes, con peleas y todo.
Se recobró de un segundo ataque de risa y me preguntó por qué no anotaba lo que decían.
—No tiene sentido. No hacen más que dar vueltas y vueltas.
—Eso es exactamente lo que siempre te he dicho. No quisiste escucharme. Estás siendo castigado por remover el asunto.
—¿Quién me castiga?
—Pregúntaselo a mi madre.
Fue otro día claro cuando, poco después del desayuno, abandoné todas mis responsabilidades, me absolví de todas mis tareas mentales y con una placentera sensación de hacer novillos me puse las botas, cogí un mapa a gran escala y metí una botella de agua y dos naranjas en mi mochila.
Cogí el camino que sube por detrás de la bergerie, y asciende hacia el norte por encima de una arroyada seca, atraviesa bosques de robles achaparrados y serpentea por debajo de la inmensa roca del Pas de l’Azé hasta llegar a la meseta alta. A buen paso se tarda solo media hora en estar allí, en la Causse de Larzac, con una fresca brisa entre los pinos y una vista hacia el Pie de Vissou y más allá, a sesenta kilómetros, una astilla plateada del Mediterráneo. Seguí una senda arenosa por entre los pinares, pasé afloramientos de piedra caliza a los que la intemperie había dado la forma de ruinas y salí a un terreno abierto que se eleva hacia la Bergerie de Tédenat. Desde allí tenía una vista por encima de la meseta de la caminata de unas pocas horas hasta el pueblo de Saint Maurice de Navacelles. Un kilómetro más allá estaba la enorme fisura de la Gorge de Vis. Hacia la izquierda, en su borde, estaba el Dolmen de la Prunarède.
Primero estaba el descenso a lo largo del límite de los árboles hasta La Vacquerie. Hay un sencillo placer en entrar y salir de un pueblo a pie. Temporalmente se puede sostener la ilusión de que mientras otros tienen vidas sujetas a las casas, las relaciones y el trabajo, tú eres autosuficiente y libre, desembarazado de posesiones y obligaciones. Es una sensación privilegiada de ligereza que no se puede tener pasando en un coche, como parte del tráfico. Decidí no pararme en el bar a tomarme un café, y me detuve solo a mirar atentamente el monumento que había enfrente y a copiar en un cuaderno la inscripción en torno a su base.
Dejé el pueblo siguiendo una carreterita y torcí hacia el norte por un bonito camino que llevaba a la Gorge. Por primera vez desde mi llegada estaba verdaderamente contento y sentía mi antiguo amor por esta parte desierta de Francia plenamente renovado. La insistente canción de la pelea de June y Bernard se estaba desvaneciendo. Y también la desasosegada excitación de Berlín; era como si numerosos músculos diminutos de la nuca se estuvieran distendiendo lentamente, y, al hacerlo, se abría dentro de mí un espacio tranquilo y generoso que concordaba con el extenso paisaje por el que caminaba. Como hacía a veces cuando estaba contento, pensé en toda la configuración, la reducida historia de mi existencia, desde la edad de ocho años hasta Majdanek, y en cómo había sido liberado. A mil quinientos kilómetros de allí, en o cerca de una casa entre millones, estaban Jenny y nuestros cuatro hijos, mi tribu. Estaba en mi medio, mi vida tenía raíces y era rica. El camino era llano y yo andaba a un paso regular. Empecé a ver cómo podía ordenar mi material para las memorias. Pensé en mi trabajo y en cómo podría reorganizar mi oficina para beneficio de las personas que trabajaban allí. Estos y otros planes relacionados me ocuparon todo el camino hasta Saint Maurice.
Mi estado de ánimo seguía siendo de tranquila autosuficiencia cuando atravesé el pueblo. Tomé una cerveza en la terraza del Hotel des Tilleuls, tal vez en la misma mesa donde la joven pareja en luna de miel había escuchado al alcalde durante el almuerzo. Reservé una habitación para la noche y luego emprendí el camino de un kilómetro y medio más o menos hasta el dolmen. Para ganar tiempo fui por la carretera. A pocos cientos de metros a mi derecha estaba el borde de la garganta, oculto por una elevación en el terreno, y extendiéndose a la izquierda y delante estaba el paisaje más áspero de la causse, tierra reseca, artemisa y postes de telégrafos. Nada más pasar la granja ruinosa de la Prunarède, torcí a la derecha por una senda arenosa y cinco minutos después estaba en el dolmen. Me quité la mochila, me senté en la gran losa plana y pelé una naranja. La piedra estaba apenas tibia bajo el sol de la tarde. Durante el camino, deliberadamente, había mantenido mi mente libre de intenciones, pero ahora que había llegado parecían bastante claras. En lugar de seguir siendo la víctima pasiva de las voces de mis sujetos, había ido a perseguirlos, a recrear a Bernard y June sentados allí cortando en rodajas su salchichón, desmigajando su pan seco, mientras miraban fijamente hacia el norte, por encima de la garganta, a su futuro: comulgar con el optimismo de su generación y cribar las primeras dudas de June la víspera de su confrontación. Quería verlos enamorados, antes de que comenzase la pelea de toda una vida.
Pero me sentía purificado después de cinco horas de caminata. Me sentía equilibrado y pletórico de propósitos y ya no estaba de humor para fantasmas. Mi mente se hallaba aún ocupada con mis propios planes y proyectos. Ya no estaba en disposición de ser acosado. Las voces habían desaparecido verdaderamente, allí no había nadie más que yo. El sol de noviembre, ya bajo a mi derecha, resaltaba los relieves intrincados llenos de sombras en el risco opuesto. No necesitaba nada más que mi placer en el propio lugar y mis recuerdos de los almuerzos familiares que habíamos tenido aquí con Bernard y June y nuestros niños, cuando utilizábamos la gran losa de piedra como mesa.
Me terminé las dos naranjas y me limpié las manos en la camisa, como un colegial. Me había propuesto regresar por el sendero que corre a lo largo del borde de la garganta, pero desde mi última visita se había cubierto de matorrales espinosos. Al cabo de cien metros tuve que volver. Estaba irritado. Había pensado que lo controlaba todo y tropezaba con una inmediata refutación. Pero me calmé recordando que aquel era el sendero a Saint Maurice que Bernard y June habían tomado aquella tarde. Aquel era su camino, el mío era diferente, subía hasta la vieja granja y continuaba por la carretera; si tenía que convertir un sendero cubierto de maleza en un símbolo, aquel me iría mejor.
Tenía la intención de acabar esta parte de las memorias en ese mismo momento, cuando volvía del dolmen y me sentía lo bastante libre de mis sujetos como para escribir acerca de ellos. Pero debo contar brevemente lo que sucedió en el restaurante del hotel esa noche, porque fue un drama que parecía representarse para mí solo. Era una encarnación, por muy distorsionada que resultase, de mis preocupaciones, de la soledad de mi infancia; representaba una purgación, un exorcismo, en el cual yo actuaba en nombre de mi sobrina Sally además de por mí mismo, y tomaba nuestra venganza. Descrito en términos de June era otro «acoso de los aparecidos», en el cual ella misma estaba presente, observándome. Ciertamente, a mí me fortaleció el valor que ella demostró en su ordalía, a un kilómetro de allí hacía cuarenta y tres años. Tal vez June habría dicho que aquello a lo que yo tenía que enfrentarme estaba realmente dentro de mí, ya que al final me contuvieron, me controlaron, unas palabras que se les dicen a menudo a los perros. Ça suffit!
No recuerdo exactamente cómo sucedió, pero en algún momento después de mi regreso al Hotel des Tilleuls, fuese cuando estaba sentado en el bar bebiendo un Pernod o media hora después cuando bajé de mi habitación en busca de una pastilla de jabón, me enteré de que la patrona era Mme. Monique Auriac, un nombre que yo recordaba de mis notas. Seguramente era la hija de la Mme. Auriac que había cuidado a June y tal vez era la chica joven que había servido el almuerzo mientras el Maire contaba su historia. Pensé que le haría algunas preguntas y averiguaría lo que recordaba. Pero el bar estaba repentinamente desierto y el comedor también. Oí voces en la cocina. Considerando que la pequeñez del establecimiento disculpaba de algún modo mi transgresión, empujé las puertas de vaivén arañadas y entré.
Delante de mí, en un cesto de mimbre sobre una mesa había un montón de pieles ensangrentadas. En el otro lado de la cocina tenía lugar una disputa. Mme. Auriac y su hermano, que era el cocinero, y la chica que hacía de doncella y camarera a la vez se volvieron a mirarme y luego continuaron quitándose la palabra de la boca. Me quedé esperando junto a la lumbre donde humeaba una olla de sopa. Al cabo de medio minuto me habría marchado sigilosamente y lo habría intentado más tarde de no haber sido porque empecé a comprender que la discusión tenía que ver conmigo. Se suponía que el hotel estaba cerrado. Debido a que la chica había permitido que el caballero inglés se quedase —Mme. Auriac hizo un gesto hacia mí con el dorso de la mano—, ella, Mme. Auriac, se había visto obligada, por ser coherente, a dejar que una familia tomase dos habitaciones y ahora había llegado una señora de París. ¿Cómo iban a comer todos? Y además estaban faltos de personal.
Su hermano dijo que no había ninguna dificultad siempre y cuando todos los huéspedes comiesen el menú de 75 francos —sopa, ensalada, conejo, queso— y no esperasen poder elegir. La chica lo apoyaba. Mme. Auriac dijo que no era ese el tipo de restaurante que quería dirigir. En ese momento carraspeé, me disculpé y dije que estaba seguro de que todos los huéspedes se sentían afortunados por haber encontrado el hotel abierto en esa época del año y que, dadas las circunstancias, el menú fijo sería perfectamente aceptable. Mme. Auriac salió de la cocina con un sonido sibilante de impaciencia y un movimiento de cabeza que era una forma de aceptación, y su hermano abrió las manos en un gesto de triunfo. Una concesión más; para simplificar el trabajo, los huéspedes debían comer temprano y todos juntos, a las siete y media. Dije que, en lo que a mí concernía, eso era conveniente, y el cocinero mandó a la chica a informar a los otros.
Media hora después fui el primero en tomar asiento en el comedor. En ese momento me sentía algo más que un huésped. Estaba enterado de los asuntos internos del hotel. Mme. Auriac en persona me trajo el pan y el vino. Ahora estaba de buen humor y me confirmó que efectivamente trabajaba allí en 1946, y aunque, por supuesto, no recordaba la visita de Bernard y June, ciertamente conocía la historia del Maire acerca de los perros y prometió contármela cuando estuviese menos atareada. La siguiente en aparecer fue la señora de París. Tendría treinta y pocos años y era hermosa en un estilo ojeroso, demacrado, con ese aspecto frágil y excesivamente manicurado que tienen algunas mujeres francesas, demasiado arreglada, demasiado severa para mi gusto. Tenía las mejillas cóncavas y los enormes ojos de los hambrientos. Supuse que no comería mucho. Cruzó ruidosamente el suelo de baldosas hasta un rincón y se sentó en la mesa más alejada de la mía. Al ignorar tan completamente la presencia del único ocupante de la habitación, creó la paradójica impresión de que cada uno de sus movimientos iba dedicado a mí. Yo había dejado a un lado el libro que estaba leyendo y me preguntaba si sería efectivamente así o si esta era una de esas proyecciones masculinas de las que a veces se quejan las mujeres, cuando entró la familia.
Eran tres, el marido, la mujer y un niño de siete u ocho años, y llegaron envueltos en su propio silencio, una envoltura luminosa de intensidad familiar que atravesó la tranquilidad mayor del comedor para ocupar una mesa separada de la mía por otra mesa. Se sentaron con un fuerte arrastrar de sillas. El hombre, gallo de su diminuto gallinero, apoyó los antebrazos tatuados sobre la mesa y miró a su alrededor. Miró primero fijamente en dirección a la dama parisina, que no levantó los ojos del menú, y luego su mirada se encontró con la mía. Aunque hice una inclinación de cabeza, no hubo el menor asomo de saludo. Sencillamente tomó nota de mí, luego murmuró algo a su mujer y esta sacó de su bolso un paquete de Gauloise y un encendedor. Mientras los padres encendían sus cigarrillos, miré al chico que estaba sentado solo a un lado de la mesa. Mi impresión era que había habido una escena fuera del comedor pocos minutos antes, alguna muestra de mala conducta por la cual habían regañado al chico. Este estaba sentado con actitud apática, tal vez enfurruñado, con la mano izquierda colgando y la derecha jugando con los cubiertos.
Mme. Auriac llegó con el pan, el agua y un litro de vino tinto refrigerado apenas bebible. Después de que se fuese, el muchacho se repantigó aún más, colocó un codo sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre su mano. Inmediatamente la mano de su madre voló sobre el mantel y le propinó una fuerte bofetada en el brazo, apartándolo. El padre, guiñando los ojos a través del humo, no pareció enterarse. Nadie hablaba. La parisina, a quien podía ver más allá de la familia, miraba fijamente, con resolución, un rincón vacío de la habitación. El chico se derrumbó contra el respaldo de su silla, mirando su regazo y frotándose el brazo. La madre daba delicados golpecitos con el cigarrillo en el cenicero. No parecía en absoluto la clase de mujer que pega a sus hijos, era gordita y sonrosada, con una cara redonda y agradable y mofletes colorados como los de una muñeca, y la contradicción entre su comportamiento y su aspecto maternal era siniestra. Me sentí oprimido por la presencia de aquella familia y su desdichada situación, acerca de la cual no podía hacer nada. Si hubiese habido otro sitio en el pueblo donde comer me habría ido allí.
Yo había terminado mi lapin au chef y la familia estaba todavía comiendo ensalada. Durante algunos minutos el único sonido había sido el de los cubiertos contra los platos. No era posible leer, así que los observé en silencio por encima de mi libro. El padre echaba trozos de pan en el plato, rebañando lo que quedaba de la vinagreta. Bajaba la cabeza para coger cada bocado, como si la mano que lo alimentaba no fuese la suya. El chico terminó por apartar su plato a un lado y limpiarse la boca con el dorso de la mano. Parecía un gesto distraído, porque comía de forma melindrosa y, que yo pudiera ver, sus labios no estaban manchados de comida. Pero yo era un extraño, y tal vez esto era una provocación, una continuación de un largo conflicto. Su padre murmuró inmediatamente una frase que incluía la palabra «serviette». La madre había parado de comer y lo observaba atentamente. El muchacho cogió su servilleta y la apretó cuidadosamente, no contra su boca, sino primero contra una mejilla y luego contra la otra. En un niño tan pequeño podía haber sido únicamente un ingenuo intento de hacer lo que debía. Pero su padre no lo creyó así. Se inclinó por encima de la ensaladera vacía y empujó al chiquillo con fuerza poniendo la mano bajo su clavícula. El golpe tiró al niño de la silla al suelo. La madre se levantó a medias de su asiento y lo agarró por el brazo. Quería llegar a él antes de que empezase a chillar, preservando así las formas en el restaurante. El niño apenas sabía dónde estaba cuando ella le advirtió en un susurro: «Tais-toi! Tais-toi!». Sin dejar su asiento, consiguió levantarlo y sentarlo en la silla que su marido había enderezado hábilmente con el pie. La pareja trabajaba en evidente armonía. Parecían creer que por no haberse puesto de pie habían logrado evitar una escena desagradable. El chico estaba de nuevo en su sitio, gimoteando. Su madre levantó ante él un índice rígido y amonestador y lo mantuvo allí hasta que se calló por completo. Sin apartar los ojos de su rostro todavía, bajó la mano.
Mi propia mano temblaba mientras me servía el vino aguado y agrio de Mme. Auriac. Vacié el vaso a grandes tragos. Sentía una contracción en la garganta. Que ni siquiera le permitieran llorar al muchacho me parecía aún más terrible que el golpe que le había derribado del asiento. Era su soledad lo que me angustiaba. Me acordaba de la mía después de que mis padres murieran, de lo incomunicable que era la desesperación, de que no esperaba nada. Para aquel niño la desdicha era sencillamente la condición del mundo. ¿Quién podría ayudarlo? Miré a mi alrededor. La mujer que estaba sentada sola tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, pero la torpeza con la que estaba encendiendo un cigarrillo dejaba claro que lo había visto todo. Al otro lado del comedor, junto al aparador, estaba la chica joven esperando a recoger nuestros platos y traer el siguiente. Los franceses son notablemente cariñosos y tolerantes con los niños. Seguramente alguien iba a decir algo. Alguien, no yo, tenía que intervenir. Me bebí otro vaso de vino. Una familia ocupa un espacio privado e inviolable. Detrás de unos muros a la vez visibles e imaginarios establece sus propias reglas para sus miembros. La chica se acercó y retiró mi plato. Luego volvió para llevarse la ensaladera de la familia y traer platos limpios. Creo que entendí lo que le ocurrió al niño justo entonces. Mientras preparaban la mesa para el plato siguiente, mientras servían el conejo estofado, se echó a llorar. Con las idas y venidas de la camarera, llegó la confirmación de que, después de su humillación, la vida iba a continuar como siempre. Su sensación de aislamiento fue completa y no pudo contener su desesperación.
Primero tembló intentando dominarse y luego estalló; era un sonido agudo y nauseabundo que iba haciéndose cada vez más alto, a pesar del dedo que su madre había levantado de nuevo, y luego se ensanchaba hasta convertirse en un lamento, después un sollozo con una desesperada aspiración de aire. El padre dejó el cigarrillo que había estado a punto de encender. Se detuvo un momento para descubrir qué seguiría a la inhalación, y cuando el llanto del niño se elevó, el brazo del hombre hizo un extravagante recorrido por encima de la mesa y golpeó la cara del muchacho con el dorso de la mano.
Era imposible, pensé que no lo había visto, un hombre fuerte no podía golpear a un niño de aquella forma, con la fuerza incontenida del odio de un adulto. La cabeza del niño cayó violentamente hacia atrás cuando el golpe los arrastró a él y a la silla en la que estaba sentado casi hasta mi mesa. Fue el respaldo de la silla, que dio contra el suelo con un chasquido, lo que salvó la cabeza del niño. La camarera venía corriendo hacia nosotros, llamando a Mme. Auriac al mismo tiempo. Yo no había tomado la decisión de levantarme, pero estaba de pie. Por un instante, mis ojos se encontraron con los de la mujer de París. Estaba inmóvil. Luego asintió gravemente. La joven camarera había cogido al niño y estaba sentada en el suelo emitiendo notas de preocupación parecidas a las de una flauta, un sonido precioso, recuerdo que pensé mientras me acercaba a la mesa del padre.
Su mujer se había levantado del asiento y se quejaba a la chica.
—Usted no lo entiende, Mademoiselle. No hará más que empeorar las cosas. Él chilla, pero sabe lo que se hace. Siempre se sale con la suya.
No había ni rastro de Mme. Auriac. Yo tampoco había tomado ninguna decisión ni hecho ningún cálculo respecto al lío en que me estaba metiendo. El hombre había encendido su cigarrillo. Me alivió un poco ver que le temblaban las manos. No me miró. Hablé con voz clara y trémula y con precisión tolerable pero prácticamente sin ningún modismo. No tenía el sinuoso dominio de Jenny. Hablar en francés dio a mis sentimientos y a mis palabras una solemnidad teatral y cohibida, y, allí de pie, tuve una breve y ennoblecedora sensación de mí mismo como uno de esos oscuros ciudadanos franceses que salen de la nada en un momento de transformación en la historia de su país para improvisar las palabras que la historia grabará en piedra. ¿Era aquel el Juramento del Jeu de Paumme? ¿Era yo Desmoulins en el Café Foy? En realidad, lo único que dije fue, literalmente:
—Monsieur, pegar a un niño de esa manera es repugnante. Es usted un animal, un animal, Monsieur. ¿Le da miedo pelear con alguien de su tamaño? Porque me encantaría partirme la boca.
Este ridículo lapsus linguae hizo que el hombre se relajara. Me sonrió y apartó su silla hacia atrás. Veía a un inglés pálido de mediana estatura que todavía sostenía en la mano su servilleta. ¿Qué podía temer quien tenía un caduceo tatuado en cada uno de sus gruesos antebrazos?
—Ta gueule? Con mucho gusto le ayudaré a partírsela.
Hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.
Lo seguí por entre las mesas vacías. Apenas podía creerlo. Íbamos a salir fuera. Una imprudente alegría hacía mis pasos más ligeros y me pareció que flotaba por encima del suelo del restaurante. Cuando salíamos, el hombre al que yo había desafiado dejó que la puerta de vaivén me golpease. Cruzó la carretera desierta delante de mí hasta donde había un surtidor de gasolina al lado de una farola. Se volvió para enfrentarse a mí y ponerse en guardia, pero yo ya me había decidido y mientras él levantaba los brazos mi puño viajaba hacia su cara con todo mi peso detrás. Le di de lleno en la nariz con tal fuerza que al mismo tiempo que su hueso se rompía noté que algo saltaba con un chasquido en mi nudillo. Hubo un momento muy satisfactorio cuando él se quedó aturdido pero no se cayó. Sus brazos colgaban a los costados y él estaba allí de pie mirándome mientras yo lo golpeaba con la izquierda, uno, dos, tres, cara, garganta y estómago, antes de que se derrumbase. Eché el pie hacia atrás y creo que lo habría pateado y pisoteado hasta matarlo si no hubiese oído una voz y al volverme hubiese visto una figura delgada en la puerta iluminada al otro lado de la carretera. La voz era tranquila.
—Monsieur. Je vous prie. Ça suffit.
Inmediatamente comprendí que el júbilo que me impulsaba no tenía nada que ver con la venganza y la justicia. Horrorizado de mí mismo, retrocedí.
Crucé la carretera y seguí a la mujer de París al interior del hotel. Mientras esperábamos a la policía y una ambulancia, Mme. Auriac me vendó la mano y se puso detrás de la barra para servirme un coñac. En el fondo de la nevera encontró el último de los helados del verano para el chico, que seguía sentado en el suelo recuperándose, envuelto en los brazos maternales de la bonita camarera, la cual, todo hay que decirlo, estaba sonrojada y parecía poseída por una gran felicidad.