Dos años y pico después, a las seis y media de una mañana de noviembre, me desperté y descubrí que Jenny estaba en la cama a mi lado. Había estado diez días en Estrasburgo y Bruselas y había regresado tarde esa noche. Nos abrazamos adormilados. Los reencuentros menores como este son uno de los más exquisitos placeres domésticos. Me pareció a la vez familiar y nueva; qué fácilmente se acostumbra uno a dormir solo. Tenía los ojos cerrados y una media sonrisa en los labios cuando encajó su mejilla en el espacio debajo de mi clavícula, que parecía haberse adaptado a su forma a lo largo de los años. Teníamos como máximo una hora, probablemente menos, antes de que los niños se despertasen y nos descubriesen; lo cual sería más emocionante para ellos porque yo me había mostrado vago respecto a su regreso por si ella no conseguía coger el último avión. Bajé la mano y le apreté las nalgas. Su mano se movió con ligereza sobre mi vientre. Busqué el conocido bulto en la base de su dedo meñique donde un sexto dedo había sido amputado poco después de su nacimiento. Tantos dedos, decía su madre, como patas tiene un insecto. Unos minutos más tarde, que tal vez habían sido interrumpidos por un breve sueñecito, empezamos a hacer el amor de esa manera amistosa que es privilegio y componenda de la vida matrimonial.

Estábamos empezando a despertar a la urgencia de nuestro placer y moviéndonos más vigorosamente a beneficio del otro cuando sonó el teléfono de la mesilla de noche. Deberíamos habernos acordado de desenchufarlo. Intercambiamos una mirada. En silencio estuvimos de acuerdo en que era aún lo bastante temprano como para que una llamada telefónica fuese insólita, tal vez una urgencia.

Lo más probable es que fuera Sally. Había venido a vivir con nosotros dos veces y la tensión creada en la vida familiar había sido demasiado grande para que pudiera quedarse. Varios años antes, cuando tenía veintiuno, se había casado con un hombre que le pegaba y que la abandonó con un niño. Dos años después, Sally fue considerada inadecuada, excesivamente violenta, para cuidar de su hijo, el cual estaba ahora con unos padres adoptivos. Venció el alcoholismo al cabo de unos años, solo para contraer un segundo matrimonio desastroso. Ahora vivía en un hostal en Manchester. Su madre, Jean, había muerto, y Sally contaba con nosotros para que le diésemos afecto y apoyo. Nunca nos pidió dinero. Yo no había podido librarme de la idea de que su desdichada vida era responsabilidad mía.

Jenny estaba de espaldas, así que fui yo el que alargó el brazo para cogerlo. Pero no era Sally, era Bernard, ya en mitad de una frase. No hablaba, farfullaba. Oí excitados comentarios detrás de él, que dieron paso a una sirena de policía. Traté de interrumpirlo diciendo su nombre. La primera cosa inteligible que le oí decir fue:

—Jeremy, ¿me estás escuchando? ¿Estás ahí?

Sentí que me encogía dentro de su hija. Mantuve un tono sensato.

—Bernard, no he entendido una palabra. Empieza otra vez, despacio.

Jenny me hacía señas, ofreciéndose a coger el teléfono. Pero Bernard había empezado de nuevo. Negué con la cabeza y volví los ojos hacia la almohada.

—Enciende la radio, muchacho. O la televisión, aún mejor. Están cruzando a montones. Es increíble…

—Bernard, ¿quiénes están cruzando por dónde?

—Te lo acabo de decir. ¡Están derribando el Muro! Es difícil de creer, pero lo estoy viendo ahora mismo, berlineses del Este pasando…

Mi primer pensamiento, egoísta, fue que no se me pedía nada inmediatamente. No tenía que dejar mi cama y salir a hacer algo útil. Le prometí a Bernard que volvería a llamarlo más tarde. Colgué y le di a Jenny la noticia.

—Asombroso.

—Increíble.

Estábamos haciendo lo posible por mantener toda la importancia del hecho a cierta distancia, porque todavía no pertenecíamos al mundo, a la comunidad luchadora de la gente completamente vestida. Un importante principio estaba en juego: mantener la primacía de la vida privada. Así que reanudamos nuestra actividad. Pero el hechizo se había roto. Multitudes regocijadas desfilaban por la penumbra matinal de nuestro dormitorio. Los dos estábamos en otra parte. Finalmente fue Jenny la que dijo:

—Bajemos a verlo.

Nos quedamos de pie en el cuarto de estar, en bata, con tazas de té en la mano, mirando el televisor. No parecía correcto sentarse. Berlineses orientales con anoraks de nailon y cazadoras vaqueras desteñidas, empujando sillitas de bebé o llevando a sus niños de la mano, cruzaban el puesto de control Charlie sin ser controlados. La cámara cabeceaba y zigzagueaba, entrometiéndose en los grandes abrazos. Una mujer llorosa, a la cual un solo foco de televisión daba un aspecto cadavérico, abrió las manos, fue a hablar y no pudo porque estaba demasiado ahogada para pronunciar las palabras. Multitudes de berlineses occidentales daban vítores y puñetazos alegres en el techo de cada valiente y ridículo Trabant que avanzaba lentamente hacia la libertad. Dos hermanas se aferraron la una a la otra y se negaron a separarse para que les hicieran una entrevista. Jenny y yo teníamos lágrimas en los ojos, y cuando los niños entraron corriendo para saludarla, el pequeño drama del reencuentro, los abrazos y achuchones en la alfombra del cuarto de estar, se volvieron más conmovedores a causa de los gozosos sucesos de Berlín, e hicieron que Jenny llorase abiertamente.

Una hora más tarde Bernard telefoneó de nuevo. Hacía ya cuatro años que había empezado a llamarme «muchacho», desde que se había hecho socio del Garrick Club, sospechaba yo. Jenny sostenía que esa era la distancia recorrida desde el «camarada».

—Muchacho, quiero irme a Berlín lo antes posible.

—Buena idea —dije enseguida—. Debes ir.

—Los billetes son oro en polvo. Todo el mundo quiere ir. He conseguido reservar dos asientos en un vuelo para esta tarde. Tengo que confirmarlo dentro de una hora.

—Bernard, yo estoy a punto de irme a Francia.

—Desvíate de tu camino. Es un momento histórico.

—Te llamaré más tarde.

Jenny se mostró mordaz.

—Tiene que ir a ver su Gran Error corregido. Necesitará a alguien que le lleve las maletas.

Planteado así, yo estaba dispuesto a decir que no. Pero durante el desayuno, impulsado por el estrepitoso triunfalismo del televisor portátil en blanco y negro que teníamos junto al fregadero de la cocina, empecé a sentir una excitación impaciente, una necesidad de aventura después de días de obligaciones domésticas. El aparato emitía un rugido en miniatura y yo me sentía como un muchacho que no ha podido entrar en el estadio el día de la final de la Copa. La historia estaba sucediendo sin mí.

Después de enviar a los niños a sus guarderías y colegios, volví a plantearle el asunto a Jenny. Estaba contenta de estar en casa otra vez. Iba de habitación en habitación, el teléfono inalámbrico siempre a mano, atendiendo las plantas que se habían marchitado bajo mis cuidados.

—Ve —fue su recomendación—. No me hagas caso. Estoy celosa. Pero, antes de irte, más te vale acabar lo que has empezado.

El mejor de todos los arreglos posibles. Cambié mi vuelo directo a Montpellier para pasar por Berlín y París y confirmé la reserva de Bernard. Telefoneé a Berlín para preguntarle a mi amigo Günter si podíamos ocupar su apartamento. Llamé a Bernard para decirle que iría a recogerlo en un taxi a las dos. Cancelé compromisos, dejé instrucciones e hice la maleta. En la televisión se veía una cola de casi un kilómetro de berlineses orientales delante de un banco, esperando para cobrar sus cien marcos. Jenny y yo volvimos al dormitorio durante una hora, luego ella se marchó apresuradamente a una cita. Me senté en la cocina, en bata, y comí temprano unas sobras recalentadas. En el televisor portátil, se habían abierto brechas en otras partes del Muro. La gente convergía en Berlín procedente de todo el planeta. Se preparaba una inmensa fiesta. Los periodistas y los equipos de televisión no podían encontrar habitaciones de hotel. En el piso de arriba, bajo la ducha, pletórico de vigor y claridad por haber hecho el amor, cantando a voz en grito fragmentos de Verdi que recordaba en italiano, me felicité por tener una vida tan rica e interesante.

Hora y media más tarde dejé el taxi esperando en Addison Road y subí a la carrera el tramo de escaleras hasta el piso de Bernard. Estaba de pie al lado de la puerta abierta, con el abrigo y el sombrero en las manos y las maletas junto a sus pies. Hacía poco que había adquirido la minuciosa exactitud de la vejez, la necesaria cautela para acomodarse a una memoria inútil. Cogí sus maletas (Jenny tenía razón), y él estaba a punto de cerrar la puerta cuando frunció el ceño y levantó el índice.

—Una última mirada.

Dejé las maletas en el suelo y lo seguí, justo a tiempo de verlo coger las llaves y el pasaporte de la mesa de la cocina. Me los enseñó con una expresión de «ya te lo dije», como si fuese yo el que los hubiese olvidado y a él hubiese que felicitarle.

Había compartido taxis londinenses con Bernard anteriormente. Las piernas casi le llegaban a la mampara. Todavía estábamos en primera, todavía arrancando, y Bernard ya formaba un ángulo con los dedos bajo la barbilla y empezaba: «La cuestión es…». Su voz no tenía la cualidad recortada de mandarín de los tiempos de guerra que tenía la de June; en cambio era ligeramente alta y excesivamente precisa en su enunciación, como debía de haberlo sido la de Lytton Strachey y como lo era la de Malcolm Muggeridge; hablaba como solían hacerlo ciertos galeses educados. Si uno no conocía ya a Bernard y lo quería, podía parecer afectado.

—La cuestión es que la unidad alemana es algo inevitable. Los rusos blandirán sus sables, los franceses agitarán los brazos, los británicos se mostrarán cautelosos, quién sabe lo que querrán los americanos, lo que les convendrá más. Pero nada de eso importa. Los alemanes tendrán la unidad porque la desean y la han previsto en su constitución y nadie puede detenerlos. La tendrán más bien antes que después, porque ningún canciller en su sano juicio va a dejar que el tanto se lo apunte su sucesor. Y la tendrán de acuerdo con las condiciones impuestas por los alemanes occidentales porque son ellos los que van a pagarla.

Presentaba todas sus opiniones como si fuesen hechos bien probados, y sus certezas tenían una fuerza sinuosa. Lo que se esperaba de mí era que presentase otra opinión, tanto si creía en ella como si no. Los hábitos de conversación privada de Bernard se habían formado durante años de debate público. Un buen asalto de opiniones encontradas era lo que nos llevaría a la verdad. Mientras nos dirigíamos a Heathrow argumenté obedientemente que tal vez los alemanes orientales tuviesen apego a ciertas características de su sistema y que por tanto posiblemente no fuese tan fácil asimilarlos, que la Unión Soviética tenía cientos de miles de soldados en la República Democrática Alemana y ciertamente podrían influir en el resultado si querían, y que casar los dos sistemas en términos prácticos y económicos podía llevar años.

Él asintió con satisfacción. Sus dedos seguían sosteniendo su barbilla y esperaba pacientemente a que yo terminara para poder rebatir mis argumentos. Metódicamente, lo hizo por orden. El enorme impulso popular contra el Estado germano-oriental había alcanzado una etapa en la que los persistentes apegos solo serían descubiertos demasiado tarde, en forma de nostalgia; la Unión Soviética había perdido interés en controlar a sus satélites del Este. Ya no era una superpotencia más que en términos militares, y necesitaba desesperadamente la buena voluntad occidental y el dinero alemán; en cuanto a las dificultades prácticas de la unión germana, se ocuparían de ellas más adelante, después de que el matrimonio político le hubiese asegurado al canciller su sitio en los libros de historia y una buena oportunidad de ganar las siguientes elecciones gracias a millones de nuevos y agradecidos votantes.

Bernard seguía hablando y no parecía darse cuenta de que el taxi había parado delante de nuestra terminal. Me incliné y pagué mientras él respondía largamente al tercero de mis puntos. Entonces el taxista se volvió en su asiento y abrió la puerta corrediza de cristal. Tendría cincuenta y tantos años y era completamente calvo, con cara de bebé y unos ojos grandes de un azul fluorescente y deslumbrante. Cuando Bernard terminó, él dio su opinión.

—Ya, ¿y luego qué, amigo? Los alemanes empezarán otra vez a darse importancia. Entonces será cuando empiecen los problemas…

Bernard se acobardó en cuanto el taxista comenzó a hablar, y se puso a buscar torpemente sus maletas. Las consecuencias de la unidad alemana eran probablemente el siguiente tema a debate, pero en lugar de dejarse arrastrar, aunque fuese por un minuto condescendiente, Bernard estaba incómodo y trataba de salir del coche.

—¿Dónde queda la estabilidad? —estaba diciendo el taxista—. ¿Dónde queda el equilibrio del poder? En el lado del Este tenemos a Rusia, que se está yendo al carajo, y a todos esos países pequeñitos, Polonia y los demás, hasta el cuello en la mierda por las deudas y todo eso…

—Sí, sí, tiene usted razón, realmente es un peligro —dijo Bernard, mientras se ponía a salvo en la acera—. Jeremy, no debemos perder el avión.

El taxista había bajado la ventanilla.

—En el Oeste tenemos a Gran Bretaña, que no es un jugador europeo realmente, ¿verdad? Todavía les lame el culo a los americanos, si me perdona la expresión. Así que no nos quedan más que los franceses. ¡Dios, los franceses!

—Adiós y gracias —murmuró Bernard.

Hasta se decidió a coger su propia maleta y a echar a andar tambaleándose para poner distancia. Lo alcancé junto a las puertas automáticas de la terminal. Dejó su maleta en el suelo delante de mí y se frotó la mano derecha con la izquierda mientras decía:

—Sencillamente, no puedo soportar que me arenguen los taxistas.

Yo lo entendía, pero también pensé que Bernard era demasiado exigente respecto a quién era su oponente en un debate.

—Has perdido la capacidad de comunicarte con el pueblo.

—Nunca la tuve, muchacho. Lo mío eran las ideas.

Media hora después del despegue pedimos champán del carrito de las bebidas y brindamos por la libertad. Luego Bernard volvió al tema de la capacidad de comunicación con el pueblo.

—June sí que la tenía. Podía llevarse bien con cualquiera. Ella hubiese entrado en conversación con ese taxista. Sorprendente en alguien que acabó convertida en una reclusa. Era mucho mejor comunista que yo, en realidad.

Por aquella época cualquier mención a June me producía una pequeña descarga de culpa. Desde su muerte en julio de 1987 no había hecho nada con las memorias que se suponía que estaba escribiendo aparte de poner orden en las notas y guardarlas en un archivador. Mi trabajo (dirijo una pequeña editorial especializada en libros de texto), la vida familiar, una mudanza el año pasado…, las habituales excusas no contribuían a que me sintiera mejor. Era posible que mi viaje a Francia, la bergerie y sus asociaciones, hicieran que me pusiese en marcha de nuevo. Y todavía había cosas que quería que Bernard me contase.

—No creo que June hubiese considerado eso un cumplido.

Bernard levantó su copa de perspex para que el champán refractara la luz del sol que entraba a raudales por la ventanilla.

—¿Quién lo consideraría así hoy en día? Pero durante un año o dos fue una verdadera tigresa a favor de la causa.

—Hasta la Gorge de Vis.

Él sabía cuándo lo estaba sonsacando. Se recostó en el asiento y sonrió sin mirarme.

—¿Estamos otra vez con la vida y la época?

—Ya es hora de que haga algo respecto a eso.

—¿Te habló alguna vez de la pelea que tuvimos? En la Provenza. Cuando regresábamos de Italia, por lo menos una semana antes de que llegásemos a la garganta.

—Creo que nunca lo mencionó.

—Fue en un andén de ferrocarril cerca de una pequeña ciudad cuyo nombre no recuerdo ahora. Estábamos esperando un tren regional que nos llevara a Arles. La estación no estaba techada, en realidad era poco más que un apeadero y estaba terriblemente destrozada. La sala de espera se había quemado. Hacía calor, no había ninguna sombra ni ningún sitio donde sentarse. Estábamos cansados y el tren iba con retraso. Además estábamos allí solos. Las condiciones perfectas para nuestra primera pelea matrimonial.

»En un momento dado dejé a June de pie junto a nuestro equipaje y paseé a lo largo del andén justo hasta donde terminaba, ya sabes, lo que uno hace cuando el tiempo pasa despacio. El lugar era un desastre. Creo que se había derramado un barril de brea o de pintura. Las losetas del pavimento se habían desplazado y las malas hierbas habían crecido entre ellas y se habían secado por el calor. En la parte de atrás, lejos de las vías, unos cuantos madroños habían conseguido medrar bastante bien. Los estaba mirando cuando distinguí un movimiento en una hoja. Me acerqué más y allí estaba, una libélula, Sympetrum sanguineum, un macho, ¿sabes?, de un rojo vivo. No son exactamente raras, pero aquella era desacostumbradamente grande, una preciosidad.

»Cosa asombrosa, la atrapé con las manos ahuecadas, luego corrí por el andén hasta donde estaba June y logré que la cogiera en sus manos mientras yo buscaba en la maleta mi estuche de viaje. Lo abrí, saqué el frasco en que introducía a los insectos para que muriesen por asfixia y le pedí a June que me acercase el insecto. Ella seguía con las manos ahuecadas, así, pero me miraba con una expresión rara, una especie de horror. Dijo: “¿Qué vas a hacer?”. Y yo dije: “Quiero llevármela a casa”. Ella no se acercó. Dijo: “Quieres decir que vas a matarla”. “Por supuesto”, dije. “Es una preciosidad”. Entonces se volvió fría y lógica. “Es preciosa y por lo tanto quieres matarla”. June, como tú sabes, creció cerca del campo y nunca tuvo demasiados escrúpulos respecto a matar ratones, ratas, cucarachas, avispas, cualquier cosa que le molestara en realidad. Hacía mucho calor y no era el momento de empezar una discusión ética respecto a los derechos de los insectos. Así que le dije: “June, dámela de una vez”. Puede que lo dijera demasiado bruscamente. Dio medio paso atrás y me di cuenta de que estaba a punto de soltarla. Le dije: “June, sabes muy bien cuánto significa para mí. Si la dejas ir, nunca te lo perdonaré”. Ella luchaba consigo misma. Repetí lo que le había dicho y entonces vino hacia mí, sumamente malhumorada, pasó la libélula a mis manos y me observó mientras la ponía en el frasco y la guardaba. Estuvo silenciosa mientras yo metía mis cosas en la maleta y luego, quizá porque se culpaba a sí misma por no haberla soltado, se puso furiosa.

El carrito de las bebidas estaba haciendo una segunda ronda y Bernard titubeó hasta que decidió no pedir otro champán.

—Como las mejores peleas, esta pasó rápidamente de lo particular a lo general. Mi actitud hacia aquel pobre bicho era típica de mi actitud hacia la mayoría de las cosas, incluyéndola a ella. Yo era frío, teórico, arrogante. Nunca mostraba ninguna emoción y le impedía a ella mostrarlas. Se sentía vigilada, analizada, se sentía parte de mi colección de insectos. Lo único que a mí me interesaba era la abstracción. Yo aseguraba amar la «creación», como ella lo llamaba, pero en realidad quería controlarla, asfixiarla, etiquetarla y colocarla en hileras. Y mis opiniones políticas eran otro aspecto en cuestión. No era tanto la injusticia lo que me molestaba como el desorden. No era tanto la hermandad de los hombres lo que me atraía como la eficaz organización de los hombres. Lo que yo quería era una sociedad tan ordenada como un cuartel, justificada por teorías científicas. Estábamos allí de pie bajo aquel sol feroz y ella me gritaba: «¡Ni siquiera te gustan las personas de clase obrera! Nunca hablas con ellas. No sabes cómo son. Las detestas. ¡Lo único que quieres es colocarlas en ordenadas hileras como tus malditos insectos!».

—¿Qué le dijiste tú?

—Al principio no mucho. Ya sabes cómo odio las escenas. No paraba de pensar: me he casado con esta encantadora chica y ella me odia. ¡Qué terrible equivocación! Y luego, como tenía que decir algo, monté una defensa de mi afición. A la mayoría de la gente, le dije, le desagrada instintivamente el mundo de los insectos, y los entomólogos son los únicos que se fijan en él, estudian sus peculiaridades y ciclos vitales y se ocupan de él en general. Poner nombre a los insectos y clasificarlos en grupos y subgrupos era una parte importante de esa actividad. Si uno aprendía a nombrar una parte del mundo, aprendía a amarla. Matar unos cuantos insectos era irrelevante comparado con ese hecho mayor. Las poblaciones de insectos eran enormes, incluso en las especies raras. Eran genéticamente clones los unos de los otros, por lo que no tenía sentido hablar de individuos y menos aún de sus derechos. «Ya estás otra vez», dijo ella. «No estás hablando conmigo. Estás dando una conferencia». Fue entonces cuando empecé a enfadarme. En cuanto a mis opiniones políticas, continué, sí, me gustaban las ideas, y qué tenía eso de malo. Los demás podían estar de acuerdo o en desacuerdo con ellas. Y era verdad, me sentía incómodo con las personas de clase obrera, pero eso no significaba que las detestase. Eso era absurdo. Comprendería muy bien que ellas se sintiesen incómodas conmigo. En cuanto a mis sentimientos hacia ella, sí, no era muy emotivo, pero eso no quería decir que no tuviese emociones. Sencillamente era la forma en que me habían educado, y si deseaba saberlo, la quería más de lo que nunca podría decirle, esa era la verdad, y si no se lo decía muy a menudo, bueno, lo sentía, pero en adelante lo haría, todos los días si era necesario.

»Y luego sucedió una cosa extraordinaria. En realidad sucedieron dos cosas a la vez. Mientras yo estaba diciendo todo esto, nuestro tren llegó con gran estrépito y muchísimo humo y vapor, y justo cuando se detuvo, June se echó a llorar, me abrazó y me dio la noticia de que estaba embarazada y que sostener la pequeña libélula entre sus manos le había hecho sentirse responsable no solo de la vida que estaba creciendo dentro de ella, sino de toda vida, y que dejarme matar a aquel hermoso bicho había sido un espantoso error y que estaba segura de que la naturaleza se vengaría y algo terrible le sucedería al niño. El tren salió y nosotros seguíamos abrazados en el andén. Yo tenía ganas de bailar de alegría arriba y abajo del andén, pero, como un idiota, trataba de explicarle a June las teorías de Darwin y de consolarla diciéndole que sencillamente no había lugar en el esquema de las cosas para la clase de venganza de la que estaba hablando, y que nada le sucedería a nuestro hijo…

—Jenny.

—Sí, por supuesto. Jenny.

Bernard apretó el timbre sobre su cabeza y le dijo al auxiliar de vuelo que había cambiado de opinión y que después de todo queríamos champán. Cuando llegó levantamos los vasos, brindando, al parecer, por el inminente nacimiento de mi esposa.

—Después de esa noticia no podíamos soportar la idea de esperar otro tren, así que nos fuimos andando a la ciudad (poco más que un pueblo grande en realidad, ojalá pudiera recordar el nombre) y encontramos el único hotel que había y tomamos una habitación enorme y crujiente en el primer piso, que daba a una plaza pequeña. Un lugar perfecto, siempre pensamos en volver. June sabía el nombre, yo ya no lo recordaré nunca. Nos quedamos allí dos días, celebramos que íbamos a tener un hijo, hicimos el balance de nuestras vidas, planeamos nuestro futuro como cualquier matrimonio joven. Fue una reconciliación maravillosa, y apenas salimos de la habitación.

»Pero hubo una noche en que June se quedó dormida temprano y yo estaba inquieto. Salí a dar un paseo por la plaza y tomé un par de copas en un café. Ya sabes lo que pasa cuando has estado con alguien tan intensamente durante muchas horas y luego te quedas solo de nuevo. Es como si hubieses vivido en un sueño. Vuelves en ti. Me senté en la terraza de aquel bar, viendo cómo los hombres jugaban a las boules. Hacía un calor espantoso, y por primera vez tenía la oportunidad de reflexionar sobre algunas de las cosas que June me había dicho en la estación. Traté de imaginar cómo sería creer, creer de verdad, que la naturaleza podía hacer daño a un feto para vengarse de la muerte de un insecto. Lo había dicho completamente en serio, hasta el punto de llorar. Y francamente no pude. Era un pensamiento mágico, completamente ajeno a mí…

—Pero, Bernard, ¿nunca tienes ese sentimiento cuando estás tentando a la suerte? ¿Nunca tocas madera?

—Eso no es más que un juego, una forma de hablar. Sabemos que es superstición. Esa creencia de que la vida realmente da recompensas y castigos, que debajo de todo ello hay una pauta más profunda de significado que va más allá del que nosotros le damos, todo eso no es más que magia consoladora. Únicamente…

—¿Los biógrafos?

—Iba a decir las mujeres. Tal vez lo que estoy diciendo es que sentado en aquella placita calurosa con mi bebida empezaba a comprender algo acerca de los hombres y las mujeres.

Me pregunté qué habría opinado de aquello mi sensata y eficaz esposa, Jenny.

Bernard había terminado su champán y miraba los pocos centímetros que quedaban en mi botella. Se la di mientras él decía:

—Hay que enfrentarse a ello, las diferencias físicas son solo…, solo la…

—¿Punta del iceberg?

Él sonrió.

—El extremo delgado de una gigantesca cuña. El caso es que me quedé allí sentado y tomé otra copa o dos. Y luego, ya sé que es absurdo darle demasiada importancia a lo que la gente te dice cuando está enfadada, pero de todas formas reflexioné sobre lo que había dicho acerca de mi postura política, quizá porque había un elemento de verdad en ello, respecto a todos nosotros, y porque me había dicho cosas similares antes. Recuerdo que pensé: no permanecerá mucho tiempo en el Partido. Tiene sus propias ideas y son fuertes y extrañas.

»Todo esto me ha venido a la cabeza esta tarde cuando he salido huyendo del taxista. Si hubiese sido June, la June de 1945, no la June que abandonó la política por completo, habría pasado media hora feliz hablando de política europea con ese tipo, y sugiriéndole lo que debía leer, anotando su nombre para enviarle información regularmente y, quién sabe, afiliándolo al Partido. Habría estado dispuesta a perder el avión.

Levantamos las botellas y los vasos para dejar sitio a las bandejas del almuerzo.

—Bueno, ahí lo tienes, para lo que te pueda servir, otro dato para la vida y la época. Fue mejor comunista que yo. Pero en aquella explosión suya en la estación se podían ver muchas cosas del futuro. Se podía ver venir su desapego del Partido y también el comienzo de los disparates que llenaron su vida desde entonces. Ciertamente no fue un asunto repentino de una mañana en la Gorge de Vis, dijera ella lo que dijera.

Me dolió oír cómo me devolvía mi propio escepticismo. Mientras untaba la mantequilla en el panecillo congelado me sentí impulsado a bromear a favor de June.

—Pero, Bernard, ¿qué me dices de la venganza del insecto?

—¿Qué venganza?

—¡El sexto dedo de Jenny!

—Muchacho, ¿qué vamos a beber con la comida?

Fuimos primero al apartamento de Günter en Kreuzberg. Dejé a Bernard esperando en un taxi mientras llevaba las maletas al patio y luego las subía al rellano del cuarto piso de la Hinterhaus. La vecina de enfrente, que era quien tenía la llave, hablaba un poco de inglés y sabía que habíamos ido por lo del Muro.

—No bueno —insistió—. Demasiada gente aquí. En la tienda no hay leche, no hay pan, no hay fruta. En el U-Bahn también. ¡Demasiada gente!

Bernard le dijo al taxista que nos llevase a la Puerta de Brandenburgo, pero esto resultó ser una equivocación y yo empecé a comprender lo que quería decir la vecina de Günter. Había demasiada gente, demasiado tráfico. Las calzadas, generalmente llenas de coches, soportaban la sobrecarga de humeantes Wartburgs y Trabants que habían salido para su primera noche turística. Las aceras estaban abarrotadas. Todo el mundo, los berlineses del Este y del Oeste, al igual que los forasteros, eran turistas ahora. Bandas de adolescentes del Berlín Occidental con latas de cerveza y botellas de sekt pasaron junto a nuestro coche atrapado entonando canciones de fútbol. En la oscuridad del asiento trasero empecé a arrepentirme vagamente de no estar ya en la bergerie, en lo alto de Saint Privat, preparando la casa para el invierno. Incluso en aquella época del año a veces se oían cigarras en una noche de temperatura suave. Luego, recordando la historia que Bernard me había contado, desvié mi arrepentimiento con la resolución de sacarle todo lo que pudiera mientras estábamos allí y revivir las memorias.

Renunciamos al taxi y seguimos a pie. Fueron veinte minutos hasta llegar al Monumento de la Victoria, y desde allí se extendía ante nosotros la ancha 17 de Junio que llevaba hasta la Puerta. Alguien había atado un pedazo de cartón sobre el letrero de la calle y había pintado sobre él «9 de Noviembre». Cientos de personas se movían en la misma dirección. A medio kilómetro se veía la Puerta de Brandenburgo iluminada, un poco demasiado pequeña, demasiado achaparrada para su importancia global. En su base, la oscuridad parecía más intensa en una ancha banda. Solo cuando llegásemos allí descubriríamos que era la multitud. Bernard parecía rezagarse. Llevaba las manos a la espalda y se inclinaba hacia adelante contra un viento imaginario. Todo el mundo nos pasaba.

—¿Cuándo estuviste aquí por última vez?

—¿Sabes que nunca había andado por aquí? ¿En Berlín? Hubo una conferencia sobre el Muro en su quinto aniversario en 1966. Antes de eso… ¡Dios! En 1953. Éramos una delegación no oficial de los comunistas británicos que vinimos a protestar, no, eso es demasiado fuerte, a expresar nuestra reverente preocupación al partido germano-oriental por la forma en que habían aplastado la sublevación. Recibimos una dura reprimenda de algunos de los camaradas cuando volvimos.

Dos chicas con chaquetas de cuero negro, pantalones vaqueros ajustadísimos y botas camperas con clavos plateados nos rozaron al pasar. Iban cogidas del brazo, no tanto desafiando las miradas que atraían como indiferentes a ellas. Llevaban el pelo teñido de negro. Las colas de caballo idénticas que se balanceaban completaban una referencia pasajera a los años cincuenta. Pero no a los cincuenta de Bernard, me imaginé. Él las miraba con el ceño ligeramente fruncido. Se inclinó para murmurar confidencialmente en mi oído, lo cual era innecesario porque no había nadie muy cerca de nosotros, y a nuestro alrededor se oían los sonidos de voces y pasos.

—Desde que ella murió, me he encontrado mirando a las chicas jóvenes. Por supuesto, es patético a mi edad. Pero no es tanto sus cuerpos lo que miro como sus caras. Las miro buscando un rastro de ella. Se ha convertido en una costumbre. Siempre estoy tratando de encontrar un gesto, una expresión, algo en los ojos o en el pelo, cualquier cosa que la mantenga viva para mí. No es la June que tú conociste la que busco, de lo contrario estaría matando del susto a las viejecitas. Es la chica con quien me casé…

June en la fotografía enmarcada. Bernard me puso una mano en el brazo.

—Hay algo más. Durante los primeros seis meses no podía apartar de mi mente la idea de que ella trataría de comunicarse conmigo. Al parecer es algo muy corriente. La pena crea la superstición.

—En tus esquemas científicos no.

Lamenté la cruel ligereza de este comentario, pero Bernard asintió.

—Exactamente, y tan pronto como me sentí más fuerte recobré mi sentido común. Pero durante algún tiempo no pude dejar de pensar que si por alguna imposible casualidad el mundo era realmente como ella creía que era, entonces con toda seguridad trataría de establecer contacto para decirme que yo estaba equivocado y ella tenía razón, que había un Dios, una vida eterna, un lugar adonde iban las conciencias. Todas esas bobadas. Y que lo haría a través de una chica que se pareciese a ella. Y un día una de esas chicas vendría a mí con un mensaje.

—¿Y ahora?

—Ahora es una costumbre. Miro a una chica y la juzgo de acuerdo con cuánto de June hay en ella. Esas chicas que acaban de pasarnos…

—¿Sí?

—La de la izquierda. ¿No la has visto? Tenía la boca de June y algo parecido en los pómulos.

—No le he visto la cara.

Bernard me apretó más el brazo.

—Tengo que preguntarte esto porque no se me va de la cabeza. Hace mucho tiempo que tengo ganas de preguntártelo. ¿Te habló de cosas muy personales… sobre ella y sobre mí?

El incómodo recuerdo de la «talla» que Bernard «gastaba» me hizo titubear.

—Por supuesto. Pensaba mucho en ti.

—Pero ¿qué clase de cosas?

Al ocultarle un conjunto de detalles embarazosos sentí que le debía otro.

—Bueno, esto…, me habló de la primera vez que vosotros…, de vuestra primera vez.

—Ah.

Bernard retiró la mano y se la metió en el bolsillo. Caminamos en silencio mientras él consideraba esto. Más allá, aparcados en una fila irregular en el centro de 17 de Junio, veíamos un despliegue de vehículos de los medios de comunicación, unidades móviles, antenas parabólicas, grúas y camiones generadores. Debajo de los árboles de la Tiergarten, unos obreros alemanes descargaban una serie de retretes portátiles verde oscuro. Unos pequeños músculos se contraían a lo largo de la enorme mandíbula de Bernard. Su voz era distante. Estaba a punto de enfadarse.

—¿Y vas a escribir sobre esa clase de cosas?

—Bueno, ni siquiera he empezado a…

—¿Se te ha ocurrido tener en cuenta mis sentimientos al respecto?

—Siempre he pensado enseñarte lo que escriba. Ya lo sabes.

—¡Por Dios Santo! ¿En qué estaba pensando cuando te contó esas cosas?

Habíamos llegado a la altura de las primeras antenas parabólicas. Unas tazas de plástico vacías que salieron de la oscuridad rodaron hacia nosotros empujadas por la brisa. Bernard aplastó una con el pie. De la multitud congregada delante de la Puerta, todavía a unos cien metros de nosotros, nos llegaron aplausos. Eran los típicos aplausos estúpidos y bien intencionados que se pueden oír en un concierto cuando izan el piano de cola sobre el escenario.

—Escucha, Bernard, lo que me contó no era más íntimo que vuestra historia en la estación. Por si quieres saberlo, la cuestión principal era que se trataba de un paso muy atrevido para una chica joven en aquellos tiempos, lo cual demostraba lo muy atraída que se sentía por ti. Y, de hecho, quedas muy bien. Parece ser que eras… extraordinariamente bueno en ese campo, un genio fue la palabra que ella usó. Me contó que te levantaste de un salto y abriste la ventana durante una tormenta y lanzaste gritos de Tarzán mientras miles de hojas…

Bernard tuvo que gritar por encima del estruendo de un generador diésel.

—¡Dios Santo! ¡Eso no fue entonces! Eso fue dos años más tarde. Eso fue en Italia, cuando vivíamos encima del viejo Massimo y su escuálida esposa. No soportaban ningún ruido en la casa. Nosotros solíamos hacerlo fuera, en los campos, donde pudiéramos. Una noche hubo una tormenta terrible que nos obligó a meternos en la habitación, tan ruidosa, además, que no podían oírnos.

—Bueno —empecé a decir.

El enfado de Bernard se había trasladado a June.

—¿Qué diablos hacía, inventándose eso? Amañar los libros, eso es lo que hacía. Nuestra primera vez fue un desastre, un completo desastre. Ella la ha reescrito para la versión oficial. Es el aerógrafo una vez más.

—Si quieres corregir los datos…

Bernard me lanzó una rápida mirada de desprecio concentrado y se alejó más mientras decía:

—Esa no es mi idea de unas memorias, escribir acerca de la vida sexual de alguien como si fuese un maldito espectáculo. ¿Es que crees que en última instancia la vida se reduce a eso? ¿A joder? ¿A los triunfos y los fracasos sexuales? ¿Todo vale para reírse un rato?

Estábamos pasando por delante de un camión de televisión. Eché una ojeada al interior y vi más o menos una docena de monitores que mostraban la misma imagen de un reportero mirando con el ceño fruncido las notas que tenía en una mano, mientras con la otra sostenía distraídamente un micrófono que colgaba de un cable. De la multitud llegó un suspiro fuerte, un largo gemido de desaprobación que empezó a aumentar de volumen hasta convertirse en un rugido.

Bernard había cambiado de opinión de repente. Se volvió hacia mí bruscamente.

—Dios, tienes tantas ganas de saberlo —gritó—. Te diré algo. Puede que a mi mujer le interesase la verdad poética, o la verdad espiritual, o su propia verdad particular, pero le importaba un comino la verdad, los hechos, la clase de verdad que dos personas pueden reconocer independientemente la una de la otra. Creaba modelos, inventaba mitos, luego hacía que los hechos se ajustaran a ellos. Por Dios Santo, olvídate del sexo. Aquí tienes tu tema: el modo en que las personas como June distorsionan los hechos para que se ajusten a sus ideas en lugar de lo contrario. ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué siguen haciéndolo?

Yo dudaba sobre si darle la réplica obvia cuando llegamos al borde de la multitud. Se habían reunido dos o tres mil personas con la esperanza de ver caer el Muro en su punto más importante, más simbólico. Sobre los bloques de hormigón de tres metros y medio que se extendían a ambos lados del acceso a la Puerta una hilera de soldados germano-orientales jóvenes y nerviosos estaban en posición de descanso, de cara al oeste. Llevaban sus revólveres reglamentarios a la espalda, ocultos a la vista. Un oficial paseaba arriba y abajo delante de la hilera fumando y observando a la multitud. Detrás de los soldados se alzaba la fachada iluminada y desconchada de la Puerta de Brandeburgo con la bandera de la República Democrática Alemana agitándose ligeramente. Unas barreras contenían a la multitud, y los gemidos de decepción debían de haber sido provocados por la policía del Berlín Oeste que estaba situando sus camionetas delante de los bloques de hormigón. Cuando llegamos alguien arrojó una lata de cerveza llena a uno de los soldados. Voló alta y rápida, dejando tras de sí una estela de espuma blanca que los focos hacían resaltar, y cuando pasó por encima de la cabeza del joven soldado inmediatamente hubo gritos de desaprobación por parte de la multitud y llamadas en alemán a la no violencia. La propagación del sonido me hizo comprender que había docenas de personas subidas en los árboles.

No fue difícil abrirnos paso hacia las primeras filas. Ahora que estábamos entre la multitud, esta parecía más civilizada, más variada de lo que yo había pensado. Los niños pequeños sentados sobre los hombros de sus padres tenían tan buena visibilidad como Bernard. Dos estudiantes vendían globos y helados. Y un viejo con gafas oscuras y un bastón blanco permanecía inmóvil con la cabeza ladeada, escuchando. A su alrededor habían dejado un amplio espacio. Cuando llegamos a la barrera Bernard señaló hacia un oficial de policía del Berlín Occidental que estaba conversando con un oficial del ejército germano-oriental.

—Estarán hablando sobre cómo controlar a la multitud. Eso ya es medio camino hacia la unificación.

Desde su explosión de ira, Bernard había adoptado una actitud distanciada. Miraba a su alrededor con una expresión fría y arrogante, difícil de reconciliar con su excitación de esa misma mañana temprano. Era como si aquellas personas y el suceso mismo tuviesen alguna fascinación, pero solo hasta cierto punto. Al cabo de media hora resultó evidente que no iba a suceder nada que satisficiera a la multitud. No había grúas a la vista para levantar secciones del Muro, ni tampoco maquinaria pesada que derribase los bloques de hormigón. Pero Bernard era partidario de quedarse. Así que permanecimos de pie bajo el frío. Una multitud es lenta, estúpida, mucho menos inteligente que cualquiera de sus miembros. Esta estaba dispuesta a quedarse allí toda la noche, con la paciencia de un perro, esperando algo que todos sabíamos que no podía suceder. Yo empecé a sentirme malhumorado. En otros lugares de la ciudad había alegres celebraciones; allí, únicamente paciencia y la calma senatorial de Bernard. Pasó otra hora antes de que pudiese convencerle de que se viniera andando conmigo hasta el puesto de control Charlie.

Íbamos por un camino embarrado cerca del Muro, cuyas llamativas pintadas parecían monocromas bajo las luces de la calle. A nuestra derecha había edificios abandonados, solares vacíos con rollos de alambre y montones de escombros y las hierbas del último verano aún erguidas.

Yo ya no deseaba reprimir mi pregunta.

—Pero tú permaneciste en el Partido diez años. Tú también debes haber distorsionado muchos hechos para conseguir eso.

Quería sacarle de su satisfecha calma. Pero él encogió sus altos hombros, se arrebujó más en el abrigo y dijo:

—Por supuesto.

Se calló cuando una ruidosa pandilla de estudiantes americanos nos pasó rozando debido al estrecho espacio entre el Muro y un edificio en ruinas.

—¿Cuáles son esas líneas de Isaiah Berlin que todo el mundo cita, especialmente ahora, acerca del carácter fatal de las utopías? Dice: Si sé con certeza cómo llevar a la humanidad a la paz, la justicia, la felicidad, la creatividad ilimitada, ¿qué precio puede ser demasiado alto? Para hacer esta tortilla no puede haber limitación en el número de huevos que necesite romper. Sabiendo lo que sé, no estaría cumpliendo con mi obligación si no aceptase que tal vez tengan que morir miles ahora para que millones puedan ser felices para siempre. Ciertamente no era eso lo que nos decíamos entonces, pero es exacto en cuanto a la actitud mental. Si hacías caso omiso o alterabas unos cuantos datos incómodos para la causa de la unidad del Partido, ¿qué importancia tenía eso comparado con el torrente de mentiras de lo que llamábamos la maquinaria de propaganda capitalista? Así que continuabas con la buena obra, y la marea estaba siempre subiendo a tu alrededor. June y yo nos incorporamos tarde, así que el agua nos llegaba a los tobillos desde el principio. Las noticias que no queríamos oír estaban llegando con cuentagotas. Los juicios y las purgas de los años treinta, la colectivización forzosa, las deportaciones masivas, los campos de trabajo, la censura, las mentiras, la persecución, el genocidio… Finalmente las contradicciones son demasiado para ti y renuncias. Pero siempre lo haces más tarde de lo que debieras. Lo dejé en el 56, estuve a punto de dejarlo en el 53 y debería haberlo dejado en el 48. Pero te vas quedando. Piensas que las ideas son buenas pero que la gente que está al mando es inadecuada y que eso cambiará. Y cómo puedes dejar que toda esta buena obra se pierda. Te dices que siempre supimos que sería difícil y que la práctica todavía no está a la altura de la teoría y que todo eso lleva tiempo. Te dices que la mayor parte de lo que oyes son calumnias de la Guerra Fría. ¿Y cómo puedes estar tan equivocado, cómo puede equivocarse tanta gente inteligente, valiente y bien intencionada?

»Si no hubiese tenido una formación científica tal vez me habría quedado aún más tiempo. El trabajo de laboratorio te enseña mejor que nada lo fácil que es distorsionar un resultado para que se ajuste a una teoría. Ni siquiera es cuestión de falta de honestidad. Está en nuestra naturaleza, nuestro deseo permea nuestras percepciones. Un experimento bien diseñado nos preserva de ello, pero este hacía mucho tiempo que estaba descontrolado. La fantasía y la realidad me desgarraban. Hungría fue la gota que colma el vaso. Renuncié. —Hizo una pausa antes de decir con ponderación—: Y esa es la diferencia entre June y yo. Ella dejó el Partido muchos años antes que yo, pero nunca renunció, nunca separó la fantasía de la realidad. Sustituyó una utopía por otra. Como político o como sacerdotisa, daba igual, en esencia pertenecía a la línea dura…

Fue entonces cuando me tocó a mí perder los estribos. Estábamos pasando por esa sección de tierra baldía y Muro todavía conocida como la Potsdamerplatz, sorteando grupos de amigos reunidos en torno a los escalones de la plataforma de observación y de los quioscos de recuerdos en espera de que sucediera algo. Lo que me molestó no fue simplemente la injusticia de los comentarios de Bernard, sino una rabiosa impaciencia ante la dificultad de comunicación y una imagen de espejos paralelos en lugar de amantes en una cama, devolviéndose una infinita regresión de parecidos que palidecían hasta llegar a la falsedad. Cuando me volví hacia Bernard, mi muñeca le arrancó de la mano algo blando y tibio a un hombre que estaba de pie delante de mí. Era un perrito caliente. Pero yo estaba demasiado agitado para disculparme. La gente de la Potsdamerplatz estaba hambrienta de sucesos interesantes; las cabezas se volvieron hacia nosotros mientras yo gritaba y empezó a formarse un círculo a nuestro alrededor.

—¡Eso es una estupidez, Bernard! Peor aún, ¡es malintencionado! ¡Estás mintiendo!

—Muchacho —murmuró.

—Nunca escuchaste lo que ella te decía. Ella tampoco escuchaba. Os acusabais mutuamente de la misma cosa. Ella no pertenecía a la línea dura más que tú. ¡Erais dos blandos! Os echabais encima el uno al otro vuestra propia culpa.

Detrás de mí oí mis últimas palabras traducidas al alemán en un rápido murmullo. Bernard estaba tratando de sacarme del círculo. Pero yo gozaba con mi ira y me negaba a moverme.

—Ella me dijo que siempre te había querido. Tú has dicho lo mismo. ¿Cómo pudisteis perder tanto tiempo, y hacérselo perder a los demás, y vuestros hijos…?

Fue esta última acusación incompleta la que conmovió a Bernard más allá de su azoramiento. Apretó los labios con fuerza y dio un paso para alejarse de mí. Mi ira desapareció de pronto y en su lugar apareció el inevitable remordimiento; ¿quién era aquel advenedizo que se atrevía a describir a gritos un matrimonio tan viejo como él, echándoselo en cara al distinguido caballero? La multitud había perdido interés en nosotros y volvía lentamente a la cola para comprar torres de vigía a escala y postales de la tierra de nadie y de las playas vacías de la franja de la muerte.

Seguimos andando. Yo estaba demasiado trastornado para disculparme. Mi única retractación fue bajar la voz y fingir una actitud razonable. Caminábamos uno junto al otro, más deprisa que antes. La conmoción de sentimientos de Bernard era evidente en su rostro sin expresión.

—Ella no pasó de una utopía fantástica a otra —dije—. Era una búsqueda. No afirmaba que tuviese todas las respuestas. Era una búsqueda en la que le hubiese gustado que participase todo el mundo, cada uno a su manera, pero no obligaba a nadie. ¿Cómo hubiese podido? No estaba montándose una inquisición. No tenía interés en los dogmas ni en la religión organizada. Era un viaje espiritual. La descripción de Isaiah Berlin no es aplicable. No había una meta final por la cual hubiese sacrificado a otros. No había huevos que romper…

La perspectiva de una discusión reanimó a Bernard. Se lanzó y yo me sentí perdonado enseguida.

—Estás equivocado, muchacho, completamente equivocado. Decir que lo suyo era una búsqueda no cambia el hecho de su vena absolutista. Estabas con ella, haciendo lo que ella hacía, o quedabas excluido. Ella quería meditar y estudiar textos místicos, esa clase de cosas, lo cual estaba bien, pero no era para mí. Yo prefería afiliarme al Partido Laborista. Ella no estaba dispuesta a aceptarlo. Finalmente insistió en que viviésemos separados. Yo fui uno de los huevos. Los niños fueron otros.

Mientras Bernard hablaba me pregunté qué hacía yo tratando de reconciliarlo con una esposa muerta.

Así que cuando terminó hice un gesto de aceptación con las manos abiertas y dije:

—Bueno, ¿qué es lo que echabas de menos cuando ella murió?

Habíamos llegado a uno de esos lugares a lo largo del Muro donde la cartografía y alguna terquedad política largo tiempo olvidada habían obligado a una repentina curva, un cambio en la dirección de la frontera del sector, que recobraba su línea primitiva solo unos metros más allá. Justo allí había una plataforma de observación vacía. Sin una palabra, Bernard empezó a subir los escalones y yo lo seguí. En lo alto señaló.

—Mira.

Efectivamente, la torre de vigía que había frente a nosotros estaba ya abandonada y abajo, al resplandor de las luces fluorescentes, moviéndose tranquilamente por la arena rastrillada que ocultaba minas, trampas explosivas y armas automáticas, vimos docenas de conejos buscando hierba.

—Bueno, algo pudo medrar.

—Casi les ha llegado la hora.

Permanecimos en silencio durante un rato. Nuestra vista se extendía a lo largo del Muro, que era en realidad dos muros, en aquel punto separados por unos ciento cincuenta metros. Yo nunca había visitado la frontera de noche, y mirando aquel ancho pasillo de alambres, arena, carretera de servicio y lámparas simétricas, me chocó la inocente luminosidad, la desvergonzada indignidad; donde tradicionalmente los Estados mantienen sus atrocidades bien ocultas, aquí el anuncio era más llamativo que ningún neón de la Kurfürstendamm.

—Utopía.

Bernard suspiró y tal vez estaba a punto de responderme cuando oímos voces y risas procedentes de diferentes direcciones. Luego la plataforma de observación empezó a temblar cuando la gente subió apresuradamente los escalones de madera. Nuestro aislamiento había sido pura casualidad, un agujero en la multitud. Al cabo de unos segundos otras quince personas se apretujaban a nuestro alrededor, tomando fotografías y hablando excitadamente en alemán, japonés y danés. Bajamos dando empujones contra la corriente y seguimos nuestro camino.

Supuse que Bernard había olvidado mi pregunta o que prefería no contestarla, pero cuando llegamos al punto donde nuestro campo corría paralelo a los escalones del antiguo edificio del Reichstag dijo:

—Lo que más echo de menos es su seriedad. Era una de las pocas personas que conozco que veía su vida como un proyecto, como una empresa, algo que había que controlar y dirigir hacia, bueno, la comprensión, la sabiduría, por usar sus propios términos. La mayoría de nosotros reserva sus planes futuros para el dinero, las carreras profesionales, los hijos, esa clase de cosas. June quería comprender, Dios sabe, a sí misma, la existencia, la «creación». Era muy impaciente con los demás, que nos dejamos llevar, que cogemos una cosa detrás de la otra, «andar como un sonámbulo» lo llamaba ella. Yo odiaba las tonterías con las que se llenaba la cabeza, pero amaba su seriedad.

Habíamos llegado al borde de una gran fosa, una trinchera de dieciocho metros de largo a la altura de un sótano en un solar con montones de tierra. Bernard se detuvo allí y añadió:

—A lo largo de los años nos peleamos o nos ignoramos, pero tienes razón, ella me quería, y cuando te ves privado de eso… —Hizo un gesto indicando el hoyo—. He leído algo sobre esto. Es el viejo cuartel general de la Gestapo. Lo están excavando, investigando el pasado. No sé cómo nadie de mi generación puede aceptar eso: los crímenes de la Gestapo neutralizados por la arqueología.

Entonces vi que la trinchera había sido cavada a lo largo de la línea de lo que en otro tiempo debió de haber sido un pasillo de acceso a la serie de celdas alicatadas en blanco que veíamos allí abajo. Apenas eran lo bastante grandes para un prisionero y en cada una había dos anillas de hierro sujetas en la pared. En el lado opuesto del solar había un edificio bajo, el museo.

—Encontrarán alguna uña arrancada a algún pobre diablo, la limpiarán y la pondrán en una caja de cristal con una etiqueta. Y a un kilómetro de aquí la Stasi también estará limpiando sus celdas —dijo Bernard.

La amargura que había en su voz me sorprendió y me volví para mirarlo. Estaba apoyado contra un poste de hierro. Parecía muy cansado, más delgado que nunca, poco más que un poste él mismo dentro de su abrigo. Llevaba casi tres horas de pie, y en aquel momento la cólera residual producida por una guerra que solo los viejos y los débiles podían recordar de primera mano lo agotaba aún más.

—Necesitas descansar —dije—. Hay un café aquí mismo, al lado del puesto de control Charlie.

Yo no tenía ni idea de a qué distancia estaba. Mientras lo conducía, noté lo rígidos y lentos que eran sus pasos. Me culpé por mi falta de consideración. Estábamos cruzando una calle cortada por el Muro. A la luz de las farolas la cara de Bernard estaba gris y sudorosa y sus ojos parecían demasiado brillantes. La gran mandíbula, el rasgo más cordial de su enorme cara, mostraba un ligero temblor de senilidad. Yo estaba atrapado entre la necesidad de llevarlo deprisa hacia el calor y la comida y el miedo a que se derrumbase por completo. No tenía ni idea de cómo pedir una ambulancia en el Berlín Oeste y allí, en los abandonados bordes de la frontera, no había teléfonos y hasta los alemanes eran turistas. Le pregunté si quería sentarse y descansar un rato, pero no pareció oírme.

Estaba repitiendo mi pregunta cuando oí un bocinazo y unos vivas discordantes. La iluminación concentrada del puesto de control Charlie proyectaba un halo lechoso por detrás de un edificio abandonado delante de nosotros. A los pocos minutos salimos del callejón justo al lado del café y ante nosotros vimos la onírica familiaridad de la escena a cámara lenta que había visto con Jenny aquella mañana; el mobiliario fronterizo de casetas de guardias, carteles multilingües y barreras rayadas, y los ciudadanos bienintencionados seguían saludando a los peatones que venían del Este y dando puñetazos en los techos de los Trabant, pero con menos pasión ahora, como para demostrar la diferencia entre el espectáculo televisivo y la vida real.

Tenía cogido del brazo a Bernard cuando nos detuvimos para mirar todo aquello. Luego avanzamos lentamente por entre la multitud hacia la entrada del café. Pero la gente estaba haciendo cola. Solamente los dejaban entrar a medida que quedaban sitios libres. ¿Quién querría dejar una mesa a aquellas horas de la noche? A través de las ventanas salpicadas por la condensación pudimos ver a los privilegiados comedores y bebedores envueltos en el aire viciado.

Yo estaba a punto de abrirme paso a la fuerza, alegando necesidades de salud, cuando Bernard se soltó de mí y se alejó apresuradamente para cruzar la calle hacia la isleta del tráfico donde estaba la mayor parte de la gente, junto al puesto de guardia americano. Hasta entonces yo no había visto lo que él había visto. Más tarde me aseguró que todos los elementos de la situación estaban en su lugar cuando llegamos, pero yo solo vi la bandera roja cuando seguí a Bernard llamándolo. Estaba atada a un asta corta, un palo de escoba serrado, quizá, sostenida por un hombre menudo de veintipocos años. Parecía turco. Tenía rizos negros e iba vestido de negro. Una chaqueta cruzada negra sobre una camiseta negra y vaqueros negros. Paseaba arriba y abajo por delante de la multitud, la cabeza echada hacia atrás, el asta de la bandera apoyada en el hombro. Retrocedió para ponerse en el camino de un Wartburg y se negó a moverse. El coche se vio obligado a maniobrar para rodearle.

Como provocación, ya estaba empezando a dar resultado y eso era lo que había atraído a Bernard hacia la carretera. Los antagonistas del joven eran un grupo variopinto, pero lo que yo vi en ese primer instante fueron dos hombres con traje —ejecutivos o abogados junto al bordillo de la acera. Cuando el joven pasó, uno de ellos le dio rápida y ligeramente bajo la barbilla. No era tanto un golpe como una expresión de desprecio. El revolucionario romántico se apartó con una sacudida y fingió que no había sucedido nada. Una anciana con un sombrero de piel le gritó una frase larga y levantó su paraguas. Un caballero que estaba a su lado la contuvo. El abanderado alzó aún más su estandarte. El segundo abogado dio un paso adelante y le asestó un puñetazo en la oreja. No acertó plenamente, pero fue lo suficiente como para hacer que el joven se tambalease. Desdeñando tocarse el lado de la cabeza donde había recibido el puñetazo, continuó su desfile. Para entonces Bernard había cruzado la mitad de la carretera y yo estaba justo detrás de él.

Por lo que a mí se refería, el abanderado podía recibir lo que se estaba buscando. Mi preocupación era Bernard. La rodilla izquierda parecía molestarle, pero iba cojeando delante de mí a buen paso. Ya había visto lo que venía a continuación, una manifestación más desagradable, que se acercaba corriendo procedente de la Kochstrasse. Eran media docena y venían gritando mientras corrían. Oí las palabras pero en ese momento no les hice caso. Preferí pensar que una larga noche en la ciudad regocijada los había dejado hambrientos de acción. Habían visto cómo golpeaban a un hombre en la cabeza y eso los había galvanizado. Tenían entre dieciséis y veinte años. Colectivamente, exudaban una maldad enana, un extravagante aire menesteroso, con su palidez cubierta de acné, sus cabezas afeitadas y sus bocas húmedas y blandas. El turco los vio cargar hacia él y torció la cabeza bruscamente como un bailarín de tango y les volvió la espalda. Estar allí haciendo aquello el día del oprobio final del comunismo demostraba el fanatismo de un mártir o una insondable urgencia masoquista de recibir una paliza en público. Era verdad que la mayoría de la multitud lo habría descartado como un chiflado y lo habría ignorado. Berlín era una ciudad tolerante, después de todo. Pero aquella noche había suficientes borrachos y una vaga sensación en unas cuantas personas de que se debería culpar a alguien de algo, y el hombre de la bandera parecía haberlos encontrado a todos en el mismo sitio.

Alcancé a Bernard y le puse la mano en el brazo.

—No intervengas en esto, Bernard. Podrían hacerte daño.

—Tonterías —dijo, y liberó su brazo con una sacudida.

Llegamos junto al joven varios segundos antes que los chicos. Olía fuertemente a pachulí, lo cual no era, en mi opinión, el verdadero olor del pensamiento marxista-leninista. Seguramente era un impostor. Tuve el tiempo justo de decir: «¡Vamos!», y seguía tirando del brazo de Bernard cuando llegó la banda. Bernard se puso entre los chicos y su víctima y abrió los brazos.

—Bueno, bueno —dijo con el tono anticuado amablemente severo de un policía inglés.

¿Pensaba realmente que era demasiado viejo, demasiado alto y delgado, demasiado eminente para que le pegasen? Los chicos se habían detenido y estaban apiñados, respirando pesadamente, las cabezas y las lenguas colgando, estupefactos ante aquel tipo larguirucho, aquel espantapájaros con abrigo que se interponía en su camino. Vi que dos de ellos llevaban esvásticas de plata prendidas en la solapa. Otro tenía una esvástica tatuada en un nudillo. No me atreví a volverme para comprobarlo, pero tenía la impresión de que el turco estaba aprovechando la oportunidad para enrollar su bandera y desaparecer. Los dos hombres con pinta de abogados, atónitos por lo que su propia violencia había desencadenado, habían retrocedido para adentrarse en la multitud y observar desde allí.

Miré a mi alrededor buscando ayuda. Un sargento y dos soldados norteamericanos nos daban la espalda mientras se dirigían a conferenciar con sus opuestos germano-orientales. Entre los chicos la perplejidad se estaba convirtiendo en cólera. De repente dos de ellos echaron a correr sorteando a Bernard, pero el hombre de la bandera ya se había abierto paso entre la multitud y ahora corría por la calzada. Volvió la esquina de la Kochstrasse y desapareció.

Los dos chicos lo persiguieron con poca convicción y luego volvieron a donde estábamos nosotros. Tendrían que conformarse con Bernard.

—Ahora marchaos —dijo Bernard animadamente, haciendo gestos hacia fuera con el dorso de las manos.

Yo me estaba preguntando si era más comprensible, o por el contrario más aborrecible, que aquellos chicos con esvásticas fueran alemanes, cuando el más pequeño de ellos, un chiquillo con cabeza de alfiler y una chaqueta de aviador, se adelantó y le dio una patada a Bernard en la espinilla. Oí el golpe de la bota contra el hueso. Con un pequeño suspiro de sorpresa, Bernard se dobló por partes y cayó al suelo.

Hubo un quejido de desaprobación por parte de la multitud, pero nadie se movió. Di un paso adelante y le lancé un puñetazo al muchacho, pero fallé. Sin embargo, él y sus amigos no estaban interesados en mí. Se estaban reuniendo alrededor de Bernard, dispuestos, pensé, a matarlo a patadas. Una última mirada al puesto de guardia me reveló que no había ni rastro del sargento y los soldados. Agarré a uno de los chicos por el cuello y lo hice retroceder de un tirón, luego intenté coger a otro. Eran demasiados para mí. Vi dos, tal vez tres botas negras retirarse preparándose para asestar una patada.

Pero no se movieron. Se quedaron paralizados porque, justo entonces, de la multitud salió una figura que dio vueltas en torno a nosotros fustigando a los muchachos con frases entrecortadas de penetrante reprimenda. Era una joven furiosa. Su poder era de la calle. Tenía credibilidad. Era una coetánea, un objeto de deseo y aspiración. Era una estrella y los había pillado portándose de manera aborrecible, incluso de acuerdo con sus propios criterios.

La fuerza de su disgusto era sexual. Ellos se consideraban hombres y ella los estaba reduciendo a niños traviesos. No podían permitirse que los vieran acobardarse delante de ella y retroceder. Pero eso era exactamente lo que estaban haciendo en aquel momento, aunque los signos externos eran risas, encogimientos de hombros e insultos que le gritaban. Fingían, ante sí mismos, ante sus compañeros, que de pronto se habían aburrido, que en otro sitio habría algo más interesante. Empezaron a retirarse hacia la Kochstrasse, pero la mujer no cesó en su diatriba. Probablemente les habría gustado salir corriendo, pero el protocolo los obligaba a mantener un contoneo jactancioso y forzado. Mientras ella los seguía por la calle gritando y agitando el puño, ellos tenían que mantener la pose de burla y continuar andando con los pulgares enganchados en sus vaqueros.

Yo estaba ayudando a Bernard a levantarse. Solo cuando la joven volvió para ver cómo se encontraba y su amiga, vestida de forma idéntica, apareció a su lado, las reconocí como las dos que nos habían adelantado en la calle 17 de Junio. Juntos, sostuvimos a Bernard mientras él probaba a apoyar su peso en la pierna. No parecía que estuviese rota. Hubo aplausos para él en la multitud cuando pasó su brazo sobre mi hombro y nos alejamos del puesto de control arrastrando los pies. Tardamos varios minutos en llegar a la esquina de la calle donde confiábamos en encontrar un taxi. Durante este tiempo yo estaba deseoso de que Bernard reconociese la identidad de su salvadora. Le pregunté su nombre —Grete— y se lo repetí a él. Bernard estaba concentrándose en su dolor, inclinado sobre él, y puede que incluso estuviese ligeramente conmocionado, pero yo insistí en interés de ¿qué exactamente? ¿Perturbar al racionalista? ¿En mí? ¿En él?

Finalmente Bernard levantó una mano en dirección a la chica para que ella se la cogiese y dijo:

—Grete, gracias, querida. Me has salvado el pellejo.

Pero no la miraba mientras se lo decía.

Pensé que en la Kochstrasse tendría tiempo de preguntarle a Grete y a su amiga Diane acerca de ellas mismas, pero tan pronto como llegamos vimos un taxi del que se bajaban unas personas y lo llamamos. Siguió la pausa de meter a Bernard en el coche y luego gracias y adioses y más gracias durante las cuales esperaba que él finalmente mirase a su ángel guardián, la encarnación de June. Les dije adiós a las chicas por la ventanilla trasera mientras se alejaban y antes de dar las instrucciones al taxista pregunté a Bernard:

—¿No las has reconocido? Eran las que hemos visto cerca de la Puerta de Brandenburgo, cuando me has dicho que solías esperar un mensaje de…

Bernard estaba echando la cabeza completamente hacia atrás para colocarla sobre el respaldo del asiento y me interrumpió con un suspiro. Habló con impaciencia hacia el techo acolchado, a pocos centímetros de su nariz.

—Sí. Qué coincidencia. Ahora por amor de Dios, Jeremy, ¡llévame a casa!