La fotografía enmarcada que June Tremaine tenía en la mesilla de noche estaba allí para recordarle, tanto como para informar a sus visitantes, a la bonita muchacha cuyo rostro, al contrario que el de su marido, no daba ninguna indicación de la dirección que habría de tomar. La instantánea está tomada en 1946, un día o dos después de su boda y una semana antes de que partieran en viaje de luna de miel a Italia y Francia. La pareja está cogida del brazo junto a las barandillas cerca de la entrada del Museo Británico. Puede que se la hicieran a la hora del almuerzo, porque ambos trabajaban cerca de allí, y no les dieron permiso para dejar sus puestos hasta poco antes de su partida. Se inclinan el uno hacia el otro con una curiosa preocupación por quedar cortados en los bordes de la foto. Sus sonrisas a la cámara son de auténtica alegría. A Bernard no sería posible confundirlo. Entonces como siempre, un metro ochenta y siete, manos y pies enormes, una ridícula y bondadosa mandíbula y orejas de asa de jarra que el corte de pelo pseudomilitar hacía más cómicas. Cuarenta y tres años solo habían producido el daño previsible, y únicamente en los márgenes —el pelo más ralo, las cejas más espesas, la piel más áspera—, mientras que el hombre esencial, la asombrosa aparición, era el mismo gigante torpe y sonriente en 1946 que en 1989, cuando me pidió que lo llevase a Berlín.

La cara de June, sin embargo, se desvió de su rumbo señalado del mismo modo en que lo hizo su vida, y apenas es posible discernir en la instantánea la vieja cara que se arrugaba afablemente con una sonrisa de bienvenida cuando uno entraba en su habitación individual. La mujer de veinticinco años tiene una cara redonda y dulce y una sonrisa jovial. Su permanente para el viaje es demasiado fuerte, demasiado puesta, y no le va nada. El sol de primavera ilumina los mechones que ya empiezan a soltarse. Lleva una chaqueta corta con grandes hombreras y una falda plisada a juego; la tímida extravagancia en el vestir asociada con la Nueva Imagen de posguerra. Su blusa blanca tiene un escote en pico ancho que desciende atrevidamente hasta el nacimiento de sus pechos. El cuello está vuelto por encima de la chaqueta, para darle el alegre aire de rosa inglesa de los carteles de la Chica de Campo[1]. Desde 1938 era miembro del Club Ciclista Socialista de Amersham. Un brazo sujeta el bolso contra el costado, el otro está enlazado con el de su hombre. Se apoya en él, la cabeza muy por debajo de su hombro.

Esa fotografía cuelga ahora en la cocina de nuestra casa en el Languedoc. La he examinado a menudo, generalmente cuando estoy solo. Jenny, mi mujer, la hija de June, sospecha mi naturaleza predatoria y le irrita mi fascinación por sus padres. Le ha costado mucho tiempo librarse de ellos, y tiene razón al intuir que mi interés podría arrastrarla de nuevo hacia sus padres. Acerco mucho la cara, tratando de ver la vida futura, la cara futura, la perseverancia que siguió a un singular acto de valor. La alegre sonrisa ha producido un diminuto pliegue en la piel de la frente tersa, directamente encima del espacio entre las cejas. Más adelante este se convertiría en el rasgo dominante de una cara arrugada, un profundo surco vertical que se elevaba desde el puente de su nariz y dividía su frente. Tal vez solo estoy imaginando la dureza debajo de la sonrisa, enterrada en la línea de la mandíbula, una firmeza, una contundencia en las opiniones, un optimismo científico acerca del futuro; la fotografía fue tomada la mañana en que June y Bernard firmaron como militantes del Partido Comunista de Gran Bretaña en la sede de Gratton Street. Van a dejar sus puestos y son libres de declarar sus lealtades, que durante el período de la guerra se han tambaleado. Ahora, cuando muchos tienen sus dudas después de las vacilaciones del Partido —¿era la guerra una causa noble, liberadora y antifascista o una agresión predatoria imperialista?— y algunos están abandonando su militancia, June y Bernard se han aventurado. Más allá de todas sus esperanzas en un mundo cuerdo y justo libre de guerras y de opresión de clases, sienten que pertenecer al Partido los asocia con todo lo que es joven, vivo, inteligente y atrevido. Van a cruzar el Canal para ir al caos del Continente, adonde les han aconsejado que no vayan. Pero están decididos a poner a prueba sus nuevas libertades, personales y geográficas. Desde Calais se dirigirán al sur en busca de la primavera mediterránea. El mundo es nuevo y está en paz, el fascismo ha sido la prueba irrefutable de la crisis terminal del capitalismo, la revolución benigna está cerca, y ellos son jóvenes, recién casados y están enamorados.

Bernard persistió en su militancia con muchas dudas hasta la invasión soviética de Hungría en 1956. Entonces consideró que su dimisión ya se había retrasado bastante. Este cambio de opinión representaba una lógica bien documentada, una historia de desilusión compartida por toda una generación. Pero June solo duró unos pocos meses, hasta la confrontación durante su luna de miel que da título a estas memorias, y la suya fue una alteración profunda, una metempsícosis reflejada en la transformación de su cara. ¿Cómo se volvió tan larga una cara redonda? ¿Pudo realmente haber sido la vida, más que los genes, lo que hizo que esa pequeña arruga encima de las cejas causada por su sonrisa echase raíces y produjese el árbol de arrugas que llegaba hasta el nacimiento de su pelo? Los padres de ella no tenían de viejos nada tan extraño. Al final de su vida, cuando ya estaba instalada en la residencia de ancianos, su cara era equiparable a la del Auden viejo. Tal vez los años de sol mediterráneo curtieron el cutis y los años de soledad y reflexión distendieron los rasgos y luego los replegaron sobre sí mismos. La nariz se alargó con la cara, y la barbilla también; después pareció cambiar de idea e intentar el regreso creciendo hacia fuera en una curva. En reposo su cara tenía un aspecto cincelado y sepulcral; era una estatua, una máscara tallada por un chamán para mantener a raya a los malos espíritus.

En esto último puede que haya una sencilla verdad. Puede que hubiese desarrollado su cara para acomodarla a su convicción de que había sido confrontada y puesta a prueba por una forma simbólica del mal. «No, zoquete. ¡Nada de simbólica!», la oigo corregirme. «Literal, anecdótica, verdadera. ¿Es que no sabes que casi me matan?».

No sé si realmente fue así o no, pero en el recuerdo cada una de las pocas visitas que le hice en la residencia de ancianos durante la primavera y el verano de 1987 tuvo lugar en días de lluvia y fuerte viento. Puede que hubiese un solo día así y se haya hinchado para cubrir a los otros. En todas las ocasiones, me parece, entré en el lugar —una casa de campo victoriana— echando una carrera desde el aparcamiento, situado demasiado lejos, al lado del edificio de los viejos establos. Los castaños de indias rugían sacudidos por el viento, la hierba sin segar estaba aplastada, el lado plateado hacia arriba, contra la tierra. Me había subido la chaqueta sobre la cabeza y estaba mojado y acalorado por la irritación que me producía otro verano decepcionante. Me detenía en el vestíbulo de entrada, esperando hasta recuperar el aliento y que se calmara mi mal humor. ¿Era realmente solo la lluvia? Me complacía ver a June, pero el lugar mismo me deprimía. Su cansancio me llegaba a los huesos. El empanelado de imitación roble resultaba oprimente, y la alfombra, con un dibujo de remolinos cinéticos en rojo y amarillo mostaza, se elevaba para asaltar mis ojos y dificultar mi respiración. El aire inmovilizado, retenido durante largos períodos por un sistema de regulación de puertas cortafuegos, llevaba suspendidos los aromas acumulados de cuerpos, ropas, perfumes y desayunos fritos. La escasez de oxígeno me hacía bostezar. ¿Tenía la energía necesaria para la visita? Hubiese podido pasar fácilmente por delante del mostrador de recepción en el que no había nadie y vagar por los pasillos hasta encontrar una habitación vacía y una cama hecha. Me habría deslizado entre las sábanas institucionales. Las formalidades de ingreso habrían concluido más tarde, después de que me despertasen para la cena, traída en un carrito con ruedas de goma. Después tomaría un sedante y volvería a dormirme. Los años pasarían suave y rápidamente…

En ese momento, un mínimo aleteo de pánico me devolvía a mi propósito. Me acercaba al mostrador de recepción y golpeaba con la palma de la mano la campanilla de muelle. Era otro toque falso, aquella campanilla de hotel antiguo. Lo que se pretendía era un ambiente de retiro campestre; el efecto conseguido era el de una pensión excesivamente grande, la clase de sitio donde el «bar» es un armario cerrado con llave en el comedor que se abre a las siete durante una hora. Y detrás de estas apariencias divergentes estaba la realidad misma: una residencia de ancianos rentable, especializada, sin la saludable confianza de que fuera reconocido así en sus folletos, en el cuidado de enfermos terminales.

Un inconveniente en letra pequeña en la póliza y la sorprendente severidad de la compañía de seguros privaron a June del asilo que había deseado. Todo lo relacionado con su regreso a Inglaterra unos años antes había sido complicado y perturbador. La tortuosa ruta que seguimos hasta la confirmación final, con opiniones de expertos contrapuestas a lo largo del camino, de que tenía una enfermedad para la cual no había tratamiento, una forma relativamente rara de leucemia; el disgusto de Bernard; el traslado de sus posesiones desde Francia y después de separar de ellas los trastos viejos; las finanzas, la propiedad, el alojamiento; un pleito con la compañía de seguros que tuvimos que abandonar; una serie de dificultades en la venta del piso de June en Londres; largos viajes en coche al norte para que fuese tratada por un obtuso anciano del que se decía que tenía en las manos el poder de curar. June lo insultó y esas mismas manos estuvieron a punto de abofetearla. El primer año de nuestro matrimonio quedó completamente ensombrecido. Jenny y yo, así como sus hermanos y los amigos de Bernard y June, fuimos atrapados en la vorágine, un furioso derroche de energía nerviosa que tomamos por eficacia. Solo cuando Jenny dio a luz a nuestro primer hijo, Alexander, en 1983, recobramos —por lo menos Jenny y yo— el juicio.

La recepcionista apareció y me hizo firmar en el libro de visitas. Cinco años más tarde, June seguía viva. Hubiese podido vivir en su piso de Tottenham Court Road. Debería haberse quedado en Francia. Como había comentado Bernard, estaba tardando tanto en morirse como los demás. Pero el piso ya había sido vendido, todo estaba organizado y el espacio que ella había hecho a su alrededor en la vida se había cerrado, rellenado por nuestros meritorios esfuerzos. Decidió quedarse en la residencia de ancianos, donde tanto el personal como los residentes se consolaban con revistas y concursos y seriales televisivos que resonaban entre las brillantes paredes sin cuadros y sin libros de la sala de recreo. Nuestra enloquecida organización no había sido más que una evasión. Nadie había querido contemplar la abrumadora realidad. Nadie salvo June. Después de su regreso de Francia y antes de que encontrásemos la residencia, se fue a vivir con Bernard y trabajó en el libro que esperaba terminar. Sin duda también puso en práctica las meditaciones que describía en su popular opúsculo, Diez meditaciones. Se había conformado con dejarnos ir de acá para allá ocupándonos de los aspectos prácticos. Cuando sus fuerzas menguaron mucho más lentamente de lo previsto por los médicos, se conformó igualmente con aceptar la Residencia de Ancianos Los Castaños como responsabilidad únicamente suya. No tenía ningún deseo de salir de allí, de regresar al mundo. Afirmaba que su vida se había simplificado útilmente, y que su aislamiento en una casa de televidentes le convenía, que incluso le sentaba bien. Además, era su destino.

A pesar de lo que Bernard había dicho, ahora, en 1987, se estaba apagando. Ese año pasaba mucho más tiempo durmiendo durante el día. Aunque fingía que no era así, solamente escribía en sus cuadernos, y poco. Ya no recorría el descuidado sendero que atravesaba el bosque para ir al pueblo más cercano. Tenía sesenta y siete años. Con cuarenta, yo acababa de llegar a la edad en la que uno empieza a diferenciar entre las distintas etapas de la segunda mitad de la vida. Hubo un tiempo en el que yo hubiese considerado que no tenía nada de trágico estar enfermo o muriéndose a los sesenta y muchos años, que no valía la pena luchar contra ello ni quejarse. Eres viejo y te mueres. Ahora estaba empezando a ver que uno se resiste en todas las etapas —a los cuarenta, a los sesenta, a los ochenta— hasta que es derrotado. Y que los sesenta y siete podía ser pronto para jugar la última partida. June todavía tenía cosas que hacer. Había sido una mujer de edad con buen aspecto en el sur de Francia; aquella cara de la Isla de Pascua bajo el sombrero de paja, la autoridad natural de los movimientos reposados mientras inspeccionaba sus jardines al atardecer, las siestas de acuerdo con la práctica local.

Mientras caminaba sobre la biliosa alfombra de remolinos que, por debajo de la puerta cortafuegos de cristal y tela metálica, continuaba fuera del vestíbulo a lo largo del pasillo, cubriendo cada centímetro disponible de espacio público, pensé una vez más en lo profundamente agraviado que me sentía por el hecho de que ella se estuviese muriendo. Yo estaba en contra de ello, no podía aceptarlo. Era mi madre adoptiva, la que mi amor por Jenny, las convenciones del matrimonio y el destino me habían asignado, la sustituta que había llegado con treinta y dos años de retraso.

Durante más de dos años había hecho mis infrecuentes visitas solo. A Jenny y a su madre veinte minutos de charla junto a la cama de la anciana les parecía una marcha forzada. Lentamente, demasiado lentamente según se vio luego, de mis sinuosas conversaciones con June surgió la posibilidad de que yo escribiese unas memorias. La idea incomodó al resto de la familia. Uno de los hermanos de Jenny trató de disuadirme. Sospecharon que yo quería poner fin a una difícil tregua sacando a relucir disputas olvidadas. Los hijos no concebían que un tema tan agotadoramente familiar como las diferencias de sus padres pudiese conservar su fascinación. No tenían por qué haberse preocupado. De ese modo incontrolable en que suceden las cosas en la vida diaria, resultó que solamente hubo dos visitas, al final, durante las cuales conseguí que June hablase del pasado de una forma organizada, y desde el principio tuvimos ideas completamente diferentes respecto a cuál debía ser el verdadero tema de mi relato.

En la bolsa de la compra que le había llevado, junto con lichis frescos comprados en el mercado de Soho, tinta negra Montblanc, el volumen correspondiente a 1762-3 del Diario de Boswell, café brasileño y media docena de tabletas de chocolate caro, iba mi cuaderno. Ella no me permitía usar una grabadora. Yo sospechaba que quería sentirse libre de insultar a Bernard, por quien sentía amor e irritación en igual medida. Él solía llamarme cuando sabía que había ido a verla. «Muchacho, ¿cuál es su estado de ánimo?». Con lo cual quería decir que deseaba saber si había hablado de él y en qué términos. Por mi parte, me alegraba de no tener en mi despacho cajas de cintas llenas de pruebas comprometedoras de las ocasionales indiscreciones de June. Por ejemplo, mucho antes de que la idea de unas memorias hubiese prendido, June me había escandalizado una vez anunciando con voz repentinamente baja, como si aquello fuera la clave de todas sus imperfecciones, que Bernard «gastaba una talla pequeña de pene». No la interpreté literalmente. Estaba enfadada con él aquel día, y además, estaba seguro, era el único que ella había visto. Fue la expresión lo que me chocó, la insinuación de que había sido pura obstinación por parte de su marido lo que le había impedido encargar algo más grande a sus proveedores habituales en Jermyn Street. En un cuaderno el comentario estaría codificado en taquigrafía. En una cinta habría sido una simple prueba de traición, tanto que habría tenido que guardarla bajo llave en un armario.

Como para poner de relieve su separación de los que ella llamaba los «otros internos», su habitación estaba al final del pasillo. Mis pasos se hacían más lentos a medida que me aproximaba. Nunca podía creer que iba a encontrarla allí, detrás de una de aquellas puertas idénticas de madera contrachapada. Ella pertenecía al lugar donde la vi por primera vez, entre la lavanda y el boj de su finca, al borde de un yermo. Golpeé ligeramente en la puerta con una uña. Ella no querría que la imaginara durmiendo. Prefería que la descubrieran entre sus libros. Llamé un poco más fuerte. Oí el ruido de alguien moviéndose, un murmullo, un chirrido de los muelles de la cama. Un tercer golpe. Una pausa, un carraspeo, otra pausa, luego me dijo que entrara. Estaba incorporándose en la cama cuando entré. Me miró con la boca abierta sin reconocerme, tenía el pelo todo revuelto. Había estado enterrada en un sueño que a su vez estaba ahogado por la enfermedad. Pensé que debería dejarla para que se recobrase, pero ya era demasiado tarde. En los pocos segundos que yo tardara en aproximarme despacio y dejar la bolsa, ella tendría que reconstruir toda su existencia, quién era y dónde estaba, cómo y por qué había llegado a estar en aquella pequeña habitación de paredes blancas. Solo cuando tuviese todo eso podía empezar a recordarme. Delante de su ventana, deseoso de darle una pista, un castaño de indias agitaba sus ramas. Tal vez solo consiguió confundirla aún más, porque ese día tardaba más que de costumbre en volver en sí. Sobre la cama había esparcidos unos cuantos libros y varias hojas de papel en blanco. Los ordenó débilmente para ganar tiempo.

—June, soy Jeremy. Perdona, he llegado antes de lo que pensaba.

Repentinamente lo recobró todo, pero lo ocultó con un acceso de mal humor poco convincente.

—Sí, ciertamente. Estaba tratando de recordar qué era lo que estaba a punto de escribir.

No puso mucho esfuerzo en la representación. Ambos éramos conscientes de que no tenía una pluma en la mano.

—¿Quieres que me vaya y vuelva dentro de diez minutos?

—No seas ridículo. Lo he perdido definitivamente. Era una estupidez, de todas formas. Siéntate. ¿Qué me has traído? ¿Te has acordado de la tinta?

Mientras yo acercaba una silla, ella se permitió la sonrisa que había estado conteniendo. La cara se arrugó con la complejidad de una huella dactilar cuando sus labios empujaron sobre sus mejillas remolinos de líneas paralelas que circundaban sus rasgos y se rizaban en torno a sus sienes. En el centro de su frente el tronco principal del árbol de arrugas se hizo más profundo y se convirtió en un surco.

Extendí mis compras y ella las examinó con un comentario jocoso o una pregunta que no necesitaba respuesta.

—¿Por qué se les dará tan bien a los suizos hacer chocolate? ¿Qué será lo que me produce esta ansia de lichis? ¿Crees que estaré embarazada?

Estos símbolos del mundo exterior no la entristecían. Su exclusión de él era completa y, según me parecía a mí, sin arrepentimiento. Era un país que había abandonado para siempre y por el cual conservaba un interés afectuoso y vivo. Yo no sabía cómo podía soportarlo, haber renunciado a tanto, haber aceptado aquel aburrimiento; las verduras despiadadamente hervidas, los viejos maniáticos y parlanchines, la soporífera glotonería de sus horas ante el televisor. Después de una vida de tanta autosuficiencia, yo sería presa del pánico o estaría constantemente planeando mi fuga. Sin embargo, su aquiescencia, que era casi serena, hacía que su compañía fuera fácil. Uno no se sentía culpable al marcharse, ni siquiera al posponer una visita. Ella había trasplantado su independencia a los confines de su cama, donde leía, escribía, meditaba, dormitaba. Solo pedía que se la tomara en serio.

En Los Castaños esto no era tan simple como parece, y tardó dos meses en persuadir a las enfermeras y las ayudantes. Era una batalla que creí tenía perdida; la condescendencia es fundamental para el poder del cuidador profesional. June lo consiguió porque nunca perdía los estribos y se convertía en la niña que ellos querían que fuese. Era tranquila. Cuando una enfermera entraba en su habitación sin llamar —lo vi en una ocasión—, hablando en primera persona del plural con un sonsonete, June miraba a los ojos de la joven e irradiaba un silencio compasivo. En los primeros tiempos la catalogaron como paciente difícil, incluso hablaron de que Los Castaños no podría continuar atendiéndola. Jenny y sus hermanos fueron a hablar con su director. June se negó a participar en la conversación. No tenía intención de mudarse. Su certidumbre era autoritaria, tranquila, nacida de años de pensar las cosas a fondo sola. Primero convirtió a su médico. Una vez que él se dio cuenta de que aquella no era una estúpida vieja más empezó a hablar con ella de asuntos no médicos, de flores silvestres, por las cuales ambos tenían pasión y en las que ella era una experta. Pronto le estaba haciendo confidencias acerca de sus problemas matrimoniales. La actitud del personal respecto a June se transformó; tal es la naturaleza jerárquica de los establecimientos médicos.

Yo lo consideré un triunfo de la táctica, de la previsión; ocultando su irritación ella había ganado. Pero no era una táctica, según me dijo cuando la felicité, era una actitud mental que había aprendido hacía mucho tiempo en Tao te king de Lao Tzu. Era un libro que recomendaba de cuando en cuando, aunque cada vez que yo lo hojeaba no dejaba de irritarme con sus presuntuosas paradojas; para alcanzar tu meta camina en dirección opuesta. En aquella ocasión ella cogió su libro y leyó en voz alta:

—El Modo del cielo siempre vence aunque nunca contiende.

—Justo lo que yo esperaría —dije.

—Cállate. Escucha esto. «De dos bandos que alzan las armas uno contra el otro, es el más afligido el que gana».

—June, cuanto más dices, menos entiendo.

—No está mal. Acabaré haciendo de ti un sabio.

Cuando comprobó que le había llevado exactamente lo que me había encargado, guardé los artículos, excepto la tinta, que dejó en la mesilla de noche. La pesada pluma estilográfica, el papel blanco grisáceo y la tinta negra eran los únicos recordatorios visibles de su vida cotidiana anterior. Todo lo demás, sus lujos alimenticios, su ropa, se guardaba en lugares especiales fuera de la vista. Su estudio en la bergerie, con vistas hacia el oeste a lo largo del valle en dirección a Saint Privat, tenía cinco veces el tamaño de aquella habitación y apenas podía acoger sus libros y papeles; más allá, la enorme cocina, con sus jambons de montagne colgados de las vigas, las damajuanas de aceite de oliva sobre el suelo de piedra y a veces escorpiones anidados en los armarios; el cuarto de estar, que ocupaba todo el antiguo granero donde en otros tiempos se habían reunido cien aldeanos al final de una cacería de jabalíes; su dormitorio, con la cama de dosel y las cristaleras de color, y los cuartos de invitados, a los cuales, a lo largo de los años, habían ido a parar, desparramadas, sus pertenencias; la habitación en la que prensaba las flores; el cobertizo con los útiles de jardinería en el huerto de almendros y olivos, y cerca de este el gallinero que parecía un palomar en miniatura; todo esto se había reducido, limitado a una librería, una cómoda alta llena de ropa que nunca se ponía, un baúl de camarote en cuyo interior no permitía que mirase nadie y una nevera diminuta.

Mientras yo desenvolvía la fruta, la lavaba en el lavabo y la ponía junto con el chocolate en la nevera y encontraba un sitio, el sitio, le transmití mensajes de Jenny, besos de los niños. Ella me preguntó por Bernard, pero yo no lo había visto desde mi última visita. Se arregló el pelo con los dedos y colocó las almohadas a su alrededor. Cuando regresé a la silla junto a su cama me encontré mirando una fotografía enmarcada que había sobre la mesilla de noche. Yo también hubiese podido enamorarme de aquella belleza de cara redonda con el pelo excesivamente puesto, la sonrisa gozosa y despreocupada rozando el bíceps de su amado. Era la inocencia lo que resultaba tan atrayente, no solo la de la chica, o la de la pareja, sino la de los tiempos mismos; incluso el hombro y la cabeza borrosos de un transeúnte trajeado tenían un carácter ingenuo, ignorante, al igual que el sedán de ojos de rana aparcado en una calle de aspecto vacío premoderno. ¡Los tiempos inocentes! Decenas de millones de muertos, Europa en ruinas, los campos de exterminio todavía eran noticia, aún no se habían convertido en nuestro punto de referencia universal de la depravación humana. Es la fotografía misma la que crea la ilusión de inocencia. Sus ironías de narración congelada prestan a los sujetos una aparente inconsciencia de que cambiarán o morirán. Es del futuro de lo que son inocentes. Cincuenta años más tarde los miramos con el conocimiento divino de lo que llegaron a ser al final —con quién se casaron, la fecha de su muerte— sin pensar en quienes algún día contemplarán nuestras fotografías.

June siguió mi mirada. Me sentí avergonzado, fraudulento, cuando alargué la mano para coger mi cuaderno y mi bolígrafo. Habíamos acordado que yo iba a escribir su vida. Razonablemente, ella pensaba en una biografía, y eso era lo que yo me había propuesto originariamente. Pero una vez comenzada empezó a tomar otra forma; no la de una biografía, ni siquiera la de unas memorias realmente, era más bien una divagación; ella sería la figura central, pero no hablaría únicamente de ella.

La última vez la instantánea había sido un punto de partida útil. Ella me observaba, esperando para empezar, mientras yo miraba la foto. Tenía el codo apoyado en las costillas y el índice descansaba en la larga curva de su barbilla. La pregunta que en realidad deseaba hacerle era: ¿Cómo pasaste de esa cara a esta? ¿Cómo acabaste teniendo un aspecto tan extraordinario? ¿Fue la vida? ¡Dios, cómo has cambiado!

En lugar de eso, sin apartar los ojos de la fotografía dije:

—La vida de Bernard parece haber sido una progresión constante, un ir edificando sobre lo que ya tenía, mientras que la tuya parece haber sido una larga transformación…

Desgraciadamente, June interpretó esto como una pregunta acerca de Bernard.

—¿Sabes de qué quería que hablásemos cuando vino el mes pasado? ¡Del eurocomunismo! Había estado con una delegación italiana una semana antes, bribones gordos vestidos con traje que se daban un banquete a costa de otras personas. ¡Me dijo que se sentía optimista! —Hizo un gesto en dirección a la foto—, Jeremy, ¡estaba entusiasmado! Como lo estábamos entonces. Progresión es una palabra excesivamente amable. Éxtasis, diría yo. Estancamiento.

Ella sabía que esto no era exacto. Bernard había dejado el Partido hacía años. Había sido diputado laborista, pertenecía a la clase política, era miembro de su ala liberal, trabajando en comisiones gubernamentales que se ocupaban de la radiodifusión, el medio ambiente o la pornografía. En realidad, la objeción de June respecto a Bernard era su racionalismo. Pero yo no quería entrar en ese tema entonces. Quería que respondiese a mi pregunta, la que no había formulado en voz alta. Fingí estar de acuerdo.

—Sí, es difícil imaginarte a ti entusiasmada por algo así ahora.

Ella echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, la postura que adoptaba cuando iba a hablar largo y tendido. Ya habíamos tratado aquello más de una vez, cómo y por qué June había cambiado su vida. Cada vez salía un poco diferente.

—¿Listos? Pasé todo el verano de 1938 en casa de una familia en Francia, en las afueras de Dijon. Lo creas o no, estaban en el negocio de la mostaza. Me enseñaron a cocinar y que no existía mejor lugar en el planeta que Francia, una convicción juvenil que nunca he podido revisar. Cuando volví, cumplí dieciocho años y me regalaron una bicicleta, nueva, una preciosidad. Los clubs ciclistas seguían estando de moda, así que me inscribí en uno, el Club Ciclista Socialista de Amersham. Puede que mi intención fuese escandalizar a mis anticuados padres, pero no recuerdo que pusiesen ninguna pega. Los fines de semana salíamos unos veinte llevándonos el almuerzo y pedaleábamos a lo largo de los senderos de las Chiltern, o bajábamos por la escarpa hacia Thame y Oxford. Nuestro club estaba asociado con otros clubs y algunos de estos tenían conexiones con el Partido Comunista. No sé si había un plan, una conspiración, alguien debería hacer una investigación al respecto. Probablemente fue bastante casual el hecho de que estos clubs se convirtieran en una cantera de reclutamiento de nuevos afiliados. A mí nadie me sermoneó. Nadie me dio la tabarra. Sencillamente me encontré entre gente que me gustaba, alegre y brillante, y hablábamos, como puedes imaginarte, de cuáles eran los problemas de Inglaterra, las injusticias y el sufrimiento, cómo podían corregirse y cómo se estaban corrigiendo en la Unión Soviética, lo que estaba haciendo Stalin, lo que Lenin había dicho, lo que Marx y Engels habían escrito. Y luego venía el cotilleo. Quién estaba en el Partido, quién había estado en Moscú, lo que representaba afiliarse, quién estaba pensando hacerlo, etc.

»Todas estas conversaciones, toda la charla y las risas tenían lugar mientras íbamos en bicicleta por el campo, mientras estábamos sentados en aquellas hermosas colinas comiendo nuestros emparedados o cuando nos deteníamos en los merenderos de los pueblos a beber una clara. Desde el principio, el Partido y todo lo que representaba, todo ese galimatías de la propiedad común de los medios de producción, de que histórica y científicamente habían de ser patrimonio del proletariado, la progresiva desaparición de lo que rayos sea, toda esa jerigonza, estuvo asociada en mi mente con bosques de hayas, campos de maíz, luz del sol y bajadas en bicicleta por aquellas colinas, por aquellos senderos que en verano eran túneles. El comunismo y mi pasión por el campo, así como mi interés por uno o dos chicos guapos en pantalones cortos, todo se mezclaba y, sí, estaba muy entusiasmada.

Mientras escribía me pregunté, mezquinamente, si estaba siendo utilizado como conducto, como medio para el broche final que June quería poner en su vida. Esta idea me hizo sentirme menos incómodo por no escribir la biografía que ella deseaba. June continuó, tenía todo esto muy pensado.

—Eso fue el principio. Ocho años más tarde acabé afiliándome, y en cuanto lo hice llegó el fin, el principio del fin.

—El dolmen.

—Exactamente.

Estábamos a punto de dar un salto de ocho años, desde el 38 al 46, pasando por encima de la guerra. Así era como se desarrollaban estas conversaciones.

En el viaje de vuelta a través de Francia en 1946, hacia el final de su luna de miel, Bernard y June dieron un largo paseo en el Languedoc por una árida meseta caliza llamada la Causse de Larzac. A unos tres kilómetros del pueblo en el que pensaban pasar la noche encontraron un enterramiento conocido como el Dolmen de la Prunarède. El dolmen se alza en una colina, cerca del borde de la garganta del río Vis, y la pareja estuvo sentada allí durante una o dos horas a media tarde mirando al norte, hacia las montañas de Cévennes, y hablando del futuro. Desde entonces todos hemos estado allí en varias ocasiones. En 1971 Jenny cortejó a un muchacho de la localidad, un desertor del ejército francés. A mediados de los ochenta hicimos un almuerzo campestre con Bernard, June y nuestros niños. Jenny y yo fuimos una vez para discutir a fondo un problema marital. También es un buen sitio para estar solo. Se había convertido en un lugar de la familia. Generalmente, un dolmen consiste en una losa horizontal de roca desgastada por el tiempo apoyada en otras dos para formar una mesa baja de piedra. Hay docenas de ellos en las Causses, pero solo uno es «el dolmen».

—¿De qué hablasteis?

Ella agitó una mano quejumbrosamente.

—No me interrogues. Tenía una idea, algo que quería relacionar. Ah, sí, ya lo tengo. La cuestión respecto al club ciclista era que el comunismo y mi amor por el campo eran inseparables, supongo que todo era parte de los sentimientos románticos e idealistas que se tienen a esa edad. Y entonces estaba ahí en Francia, en otro paisaje, mucho más hermoso a su manera que las Chiltern, más grandioso, más salvaje, incluso un poco amedrentador. Y estaba con el hombre al que quería, estábamos charlando acerca de cómo íbamos a contribuir a cambiar el mundo y volvíamos a casa para empezar nuestra vida juntos. Recuerdo incluso que pensé: nunca he sido más feliz que ahora. ¡Eso es lo que deseaba!

»Pero ¿sabes?, había algo que iba mal, había una sombra. Mientras estábamos allí sentados y el sol se ponía y la luz se volvía gloriosa, yo pensaba: pero no quiero volver a casa, creo que preferiría quedarme aquí. Cuanto más miraba al otro lado de la garganta, más allá de la Causse de Blandas, hacia las montañas, más me percataba de lo evidente: comparado con la edad y la belleza y la fuerza de aquella roca, la política era algo trivial. La humanidad era un suceso reciente. ¡El universo era indiferente al destino del proletariado! Me asusté. Me había aferrado a la política durante toda mi corta vida adulta, la política me había proporcionado a mis amigos, a mi marido, mis ideas. Había estado deseando regresar a Inglaterra y ahora estaba diciéndome que preferiría quedarme allí y estar incómoda en aquel páramo.

»Bernard seguía hablando y sin duda yo intervine con algún comentario. Pero me sentía confusa. Tal vez no estaba a la altura de nada de aquello, ni de la política ni del páramo. Tal vez lo que realmente necesitaba era un hogar agradable y un bebé al que cuidar. Estaba muy confusa.

—Así que tú…

—No he terminado. Había algo más. Tenía estos pensamientos inquietantes, pero estaba feliz en el dolmen. No deseaba nada más que sentarme en silencio y contemplar cómo se volvían rojas las montañas y respirar el aire sedoso del atardecer, y saber que Bernard estaba haciendo lo mismo, sintiendo lo mismo. Así que este era otro problema, nada de quietud, nada de silencio. Nos preocupábamos por… ¿qué sé yo?, la traición de los socialdemócratas reformistas, las condiciones de vida de los pobres urbanos… Gente que no conocíamos, gente a la que no estábamos en situación de ayudar en aquel momento. Nuestras vidas habían alcanzado ese momento supremo, un lugar sagrado con más de cinco mil años de antigüedad, nuestro mutuo amor, la luz, el gran espacio frente a nosotros, y sin embargo éramos incapaces de asimilarlo, no podíamos absorberlo. No podíamos liberarnos para integrarnos en el presente. En cambio, queríamos pensar en liberar a otras personas. Queríamos pensar en su infelicidad. Utilizábamos su desgracia para enmascarar la nuestra. Y nuestra desgracia era nuestra incapacidad para aceptar las cosas buenas y sencillas y alegrarnos de tenerlas. La política, la política idealista, trata siempre del futuro. He pasado mi vida descubriendo que en el momento en que entras en el presente plenamente, encuentras un espacio infinito, un tiempo infinito, llámalo Dios si quieres.

Perdió el hilo y se calló. No era de Dios de lo que quería hablarme, era de Bernard. Lo recordó.

—Bernard piensa que ocuparse del presente es indulgencia con uno mismo. Pero eso es una tontería. ¿Se ha sentado alguna vez en silencio para pensar en su vida o en el efecto que su vida ha tenido en la de Jenny? ¿O por qué es incapaz de vivir solo y tiene que tener esa mujer, esa «ama de llaves», para que lo cuide? Es completamente invisible para sí mismo. Tiene datos y cifras, su teléfono suena constantemente, está siempre corriendo de acá para allá para dar un discurso, participar en un debate o lo que sea. Pero nunca reflexiona. No ha conocido nunca un solo momento de reverencia ante la belleza de la creación. Odia el silencio, y por lo tanto no sabe nada. Estoy respondiendo a tu pregunta: ¿cómo puede alguien tan solicitado estar estancándose? Resbalando sobre la superficie, parloteando todo el día acerca de cómo serían las cosas si estuviesen mejor organizadas, y no aprendiendo nada esencial, esa es la cosa.

Se dejó caer contra las almohadas, agotada. La cara larga miraba hacia el techo. Su respiración era agitada. Habíamos hablado de esa tarde en el dolmen varias veces, generalmente como preludio a la importante confrontación del día siguiente. Estaba enfadada, y el saber que yo me daba cuenta de ello la enfadaría aún más. Había perdido el control. Ella sabía que su versión de la vida de Bernard —las apariciones en televisión, los debates en la radio, el hombre público— estaba diez años anticuada. Nadie sabía gran cosa de Bernard Tremaine en estos últimos tiempos. Se quedaba en casa y trabajaba tranquilamente en su libro. Ahora solo la familia y algunos amigos le telefoneaban. Una mujer que vivía en el mismo edificio iba tres horas al día para limpiar y cocinar. Resultaba penoso observar los celos de June. Las ideas de acuerdo con las cuales June vivía su vida eran también las que le servían para medir la distancia entre Bernard y ella, y si estas ideas estaban impulsadas por una búsqueda de la verdad, entonces parte de esa verdad era una amargura, una decepción. Las inexactitudes y las exageraciones la delataban.

Deseaba decir algo que la hiciera comprender que no me sentía disgustado ni desalentado. Por el contrario, me inspiraba afecto. Encontraba consuelo en la agitación de June, en el conocimiento de que las relaciones, los embrollos, el corazón, todavía importaban, que la vida de antes y los problemas de antes continuaban y que hacia el final no había visión panorámica ni indiferencia sepulcral.

Me ofrecí para hacerle un té y ella asintió levantando un dedo de la sábana. Crucé al lavabo para llenar la tetera. Fuera había parado de llover pero el viento continuaba soplando, y una mujer diminuta con una chaqueta de punto azul cielo iba cruzando el césped con ayuda de un andador. Una ráfaga fuerte hubiera podido llevársela. Llegó a un parterre junto al muro y se arrodilló delante de su andador, como ante un altar portátil. Cuando estuvo de rodillas sobre la hierba, apartó el andador a un lado y sacó de un bolsillo de la chaqueta una cucharilla y del otro un puñado de bulbos. Se puso a hacer hoyos y a meter los bulbos en ellos. Unos años antes no habría visto ningún sentido en plantar a su edad, habría observado la escena y la habría interpretado como una ilustración de la futilidad. En aquel momento solo podía mirar.

Llevé las tazas a la cama. June se incorporó y bebió a sorbitos el té hirviente sin hacer el menor ruido, de la manera que le había enseñado en el colegio, me dijo una vez, una profesora de buenas maneras. Estaba perdida en sus pensamientos y resultaba claro que aún no estaba dispuesta para volver a hablar. Miré fijamente mis páginas de notas, corrigiendo signos aquí y allí para hacer legible la taquigrafía. Tomé la decisión de visitar el dolmen cuando volviese a Francia. Podría ir andando desde la bergerie, ascendiendo por el Pas de l’Azé hasta la Causse y luego continuar hacia el norte durante tres o cuatro horas; exquisito en primavera cuando hay flores silvestres y campos enteros cubiertos de orquídeas. Me sentaría en esa piedra y contemplaría la vista una vez más y pensaría en mi tema.

Sus párpados temblaron, y en el tiempo que tardé en rescatar la taza y el plato de su mano caída y ponerlos en la mesilla de noche, se había quedado dormida. Insistía en que estos sueños repentinos no se debían al agotamiento. Eran parte de su estado, una disfunción neurológica que producía un desequilibrio en la secreción de dopamina. Al parecer, estos estados narcolépticos eran irresistibles. Era como si te echaran una manta sobre la cara, me había dicho. Pero cuando le mencioné el asunto al médico de June él me miró fijamente y dio una imperceptible sacudida de cabeza; su negativa era también una sugerencia de que le siguiese la corriente.

—Está enferma y está cansada —dijo.

Su respiración se había convertido en un jadeo superficial, el árbol de arrugas de su frente aparecía más desnudo, menos complejo, como si el invierno lo hubiera despojado de sus ramas. Su taza vacía oscurecía parcialmente la fotografía. ¡Qué transformaciones! Yo era todavía lo bastante joven como para que me asombraran. Allí, en su marco, la piel intacta, la bonita cabeza redonda apoyada contra el brazo de Bernard. Yo no los había conocido hasta su vejez, pero sentí algo parecido a la nostalgia por el breve y remoto tiempo en que Bernard y June habían estado juntos amorosamente y sin complicaciones. Antes de la caída. Esto también contribuía a la inocencia de la fotografía, su ignorancia de hasta qué punto y durante cuánto tiempo seguirían siendo adictos el uno al otro e irritándose mutuamente. June por el terrible empobrecimiento espiritual de Bernard y su «fundamental falta de seriedad», su racionalidad con anteojeras y su arrogante insistencia, «en contra de toda la evidencia acumulada», de que una organización social sensata liberaría a la humanidad de sus desgracias y de su capacidad para la crueldad; y Bernard porque June había traicionado su conciencia social, por su «fatalismo autoprotector» y su «credulidad»; cómo le había dolido la creciente lista de las certidumbres de June: unicornios, espíritus del bosque, ángeles, médiums, autocuración, el inconsciente colectivo, el «Cristo que llevamos dentro».

Una vez le pedí a Bernard que me hablase de su primer encuentro con June, durante la guerra. ¿Qué le había atraído de ella? No recordaba un primer encuentro. Solo gradualmente empezó a fijarse en una mujer joven que, durante los primeros meses de 1944, iba a su oficina del Senado una o dos veces por semana para entregar documentos traducidos del francés y recoger más trabajo. En la oficina de Bernard todos leían francés y el material era de nivel bajo. Él no veía qué sentido tenía su trabajo y por lo tanto tampoco la veía a ella. Ella no existía. Luego oyó que alguien decía que era muy guapa y en la siguiente ocasión la miró con más atención. Empezó a sentirse desilusionado los días en que ella no aparecía y estúpidamente feliz cuando iba. Cuando finalmente entabló una charla vacilante con ella, descubrió que era de trato fácil. Había supuesto que a una mujer hermosa le molestaría hablar con un tipo larguirucho de orejas grandes. En realidad parecía que le había caído bien. Fueron a comer juntos en el café de Joe Lyons en el Strand, donde él disimuló su nerviosismo hablando en voz muy alta de socialismo y de insectos; era un entomólogo aficionado. Más tarde asombró a sus compañeros al convencerla de que fuesen una tarde a ver una película —no, no recordaba cuál— en un cine del Haymarket, donde reunió el valor necesario para besarla… en el dorso de la mano primero, como parodiando una galantería anticuada, luego en la mejilla y finalmente en los labios; una progresión acelerada, vertiginosa, desde la primera charla hasta los primeros besos castos habían transcurrido menos de cuatro semanas.

La versión de June: su trabajo como intérprete y ocasional traductora de documentos oficiales del francés la llevó una tarde aburrida a un pasillo del Senado. Al pasar por delante de la puerta abierta de un despacho contiguo al que tenía que visitar, vio a un joven delgaducho con una cara rara incómodamente medio tumbado en una silla de madera, con los pies sobre la mesa, absorto en lo que parecía un libro muy serio. Él levantó la vista, sostuvo su mirada por un instante y volvió a su lectura, olvidándola inmediatamente. Se quedó allí parada todo el tiempo que pudo sin parecer grosera —cuestión de segundos— y se lo comió con los ojos mientras fingía consultar la carpeta de papel manila que llevaba en la mano. La mayoría de los hombres con quienes había salido habían llegado a gustarle después de vencer un indefinible desagrado. Este la atrajo inmediatamente. Era «su tipo»; entonces entendió esta irritante expresión desde dentro. Él era evidentemente inteligente —todos lo eran en aquella oficina— y le gustó la torpe indefensión de su tamaño y su cara grande y generosa, y el hecho de que la hubiese mirado sin verla realmente constituía un desafío. A muy pocos hombres les ocurría eso.

Encontró pretextos para visitar el despacho donde él trabajaba. Fue a entregar papeles que debería haber llevado una de las chicas de su oficina. Para prolongar sus visitas y porque Bernard no la miraba, se vio obligada a coquetear con uno de sus compañeros, un individuo triste de Yorkshire que tenía granos en la cara y la voz aguda. Una vez tropezó a propósito con la mesa de Bernard para derramarle el té. Él frunció el ceño y limpió el charquito sin interrumpir su lectura. Le llevó paquetes que iban dirigidos a otra sección. Él la sacó de su error cortésmente. El hombre de Yorkshire le escribió una dolorosa declaración de soledad. No esperaba que ella se casara con él, decía, aunque no descartaba esa posibilidad. Pero sí esperaba que llegasen a ser íntimos amigos, como hermano y hermana. June comprendió que tenía que actuar rápidamente.

El día en que hizo acopio de valor y entró en el despacho decidida a hacer que Bernard la invitase a almorzar fue también el día que él eligió para mirarla bien por primera vez. Su mirada era tan desnuda, tan cándidamente predatoria, que ella titubeó camino de su mesa. En su rincón el aspirante a hermano sonreía y se ponía en pie tambaleante. June dejó el paquete y salió corriendo. Pero ahora sabía que tenía a su hombre; ahora cada vez que ella entraba la enorme mandíbula de Bernard se agitaba mientras él trataba de encontrar algún tema de conversación. Para llegar a la comida en Joe Lyons solo fue precisa una ligerísima insinuación.

Me parece extraño que nunca compararan sus recuerdos de aquellos primeros días. Sin duda, June habría disfrutado esas diferencias. Le habrían confirmado sus prejuicios posteriores; Bernard, irreflexivo, ignorante de las sutiles corrientes que conformaban esa realidad que aseguraba entender y controlar. Sin embargo, yo me resistía a comunicarle a June la historia de Bernard o a Bernard la de June. Era decisión mía, más que de ellos, mantener los relatos confidencialmente separados. Ninguno de los dos podía creer que esto fuese realmente así, y en nuestras conversaciones yo era consciente de ser utilizado como portador de mensajes e impresiones. A June le hubiese gustado que yo regañase a Bernard en su nombre, por su visión del mundo, ni más ni menos, y por su ajetreada vida de debates radiofónicos y ama de llaves incluida. A Bernard le hubiese gustado que yo le transmitiera a June no solo la ilusión de que él estaba perfectamente bien sin ella, sino también su afecto por ella, a pesar de su evidente locura, ahorrándole de ese modo otra aterradora visita o preparando el terreno para la siguiente. Al verme, cada uno trataba de sonsacarme, de obtener información haciéndome hablar, generalmente a base de ofrecerme proposiciones discutibles, escasamente disfrazadas de preguntas. Bernard, por ejemplo: ¿Siguen teniéndola sedada? ¿Estuvo desbarrando sin parar sobre mí? ¿Crees que me odiará siempre? Y June: ¿Habló todo el rato de la señora Briggs (el ama de llaves)? ¿Ha abandonado sus planes de suicidio?

Yo contestaba con evasivas. Nada de lo que pudiese decirles les daría satisfacción. Y además podían telefonearse o verse siempre que quisieran. Como jóvenes amantes absurdamente orgullosos, se contenían, creyendo que el que llamase revelaría una debilidad, una dependencia emocional despreciable.

Al despertar de su sueñecito de cinco minutos June se encontró a un hombre de calvicie incipiente y expresión severa sentado junto a su cama con un cuaderno en la mano. ¿Dónde estaba? ¿Quién era esa persona? ¿Qué quería? Esa sorpresa aterrada que había en sus ojos se me contagió, constriñendo mis reacciones de tal modo que no pude dar con las palabras tranquilizadoras inmediatamente y luego me aturullé con ellas. Pero antes de que yo hubiese terminado, ella había recuperado las líneas de causalidad, tenía ya su historia de nuevo y había recordado que su yerno había ido a tomar notas de la misma. Carraspeó.

—¿Dónde estaba?

Ambos sabíamos que se había asomado al pozo, a un vacío de confusión donde nada tenía nombre ni relación, y esto la había asustado, nos había asustado a ambos. Yo no podía reconocerlo, o, mejor dicho, no podía reconocerlo hasta que ella lo hiciera.

Ahora sabía dónde estaba, igual que sabía lo que venía a continuación. Pero durante el breve drama psíquico que acompañó su despertar yo me encontré preparándome para resistirme a pronunciar el inevitable pie: «el día siguiente». Quería conducirla hacia otro sitio. Habíamos repasado «el día siguiente» media docena de veces. Era sabiduría popular dentro de la familia, una historia bruñida por la repetición, ya no recordada sino más bien recitada como una oración aprendida de memoria. Yo la había oído en Polonia años atrás, cuando conocí a Jenny. La había oído muchas veces de labios de Bernard, que no había sido, en sentido estricto, testigo de ella. Había sido representada en las fiestas de Navidad y otras reuniones familiares. En opinión de June, tenía que ser el punto central de las memorias que yo estaba escribiendo, igual que lo era en la historia de su vida: el momento definitorio, la experiencia que reconducía, la verdad revelada a cuya luz todas las conclusiones previas han de ser reconsideradas. Era un relato cuya exactitud histórica tenía menos importancia que la función que había cumplido. Era un mito, mucho más poderoso por ser sostenido como documental. June se había convencido de que «el día siguiente» lo explicaba todo: por qué dejó el Partido, por qué ella y Bernard cayeron en un desacuerdo que duraría toda su vida, por qué se replanteó su racionalismo y su materialismo, cómo llegó a vivir la vida que vivió, dónde la vivió, lo que pensó.

Siendo un extraño en la familia, yo me sentía a la vez fascinado y escéptico. Los momentos cruciales son un invento de los narradores y dramaturgos, un mecanismo necesario cuando se reduce, se traduce, una vida a un argumento, cuando hay que extraer una moraleja de una secuencia de hechos, cuando hay que mandar al público a casa con algo inolvidable que marque el crecimiento de un personaje. Ver la luz, la hora de la verdad, el momento crucial, ¿no son estas cosas que hemos tomado prestadas de Hollywood o de la Biblia para dar un sentido retroactivo a un recuerdo atestado de datos? Los «perros negros» de June. Sentado allí, junto a su cama, con el cuaderno en el regazo, habiendo tenido el privilegio de vislumbrar su vacío, de compartir su vértigo, estos animales casi inexistentes resultaban demasiado consoladores. Otro ensayo de esta famosa anécdota nos habría proporcionado demasiada seguridad.

Ella debía de haber resbalado hacia los pies de la cama mientras dormía. Hizo un esfuerzo para sentarse erguida, pero sus muñecas eran demasiado débiles y sus manos no encontraban dónde agarrarse en la ropa de cama. Fui a levantarme para ayudarla pero me lo impidió con un ruido, un gruñido, y se dio la vuelta para mirarme de frente, encajando la cabeza en una almohada doblada.

Empecé despacio. ¿Estaba siendo malévolo? Ese pensamiento me preocupaba, pero ya había empezado.

—¿No crees que el mundo debería poder acoger tu forma de ver las cosas y la de Bernard? ¿No sería lo mejor que algunos viajen hacia dentro mientras otros se preocupan por las condiciones sociales y por mejorar el mundo? ¿No es la diversidad lo que hace una civilización?

Esta última pregunta retórica fue demasiado para June. El ceño de atención neutral desapareció en una carcajada. Ya no podía soportar seguir echada. Luchó por sentarse, con éxito esta vez, mientras me hablaba entre jadeos.

—Jeremy, eres un encanto, pero realmente dices muchas tonterías. Te esfuerzas demasiado por ser decente y por que todos te quieran y se quieran entre sí. ¡Ya!

Al fin estaba erguida. Las manos curtidas de jardinero estaban entrelazadas sobre las sábanas, y ella me miraba con contenido regocijo. O con compasión maternal.

—Entonces ¿por qué no ha mejorado el mundo? Tanta atención médica gratuita, incrementos salariales, coches, televisores y cepillos de dientes eléctricos por familia. ¿Por qué no está contenta la gente? ¿No falta algo en todas estas mejoras?

Ahora que se estaba burlando de mí me sentí libre. Mi tono fue un poco duro.

—¿Así que el mundo moderno es un desierto espiritual? Aun suponiendo que el tópico fuese verdad, ¿qué me dices de ti, June? ¿Por qué no eres feliz? Cada vez que vengo me demuestras cuánta amargura sientes todavía respecto a Bernard. ¿Por qué no puedes dejarlo estar? ¿Qué importa ya? Pasa de él. El que no lo hayas hecho o que no puedas hacerlo no dice mucho a favor de tus métodos.

¿Había ido demasiado lejos? Mientras yo hablaba June miraba fijamente hacia la ventana. El silencio quedó roto cuando June aspiró largamente, luego hubo un silencio aún más tenso, seguido de una ruidosa exhalación. Me miró directamente.

—Es verdad. Claro que es verdad… —Hizo una pausa antes de decidirse a decir—: Todo lo que de algún valor he hecho en mi vida he tenido que hacerlo sola. No me importó en su momento. Estaba contenta… Y, por cierto, no espero ser feliz. La felicidad es algo ocasional, un relámpago de verano. Pero encontré la paz de espíritu y durante todos esos años pensaba que así estaba bien. Tenía una familia, amigos, visitantes. Me alegraba cuando venían y me alegraba cuando se iban. Pero ahora…

Al pincharla le había hecho abandonar los recuerdos y pasar a las confesiones. Volví una hoja en blanco de mi cuaderno.

—Cuando me dijeron que estaba muy enferma y me vine aquí para encerrarme por última vez, la soledad empezó a parecerme mi mayor fracaso. Un enorme error. Construir una buena vida, ¿qué sentido tiene hacerlo sola? Cuando pienso en esos años en Francia a veces siento un viento frío que me sopla en la cara. Bernard piensa que yo soy una estúpida ocultista y yo pienso que él es un comisario receloso que nos vendería a todos si con ello pudiera comprar un cielo material en la tierra; ese es el cuento, el chiste, en la familia. La verdad es que nos queremos, que nunca hemos dejado de querernos, que estamos obsesionados. Y no fuimos capaces de hacer nada con ello. No pudimos construir una vida. No pudimos renunciar al amor, pero tampoco nos rendimos a su poder. El problema es bastante fácil de describir, pero nunca lo describimos bien en su día. Nunca dijimos: Mira, esto es lo que sentimos, ¿qué podemos hacer partiendo de aquí? No, todo fue siempre confusión, discusiones, acuerdos respecto a los niños, caos cotidiano, una creciente separación y distintos países. Dejando todo eso lejos fue como encontré la paz. Si estoy amargada es porque no me lo he perdonado. Aunque hubiese aprendido a levitar treinta metros en el aire eso no me habría compensado por no haber aprendido nunca a hablar o a estar con Bernard. Cada vez que me quejo por el último conflicto social que viene en el periódico, tengo que recordarme a mí misma: ¿por qué había de esperar que millones de extraños con intereses encontrados se pongan de acuerdo cuando yo no pude hacer una sencilla sociedad con el padre de mis hijos, el hombre al que quería y con el cual sigo casada? Y hay otra cosa. Si continúo emboscada tirando contra Bernard es porque tú estás aquí y sé que lo ves de vez en cuando y (no debería decir esto) me recuerdas a él. No tienes sus ambiciones políticas, gracias a Dios, pero hay una sequedad y una distancia en los dos que me enfurece y me atrae. Y…

Se calló lo que estaba pensando y se recostó en las almohadas. Dado que se suponía que debía considerar lo dicho como un cumplido me sentí constreñido por cierto grado de cortesía, la necesidad de aceptar lo que me habían ofrecido. Había una palabra en su confesión a la que deseaba volver lo antes posible. Primero, no obstante, había que despachar las delicadezas rituales.

—Espero que mis visitas no te molesten.

—Me gusta que vengas.

—Y si crees que mis preguntas son demasiado personales debes decírmelo.

—Puedes preguntarme lo que quieras.

—No quiero entrometerme en tus…

—Te he dicho que puedes preguntarme lo que quieras. Si no deseo contestar, no lo haré.

Permiso concedido. Pensé que sabía, vieja astuta, dónde había quedado prendida mi atención. Me estaba esperando.

—Dices que tú y Bernard estabais… obsesionados el uno por el otro. ¿Quieres decir, bueno, físicamente…?

—Eres un típico miembro de tu generación, Jeremy. Y lo bastante viejo como para empezar a avergonzarte de hablar de ello. Sí, sexo, estoy hablando de sexo.

Nunca la había oído usar la palabra. En su voz de emisión de la BBC de los tiempos de guerra acortó la vocal notoriamente, convirtiéndola casi en un «seis[2]». Sonaba grosera, obscena, en sus labios. ¿Era porque tuyo que esforzarse en pronunciarla y luego repetirla para vencer su desagrado? ¿O tenía razón? ¿Estaba yo, un hombre de la década de los sesenta, aunque siempre melindroso, empezando a atragantarme con el banquete?

June y Bernard sexualmente obsesionados. Como solo los había conocido ya viejos y hostiles, me hubiese gustado decirle que, al igual que un niño con la noción blasfema de la reina en el retrete, me resultaba difícil de imaginar. Pero en lugar de eso le dije:

—Creo que lo entiendo.

—Me parece que no —dijo, complacida con su certeza—. No puedes tener ni idea de cómo eran las cosas entonces.

Incluso mientras ella hablaba, las imágenes y las impresiones caían rodando por el espacio como Alicia, o como los detritos que ella adelanta, bajando por un cono de tiempo que se ensancha: un olor a polvo de oficina; las paredes de un pasillo pintadas en color crema y marrón brillantes; objetos cotidianos como máquinas de escribir y coches, bien hechos, pesados y pintados de negro; habitaciones sin calefacción y dueñas de pensión suspicaces; hombres jóvenes ridículamente solemnes con pantalones de franela anchos mordiendo una pipa; comidas sin hierbas ni ajo, ni zumo de limón, ni vino; un constante juguetear con cigarrillos considerado una forma de erotismo, y por todas partes la autoridad con sus imperativas e inflexibles directrices en los billetes de autobús, los formularios y los letreros pintados a mano cuyos índices solitarios indicaban el camino a seguir en un mundo serio de marrones y negros y grises. Mi idea de cómo eran las cosas entonces era una tienda de trastos viejos explotando a cámara lenta, y me alegré de que June no pudiera percibirlo porque yo no veía lugar para la obsesión sexual.

—Antes de conocer a Bernard había salido con uno o dos chicos porque me habían parecido «muy simpáticos». Al principio los llevaba a casa para presentárselos a mis padres y que me dieran su opinión: ¿eran «presentables»? Yo juzgaba siempre a los hombres como posibles maridos. Eso era lo que hacían mis amigas, de eso era de lo que hablábamos. El deseo nunca entraba realmente en el asunto, por lo menos no mi propio deseo. Había únicamente una especie de anhelo vago y general de tener un amigo, una casa, un bebé, una cocina; los elementos eran inseparables. En cuanto a los sentimientos del hombre, dependía de lo lejos que le dejaras llegar. Nos sentábamos muy juntas y hablábamos mucho de eso. Si querías casarte el sexo era el precio que tenías que pagar. Después de la boda. Era duro, pero razonable. No se puede conseguir algo a cambio de nada.

»Y entonces todo cambió. A los pocos días de conocer a Bernard mis sentimientos eran… Bueno, me parecía que iba a estallar. Lo deseaba, Jeremy. Era como un dolor. No quería una boda ni una cocina, quería a aquel hombre. Tenía fantasías extraordinarias sobre él. No podía hablar con mis amigas francamente. Se habrían escandalizado. Nada me había preparado para aquello. Deseaba urgentemente tener relaciones sexuales con Bernard, y estaba aterrorizada. Sabía que si me lo pedía, si insistía, yo no tendría elección. Y era evidente que sus sentimientos también eran intensos. No era la clase de hombre que exige nada, pero una tarde, por una serie de razones que ya no recuerdo, nos encontramos solos en una casa que pertenecía a los padres de una amiga mía. Creo que tenía algo que ver con el hecho de que llovía a cántaros. Subimos a la habitación de invitados y empezamos a desnudarnos. Estaba a punto de lograr aquello en lo que había estado pensando durante semanas, pero me sentía desgraciada, llena de temor, como si me condujesen a mi propia ejecución…

Notó mi mirada interrogativa —¿por qué desgraciada?— y dio un suspiro de impaciencia.

—Lo que tu generación no sabe, y la mía casi ha olvidado, es lo ignorantes que éramos todavía, lo extravagantes que eran las actitudes entonces… respecto al sexo y todo lo relacionado con él. Los anticonceptivos, el divorcio, la homosexualidad, las enfermedades venéreas. Y el embarazo fuera del matrimonio era impensable, lo peor que podía ocurrirle a una. En los años veinte y treinta las familias respetables encerraban a sus hijas embarazadas en manicomios. Las organizaciones que supuestamente se encargaban de ayudarlas hacían desfilar a las madres solteras por las calles y las humillaban. Las chicas se mataban tratando de abortar. Ahora parece una locura, pero en aquellos tiempos era fácil que una chica embarazada pensase que todos tenían razón y que ella estaba loca y se merecía todo lo que le hacían. Las actitudes oficiales eran tan punitivas, tan duras… Por supuesto, no había ninguna ayuda económica. Una madre soltera era una desterrada, una vergüenza, alguien que dependía de instituciones benéficas vengativas, de la Iglesia o de lo que fuera. Todas conocíamos media docena de historias terribles y preventivas que nos mantenían en el buen camino. No fue suficiente aquella tarde, pero ciertamente yo pensaba que estaba labrando mi perdición mientras subía las escaleras hasta aquella habitación diminuta en el último piso de la casa donde el viento y la lluvia golpeaban la ventana, igual que hoy. No tomamos ninguna precaución, por supuesto, y en mi ignorancia yo pensé que el embarazo era inevitable. Y sabía que no podía volverme atrás. Me sentía desgraciada por ello, pero también estaba probando el sabor de la libertad. Era la clase de libertad que imagino que experimenta un delincuente, aunque sea solo por un momento, cuando está a punto de cometer su delito. Yo siempre había hecho lo que la gente esperaba de mí, pero entonces me conocía por primera vez. Y sencillamente tenía que hacerlo, tenía que hacerlo, Jeremy, acercarme a aquel hombre…

Carraspeé suavemente.

—Y, hum, ¿qué tal fue?

No podía creer que le estuviera haciendo esta pregunta a June Tremaine. Jenny nunca me creería.

June lanzó otra de sus carcajadas. Nunca la había visto tan animada.

—¡Fue una sorpresa! Bernard era el hombre más torpe del mundo, siempre derramaba su bebida o se daba con la cabeza en una viga. Encenderle el cigarrillo a alguien era una experiencia penosa para él. Yo estaba segura de que era la primera chica con la que había estado. Él insinuó lo contrario, pero eso era pura forma, era lo que tenía que decir. Así que yo pensaba que seríamos como niños perdidos en el bosque, y francamente no me importaba. Quería tenerlo fuese como fuese. Nos metimos en aquella estrecha cama, yo riéndome nerviosa a causa del terror y la excitación, y quién iba a pensarlo, ¡Bernard era un genio! Todas las palabras que uno encuentra en una novela romántica: tierno, fuerte, hábil y, bueno, imaginativo. Cuando terminamos hizo algo ridículo. Repentinamente se levantó de un salto, corrió a la ventana, la abrió y se quedó allí frente a la tormenta, desnudo, largo, delgado y blanco, golpeándose el pecho y gritando como Tarzán mientras las hojas entraban en remolinos. ¡Era tan estúpido! ¿Sabes?, me reí tanto que me hice pis en la cama. Tuvimos que darle la vuelta al colchón. Luego recogimos cientos de hojas de la alfombra. Me llevé las sábanas a casa en una bolsa, las lavé y volví a ponerlas en la cama con la ayuda de mi amiga. Ella tenía un año más que yo y estaba tan asqueada que no me dirigió la palabra durante meses.

Experimentando en mí mismo algo de la libertad prohibida de June cuarenta y cinco años antes, estuve a punto de sacar a colación el asunto del tamaño que Bernard «gastaba». ¿Era simplemente, según parecía ahora, una calumnia ocasional de June? O, teniendo en cuenta que su cuerpo era tan largo, ¿no sería únicamente un error de criterio relativo? Pero hay cosas que uno no puede preguntarle a su suegra y además estaba frunciendo el ceño, tratando de formular un pensamiento.

—Debió ser una semana más tarde cuando Bernard vino a casa a conocer a mis padres, y estoy casi segura de que fue en esa ocasión cuando derramó una tetera llena sobre la alfombra Wilton. Aparte de eso tuvo un éxito completo, era perfectamente apropiado: colegio elegante, Cambridge, una forma amable y tímida de hablar con sus mayores. Así empezamos una doble vida. Éramos la encantadora parejita que alegró todos los corazones al prometerse para casarse cuando acabase la guerra. Al mismo tiempo continuamos lo que habíamos empezado. En el Senado y otros edificios gubernamentales había cuartos que no se usaban. A Bernard se le daba muy bien hacerse con las llaves. En verano, teníamos los hayedos de los alrededores de Amersham. Era una adicción, una locura, una vida secreta. Entonces tomábamos precauciones, pero, con toda franqueza, a esas alturas me hubiese importado un comino.

»Siempre que hablábamos del mundo que había más allá de nosotros, hablábamos del comunismo. Era nuestra otra obsesión. Decidimos perdonar al Partido su estupidez al comienzo de la guerra y afiliarnos en cuanto hubiese paz y nosotros hubiésemos dejado nuestros puestos. Marx, Lenin, Stalin, el camino hacia adelante, estábamos de acuerdo en todo. ¡Una hermosa unión de cuerpos y mentes! Habíamos fundado una utopía privada y era solo cuestión de tiempo el que las naciones del mundo siguiesen nuestro ejemplo. Aquellos fueron los meses que nos formaron. Detrás de nuestra frustración de todos estos años ha estado el deseo de volver a aquellos días felices. Desde que empezamos a ver el mundo de manera diferente sentíamos que el tiempo se nos escapaba y nos impacientábamos el uno con el otro. Cada desacuerdo era una interrupción de lo que sabíamos era posible, y pronto solo hubo interrupciones. Y finalmente el tiempo se nos acabó, pero los recuerdos siguen ahí, acosándonos, y todavía no podemos dejarnos en paz.

»Una cosa que aprendí la mañana después de la visita al dolmen fue que yo tenía valor, valor físico, y que podía defenderme sola. Ese es un descubrimiento significativo para una mujer, o lo era en mis tiempos. Tal vez fue también un descubrimiento fatal, desastroso. Ahora no estoy segura de que hubiese debido defenderme sola. El resto es difícil de contar, sobre todo a un escéptico como tú.

Yo estaba a punto de protestar, pero ella me hizo un gesto con la mano para que me callase.

—De todas formas, voy a decirlo una vez más. Estoy cansada. Tendrás que marcharte pronto. También quiero repasar el sueño de nuevo. Quiero estar segura de que lo has entendido.

Titubeó, reuniendo fuerzas para el último esfuerzo de la tarde.

—Sé que todo el mundo piensa que le he dado demasiada importancia: una chica asustada por un par de perros en un camino rural. Pero espera hasta que llegue el momento de comprender tu vida. Descubrirás que eres demasiado viejo y perezoso para intentarlo, o harás lo que he hecho yo, elegir un suceso determinado, encontrar en algo corriente y explicable un medio de expresar lo que, de lo contrario, se te escaparía: un conflicto, un cambio de actitud, una nueva comprensión. No estoy diciendo que aquellos animales fueran otra cosa que lo que parecían. A pesar de lo que Bernard dice, en realidad no creo que fueran familiares de Satán, sabuesos del Averno o enviados de Dios, o lo que él diga a los demás que yo creo. Pero hay un aspecto de la historia que no le agrada subrayar. La próxima vez que lo veas, pídele que te cuente lo que el Maire[3] de Saint Maurice nos dijo acerca de esos perros. Se acordará. Fue una larga tarde en la terraza del Hotel des Tilleuls. Yo no he mitologizado a esos animales. Los he utilizado. Me liberaron. Me descubrieron algo.

Movió hacia mí la mano sobre la sábana. No fui capaz de alargar la mía para cogérsela. Un impulso periodístico, una extraña noción de neutralidad me lo impidió. Mientras ella hablaba y yo continuaba transcribiendo con los veloces arabescos de mi taquigrafía, me sentí ingrávido, con la cabeza hueca, suspendido en mi incertidumbre entre dos puntos, lo banal y lo profundo; no sabía si lo que estaba escuchando era lo uno o lo otro. Azorado, me incliné más sobre el papel para no tener que encontrar su mirada.

—Conocí el mal y descubrí a Dios. Lo llamo mi descubrimiento, pero, naturalmente, no es nada nuevo y no es mío. Todo el mundo tiene que hacerlo por sí mismo. La gente usa diferentes lenguajes para describirlo. Supongo que todas las grandes religiones del mundo comenzaron con individuos que establecieron un contacto inspirado con la realidad espiritual y luego trataron de mantener vivo ese conocimiento. La mayor parte del mismo se pierde en reglas y prácticas y adicción al poder. Las religiones son así. Pero, en última instancia, importa poco cómo lo describas una vez que has comprendido la verdad esencial: que tenemos en nuestro interior infinitos recursos, el potencial para una forma de ser más elevada, una bondad…

Yo había oído todo eso antes, de un modo u otro, de labios de un profesor con inclinaciones espirituales, un párroco disidente, una antigua novia que acababa de regresar de la India, profesionales californianos y hippies ofuscados. Ella me vio removerme en el asiento, pero insistió.

—Llámalo Dios, o el espíritu del amor, o Atman, o Cristo o las leyes de la naturaleza. Lo que vi aquel día, y muchos otros días desde entonces, fue un halo de luz coloreada alrededor de mi cuerpo. Pero la apariencia es irrelevante. Lo que cuenta es conectar con este centro, este ser interior, y luego extenderlo y profundizarlo. Luego llevarlo hacia fuera, a los otros. El poder sanador del amor…

El recuerdo de lo que sucedió a continuación aún me duele. No pude remediarlo, mi incomodidad era demasiado intensa. No podía soportar oír nada más. Tal vez mis años de soledad eran la cultura que nutría mi escepticismo, mi protección contra esos clarines que llamaban a amar, a mejorar, a renunciar al defendible núcleo de nuestra identidad y verlo disolverse en la leche tibia del amor y la bondad universales. Es la clase de discurso que me hace enrojecer. Me aparto de quienes hablan así. No lo veo, no lo creo.

Murmurando una excusa acerca de un calambre, me puse de pie, pero demasiado deprisa. Mi silla cayó hacia atrás y golpeó contra el armario con un fuerte ruido. Fui yo el que se sobresaltó. Ella me observaba, ligeramente divertida, mientras yo empezaba a disculparme por la interrupción.

—Lo sé —dijo—. Las palabras están cansadas y yo también. Otro día sería mejor si pudiera demostrarte lo que quiero decir. Otro día…

No tenía fuerzas suficientes para luchar contra mi incredulidad. La tarde tocaba a su fin.

Yo estaba tratando de nuevo de disculparme por mi grosería, y ella habló por encima de mí. Su tono era bastante ligero, pero muy bien podría ser que estuviese ofendida.

—¿Te importaría enjuagar esas tazas antes de irte? Gracias, Jeremy.

Cuando estaba de pie junto al lavabo, de espaldas a ella, la oí suspirar mientras se acomodaba en la cama. Fuera, el viento continuaba sacudiendo las ramas. Sentí un placer momentáneo al pensar que iba a reincorporarme al mundo, a dejar que el viento del oeste me empujase de vuelta a Londres, para entrar en mi presente, para salir de su pasado. Mientras secaba las tazas y los platos y los devolvía al estante traté de encontrar una disculpa mejor a mi grosero comportamiento. El alma, una vida después de esta, un universo lleno de significado: era el propio consuelo que proporcionaban estas alegres creencias lo que me dolía; la convicción y el propio interés estaban demasiado entrelazados. ¿Cómo podía decirle eso? Cuando me volví, ella tenía los ojos cerrados y su respiración había recuperado el ritmo poco profundo.

Pero no estaba dormida todavía. Cuando me agaché a recoger la bolsa que estaba cerca de su cama, murmuró sin abrir los ojos:

—Quería repasar el sueño otra vez.

Estaba en mi cuaderno, el sueño de duermevela, corto, invariable, que la había perseguido durante cuarenta años: dos perros bajan corriendo por un sendero hasta la garganta. El más grande deja un rastro de sangre, muy visible sobre las piedras blancas. June sabe que el alcalde del pueblo cercano no ha mandado a sus hombres a dar caza a los animales. Descienden hasta la sombra que arrojan los altos riscos, entran en los matorrales del fondo y suben por el otro lado. Ella los ve de nuevo, al otro lado de la garganta, dirigiéndose a las montañas, y aunque se alejan de ella, este es el momento de terror que la sacude; sabe que volverán.

—Lo tengo anotado —la tranquilicé.

—Debes recordar que se produce cuando todavía estoy medio despierta. En realidad los veo, Jeremy.

—No lo olvidaré.

Ella asintió con los ojos cerrados.

—¿Puedes salir tú solo?

Era casi una broma, una ironía debilitada. Me incliné sobre ella, la besé en la mejilla y le murmuré al oído:

—Creo que me las arreglaré.

Luego crucé la habitación sin hacer ruido y salí al pasillo, a la alfombra de remolinos rojos y amarillos, pensando, como siempre que me marchaba, que aquella sería la última vez.

Y lo fue.

Murió cuatro semanas después, «plácidamente durante el sueño», según dijo la enfermera jefe que telefoneó a Jenny para darle la noticia. No creímos que fuese así, pero tampoco queríamos dudarlo.

La enterramos en el cementerio del pueblo cercano a Los Castaños. Fuimos con nuestros hijos y dos de nuestros sobrinos y llevamos a Bernard. Fue un viaje incómodo. Hacía calor, íbamos muy apretados en el coche, y había obras y un tráfico muy intenso en la autopista. Bernard iba en el asiento delantero, silencioso todo el camino. A veces se cubría la cara con las manos un segundo o dos. La mayor parte del tiempo miraba fijamente hacia adelante. No lloraba. Jenny estaba en la parte de atrás con el bebé en el regazo. A su lado los niños hablaban de la muerte. Los escuchábamos, incapaces de hacerles cambiar de conversación. Alexander, nuestro hijo de cuatro años, estaba horrorizado de que tuviésemos la intención de poner a su abuelita, a quien quería mucho, en una caja de madera y luego meterla en un hoyo en el suelo y cubrirla con tierra.

—A ella no le gusta eso —dijo, muy seguro de sí mismo.

Harry, su primo de siete años, había entendido los hechos.

—Está muerta, idiota. Tiesa, hambre. No se entera de lo que le hacen.

—¿Cuándo vuelve?

—Nunca. Cuando te mueres, no vuelves.

—Pero ¿ella cuándo vuelve?

—Nunca, nunca, nunca, nunca. Está en el cielo, idiota.

—¿Cuándo vuelve? ¿Abuelo? ¿Cuándo vuelve, abuelo?

Fue un alivio que a un lugar tan remoto fuese tanta gente. A lo largo de la carretera que venía de la iglesia normanda había docenas de coches ladeados en los márgenes herbosos. El aire ondeaba encima de los techos calientes. Yo acababa de empezar a asistir a entierros con regularidad, hasta entonces ceremonias exclusivamente civiles de tres amigos que habían muerto de sida. El servicio anglicano de aquel día me resultaba más familiar a causa de las películas. Como uno de los grandes discursos de Shakespeare, la oración pronunciada junto a la tumba, tachonada en fragmentos en la memoria, era una sucesión de frases brillantes, títulos de libros y cadencias descendentes que insuflaban vida, pura energía, a lo largo de la espina dorsal. Yo observaba a Bernard. Estaba de pie a la derecha del sacerdote, los brazos extendidos a los costados, mirando fijamente hacia adelante, como había hecho en el coche, controlándose bien.

Después del servicio lo vi apartarse de los antiguos amigos de June y alejarse por entre las lápidas, deteniéndose aquí y allí para leer una, y dirigirse hacia un tejo. Se detuvo a su sombra y apoyó los codos en el muro bajo del cementerio. Iba hacia él para decirle unas cuantas frases torpes que había medio preparado cuando lo oí gritar el nombre de June por encima del muro. Me acerqué más y vi que estaba sollozando. Inclinó su cuerpo largo y delgado hacia adelante, luego se irguió. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás a la sombra del árbol mientras lloraba. Di media vuelta, sintiéndome culpable por mi intromisión, y me apresuré a volver, pasando por delante de dos hombres que estaban llenando la tumba, hasta alcanzar a la gente que iba charlando, su tristeza desvaneciéndose en el aire veraniego mientras salía del cementerio, seguía la carretera, dejaba atrás los coches aparcados y se dirigía hacia la entrada de un prado de hierba sin segar en el centro del cual se alzaba un entoldado color crema, con los lados levantados por el calor. Detrás de mí, la tierra seca y las piedras chocaban contra las palas de los sacristanes. Delante de mí, lo que June debía de haber imaginado: niños jugando, camareros de chaqueta blanca almidonada sirviendo bebidas detrás de unos caballetes cubiertos con sábanas y, ya, los primeros invitados, una pareja joven, que se tumbaban en la hierba.