Desde que perdí a mis padres en un accidente de carretera cuando tenía ocho años, he tenido los ojos puestos en los de otras personas. Esto fue particularmente cierto durante mi adolescencia, cuando muchos amigos míos se desprendían de su familia y yo me las arreglaba bastante bien solo y con sustitutos. En nuestro barrio no faltaban padres y madres ligeramente desalentados que se mostraban encantados de tener cerca por lo menos a un joven de diecisiete años que supiese apreciar sus bromas, sus consejos, sus guisos e incluso su dinero. Al mismo tiempo, yo era también una especie de padre. Mi hogar en aquella época era el formado por el reciente matrimonio, ya en proceso de desintegración, de mi hermana Jean con un hombre llamado Harper. Mi protegida y amiga íntima en este desdichado hogar era mi sobrina de tres años, Sally, la única hija de Jean. Las broncas y las reconciliaciones que sacudían el gran piso —Jean había heredado la mitad de los bienes; mi mitad estaba en fideicomiso— tendían a marginar a Sally. Naturalmente, yo me identificaba con una niña abandonada, así que de vez en cuando nos encerrábamos, para pasar un rato agradable con sus juguetes y mis discos, en una habitación grande que daba al jardín y tenía una pequeña cocina que usábamos siempre que el salvajismo reinante más allá hacía que no deseásemos asomar la cara.
Cuidar de ella era bueno para mí. Me mantenía civilizado y alejado de mis propios problemas. Habrían de pasar dos décadas hasta que me sintiese tan arraigado como entonces. Disfrutaba sobre todo las tardes en que Jean y Harper salían, especialmente en verano, cuando le leía a Sally hasta que se dormía y luego hacía mis deberes en la mesa grande junto al balcón abierto al dulce olor de los alhelíes perfumados y el polvo del tráfico. Yo estaba estudiando para mis exámenes de bachillerato en The Beamish, en Elgin Crescent, una escuela preparatoria que gustaba de llamarse academia. Cuando levantaba la vista de mi trabajo y veía a Sally detrás de mí en la habitación medio a oscuras, tumbada de espaldas, las sábanas y los ositos de peluche empujados más abajo de sus rodillas, los brazos y las piernas muy abiertos, en lo que yo interpretaba como una actitud de confianza en la benevolencia de su mundo completamente equivocada, me sentía exaltado por un intenso y doloroso instinto de protección, una punzada en el corazón, y estoy seguro de que ese es el motivo de que luego haya tenido cuatro hijos. Nunca tuve dudas al respecto; en alguna medida uno es huérfano para toda la vida; cuidar niños es una forma de cuidar de uno mismo.
Imprevisiblemente, Jean irrumpía en nuestra habitación, impulsada por la culpa o por un excedente de amor después de hacer las paces con Harper, y se llevaba a Sally a su parte del piso con arrullos y abrazos y promesas sin valor. Era entonces cuando la negrura, el sentimiento de vacío y desarraigo caían sobre mí. En lugar de holgazanear por ahí o ver la tele como otros chicos, yo salía a la noche, bajaba por Ladbroke Grove y me encaminaba a la casa que en aquella temporada me resultase más acogedora. Las imágenes que me vienen a la mente más de veinticinco años después son de mansiones de estuco en colores pálidos, algunas desconchadas, otras inmaculadas, tal vez en Powis Square, y una cálida luz amarilla que salía de la puerta abierta y revelaba en la oscuridad a un adolescente de cara blanca, de un metro ochenta ya, que arrastraba sus botas Chelsea. Oh, buenas noches, señora Langley. Perdone que la moleste. ¿Está Toby en casa?
Es muy probable que Toby esté con una de sus novias o en el bar con los amigos, y yo retrocedo y bajo los escalones del porche disculpándome hasta que la señora Langley me llama.
—Jeremy, ¿no te gustaría entrar de todas formas? Ven a tomarte una copa con estos viejos aburridos. Sé que a Tom le agradará verte.
Unas objeciones rituales y el cuco de uno ochenta entra y cruza el vestíbulo hasta una enorme habitación atestada de libros, con dagas sirias, la máscara de un chamán y una cerbatana amazónica con dardos envenenados con curare. Ahí está el padre de Toby, de cuarenta y tres años, sentado bajo una lámpara leyendo a Proust, Euclides o Heine en su idioma original junto a la ventana abierta. Sonríe mientras se levanta y me tiende la mano.
—¡Jeremy! Cuánto me alegro de verte. Tómate conmigo un whisky con agua. Siéntate ahí y escucha esto. Dime qué te parece.
Y, deseoso de entablar conmigo una conversación relacionada con mis asignaturas (francés, historia, inglés, latín), vuelve unas cuantas páginas hasta encontrar una imponente circunvolución de A l’ombre des jeunes filies en fleurs. Y yo, igualmente deseoso de presumir y ser aceptado, respondo al desafío. Con buen humor, él me corrige, más tarde tal vez consultemos el Scott-Moncrieff y la señora Langley entrará con unos sándwiches y un té y me preguntarán por Sally y querrán saber las últimas novedades de la relación entre Harper y Jean, a quienes no conocen.
Tom Langley era un diplomático del Ministerio de Asuntos Exteriores, destinado en Whitehall después de tres períodos de servicio en el extranjero. Brenda Langley se ocupaba de su hermosa casa y daba clases de clavicordio y piano. Como muchos de los padres de mis amigos de la Academia Beamish, eran cultos y adinerados. Qué exquisita y deseable me parecía esa combinación a mí, que provengo de un ambiente familiar de clase media y ausencia de libros.
Pero Toby Langley no valoraba a sus padres en absoluto. Le aburrían sus modales civilizados, su curiosidad intelectual y mentalidad abierta, su hogar espacioso y ordenado y su interesante infancia transcurrida en Oriente Medio, Kenia y Venezuela. Estaba estudiando con poca convicción dos asignaturas (matemáticas y arte) y decía que no quería ir a la universidad. Frecuentaba amigos que vivían en los nuevos bloques de pisos de Shepherd’s Bush, y sus novias eran camareras y dependientas con peinados en forma de colmena cubiertos de laca. Buscaba el caos y los líos saliendo con varias chicas a la vez. Cultivaba una forma de hablar estúpida con expresiones como «pa mí qué» y «le largo» en lugar de «le dije», que se convirtió en un hábito arraigado. Como era mi amigo, no le dije nada. Pero despertaba mi desaprobación.
Aunque yo mantenía el pretexto de ir a visitar a Toby cuando no estaba en casa, y la señora Langley contribuía con fórmulas de cortesía tales como «podrías entrar de todas formas», siempre era bien recibido en Powis Square. A veces me pedían que les diera mi opinión de enterado respecto a la conducta descarriada de Toby, y yo comentaba de forma desleal y pedante la necesidad de Toby de «encontrarse a sí mismo». Igualmente frecuentaba la casa de los Silversmith, psicoanalistas neofreudianos, el marido y la mujer, que tenían asombrosas ideas respecto a la sexualidad y un frigorífico tamaño americano abarrotado de cosas exquisitas, y cuyos tres hijos adolescentes, dos chicas y un chico, eran unos absolutos gamberros que se dedicaban a robar en las tiendas y a extorsionar en los campos de juego de Kensal Rise. También me sentía a gusto en la casa, grande y desordenada, de mi amigo Joseph Nugent, asimismo alumno de la Academia Beamish. Su padre era un oceanógrafo que encabezaba expediciones a los fondos marinos inexplorados del mundo, su madre era la primera mujer columnista del Daily Telegraph, pero Joe pensaba que sus padres eran increíblemente aburridos y prefería la compañía de una pandilla de chicos de Notting Hill a quienes lo que más les gustaba era sacar brillo a los múltiples faros de sus motocicletas Lambretta.
¿Me resultaban atractivos todos estos padres simplemente porque no eran los míos? Por mucho que lo intentara, no podía responder que sí, porque eran innegablemente agradables. Me interesaban, aprendía cosas de ellos. En casa de los Langley aprendí cosas sobre las prácticas de sacrificio en los desiertos árabes, mejoré mi latín y mi francés y oí por primera vez las «Variaciones Goldberg». En casa de los Silversmith oí hablar del polimorfo perverso, me sentí cautivado por los cuentos de Dora, el pequeño Hans y el Hombre Lobo, y comí salmón ahumado, roscas de pan con crema de queso, Latkes y Borscht. En casa de los Nugent, Janet me explicó todo el escándalo Profumo y me convenció de que aprendiese taquigrafía; su marido hizo una vez la imitación de un hombre que padecía aeroembolia. Estas personas me trataban como a un adulto. Me servían bebidas, me ofrecían sus cigarrillos, me pedían su opinión. Todos estaban en la cuarentena, eran tolerantes, relajados y enérgicos. Fue Cy Silversmith quien me enseñó a jugar al tenis. Si cualquiera de estas parejas hubiesen sido mis padres (ojalá), estoy seguro de que les habría querido más.
Y si mis padres hubiesen vivido, ¿no habría estado yo buscando la libertad igual que los demás? Nuevamente no podía contestar que sí. Lo que mis amigos hacían me parecía la antítesis misma de la libertad, un intento masoquista de lograr la movilidad social hacia abajo. Y qué irritantemente previsible por parte de mis contemporáneos, especialmente de Toby y Joe, que considerasen mi situación doméstica un paraíso: el maloliente aquelarre de nuestro piso sin limpiar, sus licenciosas ginebras de última hora de la mañana, mi espectacular hermana que fumaba sin cesar y se parecía a Jean Harlow, una de las primeras de su generación en ponerse minifalda, el drama adulto de su matrimonio de martillazos y latigazos, y el sádico Harper, el fetichista del cuero con tatuajes en rojo y negro de gallos que se pavoneaban sobre sus tuberosos antebrazos, y nadie que me regañase por el estado de mi habitación, mi ropa, mi alimentación, mis entradas y salidas, mi trabajo escolar, mis perspectivas o mi salud mental y dental. ¿Qué más podía pedir? Nada, excepto, añadirían tal vez, verme libre de aquella cría que siempre estaba por medio.
Tal era la simetría de nuestros respectivos desafectos, que una tarde de invierno mientras Toby estaba en mi casa fingiendo relajarse en la gélida suciedad de nuestra cocina, fumando cigarrillos e intentando impresionar con su voz de hombre del pueblo a Jean, la cual, todo hay que decirlo, lo detestaba, yo estaba en la suya, cómodamente sentado en el sofá Chesterfield delante de la chimenea, un vaso del whisky de malta de su padre calentándose en mi mano, bajo mis pies sin zapatos la preciosa bokhara que según Toby era un símbolo de violación cultural, escuchando a Tom Langley hablar de una araña mortalmente venenosa y de la agonía de cierto tercer secretario en el primer descansillo de la embajada británica en Caracas, mientras al otro lado del vestíbulo, a través de las puertas abiertas, oíamos a Brenda tocar uno de los melodiosos y sincopados rags de Scott Joplin, que en aquel tiempo estaban siendo redescubiertos y aún no habían sido interpretados hasta la saciedad.
Me doy cuenta de que mucho de lo dicho hasta ahora habla en mi contra, que es Toby, aspirando en circunstancias imposibles a una mujer joven, bella y alocada que estaba fuera de su alcance, o Toby, Joe y los hermanos Silversmith haciendo incursiones por el vecindario, lo que demuestra una verdadera ansia de vida, y que la obsesión que un muchacho de diecisiete años por la comodidad y la conversación de sus mayores sugiere un espíritu aburrido; y que al describir este período de mi vida he ido imitando inconscientemente no solo las actitudes de superioridad y desprecio de mi yo adolescente, sino también el tono formalista, distanciado y laberíntico en el que solía hablar, torpemente copiado de mis escasas lecturas de Proust, que yo suponía me proclamaría ante el mundo como un intelectual. Lo único que puedo decir en favor de mi yo joven es que, aunque entonces apenas era consciente de ello, echaba muchísimo de menos a mis padres. Tenía que levantar mis defensas. La pomposidad era una de ellas, otra era mi cultivado desdén por las actividades de mis amigos. Ellos podían entregarse libremente a sus correrías porque estaban seguros; yo necesitaba los hogares que ellos abandonaban.
Estaba dispuesto a pasarme sin chicas, en parte porque pensaba que me distraerían de mi trabajo. Suponía con razón que el camino más seguro para salir de mi situación —me refiero a vivir con Jean y Harper— era la universidad, y para eso necesitaba terminar el bachillerato con buenas notas. Estudiaba fanáticamente, dedicando dos, tres y hasta cuatro horas cada noche mucho antes del esfuerzo previo a los exámenes. Otra razón para mi timidez era que los primeros pasos de mi hermana en esa dirección, cuando yo tenía once años y ella quince y vivíamos con nuestra tía, habían tenido un éxito tan estrepitoso, con una horda de hombres sin rostro desfilando por el dormitorio que supuestamente compartíamos (nuestra tía finalmente nos echó a los dos), que yo me sentía completamente acobardado. En ese reparto de la experiencia y la especialización que se produce entre hermanos, Jean había extendido sus hermosos miembros —por adaptar la formulación de Kafka— sobre mi mapa del mundo y había borrado el territorio denominado «sexo», así que yo me veía obligado a viajar por otros lugares, a modestas islitas llamadas Catulo, Proust, Powis Square.
Y tenía mi relación afectiva con Sally. Con ella me sentía responsable e intacto y no necesitaba a nadie más. Era una niña pálida. Nadie la sacaba mucho; yo no tenía nunca ganas de hacerlo cuando llegaba del colegio, y Jean no era nada aficionada al aire libre. La mayor parte del tiempo yo jugaba con Sally en la habitación grande. Tenía los modales imperiosos de la niña de tres años. «¡En esa silla no! Ven a sentarte aquí en el suelo conmigo». Jugábamos a los Hospitales, a las Casitas, a Perdidos en el Bosque o a Navegando a un Sitio Nuevo. Sally iba narrando incesantemente nuestro paradero, nuestros motivos, nuestras repentinas metamorfosis. No eres un monstruo, eres un rey. Entonces oíamos, procedente del otro extremo del piso, un grito de rabia de Harper seguido de un gañido de dolor de Jean, y Sally hacía una perfecta mueca de adulto en miniatura, un respingo con encogimiento de hombros absolutamente oportuno, y decía con los tonos melodiosamente puros de una voz aún ajena a la construcción gramatical: «¡Mamá y papá! ¡Qué tontos están siendo otra vez!».
Y efectivamente así era. Harper era un guardia de seguridad que decía que estaba estudiando por libre para obtener un título en antropología. Jean se había casado con él cuando apenas había cumplido los veinte años y Sally tenía dieciocho meses. Al año siguiente, cuando Jean cobró el dinero de su herencia, compró el piso y vivía de lo que le había quedado. Harper dejó su trabajo y los dos se pasaban todo el día haraganeando, bebiendo, peleándose y reconciliándose. Harper tenía un don para la violencia. Había veces en que yo miraba con inquietud la mejilla roja o el labio hinchado de mi hermana y pensaba en oscuros códigos masculinos que me exigían desafiar a mi cuñado y defender el honor de ella. Pero también había veces en que entraba en la cocina y me encontraba a Jean sentada junto a la mesa leyendo una revista y fumando mientras Harper estaba de pie al lado del fregadero, desnudo a excepción de un suspensor morado, con media docena de verdugones rojo vivo cruzándole las nalgas, fregando humildemente los platos. Reconocía con agradecimiento que aquello me desbordaba y me retiraba a la habitación grande y a los juegos con Sally que podía comprender.
Nunca entenderé por qué no supe o adiviné que la violencia de Jean y de Harper se extendía a mi sobrina. Que ella dejara transcurrir veinte años antes de contárselo a nadie demuestra hasta qué punto el sufrimiento puede aislar a un niño. Yo no sabía entonces cómo atacan los adultos a los niños, y tal vez no habría querido saberlo; me marcharía pronto y el sentimiento de culpa ya estaba creciendo. A finales de aquel verano, poco después de cumplir yo los dieciocho años, Harper se había marchado para siempre y yo tenía mi bachillerato y una plaza para Oxford. Debería haber estado eufórico un mes más tarde mientras trasladaba mis libros y mis discos desde el piso a la furgoneta de un amigo; mi plan bienal había dado resultado, estaba fuera, estaba libre. Pero las insistentes y suspicaces preguntas de Sally mientras me seguía de un lado a otro entre nuestra habitación y la acera eran una acusación de traición.
—¿Adónde vas? ¿Por qué te vas? ¿Cuándo vuelves?
Intuyendo mis evasivas, mi coagulado silencio, volvía una y otra vez a esta última pregunta. Y cuando creyó atraerme, apartarme de una licenciatura en Historia como la sugerencia, tan optimista, tan animadamente formulada, de que jugásemos a Navegando a un Sitio Nuevo, dejé en el suelo mi brazada de libros y corrí a la furgoneta para sentarme en el asiento del pasajero y echarme a llorar. Pensaba que sabía demasiado bien cómo me sentía, o cómo se sentiría, era casi mediodía y Jean aún estaba durmiendo la ginebra y las píldoras con las que se consolaba por la marcha de Harper. La despertaría antes de marcharme, pero en muchos sentidos Sally estaba sola. Y sigue estándolo.
Ni Sally ni Jean ni Harper desempeñan un papel en lo que viene a continuación. Tampoco los Langley, ni los Nugent, ni los alumnos de la Beamish. Los dejé a todos atrás. Mi sentimiento de culpa, de traición, no me permitiría volver a Notting Hill, ni siquiera para un fin de semana. No hubiese podido soportar someterme de nuevo a una despedida de Sally. La idea de que le estaba imponiendo la misma pérdida que yo había sufrido aumentaba mi soledad y borraba la excitación de mi primer trimestre en la universidad. Me convertí en un estudiante callado y deprimido, uno de esos tipos anodinos prácticamente invisibles para sus compañeros, aparentemente excluido por las mismas leyes de la naturaleza del proceso de hacer amistades. Me dirigí al hogar más próximo. Estaba en el norte de Oxford y pertenecía a un profesor paternal y a su esposa. Durante una breve temporada brillé allí y unas cuantas personas me dijeron que era inteligente. Pero esto no fue suficiente para impedir que me fuera, primero del norte de Oxford, luego, en mi cuarto trimestre, de la propia universidad. Durante años continué dejando domicilios, empleos, amigos, amantes. Ocasionalmente conseguía oscurecer mi irreductible sensación de infantil desarraigo haciéndome amigo de los padres de alguien. Me invitaban a su casa, yo cobraba vida, luego me marchaba.
Esta penosa locura llegó a su fin cuando me casé, a los treinta y muchos años, con Jenny Tremaine. Empezó mi existencia. El amor, por tomar prestada la frase de Sylvia Plath, me puso en marcha. Cobré vida para siempre, o, mejor dicho, la vida vino a mí. Debería haber aprendido de mi experiencia con Sally que la forma más sencilla de recuperar a un padre perdido es convertirse en padre uno mismo; que para socorrer al niño abandonado que llevamos dentro no hay mejor cosa que tener niños propios a los que querer. Y justo cuando ya no los necesitaba adquirí unos padres en forma de suegros, June y Bernard Tremaine. Pero no había hogar. Cuando los conocí vivían en países distintos y apenas se hablaban. June se había retirado hacía mucho tiempo a la cima de un remoto monte en el sur de Francia y estaba a punto de ponerse muy enferma. Bernard seguía siendo una figura pública que agasajaba a sus invitados en restaurantes. Raras veces veían a sus hijos. Por su parte, Jenny y sus dos hermanos habían perdido toda esperanza respecto a sus padres.
Los hábitos de toda una vida no pueden borrarse instantáneamente. Despertando cierta irritación en Jenny, persistí en mantener la amistad con June y Bernard. En conversaciones con ellos a lo largo de varios años descubrí que el vacío emocional, el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar ni a ninguna persona que me había afligido entre los ocho y los treinta y siete años, había tenido una importante consecuencia intelectual: no tenía ningún vínculo, no creía en nada. No era que fuese un incrédulo, o que me hubiese armado con el inútil escepticismo de una curiosidad racional, o que viese cualquier argumento desde todos los puntos de vista; sencillamente no había ninguna buena causa, ningún principio verdadero, ninguna idea fundamental con los cuales pudiera identificarme, ninguna entidad trascendente cuya existencia pudiera afirmar sincera, apasionada o serenamente.
A June y Bernard les ocurría lo contrario. Comenzaron juntos como comunistas, luego cada uno siguió su camino. Pero su capacidad, su apetito de creencias, nunca disminuyó. Bernard era un entomólogo muy dotado; permaneció toda su vida comprometido con el goce y las limitadas certezas de la ciencia; sustituyó su comunismo con treinta años de abnegada defensa de numerosas causas en pro de la reforma social y política. June llegó a Dios en 1946 a través de un encuentro con el mal en la forma de dos perros. (Bernard encontraba esta interpretación del suceso casi demasiado embarazosa para discutirla). Un principio maligno, una fuerza sobre los asuntos humanos que avanzaba periódicamente para dominar y destruir las vidas de los individuos o los países, luego se retira y espera la siguiente ocasión; no había más que un corto paso de esto a un espíritu luminoso, benigno y todopoderoso que residía en nuestro interior y era accesible a todos; tal vez no tanto un paso como un reconocimiento simultáneo. Ella sintió que ambos principios eran incompatibles con el materialismo de sus convicciones políticas y dejó el Partido.
No sabría decir si los perros negros de June deberían considerarse un símbolo potente, una frase cómoda, una prueba de su credulidad, o una manifestación de un poder que realmente existe. En estas memorias he incluido ciertos incidentes de mi propia vida —en Berlín, Majdanek, Les Salces y Saint Maurice de Navacelles— que están abiertos por igual a las dos clases de interpretaciones, a la de Bernard y a la de June. Racionalista y mística, comisario y yogui, el que se afilia y la que se abstiene, el científico y la intuitiva, Bernard y June son los extremos, los polos gemelos a lo largo de cuyo resbaladizo eje se desliza y nunca llega a descansar mi propia incredulidad. En compañía de Bernard siempre he tenido la sensación de que faltaba un elemento en su visión del mundo y que era June quien tenía la clave. La seguridad del escepticismo de Bernard y su invencible ateísmo me hacían recelar; era demasiado arrogante, demasiadas cosas quedaban excluidas, negadas. En las conversaciones con June me encontraba pensando como Bernard; me sentía sofocado por sus expresiones de fe y vagamente molesto por la suposición implícita de todos los creyentes de que ellos son buenos porque creen lo que creen, de que la fe es virtud y, por extensión, el descreimiento es indigno o, en el mejor de los casos, lamentable.
De nada serviría argumentar que el pensamiento racional y la intuición espiritual son terrenos separados y que la oposición entre ambos es una concepción falsa. Bernard y June me hablaron a menudo de ideas que nunca podrían equipararse. Bernard, por ejemplo, estaba seguro de que no había ninguna dirección, ninguna pauta en los asuntos o los destinos humanos que no fueran las que las mentes humanas imponían. June no podía aceptar esto; la vida tenía un propósito e iba en nuestro interés abrirnos a él. Tampoco serviría sugerir que los dos puntos de vista son correctos. Creer en todo, no hacer ninguna elección, viene a ser lo mismo, en mi opinión, que no creer en nada. No estoy seguro de si la maldición de nuestra civilización en este fin de milenio es el exceso o la falta de creencias, de si es la gente como Bernard y June los que causan las dificultades o la gente como yo. Falsearía mi propia experiencia si no declarase que creo en la posibilidad de que el amor transforme y redima una vida. Le dedico estas memorias a mi mujer, Jenny, y a Sally, mi sobrina, que continúa sufriendo las consecuencias de su infancia; ojalá ella también encuentre ese amor.
Al casarme entré en una familia dividida, en la cual los hijos, en interés de su propia conservación, habían vuelto la espalda a sus padres hasta cierto punto. Mi tendencia a hacer de cuco les causó cierta infelicidad a Jenny y a sus hermanos, por lo cual me disculpo. Me he tomado algunas libertades, la mayor de las cuales ha sido reproducir ciertas conversaciones que no fueron mantenidas con la idea de que quedaría constancia de ellas. Pero ocurre que las ocasiones en las que les anuncié a los demás, incluso a mí mismo, que estaba «trabajando» fueron tan escasas, que la necesidad de unas cuantas indiscreciones se ha hecho absoluta. Tengo la esperanza de que el espíritu de June y también el de Bernard —si es que alguna esencia de su conciencia, en contra de todas sus convicciones, persiste— me perdonarán.