Durante toda la tarde estuve mirando las aguas del río Piedra. La mujer nos trajo bocadillos y vino, dijo algo sobre el tiempo y volvió a dejarnos solos. Más de una vez él interrumpió la lectura, y se quedó con la mirada perdida en el horizonte, absorto en sus pensamientos.

En cierto momento, resolví ir a dar una vuelta por el bosque, por las pequeñas cascadas, por las laderas llenas de historias y significados. Cuando empezaba a ponerse el sol, regresé al sitio donde le había dejado.

—Gracias —fue su primera palabra cuando me devolvió los papeles.

Y perdón.

A orillas del río Piedra me senté y sonreí.

—Tu amor me salva, y me devuelve los sueños —continuó.

Me quedé callada, sin moverme.

—¿Conoces bien el salmo 137? —preguntó.

Dije que no con la cabeza. Tenía miedo de hablar.

—A orillas de los ríos de Babilonia.

—Sí, sí, lo conozco —dije, sintiendo que volvía poco a poco a la vida—. Habla del exilio. Habla de las personas que cuelgan sus cítaras porque no pueden cantar la música que les pide el corazón.

—Pero después de llorar de nostalgia por la tierra de sus sueños, el salmista se promete a sí mismo:

¡Jerusalén, si yo de ti me olvido,

que se seque mi diestra!

¡Mi lengua se me pegue al paladar

si de ti no me acuerdo…!

Sonreí una vez más.

—Me estaba olvidando. Y tú me haces recordar.

—¿Crees que recuperarás tu don? —pregunté.

—No lo sé. Pero Dios siempre me dio una segunda oportunidad en la vida. Me la está dando contigo. Y me ayudará a encontrar mi camino.

—El nuestro lo interrumpí de nuevo.

—Sí, el nuestro.

Me cogió de las manos y me levantó.

—Vete a buscar tus cosas —dijo—. Los sueños dan trabajo.

Enero de 1994