Volví a despertar en el convento. Una mujer me estaba mirando.
—La señora casi se ha muerto —dijo—. Si no fuera por el vigía del monasterio, ya no estaría aquí.
Me levanté con torpeza, sin saber bien qué hacía. Parte del día anterior me volvió a la memoria, y deseé que el vigía no hubiese pasado nunca por allí.
Pero ahora el verdadero tiempo de la muerte había pasado. Yo seguiría viviendo.
La mujer me llevó hasta la cocina, y me dio café, bizcochos y pan con aceite. No hizo preguntas, y yo tampoco expliqué nada. Cuando terminé de comer, me devolvió la bolsa.
—Fíjese si está todo ahí —dijo.
—Debe de estar. No tenía nada.
—Tiene su vida, hija mía. Una vida larga. Cuídela mejor.
—Hay una ciudad cerca de aquí que tiene una iglesia —dije, con ganas de llorar—. Ayer, antes de venir para aquí, entré en esa iglesia con.
Y no sabía cómo explicarlo.
—… con un amigo de la infancia. Ya estaba harta de andar visitando iglesias pero tocaban las campanas, y él dijo que era una señal, que necesitábamos entrar.
La mujer me llenó la taza, se sirvió un poco de café y se sentó a escuchar mi historia.
—Entramos en la iglesia —continué—. No había nadie, estaba oscuro. Estuve tratando de descubrir alguna señal, pero sólo veía los altares y los santos de siempre. De repente oímos que algo se movía en la parte superior, donde está el órgano.
»Era un grupo de muchachos con violines, que en seguida empezaron a afinar los instrumentos. Decidimos sentarnos a escuchar un poco de música antes de salir de viaje.
Poco después, entró un hombre y se sentó a nuestro lado. Estaba alegre, y les gritaba a los chicos que tocasen un pasodoble.
—¡Música de corridas de toros! —dijo la mujer—. Espero que no hicieran eso.
—No lo hicieron. Pero se rieron y tocaron una canción flamenca. Yo y mi amigo nos sentíamos como si el cielo hubiera descendido sobre nosotros; la iglesia, la oscuridad acogedora, el sonido de los violines y la alegría del hombre que estaba a nuestro lado: todo aquello era un milagro.
»Poco a poco la iglesia se fue llenando. Los chicos seguían tocando música flamenca, y los que entraban sonreían, y se dejaban contagiar por la alegría de los músicos.
»Mi amigo me preguntó si quería asistir a la misa que estaba a punto de comenzar. Yo dije que no: teníamos por delante un largo viaje. Resolvimos salir, pero antes dimos las gracias a Dios por aquel agradable momento en nuestras vidas.
»Cuando llegamos a la puerta descubrimos que muchas personas, muchas de verdad, quizá todos los habitantes de aquella pequeña ciudad, se dirigían a la iglesia. Pensé que debía de ser el último pueblo totalmente católico de España. Quizá porque las misas eran muy animadas.
»Al subir al coche, vimos que se acercaba un cortejo. Traían un féretro. Alguien había muerto, y aquélla era una misa de cuerpo presente. Al llegar el cortejo a la puerta de la iglesia, los músicos interrumpieron las canciones flamencas y empezaron a tocar un réquiem.
—Que Dios tenga piedad de esa alma —dijo la mujer, haciendo la señal de la cruz.
—Que tenga piedad —dije, repitiendo el gesto de la mujer—. Pero entrar en aquella iglesia fue una señal. De que la tristeza está siempre esperando al final de la historia.
La mujer me miró y no dijo nada. Entonces salió, y volvió en seguida con varias hojas de papel y una estilográfica.
—Vamos afuera —dijo.
Salimos juntas. Estaba amaneciendo.
—Respire hondo —pidió—. Deje que esta nueva mañana entre en sus pulmones y corra por sus venas. Por lo visto, no es casual que la señora se perdiera ayer.
Yo no dije nada.
—La señora tampoco entendió la historia que me acaba de contar, sobre la señal de la iglesia —prosiguió—. Sólo vio la tristeza del fin. Olvidó los momentos alegres que pasó allí dentro. Olvidó la sensación de que los cielos habían descendido, y de lo bueno que era estar viviendo aquello en compañía de su.
Se interrumpió, sonriendo.
—… amigo de la infancia —agregó, guiñando el ojo—. Jesús dijo: «Dejad que los muertos entierren a los muertos.» Porque él sabe que la muerte no existe. La vida ya existía antes de que naciéramos, y seguirá existiendo después de que dejemos este mundo.
Se me llenaron de lágrimas los ojos.
—Lo mismo ocurre con el amor —continuó—. Ya existía antes, y seguirá existiendo para siempre.
—Parece que conoce usted mi vida —dije.
—Todas las historias de amor tienen mucho en común. Yo también pasé por esto en algún momento de mi vida. Pero no me acuerdo. Sé que el amor volvió, bajo la forma de un nuevo hombre, de nuevas esperanzas de nuevos sueños.
Me ofreció las hojas de papel y la estilográfica.
—Escriba todo lo que está sintiendo. Saque las cosas del alma, póngalas en el papel y después tírelo. Dice la leyenda que el río Piedra es tan frío que todo lo que cae en él, hojas, insectos, plumas de ave, se transforma en piedra. ¿Acaso no sería buena idea que dejase sus sufrimientos en esas aguas?
Cogí los papeles, ella me dio un beso y me dijo que podía volver para el almuerzo, si quería.
—No se olvide de una cosa —gritó, cuando me iba—. El amor permanece. ¡Son los hombres los que cambian!
Me reí, y ella me volvió a saludar con la mano.
Estuve mirando el río durante mucho tiempo. Lloré hasta sentir que no me quedaban más lágrimas.
Entonces empecé a escribir.