A orillas del río Piedra me senté y lloré. Los recuerdos de aquella noche son confusos y vagos. Sólo sé que estuve cerca de la muerte, pero no recuerdo cómo es su rostro, ni adónde me llevaba.

Me gustaría recordarla, para poder también expulsarla de mi corazón. Pero no puedo. Todo parece un sueño, desde el momento en que salí de aquel túnel oscuro y encontré un mundo donde también había descendido ya la noche.

En el cielo no brillaba ninguna estrella. Recuerdo vagamente haber caminado hasta el coche, sacado la pequeña bolsa que llevaba conmigo y comenzado a andar sin rumbo. Debo de haber caminado hasta la carretera, y tratado de hacer autostop para regresar a Zaragoza, sin haberlo conseguido. Terminé volviendo a los jardines del monasterio.

El ruido del agua era omnipresente: las cascadas estaban en todos los rincones, y yo veía la presencia de la Gran Madre persiguiéndome a dondequiera que fuese. Sí, Ella había amado el mundo; había amado el mundo tanto como Dios, porque también había dado a su hijo para que fuera sacrificado por los hombres. Pero ¿entendería el amor de una mujer por un hombre?

Ella puede haber sufrido por amor, pero era un amor diferente. Su gran Novio lo sabía todo, hacía milagros. Su novio en la Tierra era un trabajador humilde, que creía todo lo que sus sueños le contaban. Ella nunca supo lo que era abandonar o ser abandonada por un hombre. Cuando José pensó en expulsarla de la casa porque estaba embarazada, el Novio de los cielos le envió un ángel para impedir que eso sucediese.

Su hijo la dejó. Pero los hijos siempre dejan a los padres. Es fácil sufrir por amor al prójimo, por amor al mundo o por amor al hijo. Ese sufrimiento da la sensación de que todo eso es parte de la vida, de que es un dolor noble y grandioso. Es fácil sufrir por amor a una causa, o a una misión: eso sólo engrandece el corazón del que sufre.

Pero ¿cómo explicar el sufrimiento por un hombre? Es imposible. Entonces, la gente se siente en el infierno, porque no existe nobleza ni grandeza, apenas miseria.