De repente volvió el ruido del agua, la luz inundó nuestro camino y el túnel negro se transformó en uno de los más bellos espectáculos de la Tierra. Estábamos dentro de una inmensa caverna, del tamaño de una catedral. Tres paredes eran de piedra; la cuarta pared era la Cola de Caballo, con el agua que descendía cayendo en el lago verde esmeralda a nuestros pies.

Los rayos del sol poniente atravesaban la cascada, y las paredes mojadas brillaban.

Nos quedamos recostados en la piedra, sin decir nada.

Antes, cuando éramos niños, este sitio era un escondrijo de piratas, que guardaba los tesoros de nuestras fantasías infantiles. Ahora era el milagro de la Madre Tierra; yo me sentía en su vientre, sabía que Ella estaba allí, protegiéndonos con sus paredes de piedra y lavando nuestros pecados con su pared de agua.

—Gracias —dije en voz alta.

—¿A quién das las gracias?

—A Ella. Y a ti, que fuiste un instrumento para que yo recuperase mi fe.

Él se acercó al borde del lago subterráneo. Contempló las aguas y sonrió.

—Ven aquí —pidió.

Yo me acerqué.

—Tengo que contarte algo que todavía no sabes —dijo.

Esas palabras me preocuparon. Pero su mirada era tranquila, y me tranquilicé.

—Todas las personas sobre la faz de la Tierra tienen un don —dijo—. En algunas ese don se manifiesta espontáneamente; otras necesitan trabajar para encontrarlo. Yo trabajé mi don durante los cuatro años que pasé en el seminario.

Ahora yo tenía que «representar», para utilizar un término que él me había enseñado cuando el viejo nos negó la entrada en la iglesia.

Tenía que fingir que no sabía nada.

«No está equivocado —pensé—. No es un guión de frustración, sino de alegría.»

—¿Qué se hace en el seminario? —pregunté, tratando de ganar tiempo para desempeñar mejor el papel.

—No viene al caso —dijo—. El hecho es que desarrollé un don. Soy capaz de curar, cuando Dios así lo desea.

—Qué bien —respondí, tratando de mostrar sorpresa—. ¡No gastaremos dinero en médicos!

Él no se rió. Y yo me sentí como una idiota.

—Desarrollé mis dones mediante las prácticas carismáticas que tú viste —prosiguió—. Al principio me quedaba perplejo; oraba, pedía la presencia del Espíritu Santo, imponía mis manos y devolvía la salud a muchos enfermos. Mi fama empezó a extenderse, y todos los días se formaba una cola en la puerta del seminario, esperando mi auxilio. En cada herida infectada y maloliente yo veía las llagas de Jesús.

—Estoy orgullosa de ti —dije.

—Mucha gente en el monasterio se oponía, pero mi superior me dio todo su apoyo.

—Continuaremos ese trabajo. Seguiremos juntos por el mundo. Yo limpiaré las heridas, tú las bendecirás y Dios manifestará sus milagros.

Él desvió la mirada, y la clavó en el lago. Parecía haber una presencia en aquella caverna, algo parecido a lo de la noche en que nos habíamos emborrachado junto a la fuente de Saint-Savin.

—Ya te lo conté, pero te lo voy a repetir —continuó—. Cierta noche, me desperté con la habitación toda iluminada. Vi el rostro de la Gran Madre, y su mirada de amor. A partir de ese día empecé a verla de vez en cuando. No era algo que pudiera provocar, pero de vez en cuando Ella aparecía.

»A esas alturas, yo ya estaba al tanto del trabajo de los grandes revolucionarios de la Iglesia. Sabía que mi misión en la Tierra, además de curar, era preparar el camino para que Dios Mujer fuese de nuevo aceptado. El principio femenino, la columna de la Misericordia, volvería a levantarse, y el Templo de la Sabiduría sería reconstruido en el corazón de los hombres.

Yo lo miraba. Su expresión, que antes era tensa, volvió a quedar tranquila.

—Esto tenía un precio, que yo estaba dispuesto a pagar.

Calló, sin saber cómo continuar la historia.

—¿Qué quieres decir con «estaba»? —pregunté.

—El camino de la Diosa podría ser abierto sólo con palabras y milagros. Pero el mundo no funciona así. Va a ser más duro; lágrimas, incomprensión, sufrimiento.

«Aquel padre —pensé para mí—. Trató de meter el miedo en su corazón. Pero yo seré su consuelo.»

—El camino no es de dolor, sino de gloria de servir —respondí.

—La mayoría de los seres humanos todavía desconfían del amor.

Sentí que quería decirme algo, y no lo lograba. Quizá pudiese ayudarlo.

—Yo estaba pensando en eso —interrumpí—. En el primer hombre que escaló el pico más alto de los Pirineos y descubrió que la vida sin aventura no tenía gracia.

—¿Qué entiendes tú de gracia? —preguntó, y vi que había vuelto a ponerse tenso—. Uno de los nombres de la Gran Madre es Nuestra Señora de las Gracias, y sus manos generosas derraman bendiciones sobre todas las personas que saben recibirlas.

»Nunca podemos juzgar la vida de los demás, porque cada uno sabe de su propio dolor y de su propia renuncia. Una cosa es suponer que uno está en el camino cierto; otra es suponer que ese camino es el único.

»Jesús dijo: la casa de mi padre tiene muchas moradas. El don es una gracia. Pero también es una gracia llevar una vida de dignidad, de amor al prójimo y de trabajo. María tuvo un esposo en la Tierra que trató de demostrar el valor del trabajo anónimo. Aunque sin aparecer mucho, fue él quien proveyó techo y alimento para que su mujer y su hijo pudiesen hacer todo lo que hicieron. Su trabajo tiene tanta importancia como el trabajo de ellos, aunque casi no se dé valor a eso.

Yo no dije nada. Él me cogió la mano.

—Perdóname la intolerancia.

Le besé la mano y la apoyé contra mi rostro.

—Es esto lo que te quiero explicar —dijo, sonriendo de nuevo—. Que desde el momento en que te reencontré, supe que no podía hacerte sufrir con mi misión.

Empecé a inquietarme.

—Ayer te mentí. Fue la primera y la última mentira que te conté —prosiguió—. En realidad, en vez de ir al seminario, fui a la montaña y conversé con la Gran Madre.

»Le dije que, si ella quería, me apartaría de ti y seguiría mi camino. Seguiría con la puerta llena de enfermos, con los viajes en medio de la noche, con la incomprensión de los que quieren negar la fe, con la mirada cínica de los que desconfían de que el amor salva. Si Ella me lo pidiese, renunciaría a la cosa que más quiero en el mundo: tú.

Volví a acordarme del padre. Él tenía razón. Aquella mañana se estaba planteando una elección.

—Entretanto —continuó—, si fuese posible apartar este cáliz de mi vida, yo prometía servir al mundo mediante mi amor por ti.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté, asustada.

Él pareció no oírme.

—No es necesario quitar las montañas de los lugares para probar la fe —dijo—. Yo estaba preparado para encarar solo el sufrimiento, pero no para dividirlo. Si continuara por ese camino, jamás tendríamos una casa con cortinas blancas y un paisaje de montañas.

—¡No quiero saber nada de esa casa! ¡No quise entrar en ella! —dije, tratando de contenerme para no gritar—. Quiero acompañarte, estar contigo en tu lucha, formar parte de los que se aventuran primero. ¿Es que no entiendes? ¡Tú me devolviste la fe!

El sol había cambiado de posición, y sus rayos inundaban ahora las paredes de la caverna. Pero toda aquella belleza empezaba a perder su significado.

Dios escondió el infierno en medio del paraíso.

—Tú no sabes —dijo él, vi que sus ojos imploraban que lo comprendiese—. Tú no sabes el riesgo.

—¡Pero eras feliz con ese riesgo!

—Soy feliz con él. Pero es mi riesgo.

Quise interrumpirlo, pero no me oía.

—Entonces, ayer, le pedí un milagro a la Virgen —continuó—. Le pedí que me retirase el don.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo

—Tengo un poco de dinero, y toda la experiencia que me han dado los años de viajes. Compraremos una casa, buscaré un empleo y serviré a Dios como hizo san José, con la humildad de una persona anónima. Ya no necesito milagros para mantener viva mi fe. Te necesito a ti.

Las piernas empezaron a aflojárseme, como si fuera a desmayarme.

—Y en el momento en que le pedí a la Virgen que me retirara el don, empecé a hablar las lenguas —prosiguió—. Las lenguas me decían lo siguiente: «Coloca las manos en la tierra. Tu don saldrá de ti, y regresará al seno de la Madre.»

Yo tenía pánico.

—Tú no.

—Sí. Hice lo que la inspiración del Espíritu Santo mandaba. La neblina empezó a disolverse, y el sol volvió a brillar entre las montañas. Sentí que la Virgen me entendía, porque Ella también amó mucho.

—¡Pero ella siguió a su hombre! ¡Y aceptó los pasos del hijo!

—No tenemos la fuerza de Ella, Pilar. Mi don irá a otra persona, pues nunca se desperdicia.

»Ayer, en aquel bar, telefoneé a Barcelona y cancelé la conferencia. Vamos a Zaragoza; tú conoces gente, y podemos empezar por allí. Luego buscaré un empleo.

Yo ya no podía pensar.

—¡Pilar! —dijo él.

Pero yo ya caminaba de vuelta hacia el túnel, sin la guía de ningún hombro amigo, seguida por la multitud de enfermos que iban a morir, por las familias que iban a sufrir, por los milagros que no serían hechos, por las risas que no adornarían el mundo, por las montañas que quedarían siempre en el mismo lugar.

Yo no veía nada, apenas la oscuridad casi física que me cercaba.