Pasamos la tarde caminando por el cañón, recordando los tiempos de la infancia. Era la primera vez que él hacía eso; en nuestro viaje a Bilbao, había tenido la sensación de que ya no le interesaba Soria.

Sin embargo, ahora me pedía detalles de cada uno de nuestros amigos; quería saber si eran felices, y qué hacían en la vida.

Llegamos finalmente a la cascada más grande del Piedra, que reúne las aguas de pequeños riachuelos dispersos y las arroja desde una altura de casi treinta metros. Nos quedamos en el borde, escuchando el ruido ensordecedor, contemplando un arco iris en la neblina que formaban las grandes cascadas de agua.

—La Cola de Caballo —dije, sorprendida de saber todavía un nombre que había escuchado hacía tanto tiempo.

—Me estoy acordando. —Empezó a decir.

—¡Sí! ¡Sé lo que vas a decir!

¡Claro que lo sabía! La caída de agua ocultaba una gigantesca gruta. De niños, al volver de nuestra primera excursión al monasterio de Piedra, estuvimos conversando sobre aquel sitio durante días seguidos.

—La caverna —concluyó—. ¡Vamos allí!

Resultaba imposible pasar por debajo del torrente de agua que caía. Los antiguos monjes construyeron un túnel que empieza en el punto más alto de la cascada y desciende por dentro de la tierra hasta la parte de atrás de la gruta.

No fue difícil encontrar la entrada. Durante el verano quizá hubiese luces para señalar el camino, pero en ese momento éramos las únicas personas que había allí, y el túnel estaba completamente a oscuras.

—¿Entramos de todos modos? —pregunté.

—Claro. Confía en mí.

Comenzamos a bajar por el agujero al lado de la cascada. Aunque nos cercase la oscuridad, sabíamos adónde íbamos, y él me había pedido que confiara en él.

«Gracias, Señor —pensaba, mientras nos internábamos en las entrañas de la tierra—. Porque era una oveja perdida, y Tú me trajiste de vuelta. Porque mi vida estaba muerta, y Tú la resucitaste. Porque el amor ya no habitaba mi corazón, y Tú me devolviste esa gracia.»

Me apoyaba en su hombro. Mi amado guiaba mis pasos por caminos de tinieblas, sabiendo que volveríamos a encontrar la luz y que nos alegraría. Podía ocurrir que, en nuestro futuro, hubiese momentos en los que se invirtiese esa situación; entonces yo lo guiaría con el mismo amor y la misma seguridad, hasta llegar a un lugar seguro donde pudiésemos descansar juntos.

Andábamos despacio, y el descenso parecía no terminar nunca. Tal vez fuese ése un nuevo rito de pasaje, el final de una época en la que no brillaba ninguna luz en mi vida. A medida que avanzaba por aquel túnel, recordaba el tiempo que había perdido en el mismo lugar, tratando de echar raíces en un suelo donde nada crecía.

Pero Dios era bueno, y me había devuelto el entusiasmo perdido, las aventuras que había soñado, el hombre que —sin querer— había esperado durante toda mi vida. No sentía ningún remordimiento por el hecho de que él dejase el seminario; porque había muchas maneras de servir a Dios, como había dicho el padre, y nuestro amor multiplicaría esas maneras. A partir de ahora, también yo tenía la oportunidad de servir y ayudar, todo a causa de él.

Saldríamos por el mundo, él confortando a los demás, yo confortándolo a él.

«Gracias, Señor, por ayudarme a servir. Enséñame a ser digna de eso. Dame fuerzas para participar en su misión, caminar con él por la Tierra, desarrollar de nuevo mi vida espiritual. Que todos nuestros días sean como lo fueron éstos: de lugar en lugar, curando a los enfermos, confortando a los tristes, hablando del amor que la Gran Madre tiene por todos nosotros.»