El techo se había desmoronado, y a las pocas imágenes que todavía existían les faltaba la cabeza, excepto a una.
Miré alrededor. En el pasado, aquel sitio debía de haber albergado a hombres de voluntad fuerte, que vigilaban para que cada piedra estuviese limpia, y para que cada banco estuviese ocupado por uno de los poderosos de la época.
Pero todo lo que veía ahora allí delante eran ruinas. Las ruinas que, en la infancia, se habían transformado en castillos donde jugábamos juntos, y en los cuales yo buscaba a mi príncipe encantado.
Durante siglos, los monjes del monasterio de Piedra habían guardado para sí aquel pedazo de paraíso. Situado en lo hondo de una depresión geográfica, tenía gratis lo que los pueblos vecinos debían mendigar: agua. Allí el río Piedra se dividía en decenas de cascadas, riachuelos, lagos, haciendo que a su alrededor se desarrollase una vegetación exuberante.
Sin embargo bastaba caminar unos cientos de metros y salir del cañón: alrededor todo era aridez y desolación. El propio río, cuando terminaba de atravesar la depresión geográfica, se transformaba de nuevo en un pequeño hilo de agua, como si en aquel lugar hubiese gastado toda su juventud y energía.
Los monjes sabían eso, y el agua que suministraban a los vecinos costaba cara. Una infinidad de luchas entre los sacerdotes y los pueblos marcó la historia del monasterio.
Finalmente, en una de las muchas guerras que sacudieron España, el monasterio de Piedra fue transformado en cuartel. Los caballos se paseaban por la nave central de la iglesia, los soldados acampaban entre sus bancos, contaban historias pornográficas y hacían el amor con las mujeres de los pueblos vecinos.
La venganza —aunque tardía— había llegado. El monasterio fue saqueado y destruido.
Los monjes no consiguieron nunca más reabrir aquel paraíso. En una de las muchas batallas jurídicas que siguieron, alguien dijo que los habitantes de los pueblos vecinos habían ejecutado una sentencia de Dios: «Dad de beber al sediento», y los curas prestaron oídos sordos a esas palabras. Por ese motivo, Dios expulsó a quienes se consideraban dueños de la naturaleza.
Y quizá por eso, aunque gran parte del convento había sido reconstruida y transformada en hotel, la iglesia principal continuaba todavía en ruinas. Los descendientes de los pueblos vecinos seguían recordando el alto precio que sus padres habían tenido que pagar, por algo que la naturaleza daba gratis.
—¿De quién es la única imagen con cabeza? —pregunté.
—De santa Teresa de Ávila —respondió él—. Ella tiene poder. Y a pesar de toda la sed de venganza que traen las guerras, nadie osó tocarla.
Me cogió de la mano y salimos. Paseamos por los gigantescos pasillos del convento, subimos por las largas escaleras de madera y vimos las mariposas en los jardines interiores del claustro. Yo me acordaba de cada detalle de aquel monasterio, porque había estado allí en la infancia, y los recuerdos antiguos parecen más vivos que los recientes.
La memoria. El mes anterior y los días anteriores a aquella semana parecían pertenecer a otra encarnación mía. Una época a la que no quería volver nunca más, porque sus horas no habían sido tocadas por la mano del amor. Me sentía como si hubiese vivido el mismo día durante años seguidos, despertando de la misma manera, repitiendo las mismas cosas y teniendo siempre los mismos sueños.
Me acordé de mis padres, de los padres de mis padres, y de muchos amigos míos. Me acordé de todo el tiempo que había pasado luchando para conseguir una cosa que no quería.
¿Por qué había hecho eso? No lograba encontrar una explicación. Quizá porque había tenido pereza para pensar en otros caminos. Quizá por miedo a lo que pudiesen pensar los demás. Quizá porque daba mucho trabajo ser diferente. Quizá porque el ser humano está condenado a repetir los pasos de la generación anterior, hasta que —y me acordé del padre superior— un determinado número de personas empieza a comportarse de otra manera.
Entonces el mundo cambia, y nosotros cambiamos con él.
Pero yo ya no quería ser así. El destino me había devuelto lo que era mío, y ahora me daba la posibilidad de transformarme, y de ayudar a transformar el mundo.
Pensé de nuevo en las montañas y en los alpinistas que habíamos encontrado cuando paseábamos. Eran jóvenes, llevaban ropas coloridas para llamar la atención en caso de perderse en la nieve y conocían el verdadero camino hasta las cumbres.
Las pendientes ya tenían grapas de aluminio clavadas: todo lo que necesitaban hacer era usar ganchos para pasar sus cuerdas y subir con seguridad. Estaban allí para una aventura de día festivo, y el lunes regresarían a sus trabajos con la sensación de haber desafiado a la naturaleza, y vencido.
Pero no se trataba de eso. Aventureros habían sido los primeros, los que habían decidido descubrir los caminos. Algunos ni siquiera habían llegado a la mitad, pues habían caído en las grietas de la roca. Otros habían perdido los dedos, gangrenados a causa del frío. A muchos no se les había visto nunca más. Pero un día alguien llegó a lo alto de aquellos picos.
Y sus ojos fueron los primeros en ver aquel paisaje, y su corazón latió con alegría. Había aceptado los riesgos, y ahora honraba —con su conquista— a todos los que habían muerto en el intento.
Es posible que las personas allá abajo pensasen: «No hay nada en la cima, sólo un paisaje. ¿Qué atractivo puede tener?.»
Pero el primer alpinista sabía cuál era ese atractivo: aceptar los desafíos y seguir adelante. Saber que ningún día era igual a otro, y que cada mañana tenía su milagro especial, su momento mágico, en el que se destruían viejos universos y se creaban nuevas estrellas.
El primer hombre que subió a aquellas montañas debió de hacerse la misma pregunta al mirar las casitas que se veían en el fondo, con las chimeneas humeando: «Sus días parecen siempre iguales. ¿Qué atractivo tiene esto?»
Ahora las montañas ya estaban conquistadas, los astronautas ya habían caminado por el espacio, ya no quedaba ninguna isla en la Tierra —por pequeña que fuera— que pudiese ser descubierta. Pero sobraban las grandes aventuras del espíritu, y en ese momento me estaban ofreciendo una de ellas.
Era una bendición. El padre superior no entendía nada. Esos dolores no hieren.
Bienaventurados los que pueden dar los primeros pasos. Un día la gente sabría que el hombre puede hablar la lengua de los ángeles, que todos tenemos los dones del Espíritu Santo y que podemos hacer milagros, curar, profetizar, entender.