Cuando salimos del hotel, las campanas seguían sonando, y él sugirió que entrásemos un rato en la iglesia.

—No hemos hecho otra cosa —respondí—. Iglesias, oraciones, rituales.

—Hicimos el amor —dijo él—. Nos emborrachamos tres veces. Caminamos por las montañas. Hemos equilibrado bien el Rigor y la Misericordia.

Yo había dicho una tontería. Necesitaba acostumbrarme a la nueva vida.

—Perdóname —dije.

—Entramos sólo un rato. Estas campanadas son una señal.

Él tenía toda la razón, pero yo no me daría cuenta hasta el día siguiente. Sin entender la oculta señal, subimos al coche y viajamos durante cuatro horas hasta el monasterio de Piedra.