Me desperté con sus brazos encima de mis senos. Ya era día claro, y sonaban las campanas de una iglesia cercana.
Él me besó. Sus manos volvieron a acariciar mi cuerpo.
—Tenemos que irnos —dijo—. Han acabado los días festivos, y las carreteras deben de estar congestionadas.
—No quiero ir a Zaragoza —respondí—. Quiero seguir hasta donde vas tú. Los bancos abren dentro de poco, y puedo utilizar la tarjeta para sacar dinero y comprar ropa.
—Me dijiste que no tenías mucho dinero.
—Me las arreglaré. Tengo que romper sin piedad con mi pasado. Si vuelvo a Zaragoza, puedo creer que estoy haciendo una locura, que falta poco para las oposiciones, que podemos estar dos meses separados, hasta que yo termine los exámenes.
»Y si paso por allí, no querré salir de Zaragoza. No, no puedo volver. Necesito destruir los puentes que me ligan con la mujer que fui.
—Barcelona —dijo él para sí.
—¿Qué?
—Nada. Seguiremos viajando.
—Pero tienes una charla.
—Todavía faltan dos días —respondió él. Su voz sonaba extraña
—Vamos a otro lugar. No quiero ir directamente a Barcelona.
Me levanté. No quería pensar en problemas; quizá había despertado como siempre se despierta después de la primera noche de amor con alguien: con cierta cortedad y vergüenza.
Fui hasta la ventana, abrí un poco la cortina y miré hacia la callejuela que teníamos delante. Los balcones de las casas tenían ropa tendida a secar. Las campanas tocaban allá fuera.
—Tengo una idea —dije—. Vamos a un sitio donde ya estuvimos cuando éramos niños. Nunca he vuelto allí.
—¿Adónde?
—Vamos al monasterio de Piedra.