Me quitó la ropa y me penetró con fuerza, con miedo, con deseo. Sentí algo de dolor, pero eso no tenía importancia. Como tampoco tenía importancia mi placer en ese momento. Le pasaba las manos por el pelo, escuchaba sus gemidos, y daba las gracias a Dios porque él estaba allí, dentro de mí, haciéndome sentir como si fuese la primera vez.

Nos amamos toda la noche, y el amor se mezclaba con el sueño y con los sueños. Lo sentía dentro de mí, y lo abrazaba para tener la certeza de que aquello estaba ocurriendo de verdad, para no dejar que se fuese de repente, como los caballeros andantes que algún día habían habitado el viejo castillo transformado en hotel. Las silenciosas paredes de piedra parecían contar historias de doncellas que se quedaban esperando, de lágrimas derramadas, y de días interminables en la ventana, mirando el horizonte, en busca de una señal o de una esperanza.

Pero yo nunca pasaría por eso, me prometí. No lo perdería nunca. Él siempre estaría conmigo, porque yo había escuchado las lenguas del Espíritu Santo, mirando un crucifijo detrás de un altar, y esas lenguas me habían dicho que yo no estaba cometiendo ningún pecado.

Sería su compañera, y juntos desbravaríamos el mundo que esperaba ser creado de nuevo. Hablaríamos de la Gran Madre, lucharíamos al lado del Arcángel Miguel, viviríamos juntos la agonía y el éxtasis de los pioneros. Eso me habían dicho las lenguas, y yo había recuperado la fe, sabía que decían la verdad.