Paramos en un pueblo cerca de San Martín de Unx. La travesía de los Pirineos nos había llevado más tiempo del que pensábamos, a causa de la lluvia y la nieve del día anterior.

—Necesitamos encontrar algo abierto —dijo él, bajando del coche—. Tengo hambre.

No me moví.

—Ven —insistió, abriendo mi puerta.

—Quiero hacerte una pregunta. Una pregunta que no he hecho desde que nos encontramos.

Se puso inmediatamente serio. Me dio risa su preocupación.

—¿Es una pregunta muy importante?

—Muy importante —respondí, tratando de parecer seria—. La pregunta es la siguiente: ¿adónde nos dirigimos?

Estallamos en una carcajada.

—A Zaragoza —respondió, aliviado.

Bajé del coche y empezamos a buscar un restaurante abierto. Sería casi imposible, a aquella hora de la noche.

«No, no es imposible. La Otra ya no está conmigo. Ocurren milagros», dije para mis adentros.

—¿Cuándo tienes que llegar a Barcelona? —pregunté.

Él no respondió, y su rostro se puso serio. «Tengo que evitar esas preguntas —pensé—. Puede parecer que estoy tratando de controlar su vida.»

Anduvimos un rato sin conversar. En la plaza del pueblo había un letrero encendido: Mesón El Sol.

—Allí está abierto. Vamos a comer —fue su único comentario.

Los pimientos del piquillo con anchoas estaban dispuestos en forma de estrella. Al lado, el queso manchego, en tajadas casi transparentes.

En el centro de la mesa, una vela encendida, y una botella de vino Rioja casi por la mitad.

—Esto era una bodega medieval comentó el chico que servía.

No había casi nadie en el bar a esa hora de la noche. Él se levantó, fue al teléfono y volvió a la mesa. Sentí ganas de preguntarle a quién había llamado, pero esa vez logré contenerme.

—Tenemos abierto hasta las dos y media de la mañana —siguió diciendo el chico—. Pero si quieren les puedo traer más jamón, queso y vino, y se quedan en la plaza. El alcohol mantendrá a raya el frío.

—No vamos a tardar tanto —respondió él—. Tenemos que llegar a Zaragoza antes de que amanezca.

El chico regresó al mostrador. Volvimos a llenar nuestros vasos. Sentía otra vez la liviandad que había sentido en Bilbao, la suave embriaguez del Rioja que nos ayuda a decir y oír cosas difíciles.

—Tú estás cansado de conducir, y estamos bebiendo —dije, después de un trago—. Es mejor quedarnos por aquí. Vi un parador cuando caminábamos.

Él aceptó con un movimiento de cabeza.

—Mira la mesa de enfrente —fue su comentario—. Los japoneses llaman a esto shibumi: la verdadera sofisticación de las cosas simples. Las personas se llenan de dinero, van a lugares caros y creen que son sofisticadas.

Bebí más vino.

El parador. Una noche más a su lado.

La virginidad que misteriosamente se había restablecido.

—Es curioso oír a un seminarista hablando de sofisticación —dije, tratando de concentrarme en otra cosa.

—Pues aprendí eso en el seminario. Cuanto más nos acercamos a Dios a través de la fe, más sencillo Se vuelve. Y cuanto más sencillo Se vuelve, más fuerte es Su presencia.

Su mano se deslizó por la tabla de la mesa.

—Cristo aprendió su misión mientras cortaba la madera y hacía sillas, camas, armarios. Vino como carpintero para mostrarnos que, hagamos lo que hagamos, todo nos puede llevar a la experiencia del amor de Dios.

Calló de repente.

—No quiero hablar de eso —dijo—. Quiero hablar de otro tipo de amor.

Sus manos tocaron mi rostro.

El vino hacía las cosas más fáciles para él. Y para mí.

—¿Por qué te has callado de repente? ¿Por qué no quieres hablar de Dios, de la Virgen, del mundo espiritual?

—Quiero hablar de otro tipo de amor —insistió—. Aquel que comparten un hombre y una mujer, y en el que también se manifiestan los milagros.

Le cogí las manos. Él podía conocer los misterios de la Diosa, pero de amor sabía tanto como yo. Por mucho que hubiese viajado.

Y tendría que pagar un precio: la iniciativa. Porque la mujer paga el precio más alto: la entrega.

Estuvimos cogidos de las manos durante un largo rato. Leía en sus ojos los miedos ancestrales que el verdadero amor coloca como pruebas a ser vencidas. Leí el recuerdo del rechazo de la noche anterior, el largo tiempo que pasamos separados, los años en el monasterio en busca de un mundo donde esas cosas no ocurrían.

Leía en sus ojos los millares de veces que había imaginado aquel momento, los escenarios que había construido a nuestro alrededor, el corte de pelo que yo debía de llevar y el color de mi ropa. Yo quería decir «sí», que sería bienvenido, que mi corazón había ganado la batalla. Quería decirle cuánto lo amaba, cuánto lo deseaba en aquel momento.

Pero continué en silencio. Asistí, como en un sueño, a su lucha interior. Vi que tenía ante él mi «no», el miedo de perderme, las palabras duras que había oído en momentos semejantes, porque todos pasamos por eso, y acumulamos cicatrices.

Sus ojos empezaron a brillar. Sabía que estaba venciendo todas aquellas barreras.

Entonces solté una de sus manos, cogí un vaso y lo puse en el borde de la mesa.

—Se va a caer —dijo él.

—Exacto. Quiero que tú lo tires.

—¿Romper un vaso?

Sí, romper un vaso. Un gesto aparentemente simple, pero que implicaba miedos que nunca llegaremos a entender del todo. ¿Qué hay de malo en romper un vaso barato, si todos hemos hecho eso sin querer alguna vez en la vida?

—¿Romper un vaso? —repitió—. ¿Por qué?

—Podría dar algunas razones —respondí—. Pero la verdad es que es sencillamente por romperlo.

—¿Por ti?

—Claro que no.

Él miraba el vaso en el borde de la mesa, preocupado de que fuese a caerse.

«Es un rito de pasaje, como tú mismo dices —tuve ganas de decirle—. Es lo prohibido. Los vasos no se rompen adrede. Cuando estamos en los restaurantes o en nuestras casas procuramos que los vasos no queden en el borde de la mesa. Nuestro universo exige que tengamos cuidado para que los vasos no caigan al suelo.»

Sin embargo, seguí pensando, cuando los rompemos sin querer, vemos que no era tan grave. El camarero dice «no tiene importancia», y nunca en mi vida, he visto que en la cuenta de un restaurante hayan incluido el precio de un vaso roto. Romper vasos forma parte de la vida y no nos hacemos daño a nosotros ni al restaurante ni al prójimo.

Moví la mesa. El vaso se bamboleó, pero no cayó.

—¡Cuidado! —dijo él, instintivamente.

—Rompe el vaso —insistí.

Rompe el vaso, pensaba para mí, porque es un gesto simbólico. Trata de entender que yo rompí dentro de mí cosas mucho más importantes que un vaso, y estoy feliz de haberlo hecho. Mira tu propia lucha interior, y rompe ese vaso.

Porque nuestros padres nos enseñaron a tener cuidado con los vasos, y con los cuerpos. Nos enseñaron que las pasiones de la infancia son imposibles, que no debemos alejar a hombres del sacerdocio, que las personas no hacen milagros, y que nadie sale de viaje sin saber adónde va.

Rompe el vaso, por favor, y libéranos de todos esos conceptos malditos, de esa manía de tener que explicarlo todo y hacer sólo aquello que los demás aprueban.

—Rompe ese vaso —pedí una vez más.

Él clavó su mirada en la mía. Después, despacio, deslizó la mano de la mesa hasta tocar el vaso. Con un rápido movimiento, lo empujó al suelo.

El ruido del vidrio roto llamó la atención de todos. En vez de disfrazar el gesto con alguna petición de disculpas, él me miraba sonriendo, y yo le devolvía la sonrisa.

—No tiene importancia —gritó el chico que atendía las mesas.

Pero él no le oyó. Se había levantado, me había cogido por los cabellos y me besaba.

Yo también lo cogí por los cabellos, lo abracé con toda mi fuerza, le mordí los labios, sentí que su lengua se movía dentro de mi boca. Era un beso que había esperado mucho, que había nacido junto a los ríos de nuestra infancia, cuando todavía no comprendíamos el significado del amor. Un beso que quedó suspendido en el aire cuando crecimos, que viajó por el mundo a través del recuerdo de una medalla, que quedó escondido detrás de pilas de libros de estudios para un empleo público. Un beso que se había perdido tantas veces y que ahora había sido encontrado. En aquel minuto de beso estaban años de búsquedas, de desilusiones, de sueños imposibles.

Lo besé con fuerza. Las pocas personas que había en aquel bar debieron de mirarnos y pensar que aquello no era más que un beso. No sabían que en ese minuto de beso estaba el resumen de mi vida, de su vida, de la vida de cualquier persona que espera, sueña y busca su camino bajo el sol.

En aquel minuto de beso estaban todos los momentos de alegría que habla vivido.