Durante el resto de aquel día caminé por el valle. Jugué con la nieve, estuve en una población cercana a Saint-Savin, comí un bocadillo de paté, me quedé mirando a unos niños que jugaban al fútbol.

En la iglesia de otro pueblo, encendí una vela. Cerré los ojos y repetí las invocaciones que había aprendido el día anterior. Después empecé a pronunciar palabras sin sentido, mientras me concentraba en la imagen de un crucifijo que había detrás del altar. A los pocos instantes, el don de las lenguas se fue apoderando de mí. Era más fácil de lo que pensaba.

Podía parecer una locura: murmurar cosas, decir palabras que nadie conoce y que no significan nada para nuestro raciocinio. Pero el Espíritu Santo conversaba con mi alma, diciendo cosas que ella necesitaba oír.

Cuando sentí que estaba suficientemente purificada, cerré los ojos y recé:

«Nuestra Señora, devuélveme la fe. Que yo pueda ser también un instrumento de Tu trabajo. Dame la oportunidad de aprender a través de mi amor. Porque el amor nunca apartó a nadie de sus sueños.

»Que yo sea compañera y aliada del hombre que amo. Que él haga todo lo que tenga que hacer, a mi lado.»