Me quedé parada delante de la casa, sin saber qué hacer. La bruma lo cubría todo, y yo tenía la sensación de estar en un sueño gris, donde aparecen figuras extrañas que nos llevan a sitios todavía más extraños.

Mis dedos palpaban nerviosamente la llave.

Con toda aquella niebla, sería imposible ver las montañas desde la ventana. La casa estaría oscura, sin el sol en las cortinas. La casa estaría triste sin la presencia de él a mi lado.

Miré el reloj. Nueve de la mañana.

Necesitaba hacer alguna cosa, algo que me ayudase a pasar el tiempo, a esperar.

Esperar. Ésa fue la primera lección que aprendí sobre el amor. El día se arrastra, haces miles de planes, imaginas todas las conversaciones posibles, prometes cambiar tu comportamiento y te vas poniendo ansiosa y ansiosa, hasta que llega tu amado.

Entonces ya no sabes qué decir. Esas horas de espera se han transformado en tensión, la tensión en miedo, y el miedo hace que nos dé vergüenza mostrar nuestro afecto.

«No sé si debo entrar.» Recordé la conversación del día anterior: aquella casa era el símbolo de un sueño.

Pero yo no podía quedarme allí parada todo el día. Me armé de valor, saqué la llave del bolsillo y caminé hacia la puerta.

—¡Pilar!

La voz, con un fuerte acento francés, venía de la neblina. Me quedé más sorprendida que asustada. Podía ser el dueño de la casa donde teníamos alquilada la habitación, pero no me acordaba de haber dicho mi nombre.

—¡Pilar! —repitió, esta vez más cerca.

Miré hacia la plaza, cubierta de niebla. Se acercaba un bulto, caminando rápido. La pesadilla de las neblinas con sus figuras extrañas se estaba transformando en realidad.

—Espere —dijo el hombre—. Quiero hablar con usted.

Cuando estuvo cerca, vi que era un cura. Su figura parecía una de esas caricaturas de curas de provincias: bajo, un poco gordo, algunas hebras de cabello blanco desparramadas por la cabeza casi calva.

—Hola —dijo, tendiendo la mano y mostrando una ancha sonrisa.

Atónita, respondí a su saludo.

—Es una pena que la niebla lo esté cubriendo todo —dijo, mirando hacia la casa—. Saint-Savin está en una montaña, y la vista desde esta casa es magnífica. Desde las ventanas se divisa el valle allá abajo, y los picos helados allá arriba. Usted ya debe de saberlo.

En seguida deduje quién era: el superior del convento.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté—. ¿Y cómo sabe mi nombre?

—¿Quiere entrar? —dijo, cambiando de tema.

—No. Quiero que conteste a lo que le he preguntado.

Se frotó las manos para calentarlas un poco y se sentó en el umbral de la puerta. Yo me senté a su lado. La neblina era cada vez más espesa, y había ocultado la iglesia, que no estaba a más de veinte metros de nosotros.

Todo lo que conseguíamos ver era la fuente. Recordé las palabras de la mujer.

—Ella está presente —dije.

—¿Quién?

—La Diosa —respondí—. Ella es esta bruma.

—¡Entonces él conversó con usted sobre esto! —Se rió—. Bien, prefiero llamarla Virgen María. Estoy más acostumbrado.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo sabe mi nombre? —repetí.

—Vine porque quería verles. Alguien que estaba en el grupo carismático ayer por la noche me contó que ustedes se hospedaban en Saint-Savin. Y ésta es una ciudad muy pequeña.

—Él ha ido al seminario.

El padre dejó de sonreír y movió la cabeza a un lado y a otro.

—Qué pena —dijo, como si hablase para sí.

—¿Pena porque fue a visitar el seminario?

—No, él no está en el seminario. Vengo de allí.

Se quedó callado unos minutos. Recordé de nuevo la sensación que tuve al despertar: el dinero, las precauciones, la llamada telefónica a mis padres, el billete. Pero había hecho un juramento, y mantendría mi palabra.

A mi lado estaba un cura. De niña me habían acostumbrado a contárselo todo a los curas.

—Estoy exhausta —dije, rompiendo el silencio—. Hace menos de una semana sabía quién era y qué quería de la vida. Ahora parece que haya entrado en una tempestad que me arrastra de un lado para otro sin que yo pueda hacer nada.

—Resista —dijo el padre—. Es importante.

Me sorprendió el comentario.

—No se asuste —prosiguió, como si adivinase mi pensamiento—. Sé que la Iglesia necesita nuevos sacerdotes, y él sería un padre excelente. Pero el precio que tendrá que pagar será muy alto.

—¿Dónde está? ¿Me dejó aquí y se marchó a España?

—¿A España? Él no tiene nada que hacer en España —dijo el padre—. Su casa es el monasterio, que está a pocos kilómetros de aquí.

«No está en el monasterio. Y sé dónde puedo encontrarlo.»

Las palabras del padre me devolvieron un poco de valor y de alegría por lo menos no se había ido.

Pero el padre había dejado de sonreír.

—No se alegre —prosiguió, leyéndome de nuevo los pensamientos—. Le hubiera convenido regresar a España.

El padre se levantó y me pidió que lo acompañase. Sólo podíamos ver algunos metros por delante, pero parecía que él sabía adónde iba. Salimos de Saint-Savin por el mismo camino en el que dos noches antes —¿o serían cinco años antes?— había escuchado la historia de Bernadette.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Vamos a buscarlo —respondió el padre.

—Padre, me deja confusa —dije, cuando nos pusimos en marcha—. Parece que se puso triste cuando le dije que él no estaba.

—¿Qué sabe de la vida religiosa, hija?

—Muy poco. Que los curas hacen voto de pobreza, de castidad y de obediencia.

Pensé si debía continuar o no, pero decidí seguir adelante.

—Y que juzgan los pecados de los demás, aunque ellos cometan esos mismos pecados. Que creen saberlo todo sobre el matrimonio y el amor, pero nunca se han casado. Que nos amenazan con el fuego del infierno por pecados que también ellos cometen.

»Y nos muestran a Dios como un ser vengador, que culpa al hombre de la muerte de su único Hijo.

El padre se rió.

—Usted tuvo una excelente educación católica —dijo—. Pero no le pregunto sobre el catolicismo. Le pregunto sobre la vida espiritual.

Me quedé sin respuesta.

—No estoy segura —dije al fin—. Son personas que lo dejan todo y parten en busca de Dios.

—¿Y lo encuentran?

—Usted sabe esa respuesta. Yo no tengo ni idea.

El padre se dio cuenta de que yo jadeaba y redujo el paso.

—Ha dado una definición errónea —empezó—. Quien parte en busca de Dios pierde su tiempo. Puede recorrer muchos caminos, afiliarse a muchas religiones y sectas, pero de esa manera jamás Lo encontrará.

»Dios está aquí, ahora, a nuestro lado. Podemos verlo en esta bruma, en este suelo, en estas ropas, en estos zapatos. Sus ángeles velan mientras dormimos, y nos ayudan cuando trabajamos. Para encontrar a Dios, basta con mirar alrededor.

»Ese encuentro no es fácil. A medida que Dios nos hace participar de su misterio, nos sentimos más desorientados. Porque Él constantemente nos pide que sigamos nuestros sueños y nuestro corazón. Hacer eso es difícil, porque estamos acostumbrados a vivir de una manera diferente.

»Y descubrimos, con sorpresa, que Dios nos quiere ver felices, porque Él es padre.

—Y madre —dije.

La neblina comenzaba a levantarse. Vi una pequeña casa de campesinos donde una mujer recogía leña.

—Sí, y madre —dijo—. Para tener una vida espiritual uno no necesita entrar en un seminario, ni tiene que hacer ayuno, abstinencia y castidad.

»Basta con tener fe y aceptar a Dios. A partir de ahí, cada uno se transforma en Su camino, pasamos a ser el vehículo de Sus milagros.

—Él ya me habló de usted —interrumpí—. Y me enseñó estas mismas cosas.

—Espero que usted acepte sus dones —respondió el padre—. Porque no siempre ocurre, como nos enseña la historia. A Osiris lo descuartizan en Egipto. Los dioses griegos se enemistan por culpa de mujeres y hombres de la Tierra. Los aztecas expulsan a Quetzalcóatl. Los dioses vikingos asisten al incendio del Valhalla por causa de una mujer. Jesús es crucificado.

»¿Por qué?

Yo no tenía respuesta.

—Porque Dios viene a la Tierra a mostrarnos nuestro poder. Formamos parte de Su sueño, y Él quiere un sueño feliz. Por lo tanto, si admitimos que Dios nos creó para la felicidad, tendremos que asumir que todo aquello que nos lleva a la tristeza y a la derrota es culpa nuestra.

»Por eso siempre matamos a Dios. Sea en la cruz, en el fuego, en el exilio, sea en nuestro corazón.

—Pero aquellos que Lo entienden.

—Ésos transforman el mundo. A costa de mucho sacrificio.

La mujer que recogía leña vio al padre y vino corriendo en nuestra dirección.

—¡Padre, gracias! —dijo, besándole las manos—. ¡El mozo curó a mi marido!

—Quien lo curó fue la Virgen —respondió el padre acelerando el paso—. Él es apenas un instrumento.

—Fue él. Entre, por favor.

Me acordé inmediatamente de la noche anterior. Cuando estábamos llegando a la basílica, un hombre me había dicho algo así como «¡Usted está con un hombre que hace milagros!.»

—Andamos con prisa —dijo el padre.

—No, no es cierto —respondí, muriéndome de vergüenza al hablar en francés, una lengua que no era la mía—. Tengo frío, y quiero tomar un café.

La mujer me agarró de la mano y entramos. La casa era cómoda, pero sin lujos; paredes de piedra, suelo y techo de madera. Sentado delante del fuego encendido, había un hombre de unos sesenta años.

Al ver al padre, se levantó para besarle la mano.

—Quédese sentado —dijo el padre—. Aún tiene que recuperarse.

—Ya he engordado diez kilos —respondió el hombre—. Pero todavía no puedo ayudar a mi mujer.

—No se preocupe. Pronto estará mejor que antes.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó el hombre.

—Yo lo vi pasar hacia donde va siempre —dijo la mujer—. Sólo que hoy iba en coche.

El padre me miró sin decir nada.

—Bendíganos, padre —dijo la mujer—. El poder de él.

—… de la Virgen —corrigió el padre.

—… de la Virgen Madre, también es del señor. Fue el señor quien lo trajo aquí.

Esta vez el padre evitó mirarme.

—Rece por mi marido —insistió la mujer.

El padre respiró hondo.

—Póngase de pie delante de mí —dijo al hombre. El viejo obedeció. El padre cerró los ojos y rezó un avemaría. Después, invocó al Espíritu Santo, pidiendo que estuviese presente y ayudase a aquel hombre.

De un momento para otro, empezó a hablar rápido. Parecía una oración de exorcismo, aunque yo ya no pudiese seguir lo que decía. Sus manos tocaban los hombros del viejo, y se deslizaban por los brazos, hasta los dedos. El padre repitió todo eso varias veces.

El fuego empezó a crepitar con más fuerza en el hogar. Podía ser una coincidencia, pero quizá el padre estaba entrando en terrenos que yo no conocía, y que interferían en los elementos.

Yo y la mujer nos asustábamos cada vez que estallaba un leño. El padre no se daba cuenta; estaba entregado a su tarea: era un instrumento de la Virgen, como había dicho antes. Hablaba en aquella lengua extraña. Las palabras salían con una velocidad sorprendente. Las manos ya no se le movían, estaban colocadas sobre los hombros del hombre que tenía delante.

De repente, tal como había comenzado, el ritual concluyó. El padre se volvió e impartió una bendición convencional, dibujando con la mano derecha una enorme señal de la cruz.

—Dios esté siempre en esta casa —dijo.

Y volviéndose hacia mí, me pidió que continuáramos la caminata.

—Pero falta el café —dijo la mujer, al vernos salir.

—Si tomo café ahora, no duermo —dijo el padre.

La mujer se rió y murmuró algo como «todavía es por la mañana.» No pude oír bien porque ya estábamos en la carretera.

—Padre, la mujer ha hablado de un joven que había curado a su marido. Fue él.

—Sí, fue él.

Empecé a sentirme mal. Me acordaba del día anterior, de Bilbao, de la conferencia en Madrid, de las personas que hablaban de milagros, de la presencia que sentí cuando rezaba abrazada a los demás.

Y yo amaba a un hombre que era capaz de curar. Un hombre que podía servir al prójimo, llevar alivio al sufrimiento, devolver la salud a los enfermos y la esperanza a sus parientes. Una misión que no cabía en una casa con cortinas blancas y discos y libros preferidos.

—No se culpe, hija mía —dijo el padre.

—Me está leyendo los pensamientos.

—Sí, así es —respondió el padre—. También tengo un don, y trato de merecerlo. La Virgen me enseñó a bucear en el torbellino de las emociones humanas, para saber dirigirlas de la mejor manera posible.

—Usted también hace milagros.

—No soy capaz de curar. Pero tengo uno de los dones del Espíritu Santo.

—Entonces puede leer en mi corazón, padre. Y sabe que amo, y que este amor crece a cada instante. Juntos descubrimos el mundo, y juntos permanecemos en él. Él estuvo presente en todos los días de mi vida, haya querido o no.

¿Qué podía decirle a aquel sacerdote que caminaba a mi lado? Él jamás entendería que había tenido otros hombres, que me había enamorado, y que si me hubiese casado sería feliz. Cuando todavía era niña, había descubierto y olvidado el amor en una plaza de Soria.

Pero, por lo visto, no había hecho un buen trabajo. Bastaron tres días para que todo volviese.

—Tengo derecho a ser feliz, padre. Recuperé lo que estaba perdido, y no quiero perderlo de nuevo. Voy a luchar por mi felicidad.

»Si renunciara a esta lucha, también renunciaría a mi vida espiritual. Como dice usted, sería apartar a Dios, mi poder y mi fuerza de mujer. Voy a luchar por él, padre.

Yo sabía qué era lo que hacía allí aquel hombre bajo y gordo. Había venido a convencerme de que lo dejase, porque él tenía una misión más importante que cumplir.

No, no iba a creer aquella historia de que al padre que caminaba a mi lado le gustaría que nos casásemos para vivir en una casa igual a aquella de Saint-Savin. El padre decía eso para engañarme, para que bajase las defensas y entonces —con una sonrisa— convencerme de lo contrario.

El sacerdote leyó mis pensamientos sin decir nada. Quizá me estuviese engañando y no podía adivinar lo que pensaban los demás. La neblina se disipaba rápidamente, y ahora veía el camino, la ladera de la montaña, el campo y los árboles cubiertos de nieve. También mis emociones se iban aclarando.

Si fuera verdad, y el padre pudiera leer mis pensamientos, que leyese y lo supiese todo. Que supiese que el día anterior él había querido hacer el amor conmigo, y yo me había negado, y estaba arrepentida.

El día anterior pensaba que si él tuviese que partir, yo siempre podría recordar al viejo amigo de la infancia. Pero eso era una tontería. Aunque no me había penetrado su sexo, me había penetrado algo más profundo, algo que me había llegado al corazón.

—Padre, le amo —repetí.

—Yo también. El amor siempre hace tonterías. En mi caso, me obliga a intentar apartarlo de su destino.

—No será fácil apartarme, padre. Ayer, durante las oraciones frente a la gruta, descubrí que también puedo despertar esos dones de los que usted habla. Y voy a usarlos para mantenerlo a mi lado.

—Ojalá —dijo el padre, con una leve sonrisa en el rostro—. Ojalá lo consiga.

El padre se detuvo, y sacó un rosario del bolso. Después, sosteniéndolo, me miró a los ojos.

—Jesús dice que no se debe jurar, y yo no estoy jurando. Pero le digo, ante la presencia de lo que me es más sagrado, que no desearía que él siguiese la vida religiosa convencional. No me gustaría que fuese ordenado sacerdote.

»Puede servir a Dios de otras maneras. A su lado.

Me costaba creer que estuviese diciendo la verdad. Pero así era.

—Está allí —dijo el padre.

Yo di media vuelta. Vi un coche detenido un poco más adelante. El mismo coche en el que habíamos viajado desde España.

—Siempre viene a pie —respondió, sonriendo—. Esta vez nos quiso hacer creer que venía de lejos.