—No vuelva a salir en ayunas —dijo la mujer.

—No sabía que hablaba español —respondí, sorprendida.

—La frontera está cerca. Los turistas vienen a Lourdes en verano. Si no sé español, no alquilo cuartos.

Hacía tostadas y café con leche. Comencé a preparar mi espíritu para afrontar aquel día; cada hora iba a durar un año. Quise distraerme un poco con la comida.

—¿Cuánto hace que están casados? —preguntó ella.

—Él fue el primer amor de mi vida —respondí. Era suficiente.

—¿Ve esos picos de ahí fuera? —prosiguió la mujer—. El primer amor de mi vida murió en una de esas montañas.

—Pero usted encontró a alguien.

—Sí, encontré. Y conseguí ser feliz de nuevo. El destino es curioso; casi no conozco a nadie que se haya casado con el primer amor de su vida.

»Las que lo hicieron están siempre diciéndome que perdieron algo importante, que no vivieron todo lo que necesitaban vivir.

La mujer dejó de hablar de repente.

—Disculpe —dijo—. No quería ofenderla.

—No me ofende.

—Siempre miro esa fuente que está ahí fuera. Y me quedo pensando: antes nadie sabía dónde estaba el agua, hasta que Savin decidió cavar, y la descubrió. Si no hubiese hecho eso, la ciudad estaría allá abajo, cerca del río.

—¿Y eso qué tiene que ver con el amor? —pregunté.

—Esa fuente trajo a las personas, con sus esperanzas, sus sueños y sus conflictos. Alguien tuvo la osadía de buscar el agua, y el agua se reveló, y todos se reunieron a su alrededor. Pienso que, cuando buscamos el amor con coraje, el amor se revela, y terminamos atrayendo más amor. Si una persona nos quiere, todos nos quieren.

»Del mismo modo, si estamos solos, nos quedamos más solos todavía. Es extraña la vida.

—¿Ha oído usted hablar de un libro titulado / Ching? —pregunté.

—Nunca.

—Ese libro dice que se puede mudar una ciudad, pero que no se puede cambiar una fuente de lugar. Los amantes se encuentran, matan la sed, construyen sus casas, crían a sus hijos alrededor de la fuente.

»Pero si uno decide partir, la fuente no puede seguirlo. El amor queda allí, abandonado, aunque colmado de la misma agua pura de antes.

—Habla como una vieja que ya ha sufrido mucho, hija mía —dijo.

—No. Siempre tuve miedo. Nunca busqué la fuente. Lo estoy haciendo ahora, y no quiero olvidarme de los riesgos.

Sentí que algo me incomodaba en el bolsillo del pantalón. Cuando noté lo que era, se me heló el corazón. Terminé de tomar el café a toda prisa.

La llave. Yo tenía la llave.

—Hubo una mujer aquí, en esta ciudad, que murió y lo dejó todo al seminario de Tarbes —dije—. ¿Sabe usted dónde queda su casa?

La mujer abrió la puerta y me indicó. Era una de las casas medievales de la plazoleta, cuya parte trasera daba hacia el valle y las montañas.

—Dos padres estuvieron allí hace casi dos meses —dijo ella—. Y.

La mujer me miró, con aire dubitativo.

—Y uno de ellos se parecía a su marido —dijo, tras una larga pausa.

—Era él —respondí mientras salía, contenta de haber dejado a mi niña interior hacer una travesura.