Tuve una noche de inmensa paz. En cierto momento, aunque seguía durmiendo, fue como si estuviese despierta. Una presencia femenina me sentó en su regazo, y era como si yo la conociese desde hacía mucho tiempo, porque me sentía protegida y amada.
Me desperté a las siete de la mañana, muerta de calor. Recordé que había puesto la calefacción al máximo para secar la ropa. Todavía estaba oscuro, y traté de levantarme sin hacer ruido, para no molestarle.
Al levantarme, vi que él no estaba.
Me entró el pánico. La otra despertó inmediatamente y me dijo: «¿Ves? Fue aceptar tú y él desapareció. Como todos los hombres.»
El pánico aumentaba cada minuto. Yo no podía perder el control. Pero la Otra no paraba de hablar.
«Aún estoy aquí —decía—. Dejaste que el viento cambiase de dirección, abriste la puerta y el amor está inundando tu vida. Si procedemos con rapidez, lograremos controlarlo.»
Yo necesitaba ser práctica. Tomar precauciones.
«Se fue —prosiguió la Otra—. Tienes que salir de este fin del mundo. Tu vida en Zaragoza aún está intacta; vuelve corriendo. Antes de perder lo que conseguiste con tanto esfuerzo.»
«Él debe de tener sus motivos», pensé.
«Los hombres siempre tienen motivos —respondió la Otra—. Pero el hecho es que terminan dejando a las mujeres.»
Entonces tengo que saber cómo vuelvo a España. El cerebro necesita estar ocupado todo el tiempo.
«Vayamos al lado práctico: dinero», decía la Otra.
No me quedaba un céntimo. Tenía que bajar, llamar a mis padres a cobro revertido, y esperar a que me enviasen dinero para un billete de regreso.
Pero es día festivo, y el dinero no llegará hasta mañana. ¿Qué hago para comer? ¿Cómo explicar a los dueños de la casa que deberán esperar dos días para recibir el pago?
«Mejor no decir nada», respondió la Otra. Sí, ella tenía experiencia, sabía lidiar con situaciones como ésta. No era una muchacha apasionada que pierde el control, sino una mujer que siempre había sabido lo que quería en la vida. Yo debía seguir allí, como si nada hubiese pasado, como si él fuese a regresar. Y cuando llegase el dinero, pagaría las deudas y me marcharía.
«Muy bien —dijo la Otra—. Estás volviendo a ser la que eras. No te pongas triste, porque un día encontrarás a un hombre. Alguien a quien puedas amar sin riesgos.»
Fui a buscar las ropas que había puesto en el radiador. Estaban secas. Necesitaba saber en cuál de aquellos pueblos había un banco, llamar por teléfono, tomar medidas. Mientras pensase en eso, no tendría tiempo para llorar ni para sentir añoranza.
Fue entonces cuando vi el papel:
«He ido al seminario. Arregla tus cosas (¡ja!, ¡ja! ¡ja!), pues viajamos esta noche a España. Volveré al atardecer.»
Y se despedía con estas palabras: «Te amo.»
Apreté el papel contra el pecho, y me sentí miserable y aliviada al mismo tiempo. Noté que la Otra se encogía, sorprendida del descubrimiento.
Yo también lo amaba. A cada minuto, a cada segundo, ese amor crecía y me transformaba. Volvía a tener fe en el futuro y volvía —poco a poco— a tener fe en Dios.
Todo por causa del amor.
«No quiero volver a conversar con mis propias tinieblas —me prometí, cerrándole definitivamente la puerta a la Otra—. Una caída de la tercera planta hiere tanto como una caída de la centésima planta.»
Si tenía que caer, que fuera de lugares bien altos.