No sé cuánto tiempo duró aquel ritual. Las personas volvieron a hablar lenguas extrañas, cantaron, bailaron con los brazos levantados hacia el cielo, rezaron por el vecino, pidieron milagros, dieron testimonio de gracias que les habían sido concedidas.
Finalmente, el padre que conducía la ceremonia dijo:
—Vamos a rezar cantando, por todas las personas que participaron por primera vez en esta renovación carismática.
Yo no debía de ser la única. Eso me tranquilizó.
Todos cantaron una oración. Esta vez yo sólo escuché, pidiendo que las gracias descendiesen sobre mí.
Las necesitaba mucho.
—Vamos a recibir la bendición —dijo el padre.
Todos se volvieron hacia la gruta iluminada, en la orilla de enfrente. El padre rezó varias oraciones, y nos bendijo. Luego todos se besaron, se desearon «feliz día de la Inmaculada Concepción» y siguieron su camino.
Él se acercó. Tenía una expresión más alegre que de costumbre.
—Estás empapada —dijo.
—Tú también —respondí, riendo.
Subimos al coche y regresamos a Saint-Savin. Yo había ansiado mucho ese momento, pero ahora que había llegado no sabía qué decir. No conseguía hablar de la casa en las montañas, del ritual, de los libros y discos, de las lenguas extrañas y de las oraciones en grupo.
Él vivía en dos mundos. En algún lugar del tiempo, esos dos mundos se fundían en uno solo, y yo necesitaba descubrir cómo.
Pero en ese momento de nada servían las palabras. El amor se descubre mediante la práctica de amar.