Cuando el reloj de la basílica dio las doce de la noche, el grupo que nos rodeaba había crecido bastante. Éramos casi cien personas, incluyendo algunos sacerdotes y monjas, parados debajo de la lluvia, mirando la imagen.
—¡Viva Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción! —dijo alguien, cerca de donde yo estaba, cuando terminaron de sonar las campanadas del reloj.
—¡Viva! —respondieron todos, con una salva de aplausos.
Inmediatamente se acercó un guardia y pidió a todos que no hiciésemos ruido. Estábamos molestando a otros peregrinos.
—Venimos de lejos —dijo un señor de nuestro grupo.
—Ellos también —respondió el guardia, señalando a otras personas que rezaban bajo la lluvia—. Y están rezando en silencio.
Deseé que el guardia pusiese fin a aquel encuentro. Quería estar sola con él, lejos de allí, apretándole las manos y diciendo lo que sentía. Necesitábamos conversar sobre la casa, hacer planes, hablar de amor. Yo necesitaba tranquilizarlo, demostrar más mi afecto, decir que podría realizar su sueño, porque estaría a su lado, ayudándolo.
El guardia se alejó, y uno de los sacerdotes empezó a rezar el rosario en voz baja. Cuando llegamos al credo que cierra la serie de oraciones, todos permanecieron quietos, con los ojos cerrados.
—¿Quiénes son esas personas? —pregunté.
—Carismáticos —dijo él.
Ya había oído la palabra, pero no sabía exactamente que significaba. Él se dio cuenta.
—Son las personas que aceptan el fuego del Espíritu Santo —dijo—. El fuego que Jesús dejó, y donde pocos encendieron sus velas. Son personas que están próximas a la verdad original del cristianismo, cuando todos podían obrar milagros. Son personas guiadas por la Mujer Vestida de Sol —dijo señalando con los ojos hacia la Virgen.
El grupo, como obedeciendo a una orden invisible, empezó a cantar en voz baja.
—Estás temblando de frío. No hace falta que participes —dijo él.
—¿Tú te quedas?
—Yo me quedo. Esto es mi vida.
—Entonces quiero participar —respondí, aunque hubiera preferido estar lejos de allí—. Si éste es tu mundo, quiero aprender a formar parte de él.
El grupo siguió cantando. Cerré los ojos y traté de seguir la música, aunque no entendía bien el francés. Repetía las palabras sin entender su significado, dejándome llevar por el sonido. Pero eso me ayudaba a pasar más rápidamente el tiempo.
Aquello terminaría en seguida. Después podríamos regresar a Saint-Savin, los dos solos.
Seguí cantando mecánicamente. Al poco rato empecé a notar que la música me iba dominando, como si tuviese vida propia y fuese capaz de hipnotizarme. Fue pasando el frío, y ya no prestaba atención a la lluvia, ni al hecho de tener una sola muda. La música me hacía bien, me alegraba el espíritu, me transportaba a una época en la que Dios estaba más próximo, y me ayudaba.
Cuando ya casi me había entregado por completo, la música cesó.
Abrí los ojos. Esta vez no era el guardia, sino un cura. Se dirigía a un sacerdote del grupo. Conversaron un poco en voz baja y el cura se alejó.
El sacerdote vino hacia nosotros.
—Tendremos que rezar nuestras oraciones al otro lado del río —dijo.
En silencio, caminamos hasta el sitio indicado. Cruzamos el puente que queda casi delante de la gruta y llegamos a la otra orilla. El sitio era más bonito: árboles, un descampado y el río, que ahora nos separaba de la gruta. Desde allí podíamos ver claramente la imagen iluminada y soltar mejor nuestra voz, sin la desagradable sensación de estar perturbando la oración de los demás.
Esa impresión debió de haber contagiado a todo el grupo; las personas comenzaron a cantar más fuerte, levantando el rostro, sonriendo bajo las gotas de lluvia que les corrían por la cara. Alguien levantó los brazos, y en el momento siguiente todos tenían los brazos levantados, balanceándose a un lado y a otro al ritmo de la música.
Yo luchaba por entregarme, y al mismo tiempo quería prestar atención a lo que estaba haciendo. A mi lado un sacerdote cantaba en español, e intenté repetir sus palabras. Eran invocaciones al Espíritu Santo, a la Virgen, para que estuviesen presentes y derramasen sus bendiciones y sus poderes sobre cada uno de nosotros.
—Que el don de las lenguas descienda sobre nosotros —dijo el sacerdote, repitiendo la frase en español, italiano y francés.
No entendí muy bien lo que ocurrió a continuación. Cada una de aquellas personas empezó a hablar una lengua que no se parecía a ninguno de los idiomas conocidos. Más que una lengua era un barullo, con palabras que parecían venir directamente del alma, sin sentido lógico. Recordé en seguida nuestra conversación en la iglesia, cuando él me habló de la revelación, de que toda la sabiduría consistía en escuchar la propia alma.
«Tal vez sea éste el lenguaje de los ángeles», pensé, tratando de imitar lo que hacían, y sintiéndome ridícula.
Todos miraban hacia la Virgen del otro lado del río, como en trance. Lo busqué con la mirada, y vi que estaba un poco alejado. Tenía las manos levantadas hacia el cielo, y decía también palabras rápidas, como si conversase con Ella. Sonreía, asentía, y a veces ponía cara de sorpresa.
«Éste es su mundo», pensé.
Aquello empezó a asustarme. El hombre que yo quería a mi lado decía que Dios también era mujer, hablaba lenguas incomprensibles, entraba en trance y parecía próximo a los ángeles. La casa de la montaña empezó a parecer menos real, como si formase parte de un mundo que él ya había dejado atrás.
Todos aquellos días desde la conferencia en Madrid me parecían parte de un sueño, un viaje fuera del tiempo y del espacio de mi vida. Entretanto, el sueño tenía sabor de mundo, de romance, de nuevas aventuras. Por mucho que me resistiese, sabía que el amor incendia fácilmente el corazón de una mujer, y sólo era cuestión de tiempo hasta que yo dejase al viento soplar y al agua destruir las paredes de la presa. Por poco dispuesta que hubiese estado al principio, yo ya había amado, y creía saber cómo lidiar con la situación.
Pero había allí algo que no lograba entender. No era ése el catolicismo que me habían enseñado en el colegio. No era así como veía al hombre de mi vida.
«Hombre de mi vida; qué extraño», dije para mis adentros, sorprendida por ese pensamiento.
Delante del río y de la gruta, sentí miedo y celos. Miedo porque todo aquello era nuevo para mí, y lo nuevo siempre me asusta. Celos porque ya comprendía que su amor era más grande de lo que yo pensaba, y se extendía por terrenos que yo jamás había pisado.
«Perdóname, Nuestra Señora —dije—. Perdóname si soy mezquina, pequeña, al disputar la exclusividad del amor de este hombre.» ¿Y si su vocación fuese realmente salir del mundo, encerrarse en el seminario y conversar con los ángeles?
Porque ¿cuánto resistiría antes de dejar la casa, los discos y los libros, y regresar a su verdadero camino? Y aunque no volviese nunca más al seminario, ¿cuál sería el precio que yo tendría que pagar para mantenerlo alejado de su verdadero sueño?
Todos parecían estar concentrados en lo que hacían, menos yo. Tenía los ojos clavados en él, y él hablaba en la lengua de los ángeles.
Donde había miedo y celos ahora había soledad. Los ángeles tenían con quién conversar, y yo estaba sola.
No sé qué fue lo que me empujó a hablar aquella lengua extraña. Quizá la necesidad inmensa de encontrarme con él, de decir lo que sentía. Quizá porque necesitaba dejar que mi alma conversase conmigo; mi corazón tenía muchas dudas, y exigía respuestas.
No sabía bien qué hacer; la sensación de ridículo era muy grande. Pero allí estaban hombres y mujeres de todas las edades, sacerdotes y laicos, novicios y monjas, estudiantes y viejos. Aquello me dio coraje, y pedí al Espíritu Santo que me hiciese vencer la barrera del miedo.
«Prueba —me dije—. Basta con abrir la boca y tener el coraje de decir cosas que no entiendes. Prueba.»
Decidí probar. Pero antes pedí que aquella noche —de un día tan largo que no lograba recordar cuándo había empezado— fuese una epifanía, un nuevo comienzo para mí.
Dios parecía haberme escuchado. Las palabras empezaron a salir con mayor libertad, y fueron perdiendo en seguida el significado de la lengua de los hombres. Disminuyó la vergüenza, aumentó la confianza, y la lengua empezó a fluir con libertad. Aunque no entendiese nada de lo que decía, aquello tenía sentido para mi alma.
El simple hecho de tener valor para decir cosas sin sentido empezó a ponerme eufórica. Yo era libre, no necesitaba buscar o dar explicaciones de mis actos. Esta libertad me transportaba al cielo, donde un Amor Mayor, que todo lo perdona y jamás se siente abandonado, me acogía en su seno.
«Parece que estoy recuperando mi fe», pensaba, sorprendida de todos los milagros que el amor puede hacer. Sentía a la Virgen a mi lado, tranquilizándome en su regazo, tapándome y calentándome con su manto. Las palabras extrañas salían cada vez más rápido de mi boca.
Comencé a llorar sin darme cuenta. La alegría me invadía el corazón, me inundaba. Era más fuerte que los miedos, que mis certezas mezquinas, que el intento de controlar cada segundo de mi vida.
Sabía que aquel llanto era un don; en el colegio de monjas me habían enseñado que los santos lloraban en el éxtasis. Abrí los ojos, contemplé el cielo oscuro y sentí que mis lágrimas se mezclaban con la lluvia. La tierra estaba viva, el agua que venía de arriba traía de vuelta el milagro de las alturas. Nosotros éramos parte de ese milagro.
—Qué bien, Dios puede ser mujer —dije en voz baja, mientras los demás cantaban—. Si es así, fue Su rostro femenino el que nos enseñó a amar.
—Vamos a rezar en grupos de ocho —dijo el sacerdote en español, italiano y francés.
De nuevo me sentí desorientada, sin entender nada de lo que estaba pasando. Alguien se me acercó y me pasó el brazo por encima del hombro. Otra persona hizo lo mismo del otro lado.
Formamos un círculo de ocho personas abrazadas. Luego nos inclinamos hacia delante y nuestras cabezas se tocaron.
Parecíamos una tienda humana. La lluvia había arreciado un poco, pero nadie le prestaba atención. La posición en que estábamos concentraba todas nuestras energías y nuestro calor.
—Que la Inmaculada Concepción ayude a mi hijo, y le haga encontrar su camino —dijo la voz del hombre que me había abrazado del lado derecho—. Pido que recemos un avemaría por mi hijo.
—Amén —respondieron todos. Y las ocho personas rezaron el avemaría.
—Que la Inmaculada Concepción me ilumine y despierte en mí el don de la cura —dijo la voz de una mujer en nuestra «tienda»—. Recemos un avemaría.
Todos de nuevo, dijeron «amén», y rezaron. Cada persona hizo una petición, y todos participaron en las oraciones. Estaba sorprendida de mí misma, porque rezaba como una niña, y como una niña creía que aquellas gracias serían otorgadas.
El grupo se quedó en silencio durante una fracción de segundo. Vi que había llegado mi turno para pedir alguna cosa. En cualquier otra circunstancia yo me habría muerto de vergüenza, y no habría sido capaz de abrir la boca. Pero había una Presencia, y esa presencia me daba confianza.
—Que la Inmaculada Concepción me enseñe a amar como ella —dije—. Que ese amor me haga crecer a mí y al hombre a quien fue dedicado. Recemos un avemaría.
Rezamos juntos, y tuve de nuevo una sensación de libertad. Durante años había luchado contra mi corazón porque tenía miedo a la tristeza, al sufrimiento, al abandono. Siempre había sabido que el verdadero amor estaba por encima de todo eso, y que era mejor morir que dejar de amar.
Pero veía que sólo los demás tenían coraje. Y ahora, en este momento, descubría que yo también era capaz. Aunque significase partida, soledad, tristeza, el amor valía cada céntimo de su precio.
«No puedo estar pensando en estas cosas, tengo que concentrarme en el ritual.» El sacerdote que conducía el grupo pidió que se deshiciesen los grupos, y que ahora orásemos por los enfermos. Las personas rezaban, cantaban, bailaban bajo la lluvia, adorando a Dios y a la Virgen María. De vez en cuando todos volvían a hablar lenguas extrañas, y a mover los brazos apuntando al cielo.
—Alguien que está aquí y que tiene una nuera enferma, que sepa que ella está siendo curada —dijo una mujer, en determinado momento.
Volvían las oraciones, y volvían los cantos y la alegría. De vez en cuando se oía de nuevo la voz de aquella mujer.
—Alguien de este grupo que perdió hace poco a su madre, debe tener fe y saber que ella está en la gloria de los cielos.
Más tarde él me contó que éste era un don de la profecía, que ciertas personas eran capaces de presentir lo que estaba sucediendo en un lugar distante, o lo que sucedería en poco tiempo.
Pero aunque yo no me hubiese enterado nunca de esto, creía en la fuerza de la voz que hablaba de milagros. Esperaba que ella, en algún momento, dijese algo sobre el amor de dos personas allí presentes. Tenía la esperanza de oírle proclamar que ese amor estaba bendecido por todos los ángeles, los santos, por Dios y por la Diosa.